Opus Nigrum (36 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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El proceso de los Ángeles duró algún tiempo más. Trataban de obtener confesiones que sacaran a la luz unas ramificaciones secretas, que tal vez se remontaran hasta la secta de los Hermanos del Espíritu Santo, exterminada a principios de siglo y que había practicado y confesado —según se decía— errores como aquéllos. Pero el loco de Florián era intrépido: vanidoso hasta en la tortura, manifestó no deber nada a las enseñanzas heréticas de un cierto Gran Maestro Adamita Jacob van Almagien, judío por añadidura y fallecido cincuenta años atrás. Él solo, sin ninguna ayuda teológica, era quien había descubierto el puro paraíso de los deleites del cuerpo. Todas las tenazas del mundo no le harían decir otra cosa. El único que escapó de la sentencia de muerte fue el hermano Quirin, que tuvo la constancia de fingirse loco hasta en medio de los tormentos y, consecuentemente, fue encerrado como tal. Los otros cinco condenados murieron piadosamente, como Idelette. Por medio de su carcelero, quien estaba acostumbrado a esta clase de negociaciones, Zenón pagó a los verdugos para que estrangularan a los jóvenes antes de que el fuego los tocara, pequeño acomodo muy al uso en la época y que redondeaba oportunamente el escaso salario de los ejecutores. La estratagema salió bien en el caso de Cyprien, de François de Bure y de uno de los novicios; los salvó de lo peor, aun cuando, como es natural, no pudo ahorrarles el espanto que previamente padecieron. Pero el arreglo fracasó en el caso de Florián y del otro novicio, pues el verdugo no llegó a tiempo de prestarles discretamente socorro; se les oyó gritar durante tres cuartos de hora.

El ecónomo también fue quemado, pero ya cadáver. Tan pronto lo trajeron de Audenarde para encarcelarlo en Brujas, pidió a unos amigos que en la ciudad tenía que le trajesen un veneno. Incineraron su cadáver según la costumbre, puesto que no podían quemarlo vivo. A Zenón nunca le había agradado aquel cauteloso personaje, pero tuvo que reconocer que Pierre de Hamaere supo tomar las riendas de su destino y morir como un hombre.

Zenón se enteró de todos estos detalles por su carcelero, que no tenía pelos en la lengua. El truhán se disculpaba por su fracaso con dos de los condenados; incluso le propuso devolver parte del dinero, aunque nadie tuviera la culpa de lo que había pasado. Zenón se encogió de hombros. Se había revestido de una mortal indiferencia: lo importante era conservar las fuerzas hasta el final. Pasó aquella noche sin dormir. Buscando en su pensamiento un antídoto para aquel horror, imaginó que Cyprien o Florián se habrían arrojado al fuego con toda seguridad para salvar a alguien: la atrocidad se hallaba como siempre menos en los hechos que en la inepcia humana. De repente, chocó con un recuerdo: en su juventud le había vendido su receta de fuego líquido al emir Nourreddin y éste la había utilizado en Argel en un combate naval y tal vez hubiera continuado empleándola después. El acto en sí mismo era banal: cualquier pirotécnico hubiera hecho lo mismo. Aquel invento que quemó a centenares de hombres pareció incluso un adelanto en las artes de la guerra. Mirándolo bien, las violencias de un combate en el que cada cual mata o muere no podían compararse a la abominación metódica de un suplicio ordenado en nombre de un Dios de bondad; no obstante, él era también autor y cómplice de ultrajes infligidos a la miserable carne del hombre, y habían sido precisos treinta años para que le llegara el remordimiento, que probablemente hubiera hecho sonreír a almirantes y a príncipes. Más valía salir cuanto antes de este infierno.

Nadie podía quejarse de que los teólogos encargados de enumerar las propuestas pertinentes, heréticas o francamente impías, extraídas de los escritos del acusado no cumplieran honradamente con su trabajo. Habían conseguido, en Alemania, la traducción de las
Proteorías;
las demás obras se hallaban en la biblioteca de Jean Myers. Para gran asombro de Zenón, el prior había poseído sus
Pronósticos de las cosas futuras.
Recopilando estas proposiciones o más bien sus censuras, el filósofo se distrajo dibujando el mapa de las opiniones humanas en aquel año de gracia de 1569, al menos en lo concerniente a las abstrusas regiones por donde se había paseado su espíritu. El sistema de Copérnico no se hallaba proscrito por la Iglesia, aun cuando los más entendidos de entre las gentes de alzacuello y birrete cuadrado menearan la cabeza dubitativamente, asegurando que muy pronto lo estarían; el aserto que consiste en situar al Sol y no a la Tierra en el centro del mundo era tolerado a condición de que lo presentaran como una tímida hipótesis, mas no dejaba por ello de dañar a Aristóteles, a la Biblia y mas aún a la humana necesidad de poner nuestro habitáculo en el centro del Todo. Era natural que una visión del problema que se alejaba de las toscas evidencias del sentido común desagradara al vulgo: sin ir más lejos, Zenón sabía por sí mismo cómo la noción de una Tierra que se mueve rompe las costumbres que cada uno de nosotros adopta para vivir; él se había embriagado de pertenecer a un mundo que ya no se limitaba a la covacha humana; a la mayoría, aquel ensanchamiento le producía náuseas. Peor aún que la audacia de reemplazar la Tierra por el Sol en el centro de las cosas, era el error de Demócrito, es decir, la creencia en una infinidad de mundos, que le arrebata al mismo Sol su lugar privilegiado y niega la existencia de un centro; a la mayoría de los hombres sabios aquello les parecía una negra blasfemia. Lejos de lanzarse con alegría, como el filósofo, reventando la esfera de los fijos, a esos fríos y ardientes espacios, el hombre en ellos se sentía perdido y el valiente que se arriesgaba a demostrar su existencia se convertía en un tránsfuga. Las mismas reglas eran valederas para el campo más escabroso de las ideas puras. El error de Averroes, la hipótesis de una divinidad fríamente actuante en el interior de un mundo eterno, parecía arrebatarle al devoto el recurso a un Dios hecho a su imagen y semejanza y que reservaba para el hombre sus cóleras y sus bondades. La eternidad del alma, tal como erróneamente la vio Orígenes, indignaba, pues reducía a poca cosa la inmediata aventura: el hombre deseaba que se abriese ante él una inmortalidad dichosa o desgraciada de la que él fuese responsable, mas no que se extendiera por doquier una duración eterna en la que él era sin ser. El error de Pitágoras, que permitía atribuir a los animales un alma semejante a la nuestra en naturaleza y esencia escandalizaba aún más al bípedo implume que pone todo su empeño en ser la única criatura viva que dura eternamente. El enunciado del error de Epicuro, es decir, la hipótesis de que la muerte es el fin de todo, aun siendo más conforme a lo que observamos en cadáveres y cementerios, hería en lo más hondo no sólo nuestra avidez por estar en este mundo, sino asimismo el orgullo que neciamente nos asegura que merecemos seguir en él. Se suponía que todas estas opiniones ofendían a Dios; de hecho, lo que se les reprochaba sobre todo era quebrantar la importancia del hombre. Era, pues, natural que llevaran al que las propagaba a la cárcel o más lejos aún.

Y al descender de las puras ideas a los caminos tortuosos de la conducta humana, el miedo, más aún que el orgullo, se convertía en el motor primero de las abominaciones. La osadía del filósofo que preconizaba el libre juego de los sentidos y trataba sin despreciarlos los placeres carnales exasperaba a la multitud, propensa en este campo a mucha superstición y a mucha hipocresía. Poco importaba que el hombre que a ello se arriesgaba fuera más austero y en ocasiones más casto que sus encarnizados detractores: la gente estaba de acuerdo en proclamar que no había fuego ni suplicio en el mundo capaz de hacer expiar tan atroz licencia, precisamente porque la osadía del espíritu parece agravar la del simple cuerpo. La indiferencia del sabio para quien todo país es patria y toda religión un culto válido a su manera exasperaba también a toda aquella muchedumbre de prisioneros; si aquel filósofo renegado que, sin embargo, no renegaba de ninguna de sus creencias verdaderas, era para ellos un chivo expiatorio, esto era debido a que cada uno de ellos, algún día, secretamente, o incluso sin darse cuenta, había deseado salir del círculo en donde moriría encerrado. El rebelde que se levanta contra su príncipe provoca en las gentes de bien la misma envidiosa furia: su No es una vejación para su incesante Sí. Pero los peores de esos monstruos que piensan de manera singular son aquellos que practican alguna virtud: infunden mucho más miedo cuando no se les puede despreciar por entero.

DE OCCULTA PHILOSOPHIA: la insistencia de algunos jueces en las prácticas mágicas a las que se había entregado, antaño o en fecha reciente, dispuso al cautivo —que ya casi no pensaba en ello— a meditar sobre tan irritante tema, que sólo de manera accesoria le había preocupado durante toda su vida. En aquel campo, sobre todo, las opiniones de los doctos contrastaban con las del vulgo. El mago era a un tiempo aborrecido y reverenciado por el común rebaño que le atribuía poderes inmensos. Fue una decepción no encontrar, en el cuarto de Zenón, más que la obra de Agrippa de Nettesheim, que también poseían el canónigo Campanus y el obispo, así como el más reciente de Gian-Battista della Porta, que Monseñor tenía igualmente encima de la mesa. Puesto que la gente se obstinaba sobre estas materias, el obispo quiso, por equidad, interrogar al acusado. Mientras que para los necios la magia era la ciencia de lo sobrenatural, este sistema inquietaba al prelado por negar el milagro. Zenón fue casi sincero en este punto. El universo llamado mágico se hallaba constituido de atracciones y repulsas que obedecían a unas leyes aún desconocidas, pero no necesariamente impenetrables para el entendimiento humano. El imán y el ámbar, de entre las sustancias conocidas, parecían ser las únicas en revelar a medias esos secretos que nadie aún había explorado y que tal vez algún día lo aclarasen todo. El gran mérito de la magia y de la alquimia, su hija, era el postular la unidad de la materia, hasta tal punto que algunos filósofos del alambique habían creído poder asimilar ésta a la luz y al rayo. Uno se adentraba así por un camino que podía llevar muy lejos, pero cuyos peligros reconocían todos los adeptos dignos de este nombre. Las ciencias mecánicas, en las que Zenón había intervenido con frecuencia, se asemejaban a esas investigaciones, pues trataban de transformar el conocimiento de las cosas en un poder sobre las mismas e, indirectamente, sobre el hombre. En cierto sentido, todo era magia: magia la ciencia de las hierbas y de los metales, que permiten al médico influir sobre la enfermedad y el enfermo; magia la misma enfermedad, que se impone al cuerpo como una posesión del que éste, en ocasiones, no quiere curarse; magia el poder de los sonidos agudos y graves, que inquietan al alma o la sosiegan; magia sobre todo el virulento poder de las palabras, casi siempre más fuerte que las cosas y que explica los asertos del
Sepher Yetsira,
por no decir del
Evangelio según San Juan.
El prestigio que rodea a los príncipes y se desprende de las ceremonias de iglesia es magia, y magia los negros cadalsos y los lúgubres tambores que acompañan las ejecuciones y aterran a los papanatas aún más que a las víctimas. Mágicos son por fin el amor y el odio, que imprimen en nuestros cerebros la imagen de un ser por el que consentimos dejarnos hechizar. Monseñor meneó pensativamente la cabeza: un universo organizado de esa suerte no dejaba lugar a la voluntad personal de Dios. Zenón asintió, no sin saber el riesgo que corría. Intercambiaron después algunos argumentos sobre lo que es la voluntad personal de Dios, por qué clase de intermediarios la ejerce y si es necesaria para obrar milagros. El obispo, por ejemplo, no encontraba nada reprobable a la interpretación que el autor hacía, en el
Tratado del mundo físico,
de los estigmas de San Francisco de Asís, presentados por él como el efecto extremo de un poderoso amor que modela en todo al amante a la imagen del amado. La culpable indecencia del filósofo residía en ofrecer esta explicación como exclusiva y no inclusiva. Zenón negó haberlo hecho. Abundando, por una especie de cortesía dialéctica, en el sentido de su adversario, Monseñor recordó seguidamente que el muy piadoso Nicolás de Cusa había desaconsejado en tiempos pasados el entusiasmo en torno a las imágenes de estatuas milagrosas y de hostias que sangran; aquel venerable sabio (que había postulado también un universo infinito) parecía casi haber aceptado la doctrina de Pomponacio, para quien los milagros son enteramente efecto de la fuerza imaginativa, como Paracelso y Zenón querían que fuesen las apariciones de la magia. Pero el santo cardenal, que antaño reprimió muy bien los errores de los husitas, acaso hoy callara opiniones tan atrevidas, por miedo a darles razones que alegar a los herejes y a los impíos, más numerosos que entonces.

Zenón no pudo hacer otra cosa que asentir: el viento soplaba menos que nunca en favor de la libertad de opinión. Incluso añadió, devolviéndole su cortesía dialéctica al obispo, que decir de una aparición que reside enteramente en la imaginación no significa que sea imaginaria en el sentido tosco del término: los dioses y los demonios que en nosotros residen son muy reales. El obispo frunció el ceño al oír el primero de aquellos dos plurales, pero era letrado y sabía que hay que perdonar ciertas licencias a los que leen griego y latín. Ya el médico proseguía describiendo la solícita atención que siempre había aportado a las alucinaciones de sus enfermos: lo más auténtico del ser se revelaba en ellas y, en ocasiones, un verdadero cielo o un verdadero infierno. Para volver a la magia y otras doctrinas análogas, no sólo contra la superstición había que luchar, sino también contra el cerrado escepticismo que niega temerariamente todo lo invisible o inexplicable. Sobre aquel punto, el prelado y Zenón se pusieron de acuerdo sin segundas intenciones. Abordaron finalmente las quimeras de Copérnico: aquel terreno por completo hipotético carecía de peligro teológico para el inculpado. Todo lo más podía acusársele de presunción por haber presentado una oscura teoría que contradecía a las Escrituras como la más admisible. Sin igualar a Lutero y a Calvino en sus denuncias de un sistema que se burlaba de la historia de Josué, el obispo la juzgaba menos admisible para los buenos cristianos que la de Tolomeo. Por lo demás, hizo una objeción matemática muy justa basada en las paralajes. Zenón admitió que muchas de aquellas cosas había que demostrarlas.

Al volver a su habitación, es decir a la cárcel, y sabiendo muy bien que el final de aquella enfermedad de encarcelamiento sería fatal, Zenón, que ya estaba harto de argucias, se las compuso para pensar lo menos posible. Más valía ocupar la mente en trabajos maquinales que le impidieran caer en el miedo o en el furor: él era el paciente a quien había que ayudar para que no desesperara. Su conocimiento de lenguas vino en su ayuda: sabía tres o cuatro lenguajes eruditos, de los que se aprendían en la facultad y, durante el transcurso de su vida, había aprendido una media docena de lenguas vulgares. A menudo había sentido arrastrar tras de sí todo aquel bagaje de palabras que no utilizaba: había algo grotesco en el hecho de conocer el ruido o el signo que se emplea para indicar la idea de verdad o la idea de justicia en diez o doce lenguas. Aquel fárrago se convirtió en pasatiempo: estableció listas, formó grupos, compuso alfabetos y reglas gramaticales. Jugó varios días con el proyecto de inventar un idioma lógico, tan claro como la notación musical, capaz de expresar ordenadamente todos los hechos posibles. Inventó lenguajes cifrados, como si tuviera que enviar a alguien un mensaje secreto. Las matemáticas también le fueron útiles: calculaba por encima del tejado de la prisión la declinación de los astros; rehizo minuciosamente los cálculos concernientes a la cantidad de agua bebida y evaporada cada día por la planta que, sin duda, se estaría secando en su botica. Volvió a pensar detenidamente en las máquinas voladoras y sumergibles, en el registro de sonidos por medios mecánicos que imitaran la memoria humana y cuyos dispositivos habían dibujado en otros tiempos Riemer y él; todavía algunas veces los perfilaba en sus cuadernillos. Mas ahora sentía una especie de desconfianza ante aquellos mecanismos artificiales que había que agregar a los miembros del hombre: poco importaba que uno pudiera o no sumergirse en el océano bajo una capa de hierro y de cuero, si el que se sumerge, reducido a sus propios recursos, acaba ahogándose; o que se ascienda hacia el cielo con ayuda de pedales o máquinas mientras el cuerpo humano siga siendo esa pesada masa que cae al suelo como una piedra. Poco importaba, sobre todo, que se hallara el medio de grabar la palabra humana que ya llena sobradamente el mundo con su ruido de mentira. Fragmentos de tablas alquímicas, aprendidas de memoria en León, salieron bruscamente del olvido. Auscultando tan pronto su memoria como su entendimiento, se obligó a recordar punto por punto algunas de sus operaciones de cirugía: aquella transfusión de sangre, por ejemplo, que había intentado dos veces. La primera prueba había salido bien, por encima de todas sus esperanzas, más la segunda trajo consigo la muerte súbita no del que daba su sangre, sino del que la recibía, como si existieran verdaderamente entre aquellos dos líquidos rojos, procedentes de individuos distintos, unos odios y unos amores que ignoramos. Los mismos acuerdos y los mismos rechazos explicaban seguramente la esterilidad o fecundidad de las parejas. Esta última palabra le trajo el recuerdo de Idelette, cuando se la llevaba la ronda de guardia. Se estaban formando unas brechas en sus defensas tan bien montadas: una noche en que se hallaba sentado a la mesa, mirando sin ver la llama de la vela, recordó de repente a los pobres frailes muertos en la hoguera, y el espanto, la compasión, la angustia, junto con una cólera que se iba convirtiendo en odio, le hicieron echarse a llorar, para vergüenza suya. La prisión lo debilitaba.

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