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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (22 page)

BOOK: Opus Nigrum
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Por más que hiciera, siempre su meditación volvía al cuerpo, principal objeto de estudio para él. Sabía que su bagaje de médico se componía, por partes iguales, de habilidad manual y de recetas empíricas, a las que venían a añadirse algunos hallazgos, también experimentales, y que a su vez conducían a conclusiones teóricas provisionales siempre: una onza de observación razonada valía en aquellas materias más que una tonelada de sueños. Y, sin embargo, después de tantos años pasados en estudiar la anatomía de la máquina humana, sentía remordimiento por no haberse atrevido con mayor audacia a profundizar en la exploración de ese reino, cuya frontera es la piel, del que nos creemos príncipes y del que somos prisioneros. En Eyub, su amigo el derviche Darazi le había revelado sus métodos adquiridos en Persia en un convento herético, pues Mahoma tiene sus disidentes, al igual que Cristo. Reanudaba, en su buhardilla de Brujas, unas investigaciones que comenzó antaño al fondo de un patio en donde susurraba una fuente. Lo llevaban más lejos que ningún otro de los experimentos que había hecho llamados
in anima vili.
Tumbado de espaldas, contrayendo los músculos del vientre, dilatando la caja torácica en donde va y viene ese animal asustadizo que llamamos corazón, llenaba cuidadosamente de aire sus pulmones, se limitaba concienzudamente a no ser más que un saco de aire equilibrándose con las fuerzas del cielo. Darazi le había aconsejado que respirara así, hasta las mismas raíces del ser. También había realizado, con ayuda del derviche, la experiencia contraria, la de los primeros efectos de la estrangulación lenta. Levantaba el brazo, asombrándose de que la orden fuera dada y recibida, sin saber exactamente cuál era aquel amo, mejor servido que él mismo, que refrendaba aquella orden. Mil veces, en efecto, había comprobado que la voluntad simplemente pensada, aunque lo fuese con todo el poder mental que en él había, no era capaz de hacerlo pestañear o fruncir el entrecejo, del mismo modo que las reprobaciones de un niño no consiguen que las piedras se muevan. Era precisa la conformidad tácita de una parte de sí mismo, ya más cercana al abismo que al cuerpo. Meticulosamente, igual que se separan las fibras de un tallo, él separaba unas de otras aquellas diversas formas de voluntad.

Regulaba del mejor modo posible los movimientos de su cerebro en acción, pero al modo de un obrero cuando toca con precaución los engranajes de una máquina que no ha montado él mismo y cuyas averías no sabe reparar. Colas Gheel estaba más al tanto de sus telares que él, bajo su cráneo, de los delicados movimientos de su máquina de pesar las cosas. Su pulso, cuyos latidos había estudiado tan asiduamente, ignoraba lo referente a las órdenes que emanaban de su facultad de pensar, pero se inquietaba bajo el efecto de unos temores o dolores a los que no se rebajaba su intelecto. El aparato del sexo obedecía a su masturbación, mas aquellos desmanes deliberados lo arrojaban por unos momentos a un estado que su voluntad no controlaba. Del mismo modo, una o dos veces en su vida, había brotado escandalosamente a pesar suyo la fuente de las lágrimas. Mejores alquimistas de lo que él había sido nunca eran sus entrañas, que operaban la transmutación de cadáveres de animales o de plantas en materia viva, separando sin su ayuda lo útil de lo inútil.
Ignis inferioris Naturae:
aquellas espirales de barro oscuro sabiamente enrolladas, humeando aún debido a la cocción experimentada en su molde, aquel orinal de arcilla lleno de un fluido amoniacal y nitrado constituían la prueba visible y maloliente del trabajo ultimado en una botica en donde el hombre no interviene para nada. A Zenón le parecía que la repugnancia de los refinados y la sucia risa de los ignorantes eran debidas no a la ofuscación de los sentidos que nos producen estos objetos, sino más bien a nuestro horror ante la ineluctable y oculta rutina del cuerpo. Bajando más al fondo de aquella opaca noche interior, dirigía su atención al estable armazón de los huesos escondidos bajo la carne, que habían de durar más que ésta y que, dentro de algunos siglos, serían los únicos testigos que dieran fe de que él existió. Se reabsorbía en el interior de su materia mineral, refractaria a sus pasiones o a sus emociones de hombre. Tapándose seguidamente con su carne provisional como si fuera una cortina, se consideraba a sí mismo, tendido encima de la tosca sábana, tan pronto dilatando voluntariamente la imagen que él se hacía de esta isla de vida que era su terreno, ese continente mal explorado del que sus pies eran las antípodas, como al contrario, reduciéndose a no ser más que un punto en el inmenso Todo. Utilizando las recetas de Darazi, trataba de que su conciencia resbalara desde el cerebro a otras regiones de su cuerpo, como cuando uno se desplaza hacia una provincia alejada de la capital del reino. Intentaba proyectar algunas luces en aquellas galerías oscuras.

En otros tiempos, en compañía de Jean Myers, se había mofado de los beatos que ven en la máquina humana la prueba patente de un Dios artesano, mas el respeto de los ateos por esa fortuita obra maestra de la naturaleza que es el hombre le parecía ahora igualmente risible. Aquel cuerpo tan rico en oscuros poderes misteriosos era imperfecto; él mismo, en sus horas de atrevimiento, había soñado en construir un autómata menos rudimentario que nosotros. Dando vueltas y vueltas con su mirada interior al pentágono de los sentidos, se habla atrevido a postular otras construcciones más elaboradas, en las que se refractaría más completamente el universo. La lista de las nueve puertas de la percepción abiertas en la opacidad del cuerpo, que Darazi le había recitado antaño, doblando una tras otra las últimas falanges de sus dedos amarillentos, le había parecido en un principio una tosca tentativa de clasificación de anatomista semibárbaro; no obstante, consiguió atraer su atención sobre lo precario de los canales de los que dependemos para conocer y para vivir. Nuestra insuficiencia es tal que basta con tapar dos de nuestros agujeros para que se nos cierre el mundo de los sonidos, y con tapar dos vías de acceso para que en nosotros se instale la noche. Basta con que una mordaza tape tres de esas aberturas, tan cerca una de la otra que pueden abarcarse sin dificultad con la palma de la mano, para acabar con ese animal cuya vida depende de un soplo. La molesta envoltura que él se veía obligado a lavar, a llenar, a calentar ante el fuego o con la piel de un animal muerto, a la que tenía que acostar por las noches corno a un niño o a un anciano imbécil, servía contra él de rehén a la naturaleza entera y, peor aún, a la sociedad de los hombres. Tal vez llegara él a sufrir, por culpa de esa carne y de ese cuero, los horrores de la tortura. El debilitamiento de aquellos resortes sería lo que algún día le impidiera acabar congruentemente la idea esbozada. Si en ocasiones le parecían sospechosas las operaciones de su espíritu, que él aislaba por comodidad del resto de la materia, era sobre todo porque aquel inútil dependía de los servicios del cuerpo. Estaba harto de aquella mezcla de fuego inestable y de densa arcilla.
Exitus rationalis:
una tentación se le ofrecía, tan imperiosa como el prurito carnal; una repugnancia, una vanidad quizá, lo empujaban a realizar el gesto que todo lo concluye. Sacudía la cabeza, gravemente, como ante un enfermo que reclamase con demasiada premura una medicina o un alimento. Siempre estaría a tiempo para perecer con aquel pesado soporte, o para continuar sin él una vida insustancial e imprevisible, no necesariamente mejor que la que llevamos en compañía de nuestra carne.

Rigurosamente, casi de mala gana, aquel viajero, tras una etapa de más de cincuenta años, se esforzaba por primera vez en su vida en recorrer con la mente los caminos andados, distinguiendo lo fortuito de lo deliberado o de lo necesario, tratando de elegir entre lo poco que parecía venir de él y lo perteneciente a lo indivisible de su condición de hombre. Nada era del todo igual, ni tampoco del todo distinto de lo que en un principio él había deseado o pensado. El error nacía unas veces de la acción de un elemento insospechado y otras de un error en el cálculo del tiempo, que había resultado más retráctil o más extensible que en los relojes. A los veinte años, se había creído liberado de las rutinas y prejuicios que paralizan nuestros actos y ponen anteojeras al entendimiento, mas su vida había transcurrido después tratando de adquirir palmo a palmo una libertad cuya totalidad creía poseer. No se es libre mientras se desea, se quiere, se teme, tal vez no sea uno libre mientras vive. Médico, alquimista, pirotécnico, astrólogo, llevó puesta, de buen o de mal grado, la librea de su tiempo; había dejado que su época impusiera a su intelecto ciertas curvas. Por odio a lo falso, pero también a causa de una fastidiosa acritud de humor, había participado en discusiones de opiniones en que un Sí inane responde a un No imbécil. Aquel hombre tan lúcido se había sorprendido a sí mismo al hallar más odiosos los crímenes, más necias las supersticiones de las repúblicas o de los príncipes que amenazaban su vida o quemaban sus libros; inversamente, había llegado a exagerar los méritos de un asno mitrado, coronado o «tiarado» cuyos favores le hubieran permitido pasar de las ideas a los actos. Las ganas de ordenar, de modificar o de regentar al menos un segmento de la naturaleza de las cosas lo habían arrastrado a remolque de los grande este mundo, edificando castillos de naipes o cabalgando sobre humo. Hacía el recuento de sus quimeras. En el Gran Serrallo, la amistad del poderoso y desgraciado Ibrahim, visir de Su Alteza, le había dado esperanzas de llevar a cabo su plan de saneamiento de los pantanos, en los alrededores de Andrinópolis; había puesto gran interés en una reforma del hospital de los jenízaros; gracias a sus cuidados, se habían rescatado, aquí y allá, los valiosos manuscritos de los médicos y astrónomos griegos, antaño adquiridos por los sabios árabes y que contienen, entre un fárrago de cosas inútiles, alguna que otra verdad por redescubrir. Hubo sobre todo cierto Dioscórides que contenía unos fragmentos, más antiguos, de Crateüas, y que pertenecía al judío Hamon, colega suyo cerca del Sultán... Mas la sangrienta caída de Ibrahim había arrastrado consigo todo aquello, y el hastío que esta vicisitud le había causado, después de tantas otras, le había hecho perder hasta el recuerdo de aquellos malhadados inicios de realización. Se había encogido de hombros cuando los pusilánimes burgueses de Basilea se negaron finalmente a concederle una cátedra, asustados por los rumores que sobre él corrían, convirtiéndolo en un brujo y en un sodomita. (Él había sido lo uno y lo otro, pero los nombres no correspondían a las cosas; tan sólo traducen la opinión que de ella se hace el rebaño.) Un sabor como de hiel le había quedado, sin embargo, durante mucho tiempo en la boca cuando nombraban a aquellas gentes. En Augsburgo, sintió amargamente llegar tarde para obtener de los Fugger un puesto de médico de las minas que le hubiese permitido observar las enfermedades de los obreros que trabajan bajo tierra, expuestos a las poderosas influencias metálicas de Saturno y de Mercurio. Había entrevisto allí posibilidades de curaciones y combinaciones inauditas. Y bien es cierto que él se daba cuenta de que sus ambiciones le habían sido útiles al trasladar su espíritu de un lado para otro, por decirlo así: más vale no acercarse demasiado pronto a las inmovilidades eternas Con el tiempo, aquellas inquietudes le hacían ahora el efecto de una tempestad de arena.

Lo mismo sucedía en el complicado campo de los placeres carnales. Los que él había preferido eran los más secretos y peligrosos, al menos en tierras cristianas y en la época en que la casualidad le había hecho nacer. Acaso sólo los buscó porque aquel secreto y aquellas prohibiciones rompían salvajemente las costumbres y se zambullían en el mundo que hierve subyacente a lo visible y a lo permitido. O tal vez su elección dependiese de apetencias tan simples e inexplicables como las que se sienten por una fruta y no por otra; poco le importaba. Lo esencial era que sus desenfrenos, al igual que sus ambiciones, habían sido escasos y breves en realidad, como si estuviera en su naturaleza el agotar rápidamente lo que las pasiones podían enseñar o dar. Ese extraño magma que los predicadores indican con la palabra —bastante bien escogida— de lujuria (puesto que, al parecer, se trata de un lujo de la carne que prodiga sus fuerzas) se resistía al análisis por la variedad de las sustancias que lo componen y que, a su vez, se deshacen en otros componentes no muy sencillos. El amor formaba parte de él, quizá menos de lo que se decía, pero el amor mismo no era una noción pura. Ese mundo que llaman inferior se comunicaba con lo más selecto y fino de la naturaleza humana. De la misma manera que la más crasa ambición es también un sueño del espíritu que se esfuerza por ordenar o modificar las cosas, la carne en su audacia hace suyas las curiosidades del espíritu y fantasea del mismo modo que éste se complace en hacerlo; el vino de la lujuria sacaba su fuerza de los jugos del alma tanto como de los del cuerpo. Él había asociado con frecuencia el deseo de una carne joven con el vano proyecto de formar algún día al perfecto discípulo. Luego, habíanse mezclado otros sentimientos, sentimientos que expresan todos los hombres. Fray Juan de León y François Rondelet en Montpellier fueron como hermanos a los que perdió muy jóvenes; había tenido con su criado Aleï y más tarde con Gerhart, en Lübeck, la solicitud de un padre para con sus hijos. Aquellas pasiones tan obsesivas le habían parecido una parte inalienable de su libertad de hombre: se sentía libre sin ellas, en la actualidad. Las mismas reflexiones podían aplicarse a las pocas mujeres con quienes había mantenido trato carnal. No se preocupaba por remontarse a la causa de aquellos afectos que tan poco habían durado, quizá más sobresalientes que los demás por haberse formado de manera menos espontánea. ¿Acaso se trataba de un repentino deseo en presencia de las líneas particulares de un cuerpo, de la necesidad de ese profundo reposo que en ocasiones dispensa la criatura hembra, de la conformidad con los usos establecidos? ¿O antes bien de la oscura preocupación —más oculta que un afecto o un vicio—por probar los efectos de las enseñanzas herméticas sobre la pareja perfecta que reconstituye en sí al antiguo andrógino? Más valía decir llanamente que el azar, en aquellos días, había adoptado forma de mujer. Treinta años antes, en Argel, y por compasión ante su afligida juventud, había comprado a una muchacha de buena raza que los piratas habían raptado recientemente en una playa, en los alrededores de Valencia; contaba con mandarla a España en cuanto pudiese. Pero en la reducida casa de la costa berberisca se inició entre ellos una intimidad que se parecía mucho a la del matrimonio. Era la única vez que había poseído a una virgen: conservaba de sus primeros contactos el recuerdo, no de una victoria, sino de una criatura a la que había sido preciso tranquilizar y curar. Por espacio de unas cuantas semanas, tuvo en el lecho y en la mesa a la hermosa un tanto huraña que sentía por él la gratitud que se siente por los santos en la iglesia. Se la confió sin gran pesar a un sacerdote francés, a punto de embarcarse para Port-Vendrès con un grupito de cautivos de ambos sexos, que regresaban a su país con sus familiares. La módica cantidad de dinero que él entregó a la muchacha le permitiría probablemente regresar fácilmente a su Gandía natal... Más tarde, al pie de las murallas de Buda, le hablan asignado, como parte de su botín, a una joven y tosca húngara; él la había aceptado, con objeto de no singularizarse más en un terreno en que su nombre y su aspecto lo señalaban ya y en donde, a pesar de no importarle nada los dogmas de la Iglesia, tenía que soportar la inferioridad de ser cristiano. Él no hubiera abusado del derecho de la guerra si ella no hubiera estado tan ávida por representar su papel de presa. Le parecía que nunca había disfrutado tanto con la fruta de Eva... Una mañana, entró en la ciudad con el séquito de oficiales del Sultán. Poco tiempo después de su retorno al campamento, se enteró de que, en su ausencia, habían ordenado librarse de las esclavas y de los bienes muebles que abundaban en el ejército; unos cuantos cadáveres y unos fardos de telas flotaban aún en la superficie del río... La imagen de aquel cuerpo ardiente y tan pronto frío lo había asqueado durante mucho tiempo de todo contacto carnal. Más tarde, había vuelto a las llanuras ardientes pobladas de estatuas de sal y de ángeles de largos bucles...

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