Salomé acarició a la niña, enternecida al fijarse en sus piernas flacas. Era una mujer que no podía proferir tres frases seguidas sin llamar en su ayuda a la Virgen y a todos los Santos de Colonia: Martha iba a ser educada por idólatras Era muy duro, pero no más que el furor de los unos y la torpeza de los otros; no más duro que la vejez, que impide al esposo satisfacer a la esposa; no más duro que hallar muertos a los que había dejado vivos. Simón trató de pensar en el Rey metido en su jaula de agonía, pero los tormentos de Hans no significaban hoy lo que habían significado ayer; se hacían soportables, del mismo modo que aquel dolor en su pecho, que moriría con él. Oraba, pero algo le decía que el Eterno ya no le pedía oraciones. Hizo un esfuerzo por recordar a Hilzonde, mas el rostro de la muerta ya no se distinguía. Tuvo que remontarse más atrás, a la época de sus nupcias místicas en Brujas, del pan y del vino compartidos en secreto y del corpiño escotado, que dejaba adivinar un largo y puro seno. También esto acabó por borrarse. Volvió a ver a su primera mujer, alma de Dios, con quien tomaba el fresco en su jardín de Flesinga. Salomé y Johanna, asustadas por un gran suspiro, se precipitaron hacia él. Lo enterraron en la iglesia de Saint-Lamprecht, tras una misa cantada.
Los Fugger vivían en Colonia, en la plaza de Saint-Géréon, en una casita sin lujos donde todo se hallaba dispuesto para la comodidad y la paz. Un olor a pasteles y a aguardiente de cerezas flotaba en el ambiente.
A Salomé le gustaba quedarse durante algún tiempo a la y. mesa, tras las largas comidas preparadas con arte, limpiándose los labios con una servilleta adamascada; también le gustaba rodear su ancha cintura y su cuello corto y rosa con una cadena de oro, y asimismo vestirse con buenas telas cuya lana, cardada y tejida con reverentes cuidados, conservaba algo del dulce calor de las ovejas vivas. Sus camisas discretamente subidas testimoniaban sin rigidez sobre su modestia de mujer honrada. Sus dedos fuertes tocaban el pequeño órgano portátil instalado en la sala; en su juventud, sabía lucir su hermosa y matizada voz en los madrigales y motetes de Iglesia. Le gustaban aquellos entrelazados de sonidos tanto como sus bordados. Pero la comida seguía siendo lo más importante: al año litúrgico, que guardaba escrupulosamente, venía a añadirse el año culinario: había una estación dedicada a los pepinillos o a las mermeladas, otra para el queso Manco o el arenque fresco. Martin era un desmedrado hombrecillo a quien la cocina de su mujer no hacía engordar. Temible en los negocios, aquel dogo se convertía en el hogar en un inofensivo perrito de aguas. Sus mayores audacias consistían en contar en la mesa historietas picantes destinadas a las criadas. La pareja tenía un hijo, Sigismond, que se había embarcado a los dieciséis años con Gonzalo Pizarro hacia el Perú, en donde el banquero había invertido importantes sumas. No tenían esperanzas de volverlo a ver, pues las cosas se habían puesto feas en Lima últimamente. Una hija, muy jovencita aún, atenuaba aquella pérdida. Salomé contaba riendo su embarazo tardío, debido en parte a las novenas y en parte a la salsa de alcaparras. Aquella niña y Martha eran poco más o menos de la misma edad; ambas primas compartieron la misma cama, los mismos juguetes, las mismas saludables azotainas y, más tarde, las mismas lecciones de canto y los mismos atavíos.
Tan pronto rivales como compadres, el grueso Juste Ligre y el flaquillo Martin, el jabato de Flandes y la comadreja del Rin, se habían vigilado, aconsejado desde lejos, ayudado o perjudicado desde hacía más de treinta años. Ambos se estimaban en su justo valor, lo que no hubieran podido hacer ni los papanatas deslumbrados por su fortuna, ni los príncipes a quienes servían y de quienes se servían. Martin sabía con aproximación de un centavo lo que representaban en dinero contante y sonante las fábricas, talleres, construcciones y propiedades casi señoriales en las que Henri-Juste había invertido su oro. El lujo ordinario del flamenco le proporcionaba materia para sus chistes, así como las dos o tres toscas argucias, siempre las mismas, que utilizaba el viejo Juste para salir de apuros en los casos difíciles. Por su parte, Henri-Juste, aquel buen servidor que proveía con reverencia a la Regente de los Países Bajos de las cantidades necesarias para comprar sus cuadros italianos y para sus funciones piadosas, se frotaba las manos al enterarse de que el Elector Palatino o el duque de Baviera empeñaban sus joyas en casa de Martin y le mendigaban un préstamo a un interés digno de los usureros judíos. Alababa, no sin una puntita de burlona compasión, a aquella rata que roía discretamente la sustancia del mundo, en lugar de morder en él con todos sus dientes, a aquel desmedrado melindroso que despreciaba las apariencias de la riqueza que se ve, se toca y se confisca, pero cuya firma, al pie de una hoja, valía tanto como la de Carlos V. Ambos personajes, tan respetuosos con los poderes de la época, se hubieran sorprendido mucho si les hubieran dicho que eran más peligrosos para el orden establecido que el Turco infiel o el campesino rebelde. Con esa capacidad de captación de lo inmediato y del detalle que caracteriza a su especie, no se percataban del poder perturbador de sus sacos de oro y de sus cuadernillos. Y, sin embargo, sentados detrás del mostrador, cuando miraban dibujarse a contraluz la rígida silueta de algún caballero, que disimulaba bajo sus aires de grandeza el temor a ser despedido, o el suave perfil de un obispo deseoso de acabar, sin dispendios excesivos, las torres de su catedral, a veces sonreían. Para otros el tintineo de las campanas y el ruido de las bombardas, los caballos fogosos, las mujeres desnudas o vestidas de brocado; para ellos la materia vergonzosa y sublime, infamada en voz alta, adorada y mimada por lo bajo, que se asemeja a las partes secretas del cuerpo, de las que se habla poco y en las que se piensa sin cesar, la amarilla sustancia sin la cual Madame Imperia no separaría sus piernas en el lecho del príncipe, ni Monseñor podría pagar las piedras preciosas de su mitra: el Oro, cuya carencia o abundancia decide si la Cruz declarará o no la guerra a la Media Luna. Aquellos proveedores de fondos se sentían maestros en realidades.
Lo mismo que Martin con Sigismond, el grueso Ligre sufrió una desilusión con su hijo mayor. No había tenido noticias de Henri-Maximilien en diez años, exceptuando algunas peticiones de dinero y un volumen de versos en francés, escrito probablemente en Italia entre dos campañas. Sólo problemas podían venirle de él. El hombre de negocios vigiló muy de cerca a su hijo menor para evitar nuevas decepciones. En cuanto el hijo de su corazón, Philibert, alcanzó la edad de poder mover como es debido las bolas de un ábaco, lo envió a casa de Martin el infalible, para que aprendiera las finezas de la banca. A los veinte años, Philibert era gordo; poseía una rusticidad natural que se transparentaba bajo sus modales cuidadosamente estudiados. Sus ojillos grises brillaban por entre la ranura de los párpados, siempre medio cerrados. Aquel hijo del Tesorero Mayor de la corte de Malinas hubiera podido dárselas de príncipe, pero destacaba, al contrario, por descubrir los errores en las cuentas de los empleados. Mañana y noche, en un cuarto trasero sin luz, donde los escribanos se estropeaban la vista, comprobaba las D, las M, las X y las C combinadas con las L y las I para formar cifras, ya que Martin despreciaba la numeración árabe, aunque no negaba su utilidad para las sumas largas. El banquero se iba acostumbrando a aquel muchacho taciturno. Cuando el asma o los tormentos de la gota le hacían pensar en su muerte, le oían decirle a su mujer:
—Este gordo memo me sustituirá.
Philibert parecía absorto en sus registros y raspadores, pero una puntita de ironía se vislumbraba bajo sus párpados; en ocasiones, al examinar el negocio del patrón, se decía que después de Henri-Juste y de Martin, más fino que el uno y más feroz que el otro, allí estaría algún día Philibert, el hombre listo. Y no iba a ser él tan tonto como para acceder a pagar contra un pequeño interés de dieciséis dineros por libra, amortizables en cuatro plazos por las cuatro grandes ferias, las deudas de Portugal.
Los domingos acudía a las reuniones que se celebraban bajo la parra en verano y en el salón en invierno. Un prelado soltaba citas en latín; Salomé, mientras jugaba al chaquete con una vecina, comentaba cada buena jugada con un refrán renano. Martin, que había querido que las dos muchachas hablaran francés, lengua tan conveniente para una mujer, lo utilizaba él mismo cuando quería expresar ideas más sutiles o más sabrosas que las de los días corrientes. Se hablaba de la guerra de Sajonia y de sus efectos sobre el descuento comercial, de los progresos que hacía la herejía y, según cual fuera la estación, de las vendimias o del carnaval. El brazo derecho del banquero, un ginebrino sentencioso llamado Zébédée Crêt, solía verse embromado por su horror a las pipas y al vino. El tal Zébédée, que no negaba del todo haber abandonado Ginebra tras un asunto de gerencia de garitos y de fabricación ilegal de cartas de baraja, endosaba sus infracciones en la cuenta de sus amigos libertinos, justamente castigados ahora, y no ocultaba sus deseos de entrar un día u otro en el redil de la Reforma. El prelado protestaba, agitando su dedo en el que lucía un anillo morado. Alguien, en broma, citaba las bribonadas en verso de Théodore de Bèze, el yerno mimado del irreprochable Calvino. Se enzarzaban en una discusión, para decidir si el Consistorio era o no favorable a los privilegios de la gente de negocios, pero nadie, en el fondo, se extrañaba de que un burgués aceptara los dogmas promulgados por los magistrados de su ciudad. Después de cenar, Martin se llevaba al rincón de la ventana a un consejero áulico o al enviado secreto del rey de Francia. El parisino, galante, proponía en seguida que se acercaran a las damas. Philibert punteaba el laúd; Bénédicte y Martha se levantaban, cogidas de la mano. Los madrigales extraídos del Libro de los Amantes hablaban de corderillos, de flores y de la Dama Venus, pero aquellas tonadas de moda servían para acompañar la letra de los cánticos de la chusma anabaptista o luterana, contra la cual clamaba el eclesiástico. Bénédicte sustituía involuntariamente el versículo de un salmo por la estrofa de una canción de amor. Martha, inquieta, le hacía señas para que se callara. Las dos jóvenes se sentaban una al lado de otra y ya no volvía a oírse más cantinela que la de la campana de Saint-Géréon tocando al ángelus de la noche. El grueso Philibert, que tenía talento para el baile, se ofrecía en ocasiones a enseñarle a Bénédicte nuevos pasos; ella se negaba al principio, pero luego disfrutaba bailando con una alegría de niña.
Las dos primas se amaban con un limpio amor de ángeles. Salomé no había tenido valor para separar a Martha de su nodriza Johanna, y la vieja husita había comunicado a la hija de Simón sus temblores y su austeridad. Johanna había sentido miedo; el temor había hecho de ella en lo externo una vieja parecida a todas las demás, que se persigna con agua bendita en la iglesia y que besa el agnusdéi. Mas, en el fondo, subsistía dentro de ella el odio a los Satanes con dalmática de brocado, a los becerros de oro y a los ídolos de carne. Aquella débil vieja, que el banquero ni siquiera se había preocupado de distinguir entre las demás desdentadas que lavaban abajo sus escudillas, gruñía contra todo un eterno No. Si se creían sus palabras, el mal se cobijaba en aquella morada tan repleta de comodidades y de bienestar. Se escondía en el baúl de la señora Salomé, y en la caja fuerte de Martin; en los toneles de la bodega y en las salsas que se cocían en los pucheros; en el ruido frívolo de los conciertos del domingo, en las pastillas del boticario y en la reliquia de Santa Apolonia, que cura el dolor de muelas. La vieja no se atrevía a meterse abiertamente con la Madre de Dios que había en el nicho de la escalera, pero se la oía murmurar a propósito del aceite que se quemaba en balde ante una muñeca de piedra.
Salomé se inquietaba viendo que Martha, a los dieciséis años, enseñaba a Bénédicte a despreciar las cajas de mercería, llenas de costosas chucherías traídas de París o de Florencia, o a desdeñar las fiestas de Navidad, con sus músicas, sus vestidos nuevos y su oca trufada. El cielo y la tierra, para la buena mujer, no presentaban problemas. La misa era una ocasión edificante, un espectáculo, un pretexto para lucir la capita de pieles en invierno y la chaquetilla de seda en verano. María y el Niño Jesús en la Cruz, Dios en su nube, reinaban en el Paraíso y en las paredes de las iglesias. La experiencia enseñaba cuál era la Virgen que, en un caso u otro, concedía mejor lo que se le pedía. En las crisis domésticas, consultaba siempre a la priora de las Ursulinas, que solía dar buenos consejos, lo que no impedía a Martin mofarse de las monjas. Las ventas de indulgencias, es verdad, habían llenado más de lo debido los sacos del Santo Padre, pero la operación consistente en aprovechar el crédito de Nuestra Señora y de los Santos para cubrir el déficit del pecador era tan lógica como las transacciones del banquero. Las rarezas de Martha eran atribuidas a una constitución enfermiza; hubiera sido monstruoso imaginar que una criatura tan bien y tan delicadamente alimentada pudiera pervertir a su tierna compañera, ponerse con ella del lado de los descreídos a quienes se mutila y se quema, y renunciar, para meterse en las querellas de la Iglesia, a ese modesto silencio que tan bien sienta a las doncellas.
Lo único que podía hacer Johanna era denunciar ante sus jóvenes amas, con su voz de loca, los caminos del error. Santa, pero ignorante, incapaz de recurrir a las Escrituras de las que sólo repetía, en su jerga neerlandesa, unos cuantos fragmentos aprendidos de memoria, no era cosa suya mostrar el buen camino. En cuanto la educación liberal que les había procurado Martin desarrolló su inteligencia, Martha devoró en secreto todos los libros en donde se hablaba de Dios.
Perdida por el bosque de las sectas, aterrorizada al verse sin guía, la hija de Simón tenía miedo de renunciar a los viejos errores en favor de otro error. Johanna no le había ocultado ni la infancia de su madre, ni la triste muerte de su padre burlado y traicionado. La huérfana sabía que sus padres, aun volviendo la espalda a las aberraciones romanas, no habían hecho más que adentrarse por un camino que no llevaba al cielo. Aquella virgen bien custodiada, que nunca bajaba a la calle a no ser escoltada por una sirvienta, temblaba ante la idea de ir a engrosar las filas de los quejosos exiliados y de los miserables extáticos que merodeaban de ciudad en ciudad, infamados por la gente de bien y que acababan en la paja, la paja de los calabozos y de la hoguera. La idolatría era Caribdis, mas la rebelión, la miseria, el peligro y la abyección eran Escila. Prudentemente, el piadoso Zébédée la sacó de aquel callejón sin salida: un escrito de Juan Calvino, que el circunspecto suizo le prestó so promesa de guardar el secreto, leído por la noche a la luz de una vela, con tantas precauciones como otras muchachas ponen en descifrar un mensaje de amor, aportó a la hija de Simón la imagen de una fe limpia de todo error, exenta de toda debilidad, estricta en su libertad misma, de una rebelión transformada en Ley. De creer al empleado, la pureza evangélica iba de par en Ginebra con la prudencia y templanza burguesas: los bailarines que brincaban como paganos detrás de las puertas cerradas, los glotones arrapiezos que chupaban imprudentemente azúcar y golosinas durante la predicación, eran azotados hasta hacerles sangrar; los disidentes, expulsados; los jugadores y los libertinos, castigados con la muerte; los ateos, destinados a la hoguera. Lejos de ceder a los impulsos lascivos de su sangre, como el grueso Lutero que contrajo nuevas nupcias con una monja nada más dejar el claustro, el laico Calvino había esperado mucho tiempo antes de contraer con una viuda el más casto de los matrimonios; en lugar de engordar a la mesa de los príncipes, Maese Jean sorprendía con su frugalidad a sus anfitriones de la rue des Chanoines. Su comida habitual consistía, como en el Evangelio, en pan y peces tales como las truchas del lago que, por lo demás, también tenían su precio.