—Estoy mucho mejor —dijo, encogiéndose de hombros.
—De acuerdo. Llegué a temer lo peor…
—Yo también.
Ferdinard asintió.
La pantalla, mientras tanto, mostraba uno de los túneles abiertos por los sarlab. La Hipervensis lo recorría, escudriñándolo con sus sofisticados sensores. Una enorme máquina de asedio descansaba sobre una de sus ruedas oruga, caída de costado. Los brazos articulados se desplegaban como complejos puentes, tendidos en horizontal sobre el túnel. Los fluidos de su maquinaria se habían vertido y manchaban el suelo como la sangre de un gigantesco monstruo abatido.
Llevaban recorriendo la superficie de la instalación varios ciclos ya. La nave con forma de huevo achaparrado, en modo sigilo, sobrevolaba lentamente las cámaras y los túneles abiertos. Maralda sudaba copiosamente mientras operaba la nave y sus subsistemas de rastreo. En su rostro se adivinaban una tensión y un esfuerzo sobrehumanos; a menudo bizqueaba y las arrugas alrededor de los ojos revelaban su nivel de concentración. Lo cierto era que el dolor de espalda la estaba torturando con más ahínco del que había esperado; si continuaba aumentando, tendría que recurrir a los calmantes de nuevo.
—Oh, ¡mira eso! —estaba diciendo Ferdinard.
En la pantalla veían ahora algo conocido. Malhereux abrió los ojos, saliendo lentamente del sopor. Se acercaban a una brecha en el suelo, una circunferencia casi perfecta de varios metros de diámetro; los bordes irregulares indicaban que se trataba de un derrumbe. Pequeñas trazas de un desvaído vapor blanco ascendían perezosamente por el aire. La Hipervensis flotó encima del cráter, iluminando el cañón con un par de potentes haces de luz. Se trataba, sin duda, de la primera sala que encontraron, la que contenía el cubo con la escultura de lo que, entonces, habían llamado La Llama.
—¡Vaya tío! —dijo Malhereux—. Parece que hace una eternidad que estuvimos ahí.
Maralda giró la cabeza, interesada.
—¿Habéis estado ahí dentro? —preguntó.
—Es lo que encontramos después del primer túnel.
—La sala de la escultura y los… cadáveres —apuntó Malhereux.
Maralda asintió despacio.
—Eso es interesante —dijo—. Llevo un rato siguiendo un rastro. Hay multitud de generadores energéticos por todas partes, pero sólo hay un sitio que acepte peticiones de comunicación. No hay forma de conectar, por supuesto… la señal no es para nada convencional, no sabría ni por dónde empezar si tuviera que hacerlo, pero… si hay algún lugar con capacidad para emitir, parece ser éste.
—¿En serio? —preguntó Ferdinard.
—Allí no vimos nada más que cuerpos.
—Pero no eran sarlab… —dijo Maralda.
—No —admitió Ferdinard—. Luego pensamos que podrían ser de la otra facción, gente de la nave que luchaba con los sarlab.
—Echemos un vistazo —dijo Maralda.
La nave con forma de huevo achaparrado se deslizó con elegancia por la brecha, descendiendo en vertical en completo silencio. Era un escenario conocido, desde luego, pero ahora, todo rastro de luz artificial había desaparecido por completo, y la luminiscencia que teñía las paredes y las poderosas columnas de rojo provenía de las grietas en el suelo. Allí burbujeaba un magma incandescente entre islotes de roca negra. Ninguno dijo nada; la escena era del todo desoladora.
En mitad de aquel dantesco espectáculo se levantaba la escultura central, si bien ligeramente inclinada, como si en el subsuelo, la estructura de rocas sobre la que se asentaba hubiera vencido. Iluminada de rojo fuego, la escultura parecía terrible y amenazante, como un árbol en llamas y, sin embargo, ahora que la veían por segunda vez, los dos buscadores de tesoros comprendieron claramente la referencia a la anomalía, con aquellos brazos redondeados extendiéndose como las ramas de una enredadera ígnea.
Maralda habló primero.
—Por las estrellas… es esa… esa cosa —dijo.
—Ahora lo veo —admitió Malhereux.
—Voy a acercarme. Definitivamente, la señal procede de allí.
La Hipervensis navegó por el aire, descendiendo suavemente hacia la escultura. Uno de los lagos de lava escupió un borbotón de fuego líquido al aire; el chorro se alzó con esfuerzo medio metro y cayó sobre las baldosas del suelo con un sonido húmedo.
—Vaya —dijo Maralda a través de una cascada de sudor que le invadía los ojos—. Es… definitivamente, esa cosa encierra algo. Mirad esos picos.
La pantalla mostraba ahora unos gráficos superpuestos sobre la imagen. Ni Ferdinard ni Malhereux consiguieron encontrarles sentido, pero mostraban unas pronunciadas curvas de color rojo intenso que cimbreaban constantemente.
—De acuerdo, ¿y ahora? —preguntó Ferdinard.
—Buena pregunta —dijo Maralda—. Contadme otra vez qué ocurrió cuando los sarlab lo tocaron.
—En realidad, no estoy seguro de que lo tocaran. Bueno, es lo que creo que pasó.
—Es lo que creemos —puntualizó Malhereux.
—Piense que nosotros estábamos lejos, escondidos. Pero algo debieron hacer, porque poco antes estuvimos dando vueltas a esa cosa sin que pasara nada. Y bueno, fue como si hubieran sido expulsados. No se me ocurre una palabra mejor. Como uno de esos campos de fuerza que lanzan los
Zitboxes
que emplean en zonas protegidas.
—¿Qué más?
—Bien, hubo un ruido alucinante. Fue como una vibración tremenda.
—Me chirriaron los dientes —soltó Malhereux mientras se acariciaba la barbilla.
—Y un instante después —continuó diciendo Ferdinard—, cayeron al suelo, muertos. Como los otros cuerpos.
—Suena peligroso. Pero es interesante… Es una medida de seguridad muy poderosa para algo en apariencia tan nimio.
—Eso es cierto —exclamó Malhereux—. ¡Teníamos que haberlo pensado, Fer!
—Tío, teníamos a aquel sarlab pegado al culo… No nos dio tiempo a pensar una mierda.
Y por primera vez en mucho tiempo, Malhereux soltó una pequeña carcajada.
Mientras tanto, Maralda se preparaba en silencio para el descenso. Sabía que no podría soportar la caída hasta el suelo; el impacto, probablemente, haría que la espalda la catapultase a horizontes desconocidos de dolor y la dejaría en un estado irrecuperable. Pero se le ocurría que, si hacía descender la nave tanto como fuese posible, podría usar el rayo tractor para minimizar el impacto.
Se recostó en el asiento y dejó que el apéndice de la espalda se enganchara en el asiento. El control médico de la nave la recibió en el acto y actuó en consecuencia. Casi le pareció percibir el efecto invasivo y reconfortante de los fármacos, alejando el dolor de la espalda.
—Entonces, ¿cree que hay algo ahí dentro? —estaba preguntando Ferdinard—. Y si es así, ¿cómo vamos a descubrir qué es?
—Ya veremos —dijo Maralda, con la cabeza en otra parte. Estaba haciendo descender la nave y se preparaba mentalmente para el momento.
—Ojalá tuviéramos robots —dijo Malhereux—. Ojalá tuviéramos aún a Bob.
—Bob… —exclamó Ferdinard con cierta pesadumbre.
—Pero no lo tenemos —exclamó Maralda—. Bien, caballeros, voy a descender. No se muevan, y no se preocupen. Si mi ritmo cardíaco llega a cero y se mantiene así un rato, la nave volverá automáticamente a La Colonia.
Y entonces, sin dar tiempo a que nadie dijera nada, dio la orden de descenso.
Otra vez se abrió la barriga de la nave, pero esta vez, no hubo caída libre: la controladora descendió suavemente hasta tocar el suelo. Bastó que sus pies rozaran la roca negra para que un ramalazo insoportable aguijoneara su espalda como un estilete frío y espectral. Compuso una mueca de dolor y esperó a que pasara, respirando pesadamente. El sudor en su frente formaba una cortina húmeda, y el calor reinante se manifestó de inmediato, asfixiante y abrumador. Sin embargo, se las apañó para concentrarse en su objetivo.
El cubo.
Se acercó dando pasos pequeños, para encajar el dolor en pequeñas dosis. Intentó llenar su mente con lo que se suponía que debía hacer a continuación, pero descubrió que, como había temido, el malestar era demasiado intenso como para pensar con claridad. La visión de aquellos cuerpos muertos alrededor del cubo tampoco ayudaba a que se sintiera mejor; las palabras del chatarrero resonaban en su cabeza.
Hubo un ruido alucinante. Fue como una vibración tremenda. Y un instante después, cayeron al suelo, muertos
.
Intentando apartar esas ideas de su cabeza, accionó su pulsera.
—¿Me oyen? —dijo. Su voz sonó alta y clara en el interior de la Hipervensis.
—Sí, la oímos —dijo Ferdinard.
—Yo también les oigo. Estoy delante de esta cosa. Voy a pedir un análisis del cubo. Verán la información en pantalla, así podrán saber qué ocurre.
—¡De acuerdo! —exclamó el chatarrero.
Maralda levantó el puño durante un brevísimo instante, y esperó. La información no tardó en llegar.
—¡Mierda! —exclamó Malhereux al ver el modelo tridimensional en pantalla.
—Eh, controladora —dijo Ferdinard—, aquí hay algo que debería ver…
—Lo estoy viendo —dijo Maralda.
Un holograma plano como una pantalla de ordenador se había desplegado en su muñeca y le estaba ofreciendo un resumen de lo que los dos hombres veían en el terminal de la nave. Se trataba de un modelo del cubo, pero parte de sus mecanismos internos se representaban en otro color, como en una descomposición técnica y esquemática propia de los manuales de especificaciones. En concreto, había una fascinante marca de color rojo en uno de los laterales, justo en el centro del cubo, con un tubo que conducía a un interior, en apariencia, hueco.
—Pero qué… ¡por todas las galaxias! —soltó Malhereux—. ¿Cómo narices puede hacer esto?
—Es sólo un modelo, un escáner —dijo Maralda.
—Pero… ¡Oh, claro! Tecnología de La Colonia, supongo —dijo Malhereux, vivamente impresionado.
—Cuente con eso —exclamó Maralda, ahora en voz baja. Estaba descubriendo que le costaba un tremendo esfuerzo mantener el brazo derecho levantado. Se ayudó con el otro brazo para poder examinar el esquema con más detenimiento.
—Pero ¿qué es?
—Diría que algún tipo de… pulsador. El color rojo indica las partes móviles… al menos, hasta dónde el escáner de la nave puede identificar. No olvidemos que se trata de tecnología desconocida. Quién sabe cómo la interpretan nuestros rudimentarios sistemas.
Ferdinard frunció el entrecejo.
—¿Se encuentra bien? Parece fatigada.
—Estoy bien —mintió—. Hace mucho calor aquí abajo y da la sensación de que falta el aire, pero estoy bien.
Lo segundo era cierto. Aún había oxígeno, o su traje habría activado los filtros de forma automática, pero imaginaba que éste se estaba escapando por la brecha del cielo. Le costaba concentrarse… ¿El oxígeno se iba para arriba? ¿O para abajo? ¿O eso era el humo? Sacudió la cabeza.
¿Qué pasa con el oxígeno?
, se preguntó. Sí que parecía que estuviera desapareciendo rápidamente. O quizá fuese cosa de ella. Sabía que ambos hechos estaban relacionados, lo había estudiado en algún momento. ¿Cómo era todo el tema? Unos pulmones vacíos, se dijo su mente cada vez más delirante, hacían que las curvas naturales de la columna vertebral se mostrasen como un eje recto, pero al inspirar, aparecía cierta curvatura, una consecuencia directa del cambio de forma del diafragma. Eso le llevaba a una conclusión: si había algo inflamándose ahí atrás, podía afectar a su capacidad pulmonar. ¿Se había accionado de repente algún tipo de cuenta atrás?
—Voy a probar con ese botón —anunció.
—Eh, ¿está segura? —preguntó Ferdinard, inquieto—. ¿En serio va a pulsar ese botón sin más?
—No parece una idea muy…
Sin embargo, a través de la pantalla, vieron expectantes cómo Maralda se acercaba con paso dubitativo hacia el cubo y empezaba a dirigirse hacia el lateral, donde debía de estar el botón.
—Fer… —dijo Malhereux.
Pero ya no pudo continuar. Sólo podía observar, con el corazón encogido. Sin darse cuenta, estaba agarrado con ambas manos al asiento. Ferdinard también estaba encogido en su sitio. Quería ponerse en pie y gritar que no lo hiciera, al fin y al cabo, ¿qué le hacía suponer que los sarlab no habían tocado ese mismo punto del cubo? ¿Y si la placa de presión estaba programada para responder sólo al contacto de una mano alienígena, una con tres dedos, o con escamas?
Sin ser consciente de ello, continuó mirando sin atreverse siquiera a respirar.
Maralda Tardes dio la vuelta al cubo. El dolor era ahora tan fuerte que las piernas le temblaban. Respiraba con manifiesto esfuerzo, dando grandes bocanadas. El sonido era como un ronquido incipiente, rápido y fatigoso; era como si su situación empeorase a cada segundo. Por un instante, lamentó no haberse quedado en la nave.
En ese momento trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero de forma instintiva, lanzó la mano hacia delante. En el último momento, su mente le impulsó una desesperada señal de alarma y retiró el brazo; había estado a punto de apoyarse en la superficie del cubo.
Vamos, vamos… ¡Un poco más!
Se enderezó como pudo y avanzó un par de pasos más, hasta que la placa de presión estuvo a la vista. La luz era del todo insuficiente, pero aun así, descubrió que se trataba de un círculo, sutilmente diferenciado del resto de la pared por una delgada línea, pulcramente tallada. Creía que, de no haber sido por el modelo tridimensional, la línea le habría pasado por alto.
Maralda no estaba segura de si la cosa funcionaría, y de ser así, tampoco tenía la más remota idea de qué es lo que ocurriría, pero una cosa era cierta: se le acababa el tiempo. La cabeza le empezaba a dar vueltas, bien fuera por el excesivo calor, el aire enrarecido o por otra cosa, pero se dijo que por lo menos, averiguaría si el botón activaba también la trampa.
De modo que alargó la mano y, justo cuando iba a tocar la piedra teñida con el resplandor rojizo del magma incandescente, cerró los ojos.
El supervisor Naguas intentó establecer contacto de nuevo. Era la quinta o sexta vez en los últimos veinte ciclos, pero, otra vez, la controladora Tardes no respondió.
Se echó para atrás en el asiento, con el ceño fruncido. Ahora estaba genuinamente preocupado. Tardes no le tendría esperando un informe tanto tiempo; sin duda, debía estar en dificultades. Después de un rato, se enderezó para contactar con la
Knossos
, la nave científica que había enviado al planetoide.