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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (5 page)

BOOK: Opus Nigrum
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Simón Adriansen quiso encargarse de Zenón. El niño, empujado por Hilzonde hacia aquel rostro barbudo y arrugado, en el que una verruga temblaba sobre el labio, gritó, se debatió, se escapó arisco de entre las manos maternales y de sus sortijas, que le arañaban los dedos. Huyó y no lo encontraron hasta por la noche, escondido en el amasadero que había al fondo del jardín, dispuesto a morder al criado que lo sacó riendo de detrás de un montón de troncos de leña. Simón, desesperando de poder domesticar a aquel lobezno, tuvo que resignarse a dejarlo en Flandes. Además, estaba claro que la presencia del niño aumentaba la tristeza de Hilzonde.

Zenón creció para la Iglesia. Ser clérigo era, para un bastardo, el medio más seguro de vivir acomodadamente y de acceder a unos puestos honoríficos. Además, el ansia de saber que, desde muy pequeño, poseyó a Zenón, los gastos de tinta y velas consumidas hasta el alba, sólo le parecían tolerables a su tío en caso de tratarse de un aprendiz de sacerdote. Henri-Juste confió al principiante a su cuñado, Bartholommé Campanus, canónigo de Saint-Donatien, en Brujas. Este sabio, consumido por la oración y el estudio de las letras, era tan dulce que parecía ya viejo. Enseñó a su alumno el latín, lo poco que él sabía de griego y algo de alquimia, y entretuvo la curiosidad que el estudiante sentía por las ciencias con ayuda de la
Historia natural
de Plinio. El frío gabinete del canónigo era un refugio adonde el muchacho escapaba de las voces de los corredores que discutían el valor de los paños de Inglaterra, de la insípida sensatez de Henri-Juste y de las caricias de las camareras ávidas de fruta verde. Allí se liberaba de la servidumbre y de la pobreza de la infancia; aquellos libros y aquel maestro lo trataban como a un hombre. Le gustaba la habitación tapizada de volúmenes, la pluma de ganso, el tintero de asta, herramientas de un conocimiento nuevo, y el enriquecimiento que supone aprender que el rubí procede de la India, que el azufre casa con el mercurio, y que la flor que en latín se llama
lilium
se llama en griego
krinon
y en hebreo
susannah.
Se dio cuenta en seguida de que los libros divagan y mienten, igual que los hombres, y de que las prolijas explicaciones del canónigo se referían a menudo a unos hechos que, por no existir, no necesitaban ser explicados.

Sus amistades eran inquietantes: sus compañeros favoritos, por aquel entonces, eran el barbero Jean Myers, hombre hábil y sin igual para sangrar o extraer los cálculos, pero de quien se sospechaba que hacía la disección de los muertos, y un tejedor llamado Colas Gheel, pícaro y parlanchín, con el que pasaba muchas horas —que hubieran sido mejor empleadas en el estudio y la oración— combinando poleas y manivelas. Aquel hombre gordo, a un tiempo vivo y pesado, que gastaba sin contar el dinero que no tenía, se las daba de príncipe a los ojos de sus aprendices, a quienes pagaba sus gastos los días de Kermes. Aquella sólida masa de músculos, de crines rojizas y de piel rubia albergaba uno de esos espíritus quiméricos y sagaces al mismo tiempo, cuya constante preocupación consiste en afilar, ajustar, simplificar o complicar algo. Todos los años, alguno de los talleres de la ciudad cerraba. Henri-Juste, que se jactaba de conservar abiertos los suyos por caridad cristiana, se aprovechaba del paro para roer periódicamente los salarios. Sus obreros, amedrentados, considerándose felices por tener un empleo y una campana que los llamaba al trabajo todos los días, vivían con el miedo producido por vagos rumores de cierre y hablaban lastimeramente de que pronto engrosarían las filas de los mendigos que, por aquellos tiempos de carestía, asustaban a los burgueses y merodeaban por los caminos. Colas soñaba con aliviar sus trabajos y sus penas gracias a unos telares mecánicos, como los que se estaban probando en gran secreto en Ypres, en Gante y en Lyon, en Francia. Había visto unos dibujos que enseñó a Zenón. El estudiante modificó números, se entusiasmó con los diseños, hizo que el entusiasmo de Colas por las nuevas máquinas se convirtiera en manía compartida. De hinojos ambos, inclinados uno junto al otro sobre un montón de chatarra, no se cansaban jamás de ayudarse a colgar un contrapeso, ajustar una palanca, subir y desmontar unas ruedas que se engranaban unas con otras. Discutían sin fin en torno al emplazamiento de un tornillo o el engrasado de una cadena corrediza. El talento de Zenón sobrepasaba con mucho al del lento cerebro de Colas Gheel, pero las manos gruesas del artesano eran de una destreza que maravillaba al alumno del canónigo, quien, por primera vez, experimentaba con algo que no fueran los libros.

—Prachtig werk, mijn zoon, prachtig werk
—decía con pesadez el encargado del taller, rodeando el cuello del estudiante con su robusto brazo.

Por la noche, después de estudiar, Zenón se reunía con su compadre, arrojando un puñado de piedrecitas contra los cristales de la taberna en donde el encargado del taller solía detenerse más de lo debido. O bien, casi a escondidas, se deslizaba hasta el rincón del almacén desierto en donde vivía Colas con sus máquinas. La estancia, muy grande, estaba oscura; por miedo a prender fuego, la vela ardía en medio de un barreño de agua colocado encima de una mesa, como un faro pequeño en medio de un mar minúsculo.

El aprendiz Thomas de Duxmude, que servía de factótum al encargado del taller, saltaba como un gato, por juego, sobre el armazón bamboleante y caminaba, en la noche negra de los desvanes, columpiando en las manos un farol o una jarra de cerveza. Colas Gheel lanzaba entonces una risotada. Sentado encima de una tabla, girando los ojos, escuchaba las divagaciones de Zenón que galopaba de los átomos de Epicuro a la duplicación del cubo, y de la naturaleza del oro a la estupidez de las pruebas de la existencia de Dios. Un silbidito de admiración se le escapaba de entre los labios. El estudiante encontraba en aquellos hombres con casaca de cuero lo que los hijos de los señores encuentran en los palafreneros y los criados encargados de las perreras: un mundo más rudo y más libre que el suyo, pues se mueven en una esfera más baja, lejos de los silogismos y de los preceptos, con la alternancia tranquilizadora de trabajos toscos y perezas fáciles, el olor y el calor humanos, un lenguaje hecho de exabruptos, de alusiones y de proverbios, tan misterioso como la jerga de los
compagnons,
y una actividad que no consiste en encorvarse sobre un libro, con la pluma en la mano.

El estudiante pretendía sacar de la botica y del taller algo con que atacar o confirmar los asertos de la escuela: Platón por una parte, Aristóteles por otra, eran tratados ambos como simples mercaderes cuyos pesos se comprueban. Tito Livio no era más que un charlatán; César, por muy sublime que fuera, había muerto. De los héroes de Plutarco, cuya médula había alimentado al canónigo Bartholommé Campanus junto con la leche de los Evangelios, el muchacho no retenía más que una cosa, y es que la audacia del espíritu y de la carne los había llevado tan lejos y tan alto como la continencia y el ayuno que conduce, según se dice, a los buenos cristianos al cielo. Para el canónigo, la sabiduría sagrada y su profana hermana se sostenían una a otra: el día en que oyó cómo Zenón se burlaba de las piadosas ensoñaciones del
Sueño de Escipión,
comprendió que su alumno había renunciado en secreto a los consuelos de Cristo.

No obstante, Zenón se inscribió en la Escuela de Teología, en Lovaina. Su entusiasmo sorprendió; el recién llegado, capaz de defender en el acto cualquier tesis, adquirió entre sus condiscípulos un prestigio extraordinario. La vida de los bachilleres era fácil y alegre; lo convidaron a varios festines en los que él sólo bebía agua clara; y las muchachas del burdel no le gustaron más que a un paladar delicado un plato de carnes podridas. Todas estaban de acuerdo en encontrarlo apuesto, pero su voz cortante les daba miedo. El fuego de sus pupilas sombrías fascinaba y desagradaba al mismo tiempo. Corrieron sobre su nacimiento rumores extravagantes, que no refutó. Los adeptos de Nicolás Flamel pronto reconocieron en el friolero estudiante, siempre sentado leyendo al lado de la chimenea, las señales de una preocupación alquímica: un círculo reducido de mentes más indagadoras e inquietas que las demás abrió sus filas para acogerlo. Antes de acabar sus estudios, miraba ya despectivamente a los doctores con trajes de pieles, inclinados en el refectorio sobre un plato lleno, muy satisfechos de su tosco y pesado saber, y a los estudiantes rústicos y ruidosos, decididos a no aprender más de lo necesario para cazar una sinecura, pobres diablos cuya fermentación de espíritu no era más que un brote de sangre que desaparecería con la juventud. Poco a poco, este desdén se hizo extensivo a sus amigos cabalistas, espíritus huecos hinchados de viento, atiborrados de palabras que no entendían y que regurgitaban en fórmulas. Comprobaba con amargura que ninguna de aquellas personas, con quienes había contado en un principio, iban más lejos que él y ni siquiera lograban alcanzarlo. Zenón se alojaba en lo más alto de una casa dirigida por un sacerdote; un cartel, colgado de la escalera, ordenaba a los pensionistas que se reunieran para el oficio de Completas y les prohibía, so pena de multa, introducir allí a prostitutas o hacer sus necesidades fuera de las letrinas. Pero ni los olores, ni el hollín del hogar, ni la agria voz de la criada, ni las paredes acribilladas de chanzas en latín y dibujos obscenos de sus predecesores, ni las moscas pegadas en los pergaminos, distraían de sus pensamientos a aquella mente para la cual cada objeto en el mundo era un fenómeno o un signo. En aquella buhardilla, el bachiller tuvo esas dudas, esas tentaciones, esos triunfos y esas derrotas, esos llantos de rabia y esas alegrías de juventud que la edad madura ignora o desprecia y de las que él mismo no conservó después sino un recuerdo manchado de olvido. Inclinado preferentemente hacia las pasiones de los sentidos que más se alejan de las que sienten o confiesan la mayoría de los hombres, pasiones que obligan al secreto, a menudo a la mentira y en ocasiones al desafío, aquel David en lucha con el Goliat escolástico creyó hallar a su Jonatán en un condiscípulo indolente y rubio, que pronto se apartó, abandonando al tiránico compañero en favor de otros compadres más entendidos en vinos y en dados. Nada se supo de aquellas relaciones íntimas y subterráneas, que fueron todo contacto y presencia, ocultas como las entrañas y la sangre; su fracaso no tuvo otro efecto que el de sumergir a Zenón todavía más en el estudio. Rubia era también la bordadora Jeannette Fauconnier, moza caprichosa y atrevida como un paje, que acostumbraba llevarse tras de sí a toda una recua de estudiantes, y a quien el clérigo hizo, durante toda una noche, una corte de burlas e insultos. Al vanagloriarse Zenón de obtener, si quisiera, los favores de aquella muchacha en menos tiempo del necesario para galopar del Mercado a la iglesia de San Pedro, se inició una riña que acabó en batalla campal, y la hermosa Jeannette, empeñada en mostrarse generosa, concedió a su ofensor herido un beso de sus labios, que en la jerga de la época llamaban los pórticos del alma. Hacia la Navidad, por fin, cuando ya Zenón no conservaba más recuerdo de aquella aventura que una cuchillada en la cara, la engatusadora se introdujo en su casa en una noche de luna, subió la escalera chirriante procurando no hacer ruido y se metió en su cama. Zenón quedó sorprendido ante aquel cuerpo serpentino y liso, hábil para conducir el juego, ante aquel pecho de paloma arrullando en voz baja, ante sus risas ahogadas justo a tiempo para no despertar a la mujer que dormía en la buhardilla de al lado. Sintió esa alegría con mezcla de temor que suele experimentar el nadador al sumergirse en un agua refrescante y poco segura. Durante unos cuantos días, se le vio pasear insolente al lado de aquella perdida, desafiando los fastidiosos sermones del Rector; parecía haberle entrado apetito por aquella sirena socarrona y escurridiza. No obstante, menos de una semana después, se hallaba de nuevo enfrascado por entero en sus libros. Lo criticaron por abandonar tan pronto a la muchacha por quien, con tanta despreocupación, había comprometido durante toda una temporada los honores del
cum laude;
y su relativo desdén por las mujeres provocó la sospecha de que mantenía comercio con los espíritus súcubos.

OCIO VERANIEGO

Aquel verano, un poco antes de agosto, Zenón marchó como todos los años a saturarse de verdor en la casa de campo del banquero. Esta vez no fue, como en otras ocasiones, a la tierra que Henri-Juste poseía desde siempre en Kuypen, en la comarca de Brujas: el hombre de negocios había adquirido la propiedad de Dranoutre, entre Audenarde y Tournai, así como la antigua casa señorial que en ella se encontraba, restaurada tras la partida de los franceses. Había renovado aquella mansión en un estilo más de moda, con plintos y cariátides de piedra. El grueso Ligre se lanzaba, cada vez con mayor frecuencia, a comprar fincas rústicas, que acreditan casi arrogantemente la riqueza de un hombre, y hacen de él, en caso de peligro, un burgués perteneciente a más de una ciudad. En Tournaisis, redondeaba palmo a palmo las tierras de su mujer Jacqueline; cerca de Amberes, acababa de comprar la propiedad de Gallifort, anejo espléndido a su comercio de la plaza de Saint-Jacques en donde operaba ya, en compañía de Lazarus Tucher. Gran Tesorero de Flandes, propietario de una refinería de azúcar en Maestricht y de otra en las Canarias, recaudador de impuestos en la aduana de Zelanda, propietario del monopolio de alumbre para las regiones bálticas, garante por un tercio, junto con los Fugger, de las rentas de la Orden de Calatrava, Henri-Juste se codeaba cada vez con más frecuencia con los poderosos de este mundo: la Regente de Malinas lo ponía en un pedestal; el señor de Croy, que le debía trece mil florines, había consentido recientemente en apadrinar al hijo recién nacido del mercader, y ya se había fijado la fecha, de acuerdo con Su Excelencia, para celebrar en su morada de Roeulx la fiesta del bautizo. Aldegonde y Constance, las dos hijas aún muy jovencitas del gran hombre de negocios, llevaban ya cola en sus vestidos.

Su pañería de Brujas no representaba, para Henri-Juste, más que una empresa caduca, que se veía obligada a soportar la competencia de sus propias importaciones de brocados de Lyon y de terciopelos de Alemania. Acababa de instalar, en los alrededores de Dranoutre, en el corazón de la tierra llana, unos talleres rurales, en donde ya no le importunaban con los impuestos municipales de Brujas. Se estaban montando allí, por orden suya, unos veinte telares mecánicos fabricados el pasado verano por Colas Gheel, siguiendo los dibujos de Zenón. Al mercader se le había antojado probar con aquellos obreros de madera y metal, que no bebían ni vociferaban y diez de los cuales hacían el trabajo de cuarenta sin pretextar que subían los víveres para pedir aumento de paga.

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