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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (16 page)

BOOK: Panteón
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Una vez acabado el reconocimiento, el jefe de grupo dio la orden de aterrizar. Las naves descendieron lentamente, tomando tierra a unos escasos cien metros de la caverna. Tan pronto las rampas se abatieron, los sarlab se desplegaron con rapidez disponiendo un cerco de seguridad alrededor de los transportes. Eran numerosos e iban fuertemente equipados: unos portaban una especie de alargadas lanzas con un pequeño dispositivo en la punta, y otros, fusiles convencionales. De acuerdo a su mística militar, la mayoría de aquellos soldados había personalizado su armadura de combate para darle un aspecto tétrico. Un ornamento común eran huesos, que pegaban y disponían en hileras a lo largo de los brazos. Los cascos, acondicionados para atmósferas hostiles, eran picudos y estaban pintados para representar enormes bocas llenas de dientes u ojos amenazantes ribeteados con llamas. Los filtros eran de la mejor clase posible, y sobresalían por la espalda como pequeños tentáculos, gruesos y cortos.

Un pequeño grupo llevaba mochilas de salto; se lanzaron al aire y se mantuvieron allí, en constante movimiento, para obtener ventaja táctica. Entre esos hombres había también robots de combate. Éstos avanzaron hasta las primeras posiciones, corriendo a una velocidad sobrehumana. En un momento dado, se detuvieron y adoptaron una pose defensiva, plegando las piernas para ofrecer una exposición reducida. En el pecho sobresalían pequeños y letales cañones, algo más grandes que los que exhibían integrados en los puños. Sus cabezas, con forma de huevo, estaban pintadas con atroces caras que recordaban a las pinturas tribales.

Y por fin, el Gran Bardok Jebediah, Quinto de los Dain, abandonó la nave de menor tamaño, seguido por algunos de los líderes de escuadra. Todos ellos llevaban el ceremonial casco negro de las mil muescas que los identificaba como expertos en combate.

Jebediah se quedó quieto unos instantes, mirando hacia la oquedad que se abría en la falda de la montaña. Era una entrada insignificante, y ahora que la tenía delante, se daba cuenta de que no era natural en absoluto. No era una caverna: había sido excavada, probablemente usando máquinas de demolición y explosivos, y alrededor, por todos lados, estaban los restos socavados y extraídos de las entrañas de la montaña. La tierra estaba agitada; grandes máquinas habían estado operando allí.

De pronto, Jebediah levantó un puño en el aire. Era la señal; la maquinaria bélica sarlab se puso inmediatamente en marcha. Los hombres avanzaron, marchando en formación hacia la cueva. A medida que entraban en el túnel, dos pequeños pilotos ubicados en cada uno de los hombros se encendían. Después, los soldados se perdían en el interior.

—Gran Bardok… —exclamó uno de los líderes. Su voz era grave y quebrada.

Jebediah dio la vuelta. Un pequeño dispositivo emplazado en el suelo proyectaba una pantalla en el aire, mostrando lo que veían los soldados en el interior de la caverna. Se trataba de un túnel que descendía en suave pendiente, pero de una longitud impresionante; se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

—Un túnel —dijo el líder, arrastrando mucho las palabras—. Nos preguntamos por qué cavaron en la montaña, si el objetivo estaba debajo.

—Ordene que utilicen las naves para ir demoliendo la montaña desde la cúspide —dijo Jebediah al instante—. Si hay algo enterrado en ella, quiero que salga a la luz.

El líder asintió despacio y se retiró para instruir a sus hombres. Jebediah se volvió para encarar a otro de sus líderes. El Casco Negro ceremonial velaba su rostro.

—Preparen un deslizador para mí —dijo—. Quiero bajar ahí abajo con los hombres.

—Inmediatamente, Gran Bardok.

—Y manténgame en comunicación constante con el resto de los grupos. Quiero sus informes.

El líder asintió, reverente.

Jebediah permaneció mirando la pantalla unos instantes más. La expresión de su rostro permanecía imperturbable, como siempre, pero en su interior, se formulaba preguntas. Uno no conseguía ser Gran Bardok mucho tiempo si no tenía una intuición especial. Tras muchos años de vigilar sus espaldas con todo tipo de medios, una voz aullaba en su mente con la intensidad de una sirena. Y gritaba una sola palabra: «Emboscada.»

—Espera un segundo —pidió Malhereux, con las piernas abiertas y los brazos levantados. La cabeza empezaba a darle vueltas—. ¿Qué me estás diciendo exactamente?

Ferdinard miraba alrededor como si viera las cosas con ojos completamente nuevos. De repente, las paredes mismas se le antojaban imponentes, fascinantes, como si encerrasen un misterio insondable. Inhaló el aire de la sala despacio, como si saboreara milenios de historia.

—Fer —continuó diciendo Malhereux—, eso es del todo imposible. ¿Qué….? O sea, ¿quién construyó este lugar? Este planeta de mierda está en el borde exterior. Eso es mucha distancia, Fer. El borde se expande continuamente a medida que los terraformistas reclaman los planetas, así que este planeta… estaba en medio de la
nada
no hace demasiado. Hemos explorado mucho, y a mucha distancia, y jamás hemos encontrado ningún indicio de… ¿Cómo llamarías a esto? ¿Civilizaciones alienígenas?

Soltó un bufido.

Ferdinard asintió despacio.

—Milenios —dijo, pensativo—. No lo sé, Mal. Sé que siempre soñamos con encontrar otras civilizaciones en el espacio, y que eso nunca ha ocurrido. Ni un solo maldito indicio. Ninguna señal. Ningún resto o ruina en ninguno de los planetas explorados. Pero… dime cómo explicas esto.

Malhereux estaba mirando las estalactitas, que ahora habían adquirido un aspecto amenazante, como estiletes de piedra.

—Tiene que haber una explicación. Algo en lo que no hayamos pensado. Por lo que a mí respecta, esas estalactitas podrían ser parte de… ¡de esta decoración delirante!

—¿Decoración? No lo creo —dijo su amigo—. Mira el suelo. Está echado a perder por la lenta acción del agua. ¡Mira esas baldosas! Apuesto a que hace tiempo estuvieron mohosas y llenas de humedad. El agua discurrió por aquí… —señaló las grietas del suelo, formadas a raíz de un agujero en el que el agua debía de haber estado actuando lentamente, gota a gota. Éstas discurrían, formando una suerte de canales, hacia la esquina de la sala. Allí se había creado una oquedad oscura cuyo fondo escapaba a la vista.

—Pero Fer —insistió Malhereux—, si estás en lo cierto, esta… construcción… es de la época en la que el hombre aún habitaba la Tierra.

Ferdinard volvió a asentir, ceñudo.

—No es posible —dijo Malhereux—. Ya sabes cómo era todo por entonces. Las naves originales que cargaron con la tripulación de la Tierra eran tan rudimentarias que no sé cómo lo consiguieron. A duras penas podían desplazarse; sus sistemas de soporte vital daban risa. Sufrían tantas averías que la raza humana estuvo al borde de la extinción durante ochocientos años. ¿Cómo encaja eso con este lugar?

—Todo eso lo enseñan en el colegio —soltó Ferdinard—. Pero veo lo que veo. Puedes negar la evidencia, o puedes pensar en una explicación más plausible, lo que quieras. Aunque creo que haríamos bien en considerar esa posibilidad.

—Vale —soltó Malhereux—. ¿Qué me dices de los bancos que tenía el transporte? Eran bancos totalmente pensados para humanos, ¿sabes? Diseñados para piernas humanas, que se flexionan por las rodillas. Si tuviera delante una criatura alienígena, apostaría lo que fuese a que no se parecería en nada a nosotros.

—Nadie dice que fueran bancos —respondió Ferdinard con naturalidad—. Había uno a cada lado. Tú interpretaste que eran bancos y estabas dispuesto a usarlos de forma convencional.

Malhereux sacudió la cabeza, torciendo el gesto.

—Vale —dijo entonces—. ¿Y las puertas? Todo este lugar está construido para alguien de nuestro tamaño.

—Espera un segundo —pidió Ferdinard—. Ahora estamos desbarrando. Yo no he dicho que este lugar esté construido por seres alienígenas cuya naturaleza no alcanzamos siquiera a imaginar. Sólo he dicho que debe de tener… parece que tiene… una antigüedad sorprendente.

—¿Seres humanos en planetas tan alejados de la Tierra original, Fer? ¿Y qué sentido tiene eso?

—Está bien —soltó Ferdinard, levantando las manos y agitándolas en el aire—. Tienes razón. ¡Tienes razón! Olvídalo. Concentrémonos en lo que importa, ¿vale? El motivo que nos trajo aquí. Intentemos encontrar alguna forma de salir, o algún sistema de comunicaciones que nos permita avisar a alguien.

—Bien —exclamó Malhereux.

Miraba ahora alrededor, como si intentara decidir por dónde continuarían su periplo. Ferdinard, sin embargo, empezaba a sentirse más y más abrumado. No quería discutir con su compañero; sospechaba que su negativa a aceptar aquel hecho que a él le parecía tan evidente era parte de algún proceso mental de autodefensa. Le parecía haber leído u oído algo al respecto, en alguna parte. ¿Período de negación? Era una forma de aliviar el estrés ante un hecho incomprensible. A Ferdinard no le importaba si quería tomarlo así… Cuando la verdad se les revelase de manera contundente, si eso llegaba a ocurrir, simplemente tendría que aceptarlo.

No, a Ferdinard le preocupaba otra cosa. Era el hecho de que aquel lugar fuese tan antiguo y estuviese bajo tierra. Sospechaba que la posibilidad de encontrar una nave espacial adecuada para salir de allí acababa de esfumarse. Aunque hubiese una nave en alguna parte, cosa que empezaba a dudar, estaba seguro de que no podrían usarla. Ni siquiera habían sido capaces de entender cómo abrir una simple puerta, y a duras penas habían comprendido cómo funcionaban los transportes; ¿cómo iban a manejar una nave espacial de hacía más de diez mil años, diseñada y construida por seres que se habían formado lejos de su entorno cultural y tecnológico? El tema le llevaba directamente a otro: los sistemas de comunicación. Aun en el caso de que encontraran uno, ¿cómo iban a usarlo para conectar con la red universal estándar? Era imposible que utilizaría los mismos protocolos, los mismos canales. Podían estar emitiendo durante décadas sin que nadie estuviese a la escucha. Y eso, si encontraban uno y funcionaba.

Había otra preocupación más danzando furtiva en los márgenes de sus pensamientos, y tenía que ver con el lugar en sí. Parecía más bien una tumba ceremonial. No era la clase de sitio donde uno instala sistemas de comunicaciones. Si el enclave era tan antiguo y el planeta entero se había marchitado a su alrededor convirtiéndose en un erial hostil, eso significaba muy a las claras que estaba vacío, despoblado. Cierto era que los sistemas básicos parecían estar funcionando: había oxígeno y luz, y los canales de transporte estaban operativos; pero ahora pensaba que quizá los dueños de las naves que peleaban cerca de la estratosfera del planeta habían vuelto a poner en marcha las viejas máquinas.

Esa reflexión hizo que se le dibujara una arruga de preocupación en la frente. Si era así, ¿para qué? No hacía falta encender viejos y desconocidos sistemas de energía para saquear un lugar. No se bromeaba con cosas como ésa. Hasta las modernas células de energía se volvían inestables con el tiempo. Una vez expiraba su vida útil, sus núcleos se colapsaban y se volvían peligrosos, como una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento. Un lugar como aquél, además, requería cantidades ingentes de energía… ¿por qué alguien querría jugársela con algo así?

No estaban saqueando
, pensó de repente.
Es otra cosa
.

Sumido en esas reflexiones, caminaron por la plaza central. De pronto levantó la cabeza y se fijó en los focos emplazados alrededor de la escultura central. ¡Focos! No había pensado en ellos cuando los vio por primera vez, pero ahora parecían tan fuera de lugar como una delicada bailarina de Novassa en algún tugurio de intercambio de placeres sexuales.

—¿Por qué usarían focos? —preguntó entonces.

—¿Qué focos?

—Esos focos.

Malhereux los miró brevemente antes de encogerse de hombros.

—Este lugar no está tan iluminado como la cúpula —exclamó—. Vaya. No lo sé, Fer, ¿tiene importancia?

—Supongo que no —dijo su amigo.

Sin embargo, ayudaban a reforzar su teoría de que el lugar no siempre estuvo iluminado, que estaba sepultado y abandonado, y que, en algún momento, se usaron para operar en el interior de las instalaciones.

Hasta que alguien pulsó el botón de encendido, en algún lugar. Me pregunto qué otras cosas se habrán puesto en marcha además de la luz o las esferas transporte
.

Y mientras seguía a su amigo por la plaza, se mordió el labio inferior, torturado por las dudas.

Tarven For no llevaba demasiado tiempo entre los sarlab. Había sido reclutado, como tantos otros, en uno de los muchos planetas decadentes donde el mercadeo ilegal se practicaba en rincones oscuros; generalmente, entre piratas, prostitutas, marginados, expatriados, asesinos y gentes de la peor calaña. Le ofrecieron sustento, un lugar donde vivir y un porcentaje de los botines (con un techo económico) a cambio de que arriesgase su vida de vez en cuando, y Tarven aceptó. Sus expectativas, de otro modo, eran francamente desalentadoras, pues vivir en semejantes lugares, en cualquier caso, suponía arriesgar la vida a diario.

A Tarven le gustaba estar con los sarlab. Había ido dando tumbos por la vida sin demasiado éxito. Nació en la clandestinidad, directamente del vientre de su madre. Ningún laboratorio genético tuvo nada que decir sobre su destino, así que su genética fue dejada en manos del azar. A pesar de eso, resultó tener una constitución envidiable y una salud de hierro. Tarven creció entre grescas, ganándose sus créditos en los combates callejeros, gracias a los que llegó a labrarse cierta reputación. «tarven for, invicto», rezaban los pasquines digitales. Ese período acabó cuando encontró otras formas de hacer dinero; se mezcló con maleantes y delincuentes de baja estopa. Éstos se concentraban, principalmente, en operar en lugares como los muelles de carga, donde robaban los contenedores con las mercancías. En esa época, descubrió que luchar con armas era mucho más excitante que usar los puños, los dientes o las piernas.

Luchar al lado de los sarlab llegó a gustarle mucho. Sólo había dos colores: blanco y negro, la vida y la muerte. Era matar o morir. Enfrentarse a esa realidad cada poco tiempo le ayudaba a valorar las pocas cosas que tenía: su diminuto cubículo en los barracones, el respeto de sus compañeros, su rutinaria vida a bordo de la Imperia… Era una existencia que podía controlar, con pocas premisas y variables, ajena a cualquier valoración moral. Un día cualquiera, su vida se apagaría bajo el fuego enemigo, y a nadie le importaría una mierda. Y eso… eso estaba bien.

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