Panteón (44 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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La explosión fue tan descomunal, que un observador ubicado en el espacio profundo, a varios miles de kilómetros del planeta, habría visto una especie de hongo de un tono rojo brillante elevarse hacia el espacio. El intenso calor cristalizó casi de inmediato varios millones de toneladas de arena. En ese mismo momento, varias grietas supurantes de magma incandescente desgarraron la superficie en todas direcciones: el interior del planeta era un infierno en movimiento.

—Por los Nueve… —susurró Tove Wanran mientras observaba el espectáculo desde la seguridad de la nave transporte.

Casi nadie decía nada; estaban demasiado impresionados por lo que tenían delante. El hongo de fuego era una forma siempre cambiante, dinámica, viva. Habían asistido a otros ataques desde la estratosfera, pero nunca en planetas tan pequeños; y sobre todo, no en planetas ya tocados estructuralmente. Era como si todo el maldito pedrusco estuviera desinflándose como un globo.

—Hemos tenido suerte —dijo su compañero.

—Podríamos haber muerto —añadió Tove.

Y suspiró, totalmente ignorante de que, en pocas horas, tanto él como su compañero (así como la totalidad del legendario clan de los sarlab) estarían muertos.

Antes de ser lanzados por el aire, Ferdinard la vio avanzar hacia ellos. Iba encogida sobre sí misma, como si la aquejara un profundo dolor en el estómago. La expresión de su rostro parecía subrayar esa impresión.

Por primera vez, se acordó de su nombre sin dificultad.

—Maralda…

La controladora Tardes cojeaba, avanzando con paso irregular. Mientras lo hacía, mirando con preocupación la nave, accionaba su pulsera con la mano libre. Ferdinard comprendió entonces lo que pasaba. No iba hacia ellos, iba hacia la nave. Debía de haber entrado por el techo en algún momento; probablemente, cuando cayeron rocas y trozos de paneles de algún lugar en el techo lejano.

—¡Maralda! —gritó.

La Hipervensis volvió a moverse entonces, meciéndose suavemente hacia arriba y hacia su derecha. Ferdinard agachó la cabeza: ¡estaba emplazándose justo encima de ellos!

—Fer… —susurró Malhereux—, no…

—Aguanta, amigo —dijo su socio.

Maralda seguía ocupada pulsando los controles de la muñequera personal. Miraba la nave con la cabeza ligeramente inclinada y el entrecejo fruncido; para Ferdinard era obvio que estaba enviando instrucciones a la nave con algún tipo de control remoto.

Estaba expectante, mirando cómo la nave se colocaba encima de ellos, cuando de repente todo pareció saltar por los aires.

Ellos mismos salieron despedidos casi medio metro hacia arriba. El estómago se sacudió en su interior provocándoles la conocida sensación de vértigo. Si en ese momento hubieran levantado un brazo, apenas un poco por encima de su cabeza, hubieran podido tocar el suave metal fruncido de la Hipervensis, pero no hicieron nada de eso; simplemente volvieron a caer al suelo torpemente.

A su alrededor, el lugar se sacudía con tal intensidad que parecía estar desmontándose. El ruido era ensordecedor, como si el tejido mismo de la realidad estuviese desgarrándose. En alguna parte tras los paneles, la roca madre crujía produciendo vibraciones insoportables que retumbaban en el pecho y las sienes de los dos hombres, y Ferdinard empezó a chillar.

—¡Mal!

Su socio, tendido en el suelo a su lado, le tendía la mano, mientras alrededor, por todas partes, el vetusto panteón se venía abajo.

Maralda Tardes tenía también sus propios problemas. Había caído de espaldas cuando la inesperada y violenta sacudida la derribó, y eso le había causado una salvaje punzada de dolor en el espalda. Creía que debía de tener algún hueso roto, porque el hecho mismo de estar de pie era insoportable. Tenía la sensación de que algo frotaba con algo, y cuando eso ocurría, se le saltaban las lágrimas. Naturalmente, ahora que toda la sala parecía estar siendo sacudida por un gorila enloquecido, su cabeza estallaba con las lacerantes llamaradas de vivo tormento.

A pesar de eso, todavía tenía que concentrarse en dirigir la Hipervensis con la pulsera personal, lo que no era sencillo. Requería, desde luego, cierta precisión con los controles, pero no sólo sus dedos temblaban demasiado… ¡todo el lugar se estremecía como si fuera a venirse abajo!

Frustrada, ahogó un grito.

Oh, el dolor… El bendito
dolor
en la espalda.

El suelo estaba llenándose de rocas y trozos de planchas de las paredes y el techo, aunque éste estaba demasiado lejos y no podía distinguirlo, por lo que no había forma de saber el alcance de los daños que estaba sufriendo. Los fragmentos caían pesadamente al suelo produciendo un ruido atroz; algunos estaban a punto de chocar con la nave pero eran repelidos por su escudo.

Vamos, un poco más a la derecha —
se decía—.
Sólo un poco… ¡mierda!

Algo había golpeado su mejilla con contundencia, dejándole un gran surco que enseguida empezó a sangrar. Las baldosas del suelo, cuando eran alcanzadas, saltaban por los aires convertidas en mil esquirlas de diferentes tamaño.

Concéntrate, Maralda. La nave

¡Se está derrumbando todo!

Eso da igual. Intenta concentrarte

¡Es… imposible! ¡Todo se mueve demasiado!

Una inesperada sacudida la hizo escorar demasiado a la derecha y acabó de nuevo en el suelo. Una explosión de dolor la hizo contraerse y lanzar un grito.

¿Acaso te has dado un golpe en la cabeza, Maralda? ¿Te han absorbido todas las entendederas?

Pestañeó, dándose cuenta de algo que la hizo ruborizarse.

Si no puedes colocar la nave, ¡colócate tú!

Maralda apretó los dientes con rabia, sintiéndose estúpida. ¡Por supuesto! Sólo tenía que colocarse bajo el acceso de la cabina para ordenar a la Hipervensis que la impulsase hacia arriba. Una vez allí, podría recuperar a los dos peleles con mucha más facilidad.

Se incorporó con esfuerzo y se lanzó hacia la parte delantera de la nave tan rápido como pudo. A cierta distancia, Jebediah la vio alejarse, enredado entre sus propios brazos. Intentar moverlos de una forma coherente le resultaba imposible. De vez en cuando, giraba el cuello con dificultad y miraba hacia arriba, devorado por una impotencia extrema. Sabía que, en cualquier momento, un gigantesco trozo de panel de varias toneladas podía aplastarlo contra el suelo, dando al traste con todos sus maravillosos planes.

Abrió la boca y utilizó algo de su persona que aún no había sido robotizado: su propia voz. Lanzó un grito desgarrador y arrastrado que permaneció en el aire durante casi medio minuto.

Pero Maralda no le escuchó; había demasiado ruido alrededor y estaba concentrada tan sólo en llegar a la cabina de la Hipervensis. Ferdinard y Malhereux, por su parte, estaban en el suelo, arrodillados y abrazados el uno al otro, protegidos por el cuerpo de la nave que gravitaba sobre ellos.

Maralda miraba hacia arriba para intentar predecir lo que se le venía encima, mientras se arrastraba como podía con una mano en las lumbares. En ocasiones tenía que detenerse, o virar a uno y otro lado. Una parte de su mente repetía incesantemente una letanía:
Ya está. Ya está. Ya está. Ya está
. Pero no, no estaba. El seísmo no cesaba, sino todo lo contrario… parecía ir
in crescendo
.

Un poco más. Un poco más
.

Quedaban sólo unos pasos para llegar, pero resultaron ser especialmente difíciles. Era perfectamente consciente de que, en cualquier momento, una roca en caída libre podía arrancarle la cabeza de cuajo, y los últimos pasos los dio con los ojos cerrados y las manos extendidas hacia delante. Sin embargo, no ocurrió nada. Cuando notó la oscuridad de la sombra de la nave a través de los párpados, Maralda respiró aliviada.

Ya está. Por las estrellas, ya está

Activó la pulsera y la Hipervensis reaccionó rápidamente, abriendo la plataforma bajo el suelo de la cabina. Después, un rayo tractor la hizo subir hacia su asiento. En cuestión de segundos, Maralda estaba otra vez sentada a los mandos.

Cerró los ojos unos instantes, aliviada.

—Control médico —pidió.

Unos pequeños brazos salieron del asiento y se conectaron al módulo que su traje táctico tenía a la espalda. El resultado no se hizo esperar; una voz con un tono neutro anunció a través del panel:

—Intervención quirúrgica necesaria.

Ahora no puedo, cielo
.

—Administrar calmantes —dijo.

Le fue inyectada una pequeña dosis automáticamente a través del módulo de conexión de la espalda. Era de efecto rápido, así que cerró los ojos de nuevo y, a pesar de la urgencia del momento, se concedió unos segundos para disfrutar de la sensación de que el dolor se alejaba.

Después, sintiéndose infinitamente mejor, levantó los brazos para colocarlos sobre los controles.

Ahora sí; la Hipervensis maniobró con pulcra exactitud. Mientras lo hacía, su panza se abrió revelando el interior. Ferdinard y Malhereux vieron cómo se colocaba encima de ellos y luego eran atraídos por un rayo tractor.

Cuando llegaron al interior, se encontraron en un pequeñísimo compartimento ubicado detrás del asiento del piloto. Únicamente había tres asientos libres.

—Tomen asiento, señores —dijo Maralda por entre las brumas susurrantes de las drogas calmantes—. ¡Nos largamos de aquí!

Jebediah sentía una rabia tan honda, que la mandíbula inferior le temblaba como si tuviera vida propia. Estaban escapando…
¡Estaban escapando!
Pero ¿cómo? ¿Cómo se habían podido invertir las tornas de aquella manera? No hacía ni un maldito rato, ellos eran los prisioneros y él estaba tocando el éxito con sus dedos. Ahora, él parecía un muñeco mecánico de mala calidad que alguien hubiera desechado en un vertedero.

¡No!
, bramaba su mente.

¡Ellos eran los gloriosos sarlab! ¡Eran los que salían victoriosos de cien mil batallas! Y él… El era su Bardok. Tenía su ejército, un sinfín de recursos y su prodigioso cuerpo biomecánico. Era Jebediah Dain, quinto en el linaje de una familia de guerreros de élite. Debía seguir siendo líder durante, al menos, doscientos años más.

Pero ahora todo estaba perdido. Sus probabilidades de sobrevivir se esfumaban a cada segundo; el lugar se venía abajo con una rapidez sorprendente, y sabía que tarde o temprano, un trozo de techo terminaría irremediablemente con su existencia.

Estaba ensimismado en esas reflexiones cuando, de pronto, un sonido siseante le llamó la atención desde algún punto a su espalda. Le costó un buen rato girar la cabeza para mirar (el cuerpo seguía empeñado en no obedecer), pero cuando lo logró, vio algo que lo sobrecogió: era uno de los conectores. Una montaña de rocas había caído sobre él y se había soltado, dejando escapar una especie de vapor blanco. Producía un siseo tan singular como inquietante.

Un nombre le vino a la cabeza.

Nioolhotoh.

Por un enloquecedor segundo, pensó que ese gas podía ser la escalofriante entidad descrita en los paneles de aquel mausoleo.
Nioolhotoh
. Luego, desechó rápidamente la idea; tan sólo se trataba de vapor, algún gas de algún componente de presión, nada más. Sin embargo, mientras miraba, descubrió algo más: el suelo se había quebrado a la altura de los gruesos cables y se había precipitado hacia abajo, dejando un agujero de considerable tamaño. Allí había algún tipo de maquinaria que colgaba del extremo de los tubos, que estaban ahora completamente tirantes. En medio de la algarabía y el estruendo del seísmo, Jebediah creyó percibir un pequeño y agónico quejido.

De pronto, los cables no aguantaron más. El segundo conector salió despedido como un pequeño cohete y la maquinaria se precipitó por el agujero, perdiéndose para siempre. Casi al instante, el mismo sonido volvió a repetirse un poco más lejos, en la cara opuesta del cubo. Con eso, se dijo, eran dos los conectores que acababan de fallar, sumados al que robaron…

Abrió mucho los ojos. Un trozo de roca cayó inesperadamente sobre su pierna derecha, sepultándola contra el suelo con un sonido a cacharrería eléctrica. La vibración le hizo estremecerse, pero no distrajo su atención: ya estaba atrapado, de todas formas. No, lo que estaba pensando es que eso sumaba tres conectores. Tres de cuatro.

Había vapor por todas partes, una neblina blanca que empezaba a ocultar la imagen del cubo.

Tres de cuatro.

Algo estaba a punto de pasar. Casi podía percibirlo. Lo sentía en su parte humana, no en sus múltiples sensores que, de todas maneras, no funcionaban. Expectante, miró hacia arriba (no sin esfuerzo) y vio la nave de aquella perra de La Colonia alejándose. La muy zorra saldría por el techo… probablemente, por el mismo lugar por el que aquella nave de mierda había entrado. La sala se desmoronaba y todo se estaba llenando de polvo.

De pronto, como había temido, algo ocurrió. Los cilindros a los que se enganchaban los conectores salieron despedidos con una fuerza impresionante. No pudo verlo bien, pero le pareció que se deshacían en el aire mientras volaban para estrellarse contra la pared del lado opuesto. Casi al mismo tiempo, el suelo venció y se inclinó peligrosamente hacia un lado; Jebediah quedó enganchado por la roca que le aprisionaba la pierna, con los brazos extendidos. Desde esa posición, pudo observar los agujeros donde los conectores habían estado sujetos, y se vio obligado a girar la cabeza varias veces para comprender lo que estaba viendo.

Era una especie de mancha, un borrón impreciso, un fallo en la visión. Era como si alguien hubiera tiznado su lente biónica con algún marcador negro. Pero se movía… se desplazaba, abandonando el cubo por los agujeros de los conectores como a borbotones, oscureciéndolo todo a gran velocidad. El efecto era tan extraño, que la lente de Jebediah se reinició varias veces intentando enfocar lo que tenía delante. En medio de esa aberración visual danzaban pequeñas estrías eléctricas, hilos delgados como patas de araña que se retorcían sobre sí mismos como cenizas encendidas, pero de un color celeste intenso. Y luego estaban los gritos.

Al principio no lo captó, pero para cuando quiso darse cuenta, el sonido que rodeaba a aquella entidad era tan insoportablemente hostil, que sus sistemas computerizados cortaron el audio automáticamente. Jebediah se quedó hipnotizado por la profunda oscuridad de ese cuerpo de volumen imposible, esa nube de
nada
, esa anomalía terrible, sumido en el silencio más absoluto. Pero el recuerdo de ese sonido resonaba aún en su cabeza, tan real como terrible, y era como un millar de voces aullando, estridentes, como escapadas del Infierno bíblico de las almas condenadas.

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