Opus Nigrum (42 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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Eran las cuatro; le habían servido la cena y habían llevado la amabilidad hasta el punto de dejarle la acostumbrada vela. El carcelero que lo había encerrado al volver de la secretaría no iba a reaparecer hasta el toque de queda, para pasar una segunda vez por allí cuando amaneciese. Al parecer, pues, podía elegir entre dos largos intervalos durante los cuales podría llevar a cabo su tarea. Pero aquella noche difería de las demás: podía llegar algún inoportuno mensaje del obispo o del canónigo, y necesitarían abrir la puerta; una feroz compasión instalaba en ocasiones, al lado del condenado a muerte, a un fraile o a un miembro de la cofradía de la Buena Muerte, encargado de santificar al moribundo persuadiéndole para que rezase. También podía ser que adivinaran su intención: quizá de un momento a otro le ataran las manos. Escuchó a su alrededor, por si oía algún chirrido de pasos; todo estaba tranquilo, pero los momentos eran más valiosos de lo que nunca habían sido en el transcurso de sus forzosas huidas de otros tiempos.

Con mano aún temblorosa, levantó la tapa de la escribanía que había encima de la mesa. Entre dos finas tablillas que, a simple vista, parecían estar juntas, el tesoro que puso él allí seguía en su sitio: una cuchilla de afeitar flexible y delgada, de dos pulgadas de larga por lo menos, que antes había escondido en el forro de su jubón y luego trasladado a aquel escondite cuando le devolvieron su escribanía, debidamente revisada por los jueces. Todos los días, por lo menos veinte veces, se había asegurado de la presencia de aquel objeto que, en otros tiempos, ni siquiera se hubiera dignado recoger del suelo. Desde que lo prendieron en la botica de San Cosme, y dos veces más luego, tras la muerte de Pierre de Hamaere y la denuncia del envenenamiento que Catherine había puesto sobre el tapete, lo habían registrado buscando frasquitos o píldoras sospechosas, y él se felicitaba de haber renunciado a llevar encima esos productos inestimables, pero de fácil deterioro o frágiles, casi imposibles de conservar o disimular por mucho tiempo en una celda vacía, y que hubieran denunciado inevitablemente su proyecto de suicidio. Perdía con ello el privilegio de una de esas muertes fulminantes que son las únicas misericordiosas, pero ese pedazo de navaja cuidadosamente afilado le evitarla por lo menos tener que rasgar su ropa para hacer nudos, a veces ineficaces, o afanarse sin resultado con un trozo de loza rota.

El paso del miedo había descompuesto sus entrañas. Se acercó al cubo colocado en un rincón de la estancia y defecó.

El olor de las materias recocidas y expulsadas por la digestión humana llenó un instante su olfato, recordándole una vez más las íntimas conexiones entre la podredumbre y la vida. Se ajustó los herretes con mano firme. El jarro, encima de la tablilla, estaba lleno de agua helada; se humedeció la cara, reteniendo en su lengua una gotita.
Aqua permanent:
para él, sería el agua de la última vez. Cuatro pasos lo llevaron a la cama en donde había dormido o velado durante sesenta noches: de entre los pensamientos que pasaban vertiginosamente por su espíritu, destacaba el de que la espiral de los viajes lo había hecho regresar a Brujas, que Brujas se había reducido al área de una prisión, y que la curva terminaba por fin en aquel estrecho rectángulo. Un murmullo salió por detrás de él, procedente de las ruinas de un pasado más desdeñado y abolido que los demás, la voz ronca y dulce de fray Juan hablando latín con acento castellano, en un claustro invadido por las sombras:
Eamus ad dormiendum, cor meum.
Pero no era el momento de dormir. Nunca se había sentido tan espabilado en cuerpo y en alma: la economía y la rapidez de sus gestos eran las de sus grandes momentos de cirujano. Extendió la tosca manta de lana, tan tupida como si fuera de fieltro, por el suelo, formando una especie de pilón que retendría y embebería, al menos en parte, el líquido derramado. Para mayor seguridad, cogió la camisa que se había puesto el día anterior y la retorció para ponerla delante de la puerta, a modo de burlete. Era preciso evitar que algún reguero, por el suelo en ligera pendiente, alcanzara demasiado pronto el pasillo y que Hermann Mohr, al levantar la cabeza por encima de su mesa, observara en las baldosas una mancha negra. Sin hacer ruido, se quitó los zapatos. No eran necesarias tantas precauciones, pero el silencio parecía una salvaguardia.

Se tendió en el lecho, asentando la cabeza en la dura almohada. Tuvo un recuerdo para el canónigo Campanus, a quien esta muerte llenaría de horror, y quien había sido, sin embargo, el primero en darle a leer a los Clásicos, cuyos héroes perecían de esta suerte, pero la ironía crepitó en la superficie de su espíritu sin distraerlo de su único objetivo. Rápidamente, con esa destreza de cirujano-barbero de la que se había enorgullecido siempre más que de las cualidades cotizadas e inciertas de médico, se dobló en dos, levantando ligeramente las rodillas y cortó la vena tibial en la cara externa del pie izquierdo, uno de los lugares habituales de la sangría. Luego, muy deprisa, se enderezó y se apoyo en la almohada, apresurándose para prevenir el síncope siempre posible; buscó y cortó en la muñeca la arteria radial. Apenas percibió el breve y superficial dolor causado por el corte. Brotaron las fuentes; el líquido se lanzó como siempre lo hace, ansioso, se diría, por escapar de los laberintos oscuros por donde circula encerrado. Zenón dejó colgar el brazo izquierdo para favorecer el derrame. La victoria aún no era completa: podían entrar por casualidad y arrastrarlo, sangrando y vendado, hasta la hoguera. Pero cada minuto que pasaba era un triunfo. Echó una ojeada a la manta, ya negra de sangre. Ahora comprendía por qué una burda creencia hacía de aquel líquido el alma misma, puesto que el alma y la sangre se escapaban juntas. Aquellos antiguos errores contenían una verdad sencilla. Recordó, con algo parecido a una sonrisa, que la ocasión era única para completar sus antiguas experiencias sobre la sístole y la diástole del corazón. Pero los conocimientos adquiridos ya no tenían importancia, como tampoco el recuerdo de los acontecimientos y criaturas con quienes había tropezado en su vida; se agarraba unos momentos más al delgado hilo de la persona, pero la persona aligerada ya no se distinguía del ser. Se enderezó con esfuerzo, no porque le importara hacerlo, sino para probarse a sí mismo que aquel movimiento le era aún posible. A veces le había ocurrido volver a abrir una puerta, simplemente para comprobar que no la había cerrado tras de sí para siempre, y volverse a mirar a un transeúnte que acababa de dejar para negar el fin de una partida, demostrándose a sí mismo su limitada libertad de hombre. Esta vez, lo irreversible se cumplía.

Su corazón latía muy fuerte; una actividad violenta y desordenada reinaba en su cuerpo, como en un ejército en desbandada, pero cuyos combatientes no han depuesto aún todos las armas; sentía una especie de ternura por aquel cuerpo que tan bien lo sirvió, que hubiera podido vivir, todo lo más, unos veinte años suplementarios y que él destruía así, para ahorrarle peores y más indignos males. Tenía sed, pero ningún medio a su alcance para aplacar esa sed. Al igual que los tres cuartos de hora transcurridos desde su regreso a la habitación estuvieron repletos de una infinidad, casi imposible de analizar, de pensamientos, de sensaciones, de ademanes que se sucedían a la velocidad del rayo, el espacio de unos escasos codos que separaba el lecho de la mesa se había dilatado tanto como el que se extiende entre las esferas: el cubilete de estaño flotaba como en el fondo de otro mundo. Pero aquella sed pronto acabaría. Experimentaba la muerte de uno de esos heridos que piden de beber en la linde de un campo de batalla, y que él englobaba consigo en la misma fría compasión. La sangre de la vena tibial ya sólo salía entrecortada; penosamente, igual que se levanta un peso enorme, consiguió desplazar el pie para dejarlo colgar fuera de la cama. Su mano derecha, que continuaba apretando la hoja, se había cortado ligeramente, pero él ya no sentía el corte. Sus dedos se agitaban sobre su pecho, tratando de desabrochar el cuello de su jubón; se esforzó en vano por reprimir aquella inútil agitación, mas aquellas crispaciones y aquella angustia eran buena señal. Un escalofrío helado lo recorrió, como al principio de una nausea: así debía ser. A través del ruido de campanas, de truenos y de pájaros chillones volviendo a su nido, que golpeaban desde dentro sus oídos, oyó afuera el sonido preciso de un goteo: la manta saturada ya no embebía la sangre, que se derramaba por las baldosas. Trató de calcular el tiempo que haría falta para que el charco rojo se extendiera hasta llegar al otro lado de la puerta, más allá de la débil barrera formada por la camisa. Pero poco importaba ya: estaba salvado. Incluso si, por mala suerte, Hermann Mohr abría enseguida la puerta, cuyos cerrojos eran lentos de abrir, el asombro, el miedo, la carrera por las escaleras en busca de socorro le dejarían a la evasión tiempo para realizarse. Mañana quemarían a un cadáver.

Continuaba el inmenso rumor de la vida escapándose: una fuente de Eyub, el destello de un manantial brotando en tierras de Vaucluse, en el Languedoc, un torrente entre Ostersund y Fröso, se presentaron a él sin que tuviera necesidad de recordar sus nombres. Después, entre todo aquel ruido, percibió un estertor. Respiraba con intensas y ruidosas aspiraciones superficiales, que ya no le llenaban el pecho. Alguien que no era del todo él, que parecía colocado un poco más atrás, a su izquierda, consideraba con indiferencia las convulsiones de su agonía. Así respira un corredor agotado cuando llega a la meta. La noche se había echado encima sin que pudiera saber si estaba dentro de él o en la habitación: todo era noche. También la noche se movía: las tinieblas se apartaban para dar lugar a otras, abismo sobre abismo, espesor sombrío sobre espesor sombrío. Pero aquella negrura, diferente de la que se ve con los ojos, se estremecía con colores nacidos —por decirlo así—, de lo que era su ausencia: el negro se convertía en verde pálido, después en blanco puro; el pálido blanco se transmutaba en oro rojo sin que cesara, sin embargo, el negro original, al igual que las luces de los astros y la aurora boreal se estremecen en lo que es noche negra. Durante un instante, que le pareció eterno, un globo escarlata palpitó en él o fuera de él, sangró sobre el mar. Como el sol de verano en las regiones polares, la esfera resplandeciente pareció vacilar, dispuesta a bajar un grado hacia el nadir, y luego, con un sobresalto imperceptible, volvió a ascender al cénit, reabsorbiéndose por fin en un día de luz cegadora que al mismo tiempo era la noche.

Ya no veía, pero todavía le llegaban los ruidos exteriores. Igual que antaño en San Cosme, unos pasos precipitados sonaron a lo largo del pasillo: era el carcelero, que acababa de ver en el suelo un charco negruzco. Un momento antes, el agonizante se hubiera aterrorizado ante la idea de ser apresado y obligado a vivir y a morir unas horas más. Pero toda angustia había cesado: era libre. Aquel hombre que se acercaba ya no podía ser más que un amigo. Hizo o creyó hacer un esfuerzo por levantarse, sin saber muy bien si acudían en su ayuda o si era él quien ayudaba a alguien. El chirrido de las llaves en la cerradura y el de los cerrojos al abrirse no fueron para él más que el ruido estridente de una puerta que se abre. Y esto es cuanto puede saberse de la muerte de Zenón.

NOTA DE LA AUTORA

La novela que acaba de leerse tiene como punto de partida un relato de unas cincuenta páginas:
A la manera de Durero,
publicado junto con otras dos novelas cortas —también de fondo histórico— en el volumen titulado
La Mort conduit l’Attelage (La muerte lleva la carreta),
por Ed. Grasset en 1934. Estos tres relatos relacionados y, al mismo tiempo, contrastados entre sí por unos títulos que se me ocurrieron después
(A la manera de Durero, A la manera del Greco y A la manera de Rembrandt),
no eran sino tres fragmentos separados de una enorme novela concebida y compuesta en parte, enfebrecidamente, entre 1921 y 1925, o sea entre mis dieciocho y mis veintidós años. De lo que hubiera sido un amplio fresco novelesco, extensivo a varios siglos y a varios grupos humanos relacionados entre sí por los lazos de la sangre o del espíritu, las cuarenta páginas que, en un principio, titulé sencillamente
Zenon
constituían el primer capítulo. Esta novela, harto ambiciosa, fue desarrollada a la par por algún tiempo con los primeros esbozos de otra obra, que más tarde se convertirían en las
Memorias de Adriano.
Renuncié provisionalmente a ambas hacia 1926, y los tres fragmentos citados, convertidos en
La Mort conduit l’Attelage,
se publicaron, sin que yo hiciera en ellos apenas ningún cambio; tan sólo en el episodio correspondiente a Zenón añadí unas diez páginas más recientes, breve esbozo del encuentro entre Henri-Maximilien y Zenon en Innsbruck, en la OPUS NIGRUM de hoy.

La Mort conduit l’Attelage
fue muy bien recibida por la crítica de aquellos años; cuando hoy releo algunos de aquellos artículos, aún me llenan de gratitud. Pero el autor de un libro tiene sus razones para ser más severo que sus propios jueces: ve sus fallos más de cerca y es el único en saber lo que hubiera querido y debido hacer. En 1955, unos años después de acabar
Memorias de Adriano,
volví a retocar los tres relatos con vistas a una nueva edición. Otra vez se me impuso el personaje del médico filósofo y alquimista. El capítulo
Conversación en Innsbruck,
que data de 1956, fue el primer resultado de haberme puesto de nuevo en contacto con la obra; el resto no fue redactado hasta 1962-1965. De las cincuenta páginas de antaño, subsisten todo lo más una docena, modificadas y como desmenuzadas en la larga novela de hoy, pero la trama que conduce a Zenón, desde su nacimiento ilegítimo en Brujas, hasta su muerte en un calabozo de la misma ciudad, ha permanecido idéntica en lo esencial. La primera parte de OPUS NIGRUM
(La vida errante)
sigue muy de cerca el plan de Zenón en
A la manera de Durero,
de 1921-1934; la segunda parte y la tercera
(La vida inmóvil y La prisión)
han sido desarrolladas por entero a partir de las últimas seis páginas de aquel texto escrito hará más de cuarenta años.
[1]

No ignoro que unas indicaciones como estas pueden desagradar al provenir del autor y ser ofrecidas en vida del mismo. No obstante, me decido a darlas aquí para aquellos lectores a quienes interese la génesis del libro. Lo que sí me importa subrayar es que lo mismo OPUS NIGRUM que
Memorias de Adriano
son dos obras que emprendí en mi primera juventud, que abandoné y reanudé después a merced de las circunstancias, y con las que he convivido durante toda mi vida. La única diferencia, completamente accidental, consiste en que un ensayo de lo que iba a ser OPUS NIGRUM se publicó treinta y un años antes de haber acabado el texto definitivo, mientras que la primera versión de
Memorias de Adriano
no tuvo esa suerte o esa desgracia. Por lo demás, las dos novelas se han ido construyendo a través de los años por capas sucesivas hasta que por fin, en ambos casos, la obra ha sido compuesta y rematada de un solo impulso. Creo haber expresado ya las ventajas que presentan, al menos en lo que me concierne, esas largas relaciones de un autor con el personaje elegido o imaginado en su adolescencia, pero que no revela todos sus secretos hasta que alcanzamos la madurez. En todo caso, y ya que este es un método poco usual, creo justificado insertar los detalles precedentes, aunque sólo sea con la intención de evitar ciertas confusiones bibliográficas.

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