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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (52 page)

BOOK: Panteón
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—Supervisor Naguas, ¿qué…?

—¡Mira! —le interrumpió, sonriente y con ojos brillantes—. ¡Mira allí!

Era la anomalía. De repente, estaba volviéndose blanca.

Nioolhotoh nada sabía de la muerte… siempre había
sido
, pero de alguna manera extraña, percibía que se moría. Lo sentía en cada pequeño ápice su ser.

En el pasado, había devorado el universo tantas veces que ni siquiera podía recordar cuándo fue la primera vez, como si nunca hubiera habido una. Cuando terminaba, cuando
todo
era Nioolhotoh y Nioolhotoh era lo único que había, se comprimía en un único punto y estallaba, recreando otra vez toda la matriz esencial que permitía que el universo se regenerase.

Una y otra vez.

Ahora se quedó inmóvil, sintiendo como toda la energía fantasma de la que se componía empezaba a desaparecer. Se le escapaba. Se le escapaba. Los vórtices eléctricos desaparecieron también, apagándose en la quietud del espacio. Por primera vez, sintió curiosidad. ¿Sería posible que él pudiera
no ser
?

Nioolhotoh esperó. Esperó mientras se consumía.

En el Muelle Cinco de La Colonia, nadie dijo nada.

Años después, ninguno de los presentes sabría decir lo que por entonces ocurrió allí exactamente. Unos dirían que la fenomenal nave cilíndrica lo había absorbido; otros, que unos haces relampagueantes habían secado la anomalía como el agua oxigenada una herida negra y terrible. Un tercer grupo diría que todo, simplemente, terminó.

Lo cierto es que el espacio estaba otra vez cuajado de estrellas, y lo único que quedaba allí era la nave alienígena con forma de cigarrillo.

El supervisor Naguas tuvo que enjugarse las lágrimas de los ojos. No era sólo por el hecho de que la amenaza definitiva hubiera sido alejada del destino del hombre en el universo, sino también por la franca emoción de encontrar otro tipo de civilización en un espacio que creían vacío y hostil. Aquellos seres les habían salvado, y ese dato centelleaba en su cabeza con la fuerza de un huracán.

—¡Allí! —dijo alguien.

Naguas miró, recorrido por una emoción tan honda que le producía una especie de escalofrío en la nuca. Vio allí un grupo de vehículos, o algo parecido a vehículos, de una forma exquisitamente esférica. Habían salido de alguna parte, si bien no supo decir de dónde, y se dirigían hacia ellos. Naguas contó hasta veinticinco de ellos.

Las esferas se movían describiendo giros imposibles en el aire; aceleraban y desaceleraban sin esfuerzo visible, produciendo una especie de baile. Naguas comprobó que brillaban de una manera sutil, despidiendo un resplandor azulado. Si entrecerraba los ojos, podía ver que sus complicados movimientos en el espacio dejaban una suerte de estela. Resultaba extrañamente hermoso, a decir verdad, como si esos movimientos, en apariencia aleatorios, fueran parte de una coreografía cuidadosamente calculada.

Son símbolos
—pensó, nervioso—.
Dibujan símbolos en el aire con sus estelas. ¿Están intentando comunicarse?
Estaba razonablemente seguro de que alguna cámara, en alguna parte, estaría grabándolo todo, pero con casi toda la tripulación alejada de sus puestos habituales, una voz le chillaba desde la trastienda de su mente que tomara nota de alguna manera. De cualquier manera.

Estaba tan ensimismado con la danza y sus pensamientos, que no fue hasta que Pekka le tiró del brazo que descubrió que una de las esferas había entrado en el hangar. Flotaba allí, resplandeciente, desplazándose suavemente hacia ellos.

Nadie fue capaz de decir nada, sólo miraban, fascinados.

La esfera, que estaba recorrida por delgadas líneas rectas formando pequeños triángulos, gravitó delicadamente hacia el Muelle Cinco y se posó a escasos centímetros del suelo, a unos veinte metros de donde el grupo se encontraba.

Nadie dijo nada aún.

Fue Naguas el primero en abrirse paso cuidadosamente, pasando por entre sus compañeros hasta que pudo colocarse en primera línea. Para entonces, grupos numerosos de ciudadanos, atraídos por los movimientos de las esferas alrededor de los muelles de atraque, empezaban a llegar a la zona. Habían visto desaparecer la amenaza y sus rostros estaban encendidos por la alegría.

Naguas miraba con ojos abiertos y expectantes. Esperaba…
sabía
que iba a producirse un encuentro histórico, el de dos especies completamente diferentes estableciendo contacto por primera vez. Sentía que aquel vehículo, aquella esfera perfecta, iba a abrirse de un momento a otro y…

De pronto, unas formas neblinosas empezaron a esbozarse a través de la superficie de la esfera. Naguas, así como el resto de los científicos de La Colonia, aguantaron la respiración sin ser conscientes de ello. Un breve instante más tarde, tres figuras abandonaban la esfera atravesando su pared exterior como si se tratara de un simple holograma.

El supervisor Naguas dejó escapar una exhalación de sorpresa.

—Con… ¡Controladora Tardes! —exclamó.

Maralda Tardes sonreía. Asintió suavemente y se acercó caminando, resuelta.

—Se le saluda, supervisor Naguas.

—¡Lo consiguió! —exclamó su superior.

Un murmullo empezó a recorrer las filas de los presentes. Todos intercambiaban comentarios y miradas de asombro.

—Lo conseguimos —dijo Maralda, levantando ambas manos en deferencia a sus dos acompañantes—. Le presento a mis amigos, Ferdinard y Malhereux. Ya los conoce usted.

Ferdinard levantó una mano para saludar. Al otro lado, Malhereux sonreía.

—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a decir Naguas—. Pero ¿cómo? Su nave regresó sin usted… Pensé que había fallecido.

—El cómo se lo contaré después, supervisor. Baste decir que tenía usted razón; el panteón tenía su propio sistema de comunicación de emergencia. Debo decir que fue complicado ponerlo en marcha, pero de alguna forma, lo hicimos.

—De alguna forma, ¡qué bueno! —dijo de pronto Malhereux—. Oh, nos quedamos helados cuando su nave anunció que las constantes vitales del piloto se habían detenido.

—Detenido no —intervino Ferdinard—. El mensaje decía: «Error en los sensores.» Eso me dio una idea.

—Por más que me lo expliques no lo voy a entender —comentó Malhereux. Había escuchado la historia un buen número de veces desde entonces.

Mientras tanto, el supervisor Naguas miraba a unos y a otros como si estuviera asistiendo a un evento deportivo. Tenía el ceño fruncido, como si hiciera un esfuerzo por no perder detalle.

—«Error en los sensores», sí. Parecía que se trataba de algún tipo de error, pero yo sabía que no.

—¿Qué decía el informe? —preguntó Naguas.

Esta vez intervino Maralda (que, por supuesto, había escuchado la historia también varias veces de boca de los dos chatarreros), más versada en aspectos técnicos y, sobre todo, en disciplinas que incluían la medicina general.

—El análisis de su cuerpo tenía características de hipersueño —explicó—. Ése era el informe. Por supuesto, era contradictorio. La actividad cerebral era la residual de una muerte reciente, el corazón estaba detenido. El cuerpo empezaba ya la rápida degeneración que sigue al fallecimiento. Pero los sensores captaban algo para lo que no estaban preparados. Los procesos de control sabían que algo no encajaba en el resultado global, por eso el mensaje original decía, escuetamente, «Error en los sensores».

—Un momento —pidió Naguas—. ¿Me está diciendo que todos ustedes estuvieron en ese estado, de muerte cerebral, con el corazón detenido y todo lo demás?

Malhereux soltó una pequeña carcajada, pero Maralda le sostuvo la mirada y se limitó a asentir lentamente.

—Pero ¿entonces? —preguntó el supervisor.

—Seguí mi corazonada. Sabía que había algo raro… Si hubiera tenido que fiarme de los sensores de mi vieja nave, no habría movido un músculo. Pero aquello era tecnología punta de La Colonia. Y después de todo, ¿qué tenía que perder?

—No le sigo —dijo Naguas, atribulado por tanta información.

El resto de los asistentes intercambiaban miradas de perplejidad.

Ferdinard sacudió la cabeza.

—Cuando bajé abajo y moví el brazo de uno de aquellos cadáveres, noté que no estaba rígido. Sin embargo, debería haberlo estado. Había pasado bastante tiempo.

—Fue muy astuto —exclamó Maralda—. La rigidez cadavérica comienza a las tres horas de la muerte, y es completa a las trece horas.

Ferdinard asintió. Maralda tenía sus ojos puestos en Naguas, que no daba crédito a lo que oía.

—Debería tener la mente más abierta, supervisor Naguas —dijo Maralda suavemente—. Imagine una civilización que ya era muy superior a la nuestra hace diez mil años. Imagine cómo podrían ser sus sistemas de hipersueño.

—Entonces, ¿era eso? No estaban muertos… estaban sumidos en algún estado de hipersueño avanzado. Pero ¿con qué finalidad?

—Oh, esto le va a encantar —dijo Malhereux, riendo entre dientes.

—El cubo era, efectivamente, un transmisor. La Hipervensis lo averiguó con facilidad, y ésa fue nuestra pista. Efectivamente, así era pero no transmitía datos, ni voces, ni señales. Tampoco enviaba los cuerpos siguiendo algún tipo de particalización como la que hemos estado persiguiendo desde hace milenios. Enviaba otra cosa.

Naguas permaneció en silencio, expectante.

—¿Recuerda las antiguas religiones a las que se convertía la gente en los tiempos de la Tierra original?

Naguas asintió, tras pestañear durante un par de segundos.

—Esa máquina dejaba atrás la carcasa terrestre —continuó diciendo la controladora—. Lo que enviaba era… la esencia misma de nuestro ser. Puede llamarlo alma, espíritu, conocimiento, esencia fundamental… Convendría revisitar el conocimiento antiguo para empezar a abrir campos de investigación que abandonamos hace ya demasiado tiempo.

—Pero… —empezó a decir Naguas, abrumado. Sin embargo, no pudo continuar.

Con el devenir del tiempo, el hombre de la edad espacial había abandonado paulatinamente las antiguas creencias religiosas, debido, entre otras cosas, a la hegemonía tecnológica y del conocimiento científico que había ejercido La Colonia. Tener que volver a explorar aquellos viejos senderos significaba redefinir de nuevo las viejas premisas filosóficas; poner sobre la mesa otra vez las antiquísimas definiciones de Platón o de Aristóteles, las reflexiones antropológicas de Tomás de Aquino y todo el pensamiento occidental posterior, incluyendo la teología cristiana, las enseñanzas bíblicas y el magisterio católico. Eso sin contar los nuevos estudios que tendrían que hacerse para intentar captar y medir la existencia del espíritu de una manera científica.

—No se ponga nervioso —exclamó Maralda, riendo—. Sólo es una forma de verlo. En realidad, no tenemos una idea clara de lo que pasó.

—Cada uno tenía su propia teoría —dijo Malhereux—. La del alma no es tan descabellada.

—Otra teoría es que formamos una mente colectiva —añadió Ferdinard.

Naguas alzó las manos e hizo un gesto con ellas.

—Un momento… —pidió, dirigiendo a Maralda una mirada severa—. ¡Se explican ustedes de forma muy poco rigurosa! ¿Qué les hace pensar todo eso?

—Bueno, conseguimos contactar —dijo Maralda, encogiéndose de hombros.

—Estábamos allí los tres, con
ellos
. Aunque no con nuestros cuerpos.

—¿Cómo, entonces? —preguntó Naguas rápidamente.

—Ya se lo he dicho. Era algún tipo de… plano espiritual, una especie de conciencia.

—¡Un subidón! —exclamó Malhereux—. En mi vida he tomado algunas drogas, ¿sabe?, pero nada como eso.

—¿Estuvieron en contacto con los alienígenas, entonces? —preguntó el supervisor.

—Puede estar seguro —intervino Ferdinard—. Aunque nunca los vimos físicamente. Era como… como estar en un sueño, pero tan vívido…

—Un contacto íntimo —sugirió Maralda—. Es una brillante solución. La energía… la luz… viaja mucho más rápido que cualquier otra cosa. Si hubiéramos tenido que trasladarnos realmente, nunca les hubiera dado tiempo. De hecho, tenemos poco tiempo —giró la cabeza para mirar la nave con forma de cilindro—. A nuestros nuevos amigos les queda, lamentablemente, bastante camino para regresar a su rincón del universo. Créame, están lejos de casa y tienen sus propios asuntos que atender.

En ese momento, levantó la cabeza para mirar más allá de su superior. Cada vez había más gente reuniéndose en el muelle, llegando por las rampas y los túneles: todos querían saber qué eran aquellas esferas que aún describían intrépidos giros en el espacio, alrededor del hangar. Maralda asintió, satisfecha.

—Supervisor —continuó diciendo—, lo que vimos en el panel era cierto. Esta raza lleva extendiendo la semilla de los seres humanos por todo el universo desde hace millones de años. La Tierra original, nuestro origen, no fue sino… una parada más.

—No es posible… —susurró Naguas.

—Supervisor, ellos son nuestros ancestros cósmicos —respondió Maralda.

—Pero ¿por qué?

—Para preservarnos. Somos una raza débil, supervisor. Delicados y proclives a la autodestrucción. Pero nuestra semilla es valiosa…

—Diría que nos admiran —apuntó Ferdinard—. Bueno, es lo que me ha parecido.

—Ésa es mi impresión también —exclamó Maralda—. Así que nos buscan entornos favorables. Planetas idóneos. Y luego dejan que prosperemos.

—Pero no puede ser… Hemos explorado tanto… y nunca hemos encontrado ningún indicio de que pudiera existir otra raza…

Maralda sacudió la cabeza.

—Sabe usted que apenas nos movemos por un vaso de agua en el océano descomunal que nos rodea —dijo—, y aún me quedo corta.

Naguas tuvo que estar de acuerdo y asintió con gravedad.

—¿No quieren… no van a presentarse a nosotros? —preguntó.

—Me temo que son muy reservados, supervisor —dijo Maralda, profiriendo un sonoro suspiro—. Ni siquiera nosotros los hemos visto, como le he dicho. Funcionan a un nivel superior, más espiritual, más energético. Son seres de luz que han transcendido la materia orgánica. Ya hablaremos sobre ello con más detalle, pero existen a un nivel diferente… superior. Son conjeturas, naturalmente, pero sospecho que no podemos verlos del mismo modo que nuestros ojos no captan las radiaciones de rayos gamma.

—De acuerdo. Pero volviendo a lo de antes —exclamó—. Estos seres superiores… ¿nos dejan que… prosperemos, sin más?

—Verá —dijo Ferdinard—, quieren hacerlo de nuevo. Según ellos, es el momento de escindir este… bueno, este brote que somos nosotros.

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