Opus Nigrum (38 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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Dos hechos muy perjudiciales para el inculpado se produjeron durante esta sesión. Una mujer alta, de bastas facciones, se presentó muy agitada. Era la antigua criada de Jean Myers, Catherine, quien pronto se había hartado de servir a los inválidos instalados por Zenón en la casa del Vieux-Quai-au-Bois, y que ahora lavaba los platos de La Calabaza. Acusó al médico de haber envenenado a Jean Myers con sus panaceas; echándose ella misma tierra encima para mejor perder al acusado, confesó haber ayudado a Zenón en esta tarea. Aquel hombre malvado había encendido previamente sus sentidos con hechizos, de suerte que ella se había convertido en su esclava en cuerpo y alma. No paraba de hablar, dando prodigiosos detalles de su trato carnal con el médico; era de pensar que su familiaridad con las rameras y los clientes de La Calabaza la había instruido mucho en la materia durante este tiempo. Zenón negó firmemente haber envenenado al viejo Jean, pero admitió haber conocido por dos veces a aquella mujer. Las confesiones, aullidos y gesticulaciones de Catherine reanimaron de inmediato el interés languideciente de los jueces; su impacto fue enorme en el público, que se apretujaba a la entrada de la sala; todos los siniestros rumores referentes al brujo se veían con ello confirmados. Pero la maritornes, una vez lanzada, ya no sabía detenerse; la hicieron callar; insultó a los jueces y fue arrojada fuera de la sala y enviada al manicomio, en donde pudo despotricar cuanto quiso. No obstante, los magistrados se quedaron perplejos. El hecho de que Zenón no hubiera conservado la herencia del cirujano-barbero demostraba su desinterés y quitaba todo móvil al crimen, pero, por otra parte, el remordimiento podía haberle inspirado esta conducta.

Mientras se deliberaba, otra denuncia aún más peligrosa, en el presente estado de los asuntos públicos, llegó hasta los jueces en una carta anónima. El mensaje procedía evidentemente de los vecinos del viejo herrero Cassel. En la carta aseguraban que el médico habla ido todos los días, durante dos meses, a la herrería, para cuidar de un herido que no era otro que el asesino del difunto capitán Vargas; el mismo médico había hábilmente ayudado a escapar al asesino. Por fortuna para Zenón, Josse Cassel —que hubiera podido revelar mucho sobre el asunto— se hallaba en Güeldres al servicio del rey, en el regimiento de Monsieur de Landas, a cuyas órdenes acababa de enrolarse. El viejo Pieter, al quedarse solo, había metido la llave bajo la puerta y había regresado a su pueblo, en donde poseía algunos bienes. Nadie sabía exactamente dónde se hallaba aquel pueblo. Zenón negó, pues era conveniente hacerlo, y halló un aliado imprevisto en el preboste que antaño inscribió en los registros la muerte del asesino de Vargas, como ocurrida en el incendio de un granero lleno de heno, y que no sentía ningún interés por verse acusado de negligencia en la instrucción de aquel caso ya olvidado. El autor de la carta no fue descubierto y los vecinos de Josse, al ser interrogados, dieron respuestas confusas. Nadie que tuviera sentido común confesaría haber esperado dos años para denunciar semejante crimen. Pero la acusación era grave y añadía algún peso a la de haber socorrido a varios fugitivos en el hospicio.

Para Zenón, el proceso se había transformado en algo equivalente a una de esas partidas de cartas que jugaba con Gilles y que, por distracción o indiferencia, siempre perdía. Lo mismo que esos trocitos de cartón de colores que arruinan o enriquecen a los jugadores, cada una de las piezas del juego legal tenía un valor arbitrario. Exactamente igual que en el juego de la «blanca» o del «hombre», había que tener cuidado con el
carreau,
mezclar las cartas o pasar mano, cubrirse y mentir. La verdad, si se hubiera dicho, hubiera molestado a todo el mundo. Se distinguía muy poco de la mentira. Cuando se decía una verdad, en ella se incluía algo falso: él no había abjurado de la fe cristiana, ni católica, pero lo hubiera hecho en caso necesario con toda tranquilidad de conciencia y puede que se hubiera convertido en luterano si hubiera vuelto a Alemania como pensaba. Tenía razón en negar el haber mantenido relaciones sexuales con Cyprien, pero una noche deseó aquel cuerpo ahora desaparecido. En cierto sentido, las acusaciones de aquel pobre muchacho eran menos falsas de lo que el mismo Cyprien creía cuando las hizo. Nadie había vuelto a acusarle de haberle dado a Idelette una poción abortiva, y él había negado honradamente haberlo hecho así, pero con una restricción mental: él la hubiera socorrido si ella se lo hubiera implorado a tiempo, y sentía no haber podido evitarle su lamentable fin.

Por otra parte, allí donde sus denegaciones no eran más que mentiras, como en el caso de los cuidados prodigados a Han, la verdad pura también hubiera sido mentir. Los favores que él había prestado a los rebeldes no obedecían (como pensaban con indignación el procurador y con admiración los patriotas) al hecho de que él hubiera abrazado la causa de estos últimos: nadie de entre aquellos fanáticos hubiera comprendido su fría abnegación de médico. Las escaramuzas con los teólogos habían tenido su encanto, pero sabía muy bien que no existe ninguna conciliación duradera entre los que buscan, pesan, hacen disecciones y se honran de ser capaces de pensar mañana de manera distinta a como piensan hoy, y entre los que creen o afirman creer y obligan, bajo pena de muerte, a hacer lo mismo a sus semejantes. Una fastidiosa irrealidad reinaba en aquellos coloquios en que las preguntas y las respuestas no casaban. Hasta llegó a dormirse en una de aquellas sesiones; un empujón de Gilles, que estaba a su lado, lo despertó. De hecho, también uno de los jueces se dormía. Aquel magistrado se despertó creyendo que ya habían pronunciado la sentencia de muerte, lo que hizo reír a todo el mundo, incluso al acusado.

No sólo en el tribunal, sino también en la ciudad se habían alineado las opiniones desde un principio formando esquemas complicados. La postura del obispo no estaba muy clara, pero encarnaba evidentemente la moderación, por no decir la indulgencia. Al ser Monseñor
ex officia
uno de los representantes del poder real, muchas de las personas, en la ciudad, imitaban su actitud; Zenón se convertía casi en el protegido del partido del orden. Pero algunos de los cargos contra el prisionero eran tan graves que la moderación presentaba sus peligros. Los parientes y amigos que Philibert Ligre conservaba en Brujas vacilaban: el acusado pertenecía a su familia, después de todo, pero dudaban de que ésta fuera una razón para abrumarlo o defenderlo. En cambio, quienes habían tenido que sufrir las duras maniobras de los banqueros Ligre hacían extensivo a Zenón su rencor: aquel nombre les hacía perder los estribos. Los patriotas, que abundaban entre los burgueses y constituían la parte mejor del pueblo llano, hubieran debido ayudar al desgraciado que pasaba por haber socorrido a varios de los suyos; algunos lo hicieron, en efecto, pero la mayoría de estos entusiastas se inclinaba hacia las doctrinas evangélicas y aborrecía por encima de todo al ateísmo o la inmoralidad; además, odiaban los conventos y el tal Zenón parecía haber tenido en Brujas mucho que ver con los frailes. Sólo algunos hombres, amigos desconocidos del filósofo, unidos a él por simpatías cuya causa era diferente en cada caso, se esforzaban discretamente por ayudarle, sin atraer sobre ellos la atención de la justicia, ya que casi todos tenían motivos para desconfiar de ella. Éstos no dejaban pasar ninguna ocasión para enredar las cosas, contando con esta confusión para granjear algún beneficio al prisionero o, al menos, para ridiculizar a sus perseguidores.

El canónigo Campanus recordó durante mucho tiempo que, a primeros de febrero, poco antes de la fatal sesión en la que irrumpió Catherine, los Señores Jueces habían permanecido un instante en el umbral de la secretaría intercambiando puntos de vista tras la salida del obispo. Pierre Le Cocq, que en Flandes era el
factotum
del duque de Alba, hizo notar que habían perdido casi seis semanas en fruslerías, cuando tan fácil hubiera sido aplicar las sanciones previstas por la Ley. No obstante, se felicitaba de que aquel proceso, al no relacionarse con ninguno de los grandes intereses del día, ofreciera, por ello precisamente, un entretenimiento al público que podía ser de lo más útil: la gente humilde de Brujas se inquietaba menos por lo que sucedía en el Tribunal de Disturbios de Bruselas, al preocuparse allí mismo por el señor Zenón. Además, no estaba mal que, en un momento en que todos reprochaban a la justicia su pretendida arbitrariedad, se demostrara que en Flandes aún se sabían guardar las formas en materia legal. Añadió bajando la voz que el reverendísimo obispo había hecho uso con gran cordura de la legítima autoridad que algunos ponían en tela de juicio sin razón, pero que quizá fuera bueno distinguir entre la función y el hombre: Monseñor hacía gala de unos escrúpulos que iba a tener que vencer, si es que deseaba continuar en el oficio de juez. El populacho tenía gran interés por ver quemar a aquel individuo, y es peligroso quitarle un hueso a un mastín, cuando se lo han puesto delante de los ojos.

Bartholommé Campanus no ignoraba que el influyente procurador se hallaba endeudado con la que todavía en Brujas seguían llamando Banca Ligre. Al día siguiente envió un correo a su sobrino Philibert y a su mujer Martha, pidiéndoles que intercedieran cerca de Pierre Le Cocq, para que éste encontrara alguna forma indirecta favorable al prisionero.

UNA HERMOSA MORADA

La suntuosa residencia de Forestel había sido construida, a la moda italiana, no hacía mucho, por orden de Philibert y de su mujer. La gente admiraba aquella serie de habitaciones con brillantes suelos de madera y altas ventanas que daban al parque donde, en aquella mañana de febrero, caían la lluvia y la nieve. Pintores que habían estudiado en la Península habían cubierto el techo de los salones de gala con hermosas escenas de la historia profana y de la leyenda: la generosidad de Alejandro, la clemencia de Tito, Danae inundada por la lluvia de oro y Ganímedes subiendo al cielo. Un bargueño florentino con incrustaciones de marfil, de jaspe y de ébano, al que tres reinados habían contribuido, se hallaba adornado con columnitas retorcidas y desnudos femeninos, multiplicados por espejos; unos muelles abrían cajones secretos. Pero Philibert era demasiado listo para confiar sus papeles de Estado a esas trampas complicadas como el interior de una conciencia, y en cuanto a cartas de amor, nunca redactó ninguna, ni tampoco las recibió, pues sus pasiones, por lo demás asaz moderadas, iban más bien dirigidas a esa clase de muchachas hermosas a quienes no se escribe. En la chimenea, decorada con medallones que representaban las virtudes cardinales, el fuego ardía entre dos frías y brillantes pilastras; los gruesos troncos cortados del vecino bosque eran allí, entre todo aquel esplendor, los únicos objetos no pulidos, ni cepillados, ni barnizados por manos de algún obrero. Ordenados encima de un aparador, unos cuantos tomos lucían sus lomos de vitela o de badana estampada de oro fino; eran libros devotos que casi nadie abría. Hacía mucho tiempo que Martha había sacrificado la
Institución cristiana
de Calvino, por ser libro herético, como amablemente se lo había hecho observar Philibert, y muy comprometedor. El mismo Philibert poseía una colección de tratados genealógicos y, dentro de un cajón, un hermoso ejemplar del Aretino que mostraba de cuando en cuando a sus huéspedes, mientras las señoras hablaban de joyas o de las flores de los arriates.

Un orden perfecto reinaba en aquellas habitaciones que acababan de arreglar tras la recepción del día anterior. El duque de Alba y su edecán Lancelot de Berlaimont habían consentido en cenar y en pasar la noche a la vuelta de una inspección por tierras de Mons; al estar el duque demasiado cansado como para subir sin dificultad las escaleras, instalaron su cama en una de las salas del primer piso, bajo un dosel de tapicería que lo protegía de las corrientes de aire, sostenido por unas picas y unos trofeos de plata; ya no quedaba señal de aquella cama heroica en donde el visitante de alcurnia, desgraciadamente, había dormido mal. La conversación durante la cena fue a un tiempo densa y prudente; se habló de los asuntos públicos, con el tono de personas que en ellos participan y saben a qué atenerse; el buen gusto hizo que no se insistiera sobre nada. El duque mostraba plena confianza en lo concerniente a la situación en la Germania Inferior y en Flandes: se habían dominado los disturbios; la monarquía española no tenía ya que temer que le arrebataran nunca Middelburg o Amsterdam, así como tampoco Lille o Bruselas. El duque podía pronunciar ya su
Nunc dimittis,
e implorar al rey que le diera un sustituto. Ya no era joven y su tez daba testimonio de su hígado enfermo; su falta de apetito obligó a sus anfitriones a quedarse con hambre. No obstante, Lancelot de Berlaimont comía muy a placer, mientras daba detalles sobre la vida en los ejércitos. El príncipe de Orange había sido derrotado; sólo había algo fastidioso para la disciplina, y era que se pagara a las tropas de manera tan irregular. El duque frunció el ceño y se habló de otra cosa; le parecía poco estratégico exponer en aquel momento las heridas pecuniarias de la causa real. Philibert, que sabía perfectamente a cuánto ascendía el déficit, también prefería no hablar de dinero en la mesa.

En cuanto se marcharon sus huéspedes bajo una aurora gris, Philibert, muy poco satisfecho de haberse visto obligado a decir cumplidos tan de mañana, subió a meterse de nuevo en la cama, donde solía trabajar a menudo, a causa de su pierna gotosa. En cambio, para su mujer, que se levantaba todos los días al alba, aquella hora no tenía nada de insólita. Martha recorría las estancias vacías con paso regular, rectificando aquí y allá, sobre los muebles, alguna figurita o chuchería de oro o de plata ligeramente fuera de su sitio debido a la negligencia de las criadas, o rascando con la uña en una consola una imperceptible gota de cera. Al cabo de un momento, un secretario le entregó la carta abierta del canónigo Campanus. Una notita irónica de Philibert acompañaba la carta, indicándole que allí hallaría noticias de un primo suyo y hermano de ella.

Sentada delante de la chimenea, protegida del excesivo fuego por un biombo bordado, Martha leyó aquella larga misiva. Las hojas cubiertas de una letra menuda y apretada crujían entre las delgadas manos que asomaban por entre los puños de encaje. Pronto se interrumpió y se puso a pensar. Bartholommé Campanus la había informado sobre la existencia de aquel hermano uterino en cuanto llegó a Flandes recién casada; el canónigo le había pedido incluso que rezara por aquel impío, ignorando que Martha se abstenía de rezar. La historia de aquel hijo ilegítimo había sido para ella una mancha más de su madre, ya tan manchada. No le fue difícil identificar al filósofo-médico, célebre por los cuidados que tributó a los enfermos de la peste en Alemania, con el hombre vestido de rojo que ella recibió estando a la cabecera de Bénédicte, y que tan extrañamente le había interrogado sobre sus padres difuntos. Muchas veces había pensado en este temible transeúnte, y había soñado con él. Lo mismo que Bénédicte en su lecho de muerte, él la había visto a ella desnuda por dentro: había adivinado el vicio mortal de cobardía que en su interior llevaba, invisible para todos aquellos que la tomaban por una mujer fuerte. La idea de la existencia de aquel hombre era para ella como una astilla metida entre las uñas. Él había sido el rebelde que ella no supo ser; mientras él erraba por los caminos del mundo, el camino de ella sólo iba de Colonia a Bruselas. Ahora, él estaba en la prisión que antaño temió ella para sí abyectamente; el castigo que lo amenazaba le parecía justo: había vivido a su gusto y había elegido los peligros que corría.

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