Panteón (36 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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SEÑAL ENCONTRADA.

SEÑALES VITALES PERDIDAS.

¿PILOTO?

INICIANDO COMPROBACIÓN.

En ese momento, el interior de la nave empezó a llenarse de pequeños sonidos electrónicos, como una secuencia atropellada, mientras sus protocolos de emergencia se ponían en marcha. Después, lenta pero segura, la nave comenzó a moverse.

Los sarlab se quedaron petrificados, recorridos por una súbita sensación de terror. Uno de ellos sentía los testículos tan encogidos que pensaba que iban a escurrírseles por la pernera del traje en cualquier momento.

El motivo era Jebediah, por supuesto. Se le había agotado la paciencia. Avanzaba con tanta rapidez hacia el piloto que parecía una especie de vehículo de combate mecanizado. El piloto no había reparado aún en él; continuaba comportándose como si estuviera en una fiesta privada en los barracones de la Imperia. Saltaba, aullaba y hacía aspavientos. En realidad estaba deseando ver cómo atravesaba el suelo y se precipitaba hacia la planta inmediatamente inferior, si es que había alguna.

Jebediah estaba ya prácticamente encima, pero el sarlab miraba aún la campana como estuviera viéndola por primera vez en su vida. En verdad resultaba fascinante; seguía descendiendo de manera casi imperceptible pero inevitable, haciendo crujir el suelo a cada instante. Unas estrías oscuras hacíando las pesadas baldosas, generando violentos chasquidos.

Jebediah llegó, con la mano extendida por delante a modo de ariete. Cubrió con ella el rostro del sarlab y comenzó a levantarlo en el aire. Éste dejó escapar un bufido atroz, como si quisiera decir algo, pero naturalmente, la mano mecánica se lo impedía. La mandíbula crujió brevemente. Los pies le colgaban y el peso del cuerpo le tiraba demasiado hacia abajo; el cuello crujió amenazadoramente. Rápidamente, levantó ambas manos para agarrarse del brazo.

Jebediah lanzó el otro brazo hacia atrás. Estaba flexionado, con el puño cerrado como si fuera a descargarlo hacia el piloto. Éste podía verlo, amenazante y contundente como una maza de hierro, a través de los dedos. Como todos los sarlab, sabía que su líder no era ya humano; no quería imaginar lo que un puñetazo proyectado por aquellos engranajes cibernéticos haría en su pecho. Incapaz de moverse o liberarse, cerró los ojos.

De pronto, se hizo el silencio.

Nadie se movía.

El piloto estaba sudando. Las manos le temblaban y le costaba respirar, pero el pecho subía y bajaba al ritmo de su alocado corazón. Sabía que el golpe podía llegar en cualquier momento, y sólo esperaba que fuera rápido.

Pero no ocurrió nada.

Abrió los ojos y vio el puño aún allí, esperando. La expresión del Gran Bardok estaba congelada en mitad de la acción, como si alguien hubiera pulsado el botón de «pausa» y hubiera detenido la escena. Entonces movió la cabeza hacia atrás y consiguió liberarse de la mano que le tenía sujeto. Los dedos de Jebediah continuaron tensos, asiendo el aire, como si fueran los dedos de una estatua.

Confuso y dolorido, el sarlab giró suavemente la cabeza para mirar alrededor. Allí estaban sus compañeros, mirando a su líder con los ojos como huevos duros, completamente atónitos.

Y no era para menos: Jebediah, Quinto de los Dain y Gran Bardok de los sarlab, se había quedado inmóvil como si fuera una elaborada escultura.

21
Ecstática

Todo estaba en silencio.

Los sarlab se miraban unos a otros, con los ojos muy abiertos; hasta parecían temerosos de pronunciar una sola palabra. Esa tensión silenciosa fue extendiéndose entre todos los operarios que, hasta entonces, se habían estado dedicando a sus respectivas faenas. Era como una ola que lo enmudecía todo. Las cabezas se volvían; los trabajos se dejaban a medias. Alguien que estaba terminando de montar unos terminales de ordenador se quedó inmóvil con un pesadísimo componente entre los brazos.

Jebediah era, en efecto, una especie de escultura. Inmóvil. Imposible. Su expresión nunca había sido muy elocuente, sobre todo por la notable ausencia de ojos. Pero ahora, además, su boca se había congelado con un rictus retorcido, como si estuviera mascullando una maldición interminable. Sus brazos, piernas y todo su cuerpo, estaban en tensión; el puño derecho echado hacia atrás. La otra mano, estirada, tenía los dedos en forma de garra.

El piloto había caído al suelo, pero era incapaz de moverse. Miraba a su líder con una especie de temor reverencial, como si estuviera adorando algún dios oscuro: la boca abierta y los brazos flácidos, caídos sobre los muslos, y la mirada dirigida hacia arriba ayudaban a reforzar esa imagen.

—¿Gran Bardok? —preguntó al fin uno de los sarlab, dubitativo. Era el primer comentario que nadie se había atrevido a hacer desde que su líder se quedara petrificado.

Desde su posición, Ferdinard y Malhereux intercambiaron una mirada de extrañeza. Entendían aún menos que nadie lo que estaba ocurriendo porque, naturalmente, desconocían la naturaleza híbrida del líder sarlab. Malhereux incluso llegó a pensar en algún tipo de gas paralizante; al fin y al cabo, era el único de aquellos hombres que no llevaba casco.

Maralda Tardes, por el contrario, acababa de sentir una especie de chasquido en la cabeza, como si una pieza hubiera caído repentinamente en su sitio. Como controladora de La Colonia, sabía muy bien quiénes eran los sarlab: los Servicios de Inteligencia trabajaban duro para estar al día sobre las capacidades bélicas de cada facción en todo el universo conocido, y los sarlab eran una de las piezas de más envergadura en el tablero del polícromo bando de los mercenarios, de manera que estaba informada no sólo sobre su aberrante modo de proceder (que detestaba profundamente), sino también sobre sus capacidades ofensivas. Y una de las cosas que sabía era que los sarlab contaban con, al menos, algún tipo de máquina de combate súper avanzada.

Cuando atacaban no solía quedar mucha gente viva, pero los sarlab no eran muy buenos limpiando su rastro: a veces quedaban grabaciones de seguridad, histogramas y termomapas, entre otro tipo de pruebas, que revelaban bastante sobre sus ataques. En muchos de ellos habían visto a un robot con apariencia humanoide, dotado de unas capacidades psicomotrices únicas. Esos datos habían sido objeto de estudio por los profesionales del Departamento de Análisis Táctico, hasta que…

Maralda arrugó la nariz. Hasta que…
¿qué?
No recordaba haber visto ninguna actualización al respecto en la base de datos de Conocimiento Global. Se suponía que el departamento tenía que haber emitido un dictamen sobre el hallazgo, indicando si los sarlab debían ser intervenidos. Si se detectaba que alguna facción disponía de tecnología puntera, el protocolo era tan claro como contundente: erradicación.

¿Por qué entonces no recordaba la resolución del caso? ¿Quizá habían dictaminado que no había motivo para preocuparse? ¿Había sido una mala interpretación de los datos?

Lo que ahora le estaba ocurriendo a aquel hombre le había traído todos esos recuerdos a la cabeza. Ciertamente, parecía un robot al que una onda de pulsos de iones hubiera cortocircuitado, sólo que no había habido estremecimientos, ni explosiones, ni humo, ni espasmos… sencillamente, se había quedado congelado.

Tieso
.

Sin embargo, también era evidente que aquel hombre era… solamente un hombre. Los otros sarlab le identificaban por el rango más alto: Gran Bardok, y era capaz de hablar como un hombre. Un Bardok era una especie de emperador, y su rostro era también humano excepto por aquel desaguisado que tenía por ojos. Entonces, no era posible que fuera también la súper máquina de guerra sarlab, el guerrero definitivo, el androide cuya tecnología rivalizaba incluso con la de La Colonia.

¿O sí?

—Gran Bardok… —repitió el sarlab—. ¿Está…? ¿Nos escucha?

Algunos de los hombres empezaban ahora a avanzar despacio hacia el grupo más cercano a Jebediah. El piloto comenzó a ponerse lentamente en pie. Estaban tan absortos contemplando a su líder que Maralda empezaba a considerar la posibilidad de intentar algo. Sin embargo, el entorno no era muy adecuado para sus planes: demasiado diáfano. Si al menos no le hubieran quitado su pulsera personal, podría haber probado un par de trucos.

—¿Qué le ocurre? —decía un sarlab cerca de ellos.

—Por los Nueve, no lo sé… —contestó otro.

Para cuando quisieron darse cuenta, había un murmullo recorriendo las filas de los sarlab. Todos agolpaban alrededor del líder, atónitos y confundidos. Murmuraban preocupados, intentando comprender qué significaba aquello y qué debían hacer a continuación. Alguien sugirió que avisaran a algún alto cargo, a un Kardus, y si ellos estaban ocupados con el despliegue, a un Naga; a alguien que se encargase de tomar una decisión. El jefe de escuadra negó con la cabeza.

—Esperad un momento, coño —dijo, con la cabeza llena de sentimientos encontrados.

Su mente no cesaba de recordarle que su líder era mucho más robot que humano y que, como todas las máquinas, necesitaba energía. Él desconocía si su parte humana imperaba sobre la mecánica para tales cuestiones… ¿Comía o funcionaba con células de energía? ¿Podía habérsele acabado la batería como a un vulgar dispositivo electrónico? ¿Acaso estaba muerto o estaba
escuchando
de alguna forma mediante sus múltiples sensores, vivo pero incapaz de moverse?

Todas esas preguntas lo mantenían paralizado, sin saber qué decisión tomar.

Mientras tanto, Maralda pensaba a toda velocidad, intentando encontrar la forma que le permitiera sacar ventaja de la situación. Si alguna vez había tenido una oportunidad, era entonces. Era arriesgado, desde luego, pero al fin y al cabo se trataba de los sarlab. Los sarlab no hacían prisioneros, no dejaban a nadie con vida. Una vez que hubieran averiguado lo que necesitaban saber de ella, la matarían. Simple y llanamente.

En ese momento, algo volvió a crujir en alguna parte, debajo mismo de las baldosas del suelo. El conector en forma de campana seguía hundiéndose; era cada vez más y más pesado.

—¿Qué coño está pasando aquí? —soltó un sarlab.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó su compañero—. ¿Qué está haciendo?

El piloto se dio la vuelta, con ojos despavoridos.

—¡Esa cosa! —aulló—. ¡Es una mierda!

—¿Qué es? —insistió un sarlab.

Maralda, con el corazón latiendo a toda velocidad, se daba cuenta de que la mayor parte de aquellos hombres tenían expresiones que ella sabía leer muy bien: eran de temor. Los poderosos y terribles sarlab empezaban a sentir miedo ante cosas que no terminaban de comprender.

—¡Es lo que buscábamos! —exclamó el piloto—. Pero… Os lo juro, cuando lo encontramos ya era bastante pesado, pero ahora… ¡Ha ido aumentando su peso sin parar!

—Eso qué coño significa —preguntó alguien.

Estaba apuntando al conector como si éste fuese a intentar salir corriendo. Maralda observó que no era el único.

—¡Te lo estoy diciendo! —exclamó el piloto—. Utilizamos dos de esos asistentes AR-30 para que lo llevaran, y les jodió los servos de los brazos. ¡Joder, se les cayeron al suelo como si alguien les hubiera arreado con un mazo!

—Estás de puta coña… —dijo alguien.

De pronto, algo bajo el suelo restalló con un sonido tan grave como potente e inesperado. Los sarlab dieron un respingo y algunos saltaron instintivamente hacia atrás. Unos trozos de baldosas saltaron por los aires como si las hubieran alcanzado con un cañón de gran potencia.

Todos los hombres permanecían tan quietos como les era posible, escuchando y alerta. Sin embargo, parecía que el conector-campana no iba a ir más allá, al menos de momento. Había pulverizado completamente la baldosa que cubría el suelo, así como varias láminas de algo dorado que bien podrían ser circuitos o conductores de algún tipo. El impacto había expuesto, además, una capa subyacente: un entramado de algún material rocoso donde despuntaban varas de aspecto metálico, como si fueran cimientos.

Eso era, al menos, lo que pensaba Maralda. Los sarlab miraban el conector como si fuese a seguir taladrando el suelo. Y entonces, inesperada como una estrella fugaz, una idea cruzó el firmamento de su mente. Giró la cabeza hacia los dos chatarreros y habló con voz fuerte, para que todos pudieran oírla.

—Tranquilos. La vacuna que os pusimos os impedirá contraer el ecstática.

Ferdinard la miró, con las manos aún sobre la cabeza. Su expresión era de perplejidad, pero cuando se fijó en Maralda y comprobó que les miraba a ellos, pestañeó varias veces.

—El ecstática… —repitió.

El sarlab que estaba más cerca levantó la culata de su fusil amenazadoramente. En el casco llevaba pintada una media luna.

—¡Silencio! —exclamó.

—Eso es —dijo Maralda—. Enseguida hará efecto en estos idiotas y podremos largarnos.

—¡Silencio, he dicho! —gritó Media Luna, lanzando un contundente golpe sobre la cabeza de la mujer.

La culata golpeó su mejilla y le hizo girar el cuello con violencia. Una explosión blanca precedió al dolor, que fue cobrando intensidad a medida que se recobraba. Mientras intentaba sacudirse una especie de zumbido de encima, descubrió que al abrir y cerrar la boca escuchaba un
clunk
cerca de su oído izquierdo. Si la movía lateralmente, la sensación era de tener arena dentro de la mejilla.

Espió disimuladamente al resto de los hombres y comprobó que la mayoría estaba prestando atención. El golpe había sido descomunal, desde luego, pero al menos había servido para eso. Con un pequeño empuje, conseguiría que todos olvidasen momentáneamente tanto al conector-campana como al hombre estatua.

Intencionadamente, lanzó entonces un gemido tan femenino y lastimero como le fue posible. Sabía muy bien que para gente como los sarlab aquél era un auténtico reclamo. El truco funcionó. Tan sólo unos cuantos operarios en el extremo más alejado seguían ensimismados con lo que ocurría por ese otro lado.

—Espera —exclamó el sarlab que estaba al lado de su agresor. Llevaba sujeto al pecho un trapo miserable, ligeramente ensangrentado, que recordaba al aspecto desvaído de la arpillera—. ¿Qué era eso de la
estática
?

—Ha dicho ecstática —le corrigió otro. Tan pronto lo dijo, sus ojos brillaron, y giró la cabeza para mirar la estatua de su líder—. Estática… —repitió, pensativo.

—No, ha dicho algo de una jodida vacuna —exclamó Arpillera.

Ferdinard abrió mucho los ojos. De pronto, estaba comprendiendo lo que aquella mujer pretendía.

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