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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (38 page)

BOOK: Panteón
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—¿Qué se supone que es?

—¿No lo ves?

Malhereux caminaba hacia allá con paso resuelto. Maralda reaccionó rápidamente.

—¡Esperad! ¡No podemos quedarnos aquí! —dijo, mirando inquieta hacia la rampa de acceso.

Sabía que los sarlab no tardarían en volver, y si bien eran fácilmente manipulables, su puntería era legendaria: no tendrían ninguna posibilidad en aquel lugar diáfano. Sin embargo, Malhereux parecía decidido.

—¡Son los conectores, Fer! ¡Mira, nuestra campana!

Ferdinard examinó las piezas que conectaban con el cubo.

—¡Extraordinario! —dijo—. ¡Tienes razón!

Maralda giró la cabeza para mirar, picada por la curiosidad.

—¡Fer! —exclamaba Malhereux, entusiasmado—. ¡Éstos son los conectores que medía aquel ordenador de La Colonia!

Tan pronto soltó su frase, se dio cuenta de que había sido muy indiscreto. Probablemente, a Maralda no le haría gracia que hubieran estado curioseando en sus ordenadores. Y como para confirmar esa sospecha, Maralda preguntó de inmediato:

—¿Qué ordenadores?

—Lo… Lo siento —se apresuró a decir Ferdinard—. Vuestros ordenadores… Mientras esperábamos, cuando saliste tras el sarlab… No pudimos evitar echar un vistazo.

—¿Qué visteis? —preguntó Maralda.

Malhereux, sin embargo, continuaba andando de forma despreocupada hacia los cables y los conectores. En un momento dado, se detuvo, titubeante.

—Pero… ¿qué…?

Giró súbitamente a la derecha y avanzó a trompicones, moviendo los brazos como si fuera un autómata estropeado.

Ferdinard experimentó una súbita oleada de pánico.

—¿Mal?

—Oh, por las estrellas…

—¡Mal! —gritó Ferdinard, corriendo hacia él.

—¡Tranquilo, tío! —exclamó Malhereux, levantando las manos—. Es sólo un mareo. Hay una… Algún campo electromagnético… o de algún tipo.

Ferdinard se detuvo en seco.

—Qué rabia. No creo que pueda ir más allá —dijo.

—¿Para qué demonios quieres ir más allá? ¡Vuelve aquí, Mal! —protestó su amigo—. Estás arriesgándote a algo… chungo.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Maralda, entonces.

Ferdinard suspiró.

—Esos conectores. Ya se lo dijimos. Encontramos uno en un blindado. Iba bañado por una luz que provenía de un extraño aparato en el techo. Parecía improvisado, pero no pudimos determinar qué era. Ahora tengo una ligera sospecha…

—¿Qué era? —preguntó Maralda, aunque en su cabeza ya se habían formado varias conjeturas.

—Con todo lo que hemos visto por aquí, no es tan sorprendente. Como los tubos…

—Sigue…

—Era algo que lo hacía… manejable, ¿verdad?

Maralda no respondió nada. Mantuvo su mirada unos segundos y asintió lentamente. Después se dio la vuelta, avanzó hacia el conector y se quedó mirándolo.

—Qué rabia —dijo—. Si tan sólo pudiera…

Jugueteó brevemente con su pulsera y pulsó un par de interruptores con una expresión de fastidio en el rostro. Inesperadamente, la pulsera respondió con un elegante pitido.

—¡Oh, vaya! —exclamó.

¡Había conexión de nuevo! Allí estaba el dulce sonido de respuesta de la Hipervensis, indicando que estaba alerta, despierta y funcionando. ¡Era un sonido maravilloso! De repente, las posibilidades que se le abrían eran muchas, sobre todo teniendo en cuenta que los sarlab se habían encargado de dejar los corredores y salas al descubierto con sus máquinas de guerra.

Sin embargo, había una cosa que debía resolver primero.

Rápidamente, extendió el brazo hacia el conector y obtuvo una imagen-modelo de él, luego la envió al ordenador de la nave.

Ferdinard seguía hablando con su socio.

—¿Estás bien? —preguntaba, colocando una mano sobre su espalda.

—Casi me parte en dos, Fer… Tengo una especie de pitido en el oído. Era como si… todo el cuerpo me cimbreara en direcciones opuestas.

—Ya, pero ¿qué querías hacer, hombre?

—Esos conectores, Fer. ¡Hay tres más!

Su voz era ahora cantarina y atropellada, como cuando hablaba de las ganancias que se podían obtener con algún negocio.

—Pero, Mal, dijiste que eran sellos. Que impedían que…

—Pero había cuatro, Fer… —exclamó él, acelerado—. Son redundantes… estuve mirando los informes. Son como… pestillos de seguridad. ¿Comprendes? Podemos retirar hasta tres de ellos…

Mientras tanto, a apenas unos metros, Maralda obtenía la respuesta de la Hipervensis. La información llegaba en una fórmula breve pero contundente, tan precisa como se podía desear. Maralda abrió mucho los ojos y retrocedió un par de pasos. Levantó la vista para mirar el conector, como si, de repente, fuese a estallar en su cara.

¡Castrex! Inequívocamente, era castrex, un material sorprendente que provenía directamente del cascarón de las estrellas de neutrones. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo, en semejante cantidad? Su cabeza empezó a dar vueltas mientras repasaba los viejos conceptos que aprendió en la academia. Estrellas con una masa casi dos veces superior a la del sol, que cuando sufrían una suerte de implosión terminal se destruían dejando únicamente un núcleo residual cuya materia podía adoptar un nuevo estado: el de una estrella de neutrones. La densidad del caparazón de esa estrella… bueno, era abrumadora. Mientras miraba los datos en su pulsera personal, recordó viejas enseñanzas grabadas en su memoria.

Un centímetro cúbico de una estrella de neutrones pesa unos mil millones de toneladas
.

¿Cómo podía haber allí varios kilos de aquella cosa? ¿Se habría equivocado la computadora de la Hipervensis? Aquélla parecía la explicación más plausible, pero de pronto, recordó los tubos de ingravidez. Una raza que podía manejar esa tecnología, ciertamente podía manejar ese material fuera de su entorno.

Un material tan, tan denso… Nada se filtraría a través de las partículas atómicas comprimidas que componen su estructura molecular. Nada
.

—¿Estás seguro? —preguntaba Ferdinard en ese momento.

—Son redundantes —afirmó Malhereux, casi desafiante.

—Pero si el conector es tan pesado, ¿cómo haremos para retirarlo? ¿Y para llevárnoslo?

Maralda se dio la vuelta de nuevo. Casi no podía creer que aquellos dos tipejos estuvieran hablando todavía de llevarse cosas de allí. Quizá no habían comprendido que el lugar estaba atestado de sarlab, y que sus máquinas de asedio trabajaban en ese momento para seguir dejando aquel lugar tan expuesto a la luz como les fuera posible. Quizá incluso habían olvidado que su nave había quedado completamente destruida.

En silencio, sacudió la cabeza. Estaba decidida a irse. Sacar los conectores de allí era, con seguridad, una idea potencialmente terrible… No creía demasiado en la historia de los paneles; al menos no a ciencia cierta, pero admitía que aquellas instalaciones daban cierto peso a esa teoría. Entonces, de pronto, recordó la conversación que había quedado pendiente unos momentos antes.

—¿Qué visteis en los ordenadores de La Colonia? —preguntó.

Malhereux levantó la cabeza con un gesto rápido, como si le hubieran sorprendido enredando con algo con lo que se suponía que no debía estar trasteando.

—No vimos gran cosa —dijo, dubitativo.

—Vamos, Mal —protestó Ferdinard—. Cuéntaselo.

Malhereux le miró como si acabara de revelar un secreto importante, pero su socio negó con la cabeza. Para Ferdinard estaba clara una cosa: aquella mujer no sabía mucho de nada de lo que estaba pasando. No sabía nada de conectores, ni de llamas atrapadas en cubos gigantes. Los ordenadores podían ser de La Colonia, como su socio había dicho, pero ella estaba en la inopia. No los había puesto ella; no eran suyos, y probablemente, tampoco sabía qué hacían allí. Tampoco era tan inusual ver equipamiento de La Colonia en lugares insospechados. Un puñado de ordenadores no era una de las cosas más extrañas que habían sido robadas a La Colonia. Sin embargo, no podía olvidar que si existía alguna remota posibilidad de salir de allí, era a través de ella. Era mejor que le revelaran todo lo que habían descubierto desde que empezara el ciclo.

—Mal, esto nos supera —dijo despacio—. Cuéntaselo.

—Por última vez —dijo Maralda—. ¡El tiempo se agota! ¿Qué visteis en los ordenadores?

Malhereux suspiró largamente.

—Ahí dentro… —dijo, señalando el cubo más grande—, bueno, creo que es donde está el… esa… entidad, cosa, lo que sea…

—¿Eso viste en los ordenadores?

—Vi su capacidad cúbica. No pude calcularla. Estaba expresada en potencias y… era… espeluznante. Pensé que algo así no podía existir en ninguna parte, que un contenedor semejante no era viable, y menos en un planeta como éste, enterrado en el subsuelo.

Ferdinard pestañeó, confuso.

—¡Mal! —protestó—. ¡No me habías dicho nada!

—Interpretaba la información, ¿vale? —exclamó su socio—. Sólo eso. Pensaba contártelo luego. Pero llegaron los sarlab…

—¿Qué más? —apremió Maralda.

—Bueno, está claro que aquel contenedor era éste. No puede ser ningún otro. Además estaba el tema de los conectores. Había tres estables, y faltaba uno. Era ése… el que tenemos ahí, cuyo peso no deja de aumentar.

—Es castrex… —musitó Maralda, pensativa.

—¿Qué?

—Es igual. ¡No hay tiempo! ¿Qué más cosas viste?

—Vi… Vi su composición.

—¿Qué era? —preguntó Maralda.

Malhereux estaba a punto de responder cuando, de repente, sucedieron varias cosas a la vez.

El mensaje que se formó en la pantalla era, por fin, diferente.

CONEXIÓN ACEPTADA.

PILOTO RECONOCIDO.

JEBEDIAH ACTIVO.

Con una sensación de triunfo recorriéndole la base del estómago, el alto mando se puso en pie y dejó que un exoesqueleto de luz recubriera su cuerpo.

Cerró los ojos y la conexión pasó a ocupar su mente consciente. La oscuridad fue reemplazada por la imagen, absurdamente nítida, de las lentes robot de Jebediah. No reconoció el lugar, pero de momento le daba igual. Necesitaba acceder a la memoria reciente de la unidad. Al fin y al cabo, llevaba sin poder conectar muchísimo tiempo.

El proceso era casi instantáneo: una descarga rápida en los delicados canales de su cerebro, como si de un bombardeo de información se tratase, directamente a su córtex temporal. Después de unos segundos, el conocimiento se asimilaba como si lo hubiera vivido en realidad. Un recuerdo adquirido no era diferente de uno real.

Y entonces supo.

Y cuando supo… movió los brazos para darse la vuelta.

Tarven For podía verla desde allí, pensativa y detestable. Desde esa posición, un disparo perfecto entre los ojos la frenaría de una vez por todas, vaya que sí… pero ¿y si en el último momento giraba la cabeza? Era una gerifalte de La Colonia, eso seguro, y como tal, seguro que tenía los reflejos afinados y una excelente puntería. Ellos funcionaban así, en eso no eran muy diferentes de los sarlab; daba igual el trabajo que fueran a desempeñar, el entrenamiento básico era el de un auténtico soldado.

Sí. Era una jodida jefecita de mierda. Lo notaba en su arrogancia, en su tono de voz. Se notaba a la legua que aquella zorrita estaba acostumbrada a mandar.

¡BANG!
, pensó.
¡BANG! ¡BANG!

Estás muerta, cabrona
.

No, a la cabeza no. Apuntaría un poco más bajo. Más seguro. Al pecho. A las…
tetas
. La armadura no la protegería de un disparo directo. No de aquella belleza de cuatro cañones.

—La tengo… —susurraba su compañero. Estaba apostado al otro lado de la entrada, apuntando con su arma. Era una preciosidad heredada de antiguos guerreros sarlab con un mango de ébano negro.

—Lo haremos juntos —musitó Tarven—. A la de tres. Una… Dos… Y…

Maralda fue arrojada hacia delante con una violencia desgarradora. Apenas si tuvo tiempo de dejar escapar un gemido lastimero. Sus brazos y piernas se desmadejaron y volaron como si fueran de trapo. Por fin, cayó al suelo, varios metros más allá, donde rodó sobre sí misma.

Malhereux creía haber visto lo que había pasado, pero lo cierto es que no llegó a vislumbrar el haz de los disparos combinados. Tan sólo había visto un fulgurante destello, una especie de óvalo energético, y luego… Bueno, luego ella había salido volando. Literalmente.

Ferdinard se agachó instintivamente.

—¡Mal! —gritó.

Pero Malhereux miraba otra cosa, totalmente absorto, como hipnotizado. Otra cosa. Aquella cosa.

Tuvo que pestañear un par de veces para aceptar lo que veía, ya que el movimiento era demasiado suave, demasiado sutil.

«Eppur si muove
», dijo su mente lacónicamente. Eso rezaba una inscripción que había en una pequeña placa de la cabeza de la tuneladora
Sally
, instalada allí por los fabricantes. Era el nombre del modelo, por supuesto pero también algo más; una anécdota de tiempos antiguos que Ferdinard le relató brevemente. La historia tras la frase no era tan buena (ni siquiera la recordaba) pero sí recordaba su significado: «Y sin embargo, se mueve.» Y ésa era precisamente la frase que navegaba por las aguas de su conciencia, luchando por mantenerse a flote.
¿Se mueve? ¿Se está moviendo?
Eso creía, sí, al menos los brazos… muy sutilmente… de una manera casi imperceptible…

—¡Mal! —Bramó Ferdinard.

El sonido de una descarga de plasma le sacó de su ensoñación. Ferdinard estaba disparando contra la rampa de acceso, donde, apostados a ambos lados del arco de entrada, había al menos un par de sarlab.

—Sagrada Tierra —soltó.

—¡Corre! —chilló Ferdinard.

Dedicó una mirada a Maralda antes de salir corriendo. Increíblemente, la mujer estaba incorporándose, aunque parecía aturdida. Sin embargo, no podía hacer nada por ella; los sarlab estaban disparando más ráfagas. Tenía que ponerse a salvo.

Afortunadamente, se trataba de plasma blanco. El plasma no podía lanzarse a mucha velocidad, necesitaba replicarse por el aire: en contrapartida, su onda de choque era un auténtico monstruo blanco. Tenía la altura de un hombre y un ancho respetable, y progresaba por el aire con los bordes translúcidos, llenos de temblorosas membranas. Un oído muy fino podía detectar un susurro, como el aleteo de un pajarillo, mientras se acercaba
FLAP, FLAP, FLAP
, mezclado con el sonido casi inapreciable del aire calentándose a una temperatura extrema. Hasta que era demasiado tarde. Su impacto era tan mortal como instantáneo; producía una explosión térmica que abrasaba las conexiones nerviosas y calcinaba todas las células.

BOOK: Panteón
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