En el Norte, la dama de Fróso lo había acogido noblemente cuando regresó de sus peregrinaciones por los confines de las regiones polares. Todo en ella era hermoso: su alta estatura, su tez clara, sus manos hábiles vendando llagas y enjugando el sudor de las fiebres, la soltura con que caminaba por la tierra reblandecida del bosque, levantándose tranquilamente las faldas de tela gruesa al pasar los riachuelos, y enseñando sus piernas desnudas. Ducha en el arte de las brujas laponas, lo llevó a las chozas que orlan las marismas, en donde se practicaban fumigaciones y baños mágicos, acompañándolos con cánticos... Por la noche, en su pequeña mansión de Fröso, le había ofrecido el pan de centeno, la sal, bayas y la mojama dispuestos sobre un mantel de tela blanca; se había reunido con él en la cama grande de la habitación de arriba, con un sereno impudor de esposa. Era viuda y pensaba tomar por marido, cuando llegaran las fiestas de San Martín, a un granjero soltero de la vecindad, con el fin de evitar que sus propiedades fueran a parar a sus hermanos mayores. En sus manos estaba ejercer su arte en aquella provincia tan grande como un reino, escribir sus tratados al lado de la estufa, subir por las noches a la torrecilla para observar los astros... No obstante, tras ocho o diez días de verano que allí no son más que un solo y único día sin sombra, se había puesto en camino otra vez en dirección a Upsala, adonde se había trasladado la corte para pasar una temporada, ya que esperaba quedarse al lado del monarca y hacer del joven Erik su discípulo-rey, lo que constituye para los filósofos la última quimera.
Pero el mismo esfuerzo de evocar a aquellas personas exageraba su importancia y sobrevaloraba la de la aventura carnal. El rostro de Aleï no reaparecía más a menudo que el de los soldados desconocidos que se helaban por los caminos de Polonia y que, por falta de tiempo y de medios, él no había podido salvar. La burguesita adúltera de Pont-Saint-Esprit le había repugnado, con la redondez de su vientre disimulado bajo los frunces de encaje, con los rizosos cabellos flotando en torno a sus facciones cansadas y amarillentas, con sus lamentables y burdas mentiras. Le irritaban las miradas que le lanzaba desde el fondo de su angustia, al no conocer otros medios para subyugar a un hombre. Y, sin embargo, arriesgó por ella su reputación de médico; la premura por actuar con rapidez antes de que regresara el marido celoso, el miserable resto de la conjunción humana que hubo que enterrar al pie de un olivo del jardín, la compra a precio de oro del silencio de las criadas que habían velado a Madame y lavado las sábanas manchadas de sangre, todo ello creó entre él y aquella desgraciada una intimidad de cómplices y él la conoció mejor de lo que cualquier amante conoce a su amiga. La dama de Fröso había sido enteramente benéfica, aunque no más que la panadera de rostro picado de viruelas que lo socorrió una noche, en Salzburgo, cuando él se había sentado bajo el alero de su panadería. Fue después de su huida de Innsbruck; se hallaba extenuado y tiritando, tras haber forzado las etapas por los caminos áridos bajo la nieve. Ella había contemplado, tras las contraventanas del escaparate, al hombre acurrucado allí fuera, en el banquito de piedra y, tomándolo sin duda por un mendigo, le había tendido una hogaza de pan aún caliente. Luego, prudentemente, había reforzado el gancho que sujetaba las contraventanas. Él no ignoraba que aquella desconfianza, que le había sido benéfica, lo mismo hubiera podido arrojarle un ladrillo o una pala. No por eso dejaba de ser uno de los rostros de la benignidad. La amistad y la aversión importaban tan poco, en suma, como los encantos carnales. Los seres que lo habían acompañado o que habían pasado por su vida, sin perder por ello nada de sus particularidades bien distintas, se confundían en el anonimato de la distancia como los árboles del bosque, que vistos desde lejos parecen meterse unos dentro de otros. El canónigo Campanus se mezclaba con Riener el alquimista, cuyas doctrinas, sin embargo, aborrecía, e incluso con el difunto Jean Myers, quien, si aún viviese, tendría también ochenta años. El primo Henri envuelto en su piel de búfalo e Ibrahim con el caftán, el príncipe Erik y Lorenzo el Asesino, con quien antaño pasó en Lyon unas veladas memorables, no eran más que las diferentes caras de un mismo cuerpo sólido, que era el hombre. Los atributos del sexo tenían menos importancia de lo que dejaba suponer la razón o sin razón del deseo: la dama hubiera podido ser un compañero; Gerhart tenía delicadezas de mujer. Acaecía con las criaturas con que uno tropieza y después deja, en el curso de la existencia, como con esas figuras espectrales, que jamás se repiten dos veces, pero que tienen una especificidad y un relieve casi terribles, que se desprenden bajo la noche de los párpados en la hora que precede al dormir y al soñar, y que tan pronto pasan y huyen a la velocidad de un meteoro como se reabsorben en sí mismas bajo la firmeza de la mirada interna. Leyes matemáticas más complejas y desconocidas aún que las del espíritu o de los sentidos presiden este vaivén de fantasmas.
Pero también era verdad lo contrario. Los sucesos eran en realidad unos puntos fijos, pese a haber dejado tras de sí los del pasado, y aunque un recodo ocultase los del porvenir; y lo mismo ocurría con las personas. El recuerdo no era más que una mirada posada de cuando en cuando sobre unos seres que se habían interiorizado, pero que no dependían de la memoria para continuar existiendo. En León, en donde don Blas de Vela le había hecho adoptar temporalmente el hábito de novicio jacobita, para que de este modo le fuera más fácil ayudarle en sus trabajos de alquimia, un fraile de su edad, fray Juan, había sido su compañero de jergón en aquel convento lleno de obstáculos en donde los recién llegados se repartían entre dos o tres el montón de paja y la manta. Zenón había llegado allí, sacudido por una tos rabiosa, entre aquellos muros por donde se introducían el viento y la nieve. Fray Juan lo cuidó lo mejor que pudo, robando para él tazas de caldo al hermano cocinero. Un
amor perfectissimus
existió durante algún tiempo entre ambos jóvenes, pero las blasfemias y negaciones de Zenón no hacían mella en aquel corazón tierno empapado de una especial devoción al Apóstol Bienamado. Cuando los frailes echaron a don Blas, viendo en él a un peligroso brujo cabalista, y éste huyó por la cuesta del monasterio aullando maldiciones, fray Juan eligió acompañar en su desgracia al anciano, pese a no ser de su familia ni tampoco adepto suyo. Para Zenón, aquel golpe de estado monástico había sido, al contrario, la buena ocasión que le permitió romper para siempre con una profesión repugnante y marcharse, en traje seglar, a instruirse a otra parte en ciencias menos enviscadas en la materia de los sueños. El que su maestro hubiera o no practicado unos ritos judaicos dejaba frío al joven clérigo para quien, según la atrevida fórmula transmitida bajo cuerda por varias generaciones de alumnos, la Ley cristiana, la Ley judía y la Ley mahometana no eran más que tres imposturas. Don Blas moriría probablemente en el camino, o en los calabozos de algún provisorato; su antiguo alumno había necesitado ver pasar treinta y cinco años para reconocer en su locura una inexplicable sabiduría. En cuanto a fray Juan, si es que aún existía en alguna parte, pronto cumpliría los sesenta años. La imagen de ambos había quedado voluntariamente borrada junto con la de aquellos pocos meses pasados bajo el sayal y la cogulla. Y, sin embargo, fray Juan y don Blas sufrían todavía por los caminos pedregosos, soportando el agrio vientecillo de abril, y no era necesario que él los recordara para que existiesen. François Rondelet, caminando por el breñal, elaborando con su condiscípulo proyectos para el porvenir, coexistía con el François tendido desnudo en la mesa de mármol del aula universitaria, y el doctor Rondelet, al explicar la articulación del brazo, parecía dirigirse, más que a sus alumnos, al mismo muerto, y argumentar a través de los tiempos con un Zenón envejecido.
Unus ego et multi in me.
Nada modificaba a aquellas estatuas fijas en sus puestos, sitas para siempre en una superficie estacionaria que quizá fuera la eternidad. El tiempo no era más que una pista que las unía entre sí. Un lazo existía: los favores que no se habían hecho al uno, se le habían hecho al otro: no se había socorrido a don Blas, pero sí, en Genova, a Joseph Ha-Cohen, quien no por ello dejó de considerarnos como un perro cristiano.
Nada acababa: los maestros o los condiscípulos de los que había recibido alguna idea o gracias a los cuales se había formado él otra contraria, proseguían calladamente su inacomodable controversia, asentado cada uno de ellos en su concepción del mundo como un mago en el interior de su círculo mágico. Darazi, que buscaba un Dios más próximo a sí que su vena yugular, discutiría hasta el final con don Blas, para quien Dios era el Uno-no manifestado, y Jean Myers se reiría por dentro de la palabra Dios.
Desde hacía casi medio siglo, él se valía de su entendimiento como de una cuña, para ensanchar lo mejor que podía los intersticios del muro que nos confina por todas partes. Aumentaban las resquebrajaduras o más bien, al parecer, el muro iba perdiendo su solidez sin dejar de ser opaco, como si se tratase de una muralla de humo, en lugar de una muralla de piedra. Los objetos dejaban de representar el papel de accesorios útiles. Lo mismo que un colchón deja escapar su lana, los objetos dejaban escapar su sustancia. Un bosque llenaba la habitación. Aquel taburete, medido por la distancia que separa del suelo las posaderas de un hombre sentado, la mesa que sirve para escribir y para comer, la puerta que abre un cubo de aire rodeado de tabiques a un cubo de aire lindante, perdían las razones de ser que un artesano les había dado, para no ser más que troncos, o ramas despellejadas como San Bartolomé en los cuadros de las iglesias, cargadas de hojas espectrales o de pájaros invisibles, rechinando aún de tempestades ya en calma desde mucho tiempo atrás, y en donde el cepillo de carpintero había dejado, en algunos sitios, el grumo de la savia. La manta y el pingajo que colgaban de un clavo olían a sebo, a leche y a sangre. Los zapatos con la suela desclavada que al pie de la cama había se habían movido en tiempos con el aliento de un buey tumbado en la hierba, y un cerdo sangrado hasta quedar exangüe gritaba en la grasa con que el zapatero los había untado. La muerte violenta se hallaba por todas partes, igual que en una carnicería o en un matadero. Una oca degollada gritaba en la pluma que él utilizaría para trazar, en lo que fueron trapos viejos, ideas que él creía dignas de durar eternamente. Todo era distinto de lo que había sido: la camisa que le lavaban las hermanas Bernardinas era un campo de lino más azul que el mismo cielo, y también un montón de fibras mojadas al fondo de un canal. Los florines que llevaba en el bolsillo, con la efigie del difunto emperador Carlos, habían sido entregados, intercambiados y robados, pesados y roídos mil veces antes de que, por un momento, él los creyera suyos, pero aquellos escarceos entre manos avaras o pródigas eran breves, si se los comparaba con la inerte duración del mismo metal, instilado en las venas de la Tierra antes de que Adán viviese. Las paredes de ladrillo se resolvían en barro, en el que se convertirían algún día. La casa lindante con el convento de los Franciscanos, en donde él se hallaba abrigado y razonablemente caliente, dejaba de ser una casa, lugar geométrico del hombre, sólido refugio para el espíritu aún más que para el cuerpo: era todo lo más una choza en el bosque, una tienda a la orilla del camino, un jirón de tela arrojado entre la infinidad y nosotros. Las tejas dejaban pasar la bruma y los incomprensibles astros. La habitaban muertos por centenares y también vivos, más perdidos que los muertos: docenas de manos habían colocado aquellos cristales, moldeado ladrillos y serrado tablones, habían clavado, cosido o pegado: hubiera sido tan difícil encontrar al obrero aún vivo que había tejido aquel pedazo de estameña como evocar a un difunto. Había gentes que se alojaron allí antes que él, como un gusano en su capullo, y que se alojarían después de que él ya no existiera. Muy bien escondidos, por no decir invisibles, había una rata detrás de un tabique, un insecto que atarazaba desde dentro la enferma viga maestra y que veía, de manera distinta a la suya, los espacios llenos y vacíos de la habitación... Alzaba los ojos: en el techo, una viga aprovechada de algún otro edificio llevaba grabada una cifra: 1491. En la época en que había sido grabado para fijar una fecha que ya no importaba a nadie, él, Zenón, no existía aún, ni tampoco la mujer que lo trajo al mundo. Daba vueltas a esas cifras como si de un juego se tratase: año de 1491 después de Cristo. Intentaba imaginar cómo fue aquel año sin relacionarlo con su propia existencia, de la que no se sabía más que una cosa y es que existía. Caminaba sobre su propio polvo. Pero sucedía con el tiempo como con la rugosidad de un roble: no sentía aquellas fechas grabadas por mano del hombre. La Tierra daba vueltas ignorante del calendario juliano o de la era Cristina, formando su círculo sin principio ni fin, como un anillo liso. Zenón recordó que los turcos se hallaban en el año 973 de la Hégira, mas Darazi había contado en secreto según la era de Cosroes. Pasando del año al día, pensó que en aquel momento el sol nacía sobre los tejados de Pera. El cuarto se escoraba; las cinchas chirriaban como si fueran amarras; la cama resbalaba de occidente a oriente, a la inversa del movimiento aparente del cielo. La sensación de seguridad que le daba el reposar de manera estable en un rincón del suelo belga era otro error; el punto del espacio en el que se encontraba contendría una hora después el mar y sus olas, algo más tarde las Américas y el continente de Asia. Aquellas regiones adonde él no iría nunca se superponían en el abismo, en el hospicio de San Cosme. El mismo Zenón se disipaba como las cenizas al viento.
SOLVE ET COAGULA... Él sabía lo que significaba aquella ruptura de las ideas, aquella resquebrajadura en el seno de las cosas. Siendo un joven clérigo, había leído en Nicolás Flamel la descripción del OPUS NIGRUM, la experiencia de la disolución y calcinación de las formas, que es la parte más difícil de la Gran Obra. Don Blas de Vela le había afirmado a menudo, solemnemente, que la operación tendría lugar por sí misma, se quisiera o no, cuando se dieran las condiciones para ello necesarias. El clérigo había meditado con avidez aquellos adagios que le parecían extraídos de no se sabe qué siniestro grimorio. Aquella separación alquímica, tan peligrosa que los filósofos herméticos no hablaban de ella sino a medias palabras, tan ardua que muchas vidas se habían consumido en vano para obtenerla, él la había confundido antaño con una fácil rebelión. Luego, tras rechazar todo aquel cúmulo de ensoñaciones tan antiguas como la ilusión humana, sin conservar de sus maestros alquímicos más que unas cuantas recetas pragmáticas, había optado por disolver y coagular la materia en el sentido de una experimentación realizada con el cuerpo de las cosas. Ahora, las dos ramas de la parábola se unían: la
mors philosophica
se había realizado: el operador quemado por los ácidos de la búsqueda era a la vez sujeto y objeto, frágil alambique y, en el fondo del receptáculo, precipitado negro. La experiencia que habían creído poder confinar en la rebotica se había extendido a todo. ¿Quería ello decir que las frases subsiguientes de la aventura alquímica fueran algo distinto de los sueños y que algún día él podría conocer la pureza ascética de la piedra blanca, y luego el triunfo del espíritu y los sentidos, que caracteriza a la piedra roja? Del fondo de la resquebrajadura nacía una quimera. Él decía Sí, por audacia, del mismo modo que antaño había dicho No, también por lo mismo. Se paraba de repente, tirando violentamente de sus propias riendas. La primera fase de la Obra le había llevado toda su vida. El tiempo y las fuerzas le faltaban para ir más lejos, suponiendo que hubiera un camino y que por ese camino pudiera pasar un hombre. O bien esa putrefacción de las ideas, esa muerte de los instintos, esa trituración de las formas que casi se le hacían insoportables a la naturaleza humana serían rápidamente seguidas de la muerte auténtica y sería curioso ver por qué camino el espíritu, tras su regreso de los campos del vértigo, emprendería sus habituales rutinas, provisto tan sólo de facultades más libres y como limpias. Sería muy hermoso ver sus efectos.