Panteón (43 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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—¿Y los cañones primarios? —interrumpió.

—Los cañones primarios están en perfectas condiciones.

—¿Tienen energía?

—Los generadores de energía no fueron alcanzados, jefe Jarvis —dijo Hassat—. La Imperia goza de buena salud.

—De acuerdo. ¿Cuál es la posición de nuestro Bardok?

Hassat se acercó al terminal de mayor tamaño y se agachó para dar instrucciones al operador.

—Muéstreme Q-8 y Q-9.

La pantalla cambió inmediatamente para mostrar una perspectiva tridimensional de la zona que estaba siendo invadida. Allí estaban los túneles expuestos y un montón de pequeños símbolos y marcadores indicando la presencia de tropas.

—Aquí lo tenemos. Nuestro Bardok está a bastante profundidad. La señal no es buena, aunque mejora a medida que nuestras máquinas de asedio dejan expuestos los túneles e instalaciones. Creemos que la fuente de interferencia es el mismo material con el que están hechas las paredes y techos, o algo integrado en…

—¿Puede ponerme con él ahora? —interrumpió Jarvis.

—Eh… no, jefe Jarvis, en este momento no, lo siento. ¿Ve esto? —dijo, señalando una esfera que giraba al lado de un gráfico estadístico animado—. Es un ciclo. La esfera representa el tiempo que tarda el ciclo en repetirse. Cuando volvemos al grado cero, tenemos un período pequeño en el que la conexión es posible, pero ahora…

—Es suficiente, gracias —soltó Jarvis—. Bien. Escuche. Tenemos órdenes directas de nuestro Bardok. Quiero que las ejecute inmediatamente.

—Por supuesto, jefe Jarvis —contestó el oficial, solícito.

—Emita una orden de evacuación inmediata y urgente a todos nuestros hombres, que regresen a la nave.

—Sí, jefe Jarvis.

—Cuando lo haya hecho, espere tres minutos. Luego utilice los cañones primarios de la Imperia para atacar el punto de infiltración.

Hassat abrió mucho los ojos. Algunos operarios se quedaron quietos unos segundos; luego continuaron con sus tareas. Ahora, el oficial llevaba la mirada de un Kardus a otro.

—¿Los cañones primarios, ha dicho? —preguntó en tono confidencial.

—Ha escuchado perfectamente, Hassat.

—Pero…

Hassat, como todos en la sala, se daba cuenta de las implicaciones de lo que el Consejo Kardus estaba pidiendo. Los cañones primarios eran devastadores generadores de potencia súper destructiva, que se empleaban generalmente para el asalto a naves grandes o ciudades en tierra, bombardeándolas desde la órbita del planeta. Ni siquiera se empleaban cuando había un enfrentamiento cercano entre dos naves, como el que había ocurrido antes, en ese mismo ciclo. Sencillamente, eran demasiado poderosos, demasiado brutales; semejante potencia habría hecho explotar la Semex en el acto, arrojando un arco de fuego que se habría llevado por delante también a la Imperia.

Hassat intentaba calcular mentalmente los efectos de una descarga como aquélla. El planeta sin nombre ya estaba seriamente afectado por el impacto de la nave, de manera que la descarga probablemente causaría un trastorno apocalíptico.

—Jefe Jarvis, con todos los respetos, tendría que hacer unos cálculos para corroborar mis impresiones, pero estimo que una descarga directa sobre la superficie del planeta seguramente provoca…

Jarvis levantó la mano con un gesto impreciso y apartó a Hassat a un lado.

—Gracias, oficial —exclamó, en un tono de voz que pretendía dejar clara la superioridad de su rango—. El Consejo Kardus lo tiene claro, pero se nos acaba el tiempo. Ésta es una acción urgente. Operador, por favor, haga lo que hemos dicho. Ordene primero la evacuación a todos nuestros hombres. Que se aseguren de que las naves despegan en cinco minutos, antes de que lancemos el ataque.

—De inmediato, Kardus Jarvis —dijo el operador.

Hassat permaneció callado, súbitamente relegado a un segundo plano. Pero mientras recorría las expresiones de los tres Kardus, supo en su fuero interno, de una forma inequívoca, que algo andaba mal.

Terriblemente mal.

Jebediah no sabía qué había ocurrido en su período de amnesia, pero sospechaba que aquellos dos hombres podían tener una idea bastante precisa.

Se le ocurría que, probablemente, se había interpuesto algún tipo de radiación electromagnética. Estaba blindado contra la mayoría de los rangos de exposición, por supuesto, pero sabía que ciertas frecuencias podían afectarle. Quizá había sido otra cosa… flujos de iones, tal vez. Aun así, eso explicaba los problemas de funcionamiento en sus partes mecánicas, pero no la amnesia. ¿Por qué no recordaba nada? Había todo un lapso de tiempo que había desaparecido de su memoria.

Miró con suspicacia el impresionante cubo. ¿Podría tratarse de otra medida defensiva de aquella gigantesca aberración? Cabía la posibilidad, desde luego. Mientras consideraba esa idea, caminando resuelto hacia los dos hombres, un montón de rocas y trozos de panel cayeron al suelo a varios metros de distancia, provocando un ruido enorme. Los ecos ascendieron por las paredes de la sala. Aquel lugar se estaba yendo a la mierda; tenía que darse prisa si quería extraer de allí lo que necesitaba.

Continuó acercándose. Quince metros. Doce.

Ferdinard sabía que el hombre-máquina se acercaba, pero en realidad, le importaba una mierda.

Lo que le preocupaba era Malhereux. Aún tenía pulso, pero débil. Se iba; su amigo estaba yéndose. Lo que fuera que el cubo emitía, le había exprimido por dentro.

Las lágrimas asomaron a sus ojos, así que apartó la vista para mirar como la máquina se acercaba. No estaba seguro de que su socio pudiera verle, pero no quería arriesgarse.

—No pasa nada, tronco —dijo—. Es este lugar, ¿sabes? Lleva demasiado tiempo cerrado.

Se acercaba. La máquina se acercaba. En realidad, eso estaba bien. La mujer yacía muerta, o eso parecía, a varios metros. Nunca les sacaría de allí. Y la salida estaba bloqueada, cortada por varias toneladas de roca. Incluso Bob, que había vuelto momentáneamente de la tumba como el proverbial héroe de las historias para niños, no era ahora más que un amasijo de metal y circuitos. Por lo demás, estaban encerrados con una atrocidad infame aislada en un bloque gigante y un robot que sufría repentinos cortes en su funcionamiento.

Ferdinard le miró, furioso.

—Oh, ¡termina de una vez, jodido cabrón!

Jebediah dio un paso y, de repente, se topó de bruces contra algo.
¡CLANK!
Cayó hacia atrás cuan largo era.

Ferdinard lo vio caer. Había sido un buen encontronazo, pero… ¿contra qué? Allí no había nada. O eso parecía, porque de pronto creyó percibir pequeños microcambios en el aire… nada que advirtiese cuando fijaba la vista, sino movimientos casi imperceptibles que registraba con la vista periférica.

Se restregó los ojos para asegurarse de que las lágrimas no le estaban jugando una mala pasada, pero eso no cambió su impresión de estar viendo
algo
, sino que la acentuó.

¡Definitivamente, allí se movía una especie de silueta transparente! Era complicado captarla, pero realmente estaba.

Jebediah, mientras tanto, se incorporaba de un salto. Lo hizo casi con gracilidad, pero estaba confundido. ¿Qué le había derribado? No veía nada… ¿Acaso había ocurrido de nuevo? Y si había vuelto a perder instantes de su vida, ¿qué había ocurrido con todos sus magníficos sensores? ¿No se suponía que podía ver venir las cosas antes incluso de que se produjeran? ¿Acaso no era él el Gran Bardok de los sarlab?

Furioso, Jebediah lanzó las manos hacia delante, y entonces ocurrió algo inexplicable.

Desde el punto de vista de Ferdinard, fue como si, de repente, el hombre-máquina conjurara un objeto. Éste comenzó a formarse desde el lugar donde estaba su palma: una superficie grande de un color gris mate que fue extendiéndose rápidamente. Casi parecía que estaba insuflando algún tipo de tinte en el aire.

Para Jebediah, fue como si hubiera activado algún tipo de campo invisible. Lo captó mediante los sensores táctiles de sus dedos y ahora estaba revelándose ante sus lentes biónicas, perfilándose en el aire. No sólo había algo, además era enorme.

Ferdinard estaba boquiabierto. Inclinó la cabeza para ver lo que estaba apareciendo ante ellos, y aunque tenía una extraña forma como de huevo achaparrado, pronto comprendió que se trataba de algún tipo de nave espacial. Tenía que serlo. Aunque la cubierta era perfectamente lisa, creyó distinguir algunas líneas de ensamblaje y hasta pequeñas luces blancas y verdes en el lateral. De pronto, recordó algo:

Mi nave
—había dicho la mujer de La Colonia—.
Tratará de llegar hasta nosotros, incluso a través del techo, si le es posible
.

¿Era aquélla la nave de la mujer?

¿Qué otra nave podía volverse invisible, de todas formas? Tenía que ser de La Colonia.

En ese momento, se dio cuenta de que estaba apretando el cuerpo de su amigo contra el suyo; Malhereux acababa de protestar con un pequeño gruñido. Eso, al menos, le llenó de una inesperada fuerza; un destello de esperanza. Malhereux aún respiraba, aún era capaz de sentir. Quizá estuviera al borde de un coma o algo peor, pero aún no se había ido.

Rápidamente, Ferdinard empezó a enderezar a su socio.

—¡Mal! Vamos, Mal… ¡Tienes que levantarte! ¡Nos vamos de aquí!

Malhereux gimió. Puso los ojos en blanco pero luego asintió vagamente.

Irse. La idea era formidable, desde luego, pero ¿cómo lo conseguirían? Con aquella mujer muerta, ¿lograrían acceder a la nave o estaría protegida contra intrusos? Estaba allí, desde luego, pero ¿serían capaces de pilotarla?

¿Cómo coño se entra?
, se preguntó, mirando su fuselaje sin marcas.

Era algo que pretendía averiguar.

Jebediah pensó que aquella cosa era algún nuevo sistema defensivo de aquel lugar, como el robot que encontraron en la primera cámara. Al fin y al cabo, nunca había oído hablar de aparatos de aquel volumen que invisibles al ojo humano y, mucho menos, indetectable para los desarrollados sensores que su cuerpo albergaba. Aquello era tecnología alienígena.

Sin pensarlo dos veces, Jebediah se dio impulso y se lanzó hacia arriba; fue un espectacular salto que le hizo elevarse unos seis metros en el aire. Cuando llegó a lo más alto, se ayudó con las manos y empezó a desplazarse hacia delante describiendo una suave parábola que lo colocó encima del objeto. Por fin, empezó a caer con fuerza. En el último momento, sin embargo, la forma se desplazó con una velocidad insospechada. Jebediah apretó los dientes. Estaba a punto de caer de nuevo al suelo cuando el objeto volvió a desplazarse con un giro brusco, haciendo que saliera despedido con gran fuerza.

El líder sarlab fue lanzado de nuevo a la zona de influencia del cubo más pequeño. No llegó más lejos porque, cuando se deslizaba ya por el suelo, consiguió proyectar el brazo a modo de pistón, incrustando el puño en las baldosas. Eso le sirvió de anclaje y se detuvo. De haber resbalado más allá, esta vez la contaminación habría sido, con toda probabilidad, insoportable. Un cortocircuito en alguna parte esencial de su sistema podría ser tan fatal como una parada cardiorrespiratoria para cualquier ser humano. Aun así, comenzaba a notar otra vez las interferencias y su cuerpo empezaba a fallar. Mientras su visión se convertía en un montón de bloques de pixeles coloreados, el líder sarlab profirió un grito de rabia.

Pero Ferdinard y Malhereux ya se habían puesto en pie. El hombre-máquina parecía un bailarín con el cuerpo en el aire, sujeto únicamente por el brazo derecho. Ferdinard, sin embargo, parecía más interesado en la nave. Al menos permanecía en el sitio a medida que ellos se acercaban.

—Fer…. —susurró Malhereux.

—¿Qué pasa, tío? Mira, ¡una nave! Si conseguimos subirnos a ella, quizá hasta tenga algún sistema médico…

—No, tío —soltó su socio con dificultad—. Mira…

Ferdinard miró en la dirección que su amigo le indicaba, y lo que vio allí hizo que su mandíbula descendiese de golpe, como el resorte de un muñeco mecánico.

Sin embargo, justo en ese momento, el lugar entero terminó por parecerse más a una jaula de hámsteres que a otra cosa. Una jaula que alguien hubiera hecho rodar escaleras abajo.

Los cañones primarios de la Imperia (del modelo Dual Larser Regis 500) medían diez metros de largo, y al menos dos de diámetro. Cuando se disparaban, se retraían lentamente durante quince interminables segundos y luego soltaban toda su espeluznante furia destructiva. El sonido era un
crescendo
sostenido y, por fin, un eco furibundo que reverberaba en los oídos como un diapasón de proporciones cósmicas.

Los haces que esos cañones disparaban (de fotones concentrados, esencialmente) se alejaron de la Imperia a toda velocidad y se adentraron en la atmósfera planetaria en pocos segundos. Su temperatura era tan extrema que dejaban una estela blanca en su recorrido.

Moe Valdalak, que llevaba dieciséis largos años siendo piloto sarlab y soñaba con tener un día un negocio propio de aerotaxis en Nu Cappa, recibió el aviso de colisión en el panel de su nave unos veinte segundos antes de que los haces dobles la desintegraran por completo. Ni siquiera explotó. Fue como si una boca invisible fuera devorándola poco a poco hasta hacerla desaparecer. Ninguno de los setenta pasajeros se enteró de que iba a morir.

Los haces se acercaban a la superficie, zumbando como señales de alarma en el cielo eternamente diurno. Muchas de las naves sarlab que habían sido llamadas de regreso pudieron alejarse de la ruta de colisión, pero otras fueron alcanzadas. Las que no desaparecieron en el aire, como vaporizadas, salieron despedidas en trayectoria errática, describieron complicados tirabuzones en el aire y terminaron por estrellarse.

Por fin, los haces alcanzaron una planicie cubierta de primigenio regolito. Sin embargo, no estallaron: el polvo espacial se fundió rápidamente y se retiró, y las dos esferas de energía desaparecieron en el interior de la tierra. El pavoroso zumbido se fue tras ellos y, durante unos interminables segundos, todo quedó en silencio.

Luego…

Luego, los haces estallaron.

Al principio ni siquiera hubo ruido. La planicie entera, unos cien kilómetros cuadrados de tierra, polvo y rocas, se hinchó inesperadamente y formó una especie de burbuja. Ésta se alzó unos cuatro mil metros hacia el cielo, y justo cuando parecía que iba a detenerse y quedarse como el bizcocho que lleva ya un rato en el horno, explotó.

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