Opus Nigrum (27 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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—El gran Pío II condenó hace mucho tiempo el trabajo de los negreros; pero ¿quién le ha hecho caso? —dijo el religioso con aire cansado—. Bien es verdad que entre nosotros podernos ver injusticias aún más acuciantes... ¿Se sabe lo que en la ciudad piensan de la indignidad que le han hecho al conde?

—Se le compadece más que nunca por haber creído en las promesas del Rey.

—Lamoral tiene un gran corazón, pero poco entendimiento —dijo el prior con más calma de la que Zenón esperaba—. Un buen negociador nunca confía.

Tomó con docilidad las gotas astringentes que le daba el médico. Éste lo contemplaba, mientras bebía, con secreta tristeza: no creía en las virtudes de aquella medicina, pero buscaba en vano un específico más fuerte. La ausencia de fiebre le había hecho renunciar a la hipótesis de una enfermedad del pecho. Un pólipo en la garganta podría explicar la ronquera, la tos persistente y las crecientes molestias al respirar y al comer.

—Gracias —dijo el prior devolviéndole el vaso vacío—. No me abandonéis hoy con demasiada premura, amigo Sébastien.

Charlaron primero de varias cosas. Zenón se había sentado muy cerca del religioso para evitar que éste forzara la voz. El prior volvió de repente a su principal preocupación.

—Una iniquidad tan manifiesta como la que acaba de soportar Lamoral arrastra consigo toda una secuela de injusticias igualmente negras, pero que pasan inadvertidas —prosiguió tratando de fatigarse lo menos posible—. El portero del conde fue arrestado poco después que su amo, y le rompieron todos los huesos con barras de hierro en la esperanza de obtener de él alguna confesión. He dicho la misa esta mañana por los condes y, con toda probabilidad, no hay ni una sola casa en Flandes en donde no recen por su salvación en este mundo o en el otro. Pero ¿quién piensa en rezar por el alma de ese pobre hombre que, además, no ha podido confesar nada puesto que no conocía los secretos de su amo? Ya no le quedan ni un hueso, ni una vena intactos...

—Ya veo de qué se trata —dijo Sébastien Théus—. Vues Reverencia elogia la humilde fidelidad.

—No es eso exactamente —contestó el prior—. Ese portero era un prevaricador enriquecido a expensas de su amo, según dicen. Parece también que detentaba un cuadro que el duque tenía orden de adquirir para Su Majestad, uno de nuestros cuadros flamencos de diablos, en donde se ve a unos grotescos demonios dando tormento a unos condenados. A nuestro rey le gusta la pintura... El que ese hombre haya o no hablado carece de importancia. La causa del conde ya estaba juzgada. Pero yo me digo que ese mismo conde morirá limpiamente de un hachazo, en un cadalso revestido de negro, consolado por el duelo del populacho que ve en él, y con razón, a un enamorado de la patria belga. Recibirá las excusas del verdugo que lo golpee y le acompañarán las oraciones de su capellán, que lo mandará derechito al cielo...

—Creo que entiendo, esta vez... —dijo el médico—. Vuestra Reverencia se dice que, pese a todo, el rango y el título proporcionan a sus poseedores ciertas sólidas ventajas. Es importante ser Grande de España.

—Me explico mal —murmuró el prior—. Porque ese hombre carece de importancia y es insignificante, vil sin duda, provisto tan sólo de un cuerpo accesible al dolor y de un alma por la que Dios derramó su sangre es por lo que me detengo a contemplar su agonía. Me dijeron que, al cabo de tres horas, aún se le oía gritar.

—Tened cuidado, señor prior —dijo Sébastien apretando con su mano la del religioso—. Ese miserable ha sufrido tres horas, pero ¿cuántos días y cuántas noches revivirá Vuestra Reverencia esa muerte? Os atormentáis más que los verdugos de ese infortunado.

—No digáis eso —repuso el prior moviendo la cabeza—. El dolor de ese portero y el furor de sus esbirros llenan el mundo y desbordan el tiempo. Nada puede evitar que haya sido por un momento la mirada eterna de Dios. Cada pena y cada sufrimiento es infinito en su sustancia, amigo mío, y ambas cosas son también infinitas en número.

—Lo que Vuestra Reverencia dice del dolor, también podría decirlo de la alegría.

—Ya lo sé... He tenido mis alegrías... Cada alegría inocente es un regosto del Edén... Pero la alegría no necesita de nosotros, Sébastien; tan sólo el dolor requiere nuestra caridad. El día en que por fin se nos revele el dolor de las criaturas, la alegría será para nosotros tan imposible como al Buen Samaritano un alto en la posada con vino y mujeres, mientras a su lado sangra un herido. Ya ni siquiera comprendo la serenidad de los santos en la tierra ni su beatitud en el cielo...

—Si entiendo algo del lenguaje de la devoción, el prior atraviesa su noche oscura...

—Os conjuro, amigo mío, a que no reduzcáis este desamparo a una piadosa prueba en el camino de la perfección por el que, además, no creo haberme adentrado... Contemplemos más bien la noche oscura de los hombres. ¡Ay! Creemos equivocarnos cuando nos quejamos del orden de las cosas. Y, sin embargo, Señor ¿cómo nos atrevemos a enviar a Dios unas almas a cuyas culpas añadimos la desesperación y la blasfemia, con los tormentos que hacemos sufrir a los cuerpos? ¿Por qué habremos dejado que la testarudez, la impudicia y el rencor se inmiscuyan en unas disputas de doctrina que, como la del Santísimo Sacramento pintado por Sanzio en los aposentos del Santo Padre, hubieran debido suceder en el cielo...? Ya que, en fin, si el año pasado el Rey se hubiera dignado oír las protestas de nuestros gentileshombres; si en tiempos de nuestra infancia el Papa León hubiese recibido con benevolencia a un ignorante fraile agustino... ¿Qué es lo que pedía aquel fraile, sino algo que nuestras instituciones necesitan, es decir, reformas...? Aquel patán se ofendía por unos abusos que a mí mismo me chocaban cuando visité la corte de Julio III. Tenía razón al reprochar a nuestras Órdenes una opulencia que nos estorba y que no está del todo al servicio de Dios...

—El prior no nos deslumbra con sus lujos —interrumpió con una sonrisa Sébastien Théus.

—Poseo todo cuanto necesito —dijo el religioso extendiendo la mano hacia los grises carbones.

—Que Vuestra Reverencia no conceda, por grandeza de alma, demasiadas ventajas al adversario —dijo tras reflexionar el filósofo—.
Odi hominem unius libri:
Lutero ha propagado una idolatría del Libro mucho peor que muchas de las prácticas que él juzgaba supersticiosas, y la doctrina de la salvación por la fe rebaja la dignidad del hombre.

—Convengo con ello —dijo el prior sorprendido—, pero, a fin de cuentas, todos reverenciamos, igual que él, las Escrituras y ponemos nuestros pobres méritos a los pies del Salvador.

—Cierto es, Referencia, y tal vez sea eso lo que hace que estos agrios debates resulten incomprensibles para un ateo.

—No insinuéis lo que yo no quiero oír —murmuró el prior.

—Me callo —contestó el filósofo—. Tan sólo señalo cómo los señores reformados de Alemania, que juegan a los bolos con las cabezas de los campesinos rebeldes, no difieren mucho de los lansquenetes del duque, y pienso que Lutero bailó el agua a los príncipes tanto como el cardenal de Granvelle.

—Ha optado por el orden, como todos nosotros —dijo el prior con fatiga.

Afuera caían ráfagas de nieve. Al levantarse el médico para acudir al dispensario, el superior le hizo notar que pocos enfermos se aventurarían a salir con aquel tiempo tan inclemente, y que el hermano enfermero bastaría para atenderlos.

—Dejadme confesaros lo que yo ocultaría a un eclesiástico, de la misma manera que vos me daríais parte a mí, antes que a un colega, de una conjetura anatómica atrevida —continuó penosamente el prior—. Ya no puedo más, amigo mío... Sébastien, pronto habrán pasado mil seiscientos años desde que Cristo se encarnó, y nos dormimos en la Cruz como si fuera una almohada... Casi podría decirse que al haber acaecido la Redención de una vez por todas, ya no nos queda más que acomodarnos al mundo tal como va o, todo lo más, buscar cada cual su propia salvación. Exaltamos, bien es verdad, la Fe. La paseamos por las calles y presumimos de ella. Le sacrificamos, si es necesario, mil vidas, incluso la nuestra. Festejamos asimismo la Esperanza. La hemos vendido con harta frecuencia a los devotos a precio de oro. Pero ¿quién se preocupa de la Caridad, salvo algunos santos? Y aun así tiemblo pensando en los estrechos límites en que la ejercen... Incluso a mi edad, y bajo estos hábitos, mi compasión excesivamente tierna me ha parecido en ocasiones una tara de mi naturaleza contra la que era conveniente luchar... Y me digo que si alguno de nosotros corriera al martirio, no por la Fe, que tiene ya muchos mártires, sino únicamente por la Caridad, o si trepara al patíbulo o al montón de leña que ponen en la plaza o, al menos, hiciera compañía a la más horrenda víctima, acaso nos halláramos en otra tierra y bajo un nuevo cielo... El peor de los bribones o el más pernicioso hereje no estará nunca más lejos de mí de lo que yo estoy de Jesucristo.

—Lo que sueña el prior se parece mucho a lo que nuestros alquimistas llaman la vía seca, o la vía rápida —dijo gravemente Sébastien Théus—. Se trata en suma de transformarlo todo de golpe, y con nuestras débiles fuerzas... Es un sendero peligroso, señor prior.

—No temáis nada —dijo el enfermo con una sonrisa avergonzada—. No soy más que un pobre hombre y me cuido lo mejor que puedo de mis sesenta frailes... ¿Iba yo a arrastrarlos con pleno conocimiento a la desventura? No abre quien quiere las puertas del cielo con un sacrificio. La oblación, si es que debe hacerse, se hará de otra manera.

—Se produce por sí misma cuando la hostia está preparada —pensó en voz alta Sébastien Théus, recordando las secretas advertencias de los filósofos herméticos.

El prior lo miró con asombro:

—La hostia... —dijo piadosamente, saboreando la hermosa palabra—. Aseguran que vuestros alquimistas hacen de Jesucristo la piedra filosofal y del sacrificio de la misa lo equivalente a la Gran Obra.

—Algunos lo dicen —repuso Zenón tapando las rodillas del prior con una manta que había resbalado al suelo—. Pero ¿qué podemos deducir de estas equivalencias sino que el espíritu humano siente una cierta inclinación?

—Dudamos —dijo el prior con su voz súbitamente temblorosa—, hemos dudado... Durante cuántas noches habré rechazado la idea de que Dios no es más que un tirano o un monarca incapaz, y de que el ateo que niega su existencia es el único hombre que no blasfema... Luego, me llegó una luz: la enfermedad es una apertura. ¿Y si nos equivocamos al postular su inmenso poder y al ver en nuestros males un efecto de su voluntad? ¿Y si fuera tarea nuestra el obtener que llegue su Reino? Antes dije que Dios delega en nosotros; aún voy más allá, Sébastien. Puede que no sea Él en nuestras manos más que una llamita que nosotros tenemos que alimentar, sin dejar que se apague. Acaso seamos nosotros el cabo más avanzado hasta donde Él llega... ¿Cuántos desgraciados, a los que indigna la idea de su Omnipotencia, acudirían a Él desde el fondo de su desamparo, si les pidieran que socorriesen a la debilidad de Dios?

—Eso es algo que concuerda muy mal con los dogmas de la Santa Iglesia.

—No, amigo mío, abjuro de todo aquello que pueda desgarrar aún un poco más esta túnica sin costuras. Dios reina omnipotente, lo admito, en el mundo del espíritu, pero aquí nos hallamos en el mundo de los cuerpos. Y en esta tierra por donde él anduvo ¿cómo se presentó ante nosotros si no es como un inocente acostado en la paja, semejante a los pequeñuelos que yacen en la nieve en estos pueblos nuestros de La Campine asolados por las tropas del rey, como un vagabundo que no tiene ni siquiera una piedra donde reposar su cabeza, como un ajusticiado colgado en una encrucijada y que se preguntaba también por qué lo abandonó Dios? Todos somos débiles, pero es un consuelo pensar que Él es más impotente y está aún más desesperanzado que nosotros, y que a nosotros nos toca engendrarlo y salvarlo en sus criaturas... Disculpadme —dijo tosiendo—. Acabo de soltaros el sermón que no puedo decir en el pulpito.

Había apoyado, en el respaldo del sillón, su cabeza maciza y como vacía repentinamente de todo pensamiento. Sébastien Théus se inclinó con afecto sobre él, para abrocharle la hopalanda.

—Reflexionaré sobre las ideas que tan amablemente me ha expuesto el prior —dijo—. Antes de despedirme ¿puedo a cambio emitir una hipótesis? Los filósofos de esta época postulan, en su mayoría, la existencia de un
Anima Mundi,
sensible y más o menos consciente, en la que participan todas las cosas. Yo mismo soñé con sordas cogitaciones de piedras... Y, sin embargo, los únicos hechos que hasta ahora se conocen parecen indicar que el sufrimiento y, por consiguiente, la alegría, y por ello mismo el bien y lo que llamamos mal, la justicia y la injusticia y, en suma, en una u otra forma, el entendimiento, que sirve para distinguir a los contrarios, son patrimonio del mundo de la sangre y puede que del de la savia, del mundo de la carne surcada por una red de nervios como si fuera una red de rayos, y (¿quién sabe?) tal vez del tallo que crece hacia la luz, su Soberano Bien, padece por falta de agua y se retrae ante el frío o resiste como puede a los inicuos atropellos de otras plantas. Todo lo demás, y me refiero al reino mineral y al de los espíritus, si es que existe, tal vez sea insensible y tranquilo, más allá de nuestras alegrías y de nuestras penas, o más acá de donde ellas se encuentran. Nuestras tribulaciones, señor prior, posiblemente no son más que una ínfima excepción en la fábrica universal, lo que podía explicarnos la indiferencia de esa sustancia inmutable que devotamente llamamos Dios.

El prior reprimió un escalofrío.

—Lo que decís me espanta —contestó—. Pero en el caso de que así sea, henos metidos más que nunca en el mundo del trigo que trituran y del Cordero al que sangran. Id en paz, Sébastien .

Zenón volvió a atravesar el arco que unía el convento con el hospicio de San Cosme. La nieve barrida por el viento se amontonaba a uno y otro lado formando grandes cúmulos blancos. De regreso al hogar, fue derecho al cuartito en donde había colocado, en unas estanterías, los libros heredados de Jean Myers. El viejo poseía un tratado de anatomía publicado veinte años atrás por Andreas Vesalio, quien, como Zenón, había luchado contra la rutina galénica en favor de un conocimiento más completo del cuerpo humano. Zenón sólo vio una vez al famoso médico, que después hizo una brillante carrera en la corte antes de morir de la peste en Oriente; confinado en su especialidad médica, Vesalio sólo temía las persecuciones de los pedantes, que, por lo demás, no le faltaron. Él también había robado cadáveres y se había hecho del interior del hombre una idea basada en los huesos recogidos en la horca y en las hogueras. Otras veces, de manera más descarada todavía, al embalsamar a un alto personaje, le quitaba a escondidas un riñón o el contenido de un testículo, reemplazándolo con unas hilas, sin que nada después indicara que aquellas preparaciones procedían de sus altezas.

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