—Vale —concedió Malhereux, hablando ahora en voz baja—. ¿Y quién más está con ella? Porque fíjate bien… Esta instalación requiere muchos conocimientos técnicos. Dudo que esa mujer los tenga.
—¿Y qué? No me parece muy revelador —opinó Ferdinard—. Los técnicos estarán por ahí, en alguna parte. Deben de estar analizando este lugar. No me extrañaría. Es bastante fascinante.
—Si eso es así… si La Colonia ha reclamado este lugar de alguna forma, ¿crees que dejarían que un grupo de desarrapados como los sarlab viniesen aquí a quitárselo?
Ferdinard pareció pensar unos momentos. Creía que su amigo había tocado un tema interesante; podía percibirlo de una manera indirecta, pero no alcanzaba a formularlo en su cabeza. Desde luego, no imaginaba a La Colonia perdiendo terreno ante ningún grupo subversivo de piratas espaciales, ni aunque fueran tan sanguinarios como los sarlab. Debía de haber alguna otra explicación, pero el día estaba resultando ser muy largo y él había llegado a su límite para asimilar cosas nuevas.
—No tengo ni idea —dijo al fin—. En serio… me duele la cabeza.
Pero Malhereux miraba ahora los paneles con una expresión extraña en el rostro. Su socio la conocía bien; era
esa
cara, la que ponía cuando pensaba en algo con verdadera intensidad. Cuando estaba en ese estado, uno casi podía escuchar el runrún del cerebro funcionando a toda máquina, cotejando ideas y analizando detalles. Ferdinard siguió la dirección de su mirada; estaba observando los cables que recorrían la pared. Eran gruesos y negros, de un color mate, y se alejaban hasta casi el extremo opuesto de la sala. Allí saltaban al suelo, lo atravesaban describiendo una suave curva y se precipitaban hacia abajo, donde se perdían en el nivel más bajo.
—Esos cables… —dijo Malhereux—. Son los que reciben datos. Están midiendo algo…
—Fascinante, Mal. De veras —exclamó su amigo, sarcástico.
Malhereux no le dio importancia, de repente estaba entusiasmado con los ordenadores. Se acercó a los terminales y empezó a operar con ellos.
—¿No crees que no deberías tocar eso? —preguntó Ferdinard, incómodo—. Esa mujer podría volver en cualquier momento.
Malhereux accionaba controles, moviendo las manos sobre las consolas con gran pericia. El sistema era algo diferente a los que estaba acostumbrado, pero precisamente por ese motivo, resultaba más fácil, más intuitivo. Los de La Colonia sabían hacer las cosas. También eran extraordinariamente rápidos; los cuadros de información se desplegaban uno tras otro en los terminales. Ferdinard cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra.
—Mal… vamos, hombre —dijo, mirando alrededor—. Van a sacarnos de aquí, no creo que sea conveniente darles ideas sobre otros… destinos… si tocamos cosas que no debemos tocar. ¿Me entiendes?
Malhereux se dio la vuelta. Su mirada tenía mucho de aquella vieja determinación que le caracterizaba. Se acercó a su amigo y puso ambas manos encima de sus hombros.
—Escucha, nos han jodido. Han jodido a
Sally
. ¿Vale? Han jodido nuestra casa, nuestro negocio, todo lo que teníamos. Todo lo que habíamos invertido… hasta los créditos que teníamos han volado por los aires. Así que no se trata sólo de salir de aquí, porque podemos salir de aquí… pero luego, ¿qué? ¿Qué haremos, Fer? ¿Adónde iremos? ¿Cómo volveremos a empezar? No voy a meterme en aquel tugurio donde comenzamos a ganar pasta, a cincuenta créditos por ciclo.
Ferdinard pestañeó, intentando asimilar lo que su amigo estaba intentando explicarle con un tono tan vehemente. Sabía que tenía razón, desde luego, aunque su mente no había llegado tan lejos. Le bastaba con saber que aún podían escapar… y eso… bueno, eso era todo.
—Así que —siguió diciendo Malhereux—, si puedo averiguar algo, cualquier cosa, que pueda servirnos después… voy a hacerlo. La información también vale pasta, como sabemos muy bien.
Ferdinard asintió lentamente. Malhereux le sostuvo la mirada unos segundos, como si quisiera asegurarse de que había entendido lo que acababa de decirle, y luego volvió a los paneles.
Ferdinard miraba alrededor. Que su socio tuviera razón no era óbice para que resultara menos peligroso. La mujer podía volver y sorprenderlos. Había salido en persecución del sarlab, pero desde entonces no habían escuchado nada. Los sarlab estaban acostumbrados a la guerra, y aquel hombre era corpulento; si no era ella quien volvía, entonces lo haría él… y eso podía ser incluso peor.
Inquieto, intentó tragar saliva, pero descubrió que le costaba trabajo.
—¡Fer, mira esto! —exclamaba Malhereux en ese momento—. Esto de aquí…
Ferdinard miró donde le indicaba; algún punto de la pantalla central. Allí, entre una docena de datos que fluctuaban cada pocos segundos había una especie de rectángulo con cuatro conectores, dos a cada lado. Uno de ellos estaba en rojo y parpadeaba.
—¿Qué se supone que…?
Pero no le dio tiempo a terminar. Malhereux estaba ya moviendo el cubo en tres dimensiones, de manera que los conectores de los laterales cambiaron de posición ofreciéndole una nueva perspectiva.
—Sagrada Tierra —exclamó Ferdinard.
—¿Qué me dices?
—Pero… ¿cómo lo sabías?
Malhereux se encogió de hombros.
—No lo sabía, pero cuando vi la forma en dos dimensiones, pensé… Bueno, pensé que eso se parece bastante.
Ferdinard miró la forma del dispositivo, girando en la pantalla. Aparecía como un modelo de mallas, una representación técnica del objeto en sí, pero ahora que lo veía girando en los tres ejes, no cabía ninguna duda: era la misma copa invertida, con un enganche en el centro. Un enganche, sí, y no un badajo, como habían pensado en un principio. El dispositivo tenía ciertamente la misma forma que una campana, y eso debió haber confundido a
Sally
, pero no lo era. Era otra cosa.
—No tengo palabras… Así que el que falta, ¿es el que tenemos en el blindado?
—Eso creo.
—¿Y para qué sirven? —preguntó Ferdinard, ahora en un tono de voz más bajo.
—Creo que son una especie de sellos —dijo—. Inhibidores de algún tipo. Es lo que puedo decir por las lecturas que tengo.
Ferdinard se rascó la cabeza.
—¿Sellos?
—Piensa en ellos como células de contención, Fer. Para mantener el cubo bien cerrado.
Ferdinard iba a añadir algo, pero de repente, enmudeció. Una idea sobrevolaba por su cabeza, inaprensible pero omnipresente.
—¿La Llama? —preguntó al fin, en voz baja.
Malhereux no contestó; se concentró en los paneles para seguir recabando datos. Trabajaba deprisa, a sabiendas de que el tiempo se agotaba rápidamente. Ferdinard no necesitaba una respuesta, de todas maneras. Se quedó mirando el cubo tridimensional con una sensación de opresión en el pecho.
—La Llama —murmuró, y en las penumbras de la sala, su tez pareció perder color.
El ejército sarlab estaba prácticamente listo.
El despliegue era impresionante; ya no se trataba de un puñado de naves alrededor de una formación rocosa (la única, por cierto, hasta donde alcanzaba la vista), sino de una cantidad del todo abrumadora de efectivos. Vehículos de todos los tamaños iban y venían conformando una autopista invisible que nacía en la nave nodriza, la exultante Imperia, y conducía hasta la zona de asedio, donde las tropas se adentraban en la montaña.
No lo hacían, sin embargo, por la entrada del túnel, aquel corredor iniciático lleno de grabados e imágenes. Era demasiado largo y estrecho. Jebediah quería que sus tropas realizaran una incursión en aquellas instalaciones con tanta rapidez y contundencia como fuera posible, así que las enormes máquinas de guerra sarlab fueron trasladadas a la zona y allí excavaron, arrancaron y succionaron toda la tierra y las rocas hasta dejar expuestas sus milenarias intimidades. Las palas trabajaban, las pinzas mecánicas partían las piedras y las apartaban; y el robot centinela que Jebediah el Inclemente derrotara en aquella antesala fue tocado por el viento del planeta por primera vez en diez mil años.
La entrada de la cúpula, cuya inspección corría a cargo de Verlo, era la segunda vía de acceso. El sofisticado prototipo de La Colonia, la Hipervensis, fue testigo mudo de cómo las naves sarlab agrandaron el agujero de la cúpula hasta practicar un ancho túnel de descenso vertical. Permaneció invisible a tres mil metros de altitud, enviando señales de alerta que nadie captó. El tanque blindado fue registrado, pero nadie localizó la campana, que había quedado sepultada entre las células de energía. Fue izado con rayos tractores y apartado de la entrada al complejo.
En cuanto a Jebediah, se había retirado a una pequeña nave de control donde podía supervisar las operaciones al detalle. Allí, los sistemas de comunicaciones se centralizaban en varias pantallas que recogían todo lo que ocurría. Cuando los sarlab comenzaron a desplegarse, las cámaras de sus cascos registraron, mediante simples procesos de telemetría, datos volumétricos de las cámaras y corredores. Éstos permitían dibujar mapas bastante exactos a los ordenadores del improvisado centro de mando. Esos mismos datos se recibían simultáneamente en la Imperia, donde un equipo de estrategas y analistas los estudiaban.
Jebediah había esperado muchas más sorpresas, pero a medida que sus hombres progresaban, se sorprendía de la ausencia de trampas y centinelas. Sabía que si encontraban algo tan formidable como el guardián mecánico que él mismo derrotó en la primera cámara, sus hombres estarían en serios apuros. Sin embargo, no ocurrió nada parecido.
Las imágenes que les llegaban mostraban todo tipo de sorprendentes configuraciones de salas, corredores y estructuras. Casi todas tenían un elemento común característico: su cuidada decoración y su impresionante tamaño.
—La mayoría de estos túneles —le dijo el ingeniero jefe que le había informado anteriormente sobre los ideogramas— tienen un diseño que recuerda la estructura de las arterias cuando salen del corazón para recorrer el cuerpo humano. Es como un viaje iniciático, Gran Bardok, y refuerza la teoría que nos inspiraron los paneles de que este lugar es una especie de panteón homenaje al ser humano.
—Bien visto —dijo Jebediah—. Estoy complacido.
—Gracias, Gran Bardok.
Había túneles circulares que unían las diferentes zonas mediante el uso de un curioso sistema de transporte: esferas que flotaban sobre el suelo sin que albergasen maquinaria de ningún tipo. Resultaban fascinantes. De hecho, los indicios de una poderosa y desconocida tecnología podían verse por doquier, en ocasiones de una manera sutil, como la procedencia de la misteriosa iluminación de algunas salas. Jebediah ordenaba enviar técnicos e ingenieros a esos lugares tan pronto eran descubiertos.
—No nos quedan muchos técnicos para cubrir la demanda, Gran Bardok —dijo alguien—. Están todos trabajando intensamente.
—Que trabajen más rápido —exclamó el líder sarlab—. Que trabajen el doble, y más rápido.
—Sí, Gran Bardok.
—Gran Bardok —exclamó de repente otro de los oficiales—, eche un vistazo a esto, por favor.
Jebediah se volvió para mirar su terminal. Al principio, no reconoció la imagen.
—¿Qué estamos viendo? —preguntó.
—No lo sé, Gran Bardok —contestó su subordinado—. Pero es… gigantesco. Me pareció significativo. Pensé que querría verlo.
La imagen era una transmisión directa de una cámara montada en el casco de un sarlab. Según el indicador, éste se encontraba ya a bastante profundidad. Mostraba una sala diáfana; tanto, que las paredes y el techo se perdían en una neblina grisácea. A medida que el soldado se movía, unas líneas de energía circulaban con velocidad por las paredes, zumbando por unos canales embebidos. En la imagen parecían refulgir con destellos plateados, pero era sólo porque la calidad no era buena y el color se había degradado: los destellos eran en realidad de un dorado refulgente. En el centro de la sala, como aquejado de ingravidez, había una especie de cubo de proporciones gigantescas. Jebediah sintió que algo hacía clic en su mente.
—Es eso —murmuró Jebediah, triunfante.
—¿Gran Bardok?
—Comunique con el jefe de escuadra. Ordénele rodear esa estructura del centro. Quiero verla con detalle.
El oficial se dirigió al terminal y activó el canal. Hablaron brevemente y el soldado procedió a cumplir las instrucciones. Jebediah permaneció atento a la pantalla durante un buen rato.
—¿Qué lecturas hay? —preguntó Jebediah, visiblemente fascinado.
—No tenemos lecturas por el momento, Gran Bardok. Hemos enviado sondas, pero aún tardarán un…
—El jefe de escuadra puede darnos las lecturas de su bioarmadura —interrumpió Jebediah, sin ninguna inflexión en su voz. Aún resultaba más inquietante cuando uno no podía interpretar su estado de ánimo.
—Sí, Gran Bardok —se apresuró a contestar el oficial—, ésa es… es una buena idea.
El oficial no las tenía todas consigo. Tragó saliva mientras operaba con los controles. Sabía que las dificultades para establecer comunicación eran muchas, pero no quería darle un no por respuesta al Gran Bardok sin asegurarse primero, porque había oído historias, y algunas eran ciertamente pavorosas. Sin embargo, después de sólo unos instantes, la comunicación parecía haberse establecido.
—Jefe de escuadra, adelante —dijo el oficial.
La voz del jefe de escuadra brotó por los altavoces.
—Control, aquí la Escuadra Inercia, grupo doce. ¿Me reciben?
—Le recibimos perfectamente.
—¡Que me…! Oh. Perdón. Hasta ahora era imposible conectar.
—Ahora le recibimos. Informe, Inercia.
—Bien… Quería llamar su atención sobre el sonido. No sé si lo oyen a través de los comunicadores…
—Creo que no… No, no oímos nada extraño.
—Es porque se percibe más como una vibración grave, ¿saben? Hace que el cuerpo… no sé expresarme… pero si aprieto los dientes, puedo sentirlo. Está por todas partes.
El oficial miró al líder sarlab, incómodo. Esperaba que éste estallara en cualquier momento al escuchar datos tan subjetivos, pero estaba inclinado sobre el terminal y, aunque resultaba difícil asegurarlo, pues continuaba hierático,
parecía
interesado.
—Quizá sea la presión, no podría decírselo. Quizá un técnico pueda ser más preciso que yo.
—De acuerdo. ¿Qué dice el traje?
—Oh, el traje. Veamos… Hay… Parece que estamos metidos en un campo electromagnético bastante fuerte. Casi cuesta caminar con normalidad. Quizá sea ésa la vibración que percibía. —Una pausa—. Sí, definitivamente viene de esa estructura, lo confirma el traje.