Su primera intención había sido pedir prestada la carreta al hijo de Greete, para llegar a Amberes y pasar de allí a Zelanda o a Güeldres, que se habían rebelado abiertamente contra la autoridad real. Pero si las sospechas caían sobre él tras su partida, más valía que aquella anciana y su hijo el carretero no se vieran comprometidos en nada. Tomó la decisión de ir a pie hasta la costa y hacerse allí con una barca.
La víspera de su partida, intercambió por última vez unas palabras con Cyprien, a quien halló canturreando en la botica. El muchacho tenía un aspecto de apacible contento que lo exasperó.
—Me gustaría creer que habéis renunciado a vuestros placeres en este período de luto —le dijo al médico sin más preámbulos.
—A Cyprien ya no le importan las asambleas nocturnas —dijo el joven fraile con un mohín infantil que solía poner cuando hablaba de sí mismo, como si se tratara de otra persona—. Se ve él solo con la Bella, y a pleno sol.
No se hizo mucho de rogar para explicar cómo había descubierto, a las orillas del canal, un jardín abandonado, cómo había forzado la verja y cómo acudía allí Idelette algunas veces para reunirse con él. La mulata vigilaba, oculta detrás de una tapia.
—¿Habéis pensado en tener cuidado de no dejar embarazada a la Bella? Vuestra vida puede depender de una indiscreción de recién parida.
—Los Ángeles no conciben ni dan a luz —dijo Cyprien con el tono falsamente seguro del que recita unas fórmulas aprendidas.
—¡Ah! ¡Dejad, os lo ruego, ese lenguaje de bigardo! —dijo el médico ya harto.
La noche que precedió a su salida de la ciudad cenó, como a menudo hacía, con el organista y su buena mujer. Después de la cena, el organista lo llevó, como tenía por costumbre, a escuchar los fragmentos que pensaba tocar el domingo siguiente en el órgano de Saint-Donatien. El aire encerrado en los tubos sonoros se dilataba por la nave, más armonioso y potente que ninguna voz humana. Durante toda la noche, tendido por última vez en el lecho de su celda de San Cosme, Zenón entonó una y otra vez cierto motete de Roland de Lassus, mezclado con sus proyectos para el futuro. Era inútil salir demasiado temprano, pues las puertas de la ciudad no se abrían hasta la salida del sol. Escribió una esquela explicando que uno de sus amigos se había puesto enfermo en una localidad vecina y lo había llamado con urgencia; que sin duda se hallaría de vuelta en menos de una semana. Siempre hay que reservarse las probabilidades de regresar. Cuando se deslizó fuera del hospicio con precaución, la calle estaba ya llena de una luz gris, de alba de verano. El pastelero, que abría las puertas de su tienda, fue el único que lo vio salir.
Llegó a la Porte de Damme en el momento en que levantaban el rastrillo y tendían el puente levadizo. Los guardias lo saludaron cortésmente; estaban acostumbrados a sus salidas matinales de herborista; su paquete no llamó la atención. Caminaba a paso rápido a lo largo de un canal; era la hora en que los hortelanos entraban en la ciudad para vender sus verduras; muchas de aquellas gentes lo conocían y le desearon buenos días; un hombre que pensaba precisamente acudir al dispensario para que le curase una hernia se afligió al enterarse de que el médico se ausentaba; el doctor Théus le aseguró que estaría de vuelta hacia finales de la semana, pero le resultó penoso tener que decir aquella mentira.
Era una de esas hermosas mañanas en que el sol traspasa poco a poco la niebla. Un bienestar tan vivaz que casi era alegría invadía al caminante. Parecía suficiente —para arrojar tras de sí con un ligero movimiento de hombro las angustias y preocupaciones que habían llenado aquellas últimas semanas— dirigirse con paso firme hacia un punto de la costa en donde encontrar una barca. La mañana enterraba a los muertos; el aire disipaba el delirio. Brujas, a una legua tras él, hubiera podido igualmente hallarse en otro siglo o
en
otra esfera. Se sorprendía de haber consentido en permanecer prisionero cerca de seis años en el hospicio de San Cosme, hundido en una rutina conventual peor que el estado eclesiástico que tanto le horrorizaba a los veinte años, exagerando la importancia de las pequeñas intrigas y escándalos inevitables a puerta cerrada. Casi le parecía haber insultado a las infinitas posibilidades de la existencia renunciando tan largamente al ancho mundo. La trayectoria del espíritu, abriéndose un camino en el envés de las cosas, conducía con toda seguridad a unas profundidades sublimes, pero hacía imposible el ejercicio de existir. Había alienado durante demasiado tiempo la dicha de caminar recto ante sí por la actualidad del momento, dejando que lo fortuito se convirtiera en su destino y sin saber en dónde dormiría la noche siguiente, ni cómo se ganaría el pan dentro de ocho días. El cambio era un renacer y casi una metempsicosis. El movimiento acompasado de sus piernas bastaba para contener el alma. Sus ojos se limitaban, sin más, a dirigir su marcha, al mismo tiempo que gozaban del hermoso verdor de la hierba. El oído registraba con satisfacción el relincho de un potro que galopaba a lo largo de un seto vivo o el insignificante chirrido de las ruedas de un carro. Una total libertad nacía de su partida.
Se iba acercando a la aldea de Damme, el antiguo puerto de Brujas en donde antaño, antes de que la arena cegara la costa, atracaban los grandes barcos de ultramar. Aquellos tiempos de actividad ya no existían; pacían vacas allí donde antes desembarcaban los fardos de lana. Zenón recordó haber oído al ingeniero Blondel suplicar a Henri-Juste que le adelantase una parte de los fondos necesarios para luchar contra la invasión de la arena; aquel rico de cortos alcances había rechazado el ofrecimiento que hubiera salvado a la ciudad. La gente avariciosa nunca obra de otra manera.
Se detuvo en la plaza para comprar una hogaza de pan. Las casas burguesas entreabrían sus puertas. Una matrona rosa y blanca bajo su cofia pimpante dio suelta a un perrillo grifón que se alejó alegremente, olfateando la hierba, antes de detenerse un instante en la actitud contrita que ponen los perros al aliviar sus necesidades, para reemprender en seguida sus saltos y juegos. Una pandilla de niños chillones se dirigía al colegio; eran airosos y gorditos como petirrojos, con sus trajes de vivos colores. No obstante, aquellos eran los súbditos del rey de España que algún día les romperían la cabeza a los bribones de los franceses. Pasó un gato que volvía al hogar; las patas de un pájaro le asomaban por la boca. Un apetitoso olor de pasta y de grasa emanaba de un horno de asar, mezclado con el olor insulso de la cercana carnicería; la patrona fregaba con abundante agua el umbral de la puerta manchado de sangre. La habitual horca patibularia se erguía en las afueras de la aldea, sobre un mamelón cubierto de hierba, pero el cuerpo que en ella colgaba llevaba allí tanto tiempo, expuesto a la lluvia, al sol y al viento, que casi había adquirido la dulzura de las cosas viejas y abandonadas. La brisa jugueteaba amablemente con sus harapos descoloridos. Una compañía de ballesteros salía del pueblo a cazar tordos; eran unos buenos y alegres burgueses que se daban palmadas en el hombro al hablar; cada uno de ellos llevaba un zurrón en bandolera donde pronto se almacenarían parcelas de vida que un momento antes cantaban cara al cielo. Zenón apretó el paso. Anduvo él solo durante un buen momento por un camino que serpenteaba entre dos prados. El mundo entero parecía componerse de cielo pálido y hierba verde, saturada de savia, moviéndose sin cesar a ras del suelo como una ola. Por un instante, evocó el concepto alquímico de la
viriditas,
el inocente abrirse paso del ser que crece tranquilamente en la misma naturaleza de las cosas, brizna de vida en estado puro, y luego renunció a toda reflexión para entregarse sin más a la sencillez de la mañana.
Al cabo de un cuarto de hora, alcanzó a un mercero que caminaba delante de él con su fardo; intercambiaron un saludo; el hombre se quejaba de que el comercio andaba mal, ya que, en el interior del país, muchos pueblos habían sido saqueados por los reitres. Aquí, al menos, se estaba tranquilo; no ocurría gran cosa. Zenón prosiguió su camino y se encontró solo. Hacia el mediodía, se sentó para comer su pan en un talud desde el que ya se veía brillar a lo lejos la línea gris del mar.
Un viajero provisto de una larga vara vino a sentarse a su lado. Era ciego y también sacó comida de sus alforjas para romper el ayuno. El médico admiró la habilidad con la que el hombre de ojos blanquecinos se desembarazó de la gaita que llevaba puesta al hombro, desabrochando la correa y colocando delicadamente el objeto en la hierba. El ciego se felicitaba de que hiciera un buen día. Se ganaba el pan tocando la gaita en las posadas o en los patios de las granjas para que bailasen los muchachos y muchachas del pueblo; dormiría aquella noche en Heyst, en donde tenía que tocar el domingo; continuaría después hacia Sluys; gracias a Dios siempre encontraba bastante gente joven, para beneficio suyo y también para su goce. ¿Podría creerlo Mynheer? Había mujeres que gustaban de los ciegos; no había que exagerar la desgracia de haber perdido la vista. Como muchos de sus iguales, aquel ciego usaba y abusaba de la palabra «ver»: veía que Zenón era un hombre que se hallaba en plena madurez y que poseía educación; veía que el sol estaba aún en mitad del cielo; veía lo que pasaba por el sendero que detrás de ellos había: a una mujer algo impedida, con un astil del que colgaban dos cubos. No todo era falso en sus jactancias: fue él quien primero percibió el deslizar de una culebra por la hierba. Incluso trató de matar al sucio bicho con su bastón. Zenón se separó de él tras entregarle una moneda, perseguido por sus vocingleras bendiciones.
El camino daba la vuelta alrededor de una granja bastante grande; era la única existente en aquella región en donde se oía rechinar la arena bajo los pies. La propiedad tenía buen aspecto, con sus tierras enlazadas entre sí por setos de avellanos, con su tapia que bordeaba el canal y un patio sombreado por un tilo en donde la mujer del astil descansaba sentada en un banco, con las dos herradas a su lado. Zenón vaciló y luego entró. Aquel lugar llamado Oudebrugge había pertenecido a los Ligre; puede que aún fuera de la familia. Cincuenta años atrás, su madre y Simón Adriansen, poco antes de su boda, habían ido allí a recoger para Henri-Juste la renta de las escasas tierras; aquella visita había sido una fiesta. Su madre se había sentado en la orilla del canal, con las piernas colgando y los pies descalzos metidos en el agua, unos pies que, vistos de esta suerte, aún parecían más blancos. Simón, al comer, dejaba caer unas miguitas que se prendían en su barba gris. Su joven madre le había pelado un huevo duro y le había entregado la preciada cáscara. El juego consistía en correr en el sentido del viento sobre las dunas cercanas, manteniendo en la palma de la mano aquel objeto ligero que se escapaba para revolotear delante de él y luego se posaba un instante, como si fuera un pájaro, de tal manera que había que intentar continuamente volverlo a coger y la carrera se complicaba con una serie de curvas interrumpidas y de rectas quebradas. A veces le parecía haber jugado a aquel juego durante toda su vida.
Avanzaba ya menos rápidamente por el suelo más blando. El camino subía y bajaba a través de las dunas, tan sólo indicado por roderas en la arena. Se cruzó con dos soldados que probablemente formaban parte de la guarnición de Sluys, y se felicitó por ir armado, pues todo soldado en lugar desierto se convierte fácilmente en bandido. Pero se contentaron con gruñir un saludo tudesco y parecieron regocijarse al oír que él les contestaba en la misma lengua. En lo alto de una eminencia, Zenón vislumbró por fin el pueblo de Heyst, con su estacada que albergaba cuatro o cinco barcas. Había otras balanceándose en el mar. Aquel pueblo a orillas de la inmensidad poseía en pequeño todas las comodidades esenciales de una gran ciudad: una lonja, en la que sin duda subastaban el pescado, una iglesia, un molino, una explanada con una horca, casas bajas y altos graneros. La posada de
La Belle Colombelle
que Josse le había indicado como punto de reunión de los fugitivos era una casucha al pie de las dunas, con un palomar al que habían atado una escoba a modo de distintivo, lo que significaba que aquella pobre posada era asimismo un rústico burdel. Había que tener buen cuidado con el equipaje y el dinero, en un lugar como aquél.
En los lúpulos de un jardincillo, un cliente borracho vomitaba su cerveza. Una mujer le gritó algo por el ventanillo del primer piso y retiró después su cabeza despeinada, volviendo sin duda a dormir sola un buen sueño. Josse le había dado a Zenón la consigna, que él mismo conocía por un amigo. El filósofo entró y saludó a todo el mundo. La sala común se hallaba llena de humo y oscura como boca de lobo. La patrona, en cuclillas delante de la chimenea, hacía una tortilla con ayuda del muchacho que manejaba los fuelles. Zenón se sentó a una de las mesas y dijo, molesto por tener que soltar aquella frase hecha, como en los tablados de feria:
—Quien quiere el fin...
—... quiere los medios —dijo la mujer dándose la vuelta—. ¿De dónde venís?
—Me envía Josse.
—Nos envía a mucha gente —dijo la patrona guiñándole un ojo.
—No os equivoquéis sobre mí —dijo el filósofo descontento de entrever al fondo de la sala a un sargento, con gorro de plumas, bebiendo su jarra de cerveza—. Yo estoy en regla.
—Entonces, ¿qué venís a hacer aquí? —protestó la lozana posadera—. No os atormentéis por Milo —prosiguió señalando al soldado con el dedo—. Es amigo de mi hermana y está de acuerdo. ¿Comeréis algo, supongo?
Aquella pregunta era casi una orden. Zenón accedió a quedarse a comer. La tortilla era para el sargento; la hospedera le trajo en una escudilla un guisado bastante aceptable. La cerveza era buena. Resultó que el soldado era albanés, y que había pasado los Alpes con la retaguardia de las tropas del duque. Hablaba un flamenco con mezcla de italiano, que la patrona parecía entender sin dificultad. Se quejaba de haberse pasado todo el invierno tiritando, y las ganancias no eran tan sustanciosas como se decía en el Piamonte, pues los luteranos a quienes se podía robar o secuestrar para pedir un rescate abundaban menos de lo que allí se decía para engolosinar a la tropa.
—Las cosas son así —dijo la posadera con tono consolador—. Nunca se gana tanto como se cree ganar. ¡Mariken!
Bajó Mariken, con una toquilla cubriéndole los cabellos. Se sentó al lado del sargento y ambos comieron metiendo la mano en el mismo plato. Ella le metía en la boca buenos pedazos de tocino que sacaba de la tortilla. El niño de los soplillos se había eclipsado.