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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (46 page)

BOOK: Panteón
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Ferdinard asintió.

—Entonces… esa cosa… ¿está viva? ¿Es la cosa de los paneles, realmente?

Nadie respondió inmediatamente. Mientras tanto, la anomalía continuaba creciendo. Ferdinard se dio cuenta de que tenía que pestañear a menudo para ajustar la vista al constante cambio de intensidad de la luz: había crecido tanto, que se recortaba ahora contra el cielo, oscureciéndolo todo. La sensación era abrumadora.

La Hipervensis encendió automáticamente las luces de la cabina.

—Cómo puede ser tan grande —susurró Malhereux.

—Quizá deberíamos irnos de aquí —opinó Ferdinard.

Pero Maralda seguía observando, ceñuda.

—Pregunta usted si está viva —exclamó de pronto, pensativa—. Es cierto que nos sorprende ver algo tan impreciso, nebuloso, que se comporta como el humo común, y pensar en
vida
. Pero al fin y al cabo, ¿qué es la vida?

—¿Nos lo está preguntando en serio? —preguntó Malhereux.

—Científicamente —continuó diciendo Maralda como si no le hubiera escuchado—, la vida es la capacidad de administrar recursos adaptándose a los cambios producidos en un medio. Biológicamente, en cambio, la vida puede definirse como un estado de la materia alcanzado por estructuras moleculares específicas que pueden desarrollarse en un ambiente, reconocer y responder a estímulos.

Malhereux torció el gesto, incapaz de dar crédito a lo que estaba escuchando.

—¿Ha perdido el juicio? —preguntó—. ¡Ahí fuera hay una especie de… monstruo! ¿Y usted divaga sobre cuestiones… filosóficas?

Maralda pestañeó y giró la cabeza por primera vez para mirarles; era todo el movimiento que podía permitirse, ya que su traje táctico seguía conectado al sistema de control médico de a bordo mediante el interfaz del asiento. Pero incluso ese pequeño movimiento le costó cierto esfuerzo.

—Tiene razón —dijo entonces—. Creo que son los calmantes. Tengo algo roto en alguna parte. Nada que no pueda solucionarse, desde luego, pero no aquí. —Se miró las manos; ya no sentía la punta de los dedos—. No creo que pueda pilotar la nave.

—¿Habla en serio? —graznó Ferdinard.

—Oiga, ¿no puede activar el piloto automático? —preguntó Malhereux—. Hacer que salga de aquí como… zumbando.

—Aún no —dijo—. Hay algo que quiero averiguar.

—¿Qué es? —preguntó Ferdinard.

—Los paneles —dijo Maralda despacio. Se pasó la lengua por el interior de la boca, y notó un regusto extraño; con seguridad, un efecto secundario de los fármacos que le estaba suministrando la nave—. Usted dijo que uno de ellos mostraba a esa cosa acabando con toda la vida de un planeta.

—Sí.

—Y luego, en el panel siguiente, escapaba del planeta. Se la veía flotando en el espacio.

Malhereux se agitó en su asiento, incómodo.

—Un momento —dijo—, ¿adónde quiere ir a parar?

—¡Bueno, no lo sé! —exclamó Ferdinard rápidamente, sintiendo que la cabeza, de pronto, le daba vueltas—. Me pone en una situación complicada. Piense que eran dibujos esquemáticos, muy difíciles de interpretar…

—Sin embargo, lo lograron. Hasta el momento, todo concuerda.

—Es posible, pero…

Maralda esbozó una sonrisa extraña.

—Verá, me importa muy poco si esa especie de entidad crece tanto como para consumir todo el cochino planeta. Sólo es un planetoide en el borde exterior. Probablemente, las rutas comerciales normales tardarán cien o doscientos años en pasar por aquí. Pero si puede saltar al espacio y desplazarse por él…

Malhereux y Ferdinard intercambiaron una mirada.

—Bueno, si puede hacer eso —continuó diciendo Maralda—, entonces tendremos un problema potencial.

—¿Está diciendo —murmuró Ferdinard— que quiere esperar aquí a ver qué ocurre?

—Eso es lo que vamos a hacer.

Malhereux miró la pantalla de nuevo. Aquella entidad parecía ahora inconmensurable; tan inabarcable como titánica. Había crecido tanto que se extendía como un cielo encapotado, y aún seguía creciendo, emergiendo lentamente del foso en el suelo como un surtidor de hidrocarburo.

En un momento dado, las cámaras laterales de la Hipervensis enfocaron una de las naves, irremediablemente varada en tierra. Parte de los propulsores de cola habían sufrido desperfectos con las vibraciones y el aparato entero estaba condenado. Pero el espanto negro se acercaba ya peligrosamente, y eso pareció forzar a un grupo de hombres (que hasta entonces habían estado ocultos en su interior) a salir corriendo. Al fin y al cabo, debieron pensar, la tierra ya no se sacudía tanto.

La sombra devoró la nave y continuó su avance, insaciable, progresando con avidez y recortando rápidamente la distancia que le separaba de los hombres. Por fin, con un movimiento tan inesperado como violento, la lengua se proyectó hacia ellos y los atravesó limpiamente. En la quietud de la cabina de la Hipervensis, la escena era tanto más impresionante; la ausencia de sonido la hacía demasiado aséptica y estéril, como si estuvieran viendo una película mental que se ha quedado grabada en la memoria y se repite cuando menos lo esperas.

Los sarlab recorrieron aún un par de metros, pero luego empezaron a moverse de forma extraña, como si fueran muñecos que se quedan poco a poco sin energía, hasta que se desplomaron, cayendo al suelo como fardos inútiles. Ferdinard se revolvió incómodo en su asiento.

Maralda, en cambio, se lanzó sobre su terminal para operar los controles. La visión aumentó considerablemente, mostrándoles una imagen cercana y nítida de los sarlab, despojados de vida, abandonados en el suelo arenoso. Uno de ellos, por mor quizá de un caprichoso azar, parecía incluso mirar a la cámara.

Lo más impresionante era el color de su piel.

—Oh, sagrada Tierra —musitó Malhereux, llevándose una mano a la boca.

Algo le pasaba a la piel; era como una imagen invertida de sí misma.

27
Naguas se pone al día

Resultaba fascinante comprobar cómo se había transformado la superficie del planeta en los últimos treinta minutos. Ya no era una aburrida planicie; las fallas y las grietas se habían ocupado de crear desniveles impresionantes, abrumadores, con picachos de roca que habían emergido de las entrañas de la tierra para señalar acusadoramente al cielo. Algunas de esas fallas lanzaban borbotones de magma incandescente al cielo. A lo lejos discurría un improvisado río de fuego que teñía el cielo con su resplandor rojo, y en el aire, por todas partes, volaban pequeñas volutas de ceniza incandescente.

Era como asistir al fin del mundo.

En cuanto a la anomalía, continuaba extendiéndose. A medida que crecía, la Hipervensis maniobraba suavemente para mantenerse a cierta distancia. Esos pequeños cambios había que practicarlos demasiado a menudo; Maralda Tardes tenía la sensación de que, cada vez, crecía más y más rápido.

Lo que resultaba curioso, en opinión de la controladora, es que no se extendía hacia todas las direcciones, como sería de esperar, sino que crecía en dirección noreste, justo hacia donde estaba la voluminosa nave sarlab.

Para Ferdinard, se trataba de otro indicio de comportamiento inteligente, pero Maralda no lo tenía tan claro.

—¿Qué podría querer de esa nave, si se trata de un ser inteligente? —preguntaba.

—Energía —contestó Ferdinard rápidamente.

—Ya
es
pura energía —exclamó Maralda, enfatizando la palabra.

—Igual necesita aún más para enfrentarse al salto espacial —intervino Malhereux—. Si va a viajar por el espacio de un planeta a otro… igual necesita acumularla.

Maralda le dedicó una mirada apreciativa.

—Es un debate fútil —anunció—. Esa cosa está a punto de alcanzarla.

Y era cierto. Avanzaba a una velocidad cada vez más impresionante. Ya no quedaban naves sarlab en el aire. Los pequeños transportes o habían llegado ya, o habían sido interceptados y se encontraban destruidos en tierra, convertidos en restos humeantes. No demasiado lejos, en el horizonte, la Vernus Imperia sarlab centelleaba como una estrella a medida que los soles enfrentados, Nardis y Vorensis, arrancaban destellos del fruncido metal de su fuselaje.

—Por todas las estrellas —musitó Malhereux—. Va a alcanzarla de veras. ¿Por qué no huyen?

Maralda miró los datos recopilados por los sensores remotos de la nave.

—Porque no pueden —respondió con sencillez—. Intentaron arrancar no hace mucho, pero parece que su personal no está tan capacitado como pensaban. Según las lecturas que tengo, no lo lograron porque sus motores están gravemente dañados. Imagino que deben de estar reparando la nave a toda pastilla. No debe ser agradable ver cómo se acerca esa cosa.

—¿Cree que ellos deben saber más sobre esa cosa que nosotros? —preguntó Malhereux.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, sencillamente porque es una nave más grande. Apuesto a que tienen sistemas de medición mejores que…

—No lo creo —interrumpió Maralda—. La tecnología de La Colonia sigue siendo puntera, al menos hasta donde yo sé, y ésta es además una nave realmente especial, aunque no lo parezca a simple vista.

Malhereux asintió, observando con atención el compartimento de la cabina y su pequeño anexo trasero. Ferdinard, por su lado, miraba las distintas pantallas con el ceño fruncido. Se preguntaba qué pasaría cuando alcanzase la nave.

De pronto, una señal de alerta se encendió en la pantalla principal. Maralda saltó sobre el panel.

—¿Qué ocurre? —ladró Malhereux.

Maralda tardó aún un par de segundos en responder.

—Han… Han disparado.

—¿Disparado? —preguntó Ferdinard.

—Han disparado sus cañones primarios.

—¿Los primarios?

—¡Mire la pantalla! —exclamó, imperativa y colérica.

Era el estrés. Los cañones primarios de una nave como la Vernus Imperia no eran cualquier cosa.

Otra vez los haces blancos cruzaban el cielo del planeta sin nombre, henchidos de energía y zumbando peligrosamente. Pero en esta ocasión, no volaron hacia tierra; viajaron horizontalmente, dirigidos ex profeso hacia la anomalía.

Ferdinard arrugó el entrecejo.

—Eso no parece una buena… —empezó a decir.

—¡No lo es en absoluto! —exclamó Maralda, manipulando los controles—. ¡Hay que salir de aquí!

La Hipervensis reaccionó con rapidez, dando una vuelta en círculo y acelerando para alejarse de allí. Maralda conocía las especificaciones de unos cañones de ese tipo. Si estaba en lo cierto, allí estaba a punto de desatarse una destrucción que acabaría por condenar al planeta entero. La nave avanzaba como una estrella fugaz, dirigiéndose al espacio.

—¡No hay tiempo! —graznó Malhereux.

La pantalla mostraba ya lo inevitable: dos haces penetrando en la anomalía. Ferdinard contuvo la respiración, esperando una tremenda explosión. Malhereux estaba también lívido; su mandíbula inferior temblaba visiblemente. Al fin y al cabo, él también había comprendido que si aquella aberración visual no era sino una formidable masa de energía radiante, bombardearla con fotones concentrados no era, con seguridad, la más feliz de las ideas. Maralda, inconscientemente, apretó los glúteos, temiendo que una bola de fuego fuera a consumirles por atrás.

Pero no ocurrió nada de eso.

Lentamente, Maralda empezó a aminorar, mientras miraba los datos de la pantalla. Los haces, simplemente, habían desaparecido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ferdinard.

—¿Estamos a salvo? —soltó Malhereux.

—Lo estamos… —dijo Maralda, repasando los datos con movimientos rápidos de ojos. Todas las lecturas eran normales—. Pero ¿cómo es posible?

Suavemente, accionó los controles para regresar otra vez a la escena, y la Hipervensis respondió con su acostumbrada precisión. Mientras regresaban, notaba que la adrenalina había paliado un poco el efecto de los calmantes y se sentía más despierta de nuevo. La curiosidad y la duda flotaban en la parte consciente de su mente.

¿Cómo? ¿Cómo desaparecen unos disparos como ésos?

La pantalla les dio entonces una pista.

Eran relámpagos: arcos voltaicos de todos los tamaños que surgían espontáneamente de la base del monstruo, a nivel del suelo, y restallaban por todas partes. A veces conectaban otra vez con la masa oscura e informe de la anomalía, pero otras golpeaban contra el suelo, tiznándolo de negro. En la pantalla, uno de los relámpagos se mantuvo cambiando de forma en el aire durante casi tres segundos, brillante e intenso, hasta que se perdió por una grieta abierta en la tierra.

—Eso no pasaba antes —exclamó Malhereux.

—Eso… ¿qué es, exactamente?

Maralda no dijo nada, pero le bastó una pequeña consulta a los datos de la pantalla para comprobar que lo que temía era lo que había pasado: la anomalía había absorbido, de alguna manera descabellada, los haces de la Imperia.

Nioolhotoh estaba henchido otra vez de poder, y se complacía en ello. En realidad, nunca dejaba de absorber. Extraía energía de todas partes; de la fuerza del viento cuando golpeaba contra él, de la fricción de las rocas en el suelo, del movimiento del planeta y de las erupciones de lava que se producían por doquier. Todas esas cosas estaban bien, pero aquella inesperada inyección de energía había sido mucho mejor. Se parecía un poco más a lo que recordaba, a la vieja y embriagadora sensación de consumir planetas enteros cuajados de deliciosa vida.

Ahora… Ahora sentía que podría multiplicar su tamaño unas cien veces. Era suficiente, desde luego, para dejar atrás esos tímidos pasos iniciales y empezar a pensar en todo lo que podía hacer. Lo que
debía
hacer. Había tantas fuentes de energía en el universo… había tanto que
procesar
.

Con semejante nivel de energía en su cuerpo, Nioolhotoh empezó a estirarse y crecer. Los oscuros brazos se alargaron como las ramas de una enredadera; se agarraban a una pared imaginaria y escalaban con avidez. De cada parte surgían mil ramificaciones que hacían florecer una suerte de maleza impenetrable, negra como la brea. Producía escalofríos verlo absorber toda la realidad a su paso.

Las primeras puntas de los tentáculos llegaron a la Imperia en cuestión de segundos. Rápidamente, la batería de cañones empezó a descargar todo su poder destructivo, pero las ráfagas no hacían mella: simplemente desaparecían al contacto con la oscuridad sin forma.

Por fin, varios brazos comenzaron a moverse alrededor de la monumental nave. Visto desde la distancia, parecían unos delicados lazos rodeando un bonito regalo, aunque se mantenían a cierta distancia, como la mano de un amante que juega a retrasar el placentero momento del contacto. En verdad, con la luz dorada de uno de los soles asomando por la línea del horizonte y los relámpagos que sacudían la nave, había algo hermoso en la escena.

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