Panteón (12 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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—Sólo dígame dónde está, por favor —exclamó Jebediah. Hablaba siempre con un tono pausado, pero ahora pronunció cada palabra con especial énfasis.

—Es muy, muy peligroso. No puede ni imaginar…

—Voy a ordenar el genocidio si la próxima vez que abra la boca no es para darme la información que le solicito —interrumpió Jebediah.

Laars se mantuvo firme unos segundos. Casi podía oler el sudor de sus hombres, a su espalda, impregnado de un terror ácido.

—No está en esta nave —exclamó.

—¿Dónde está ahora?

—Venía en el convoy que atacaron hace unos ciclos.

Jebediah lo estudió con interés durante unos momentos. Conocía bien los rastros de la mentira, las sutilezas del lenguaje corporal y otros indicios, y aquel hombre parecía estar diciendo la verdad. Hasta parecía aliviado por haber soltado la información. Sin decir nada más, se dio la vuelta y comenzó a andar hacia el pasillo de salida. Sus hombres reaccionaron con rapidez, replegándose a su paso y poniéndose firmes. Todos se llevaban la mano al pecho a su paso, como señal de reconocimiento al líder victorioso. Uno de ellos se acercó a él para caminar a su lado; llevaba en el peto de la coraza tres puntos rojos que lo distinguían como Kardus de los sarlab.

—Regreso a la Imperia, Kardus. Encierren a todos los supervivientes y destruyan esta nave —ordenó Jebediah mientras avanzaba.

El hombre, que avanzaba a pequeñas carreras para poder mantener su ritmo, le miró con gesto de sorpresa.

—Pero… Gran Bardok, es una buena captura… una nave formidable…

—Si nos apoderamos de esta nave, La Colonia no tardará en venir a husmear, y no los quiero aquí. Láncela contra la superficie del planeta y sincronice su autodestrucción para la colisión. Que parezca una derrota.

—¿Con los prisioneros dentro, Gran Bardok?

Jebediah no contestó. Ya estaba llegando al ascensor de la planta. Se dio la vuelta junto a la entrada, bloqueando el paso con su impresionante figura, mientras las puertas se cerraban, dejando al Kardus fuera.

A Jebediah le molestaba dar explicaciones obvias.

7
Estación Cúpula

Ferdinard consultaba el panel de su traje. Ya habían pasado seis horas desde que descubrieron que estaban en el fondo de la sima, y Malhereux empezaba a perder la paciencia.

Había recorrido el interior del Mamut varias veces, trasteando por aquí y por allí. Había dicho que estaba seguro que podría hacerlo arrancar, que esas cosas se le daban bien y que sólo tenía que arreglar algunos componentes básicos, una vez determinara dónde estaba el fallo. Ferdinard le preguntaba para qué quería ponerlo en marcha; el aparato estaba literalmente empotrado en el suelo rocoso, y las monumentales orugas colgaban a ambos lados. Era como un escarabajo que se ha caído boca abajo y no puede darse la vuelta. Malhereux protestaba entonces diciendo que algo había que hacer, que quizá consiguiera tumbarlo de alguna forma, con la vibración de los motores, o quizá haciendo girar la torreta.

Ferdinard lo dejaba hacer.

Fue entonces cuando apareció junto a la escotilla de salida, con el rostro envuelto en sudor y el traje manchado de grasa oscura y pegajosa. Se sentó en el suelo, en la pared opuesta a la de Ferdinard, mirándose las piernas extendidas ante sí.

—Vamos, amigo —dijo Ferdinard en un tono que intentaba ser conciliador—. Ya sabías que esto acabaría así algún día.

—Y un huevo —soltó Malhereux.

—Lo sabías tú… lo sabía yo. Los dos lo sabíamos. Tenía que acabar así o de otra manera: quizá desintegrados por algún disparo de cañón, o apuñalados por un comerciante en esos tugurios de mercados en los que me metías.

Malhereux soltó una carcajada.

—Es verdad —dijo, pensativo—. Realmente nos la hemos jugado en más de una ocasión.

—Ya ves. Así que, dentro de lo que cabe, no es un mal final después de todo. ¿Sabes? He estado pensando…

—¿En qué?

—En cómo será el asunto. Quiero decir… que se te agoten los filtros no es lo mismo que quedarse sin aire. Ahogarse por falta de aire es una cosa horrible. Lo nuestro será como quedarse dormido en una habitación llena de plantas. Ya no despertaremos. Pero será dulce —dijo, soñador.

—No veo qué tiene de dulce —exclamó Malhereux con amargura.

Durante unos instantes, ninguno dijo nada; estaban sumidos en sus propias reflexiones. Lo único que se escuchaba era el sonido de su propia respiración y el suave traqueteo del traje que, cada pocos segundos, hacía funcionar los filtros.

De pronto, Malhereux se incorporó.

—No puedo. No puedo, Fer.

—¿No puedes qué? —preguntó Ferdinard.

—Quedarme aquí y esperar. Es… es horrible. Sencillamente no puedo.

—¿Qué quieres que hagamos?, ¿quieres jugar a algo?

—Joder, no… Estaba pensando en salir ahí fuera. Dar un paseo.

Ferdinard se encogió de hombros.

—Vale. Como quieras. Nos mantendrá ocupados.

—¿No crees que es posible que encontremos… no sé, una forma de subir a la superficie? —preguntó Malhereux—. ¿Alguna pared que podamos escalar?

Ferdinard le miró con una sonrisa forzada en el rostro.

—No pierdes la esperanza, ¿eh? —preguntó al fin.

—Nunca.

—Está bien —contestó Ferdinard mientras se incorporaba—. No sé decirte si eso es bueno o malo, pero hagamos lo que dices. Sólo me pregunto cómo vamos a bajar.

Superar los seis metros que les separaban de la superficie del planeta sin nombre no resultó tan difícil como habían pensado, sobre todo, gracias a Bob. A veces, les sorprendía su capacidad para ciertas cosas que no habían pensado que pudiera hacer.

Operarlo sin el
software
adecuado, utilizando solamente el traje y la muñequera como interfaz, resultaba complicado. Una cosa era el panel de control de la vieja
Sally
, y otra ese procedimiento de emergencia. Las órdenes complicadas como la que querían transmitirle eran difíciles de configurar, y ninguno de los dos tenía demasiada experiencia. Malhereux estaba intentando ordenarle algo cuando Bob, simplemente, le cogió en volandas y saltó toda la distancia hasta el suelo. El robot aterrizó limpiamente, levantando una humareda de tierra y polvo, pero Malhereux chillaba como si le estuvieran introduciendo brasas encendidas en el traje.

Bob lo dejó en el suelo.

—¡Coño, mierda, joder! —gritó Malhereux.

Descargaba la tensión haciendo aspavientos junto al robot, que permanecía erguido a su lado. Ferdinard, desde arriba, tuvo un ataque de risa.

—¡Eh, Mal! —gritó—. ¡Bob sólo hace lo que le pides, no lo olvides!

—¡Y un huevo! ¡Yo no le he dicho que se tire conmigo, joder! ¡Podía haberme matado!

De repente, Ferdinard frunció el entrecejo. Saltar hacia abajo era una cosa, pero… ¿cómo iba a subir el robot hasta donde estaba él para bajarlo?

—¡Mal! ¿Cómo se supone que voy a bajar yo ahora?

Era difícil verle la expresión de la cara con el traje y la oscuridad, pero Fer adivinaba que estaba planeando su venganza. No le vio extender el brazo, pero sí vio a Bob encogerse ligeramente para lanzarse hacia arriba. Saltó unos dos metros hacia la pared metálica del Mamut, y allí clavó brazos y piernas, que se hundieron en su superficie. El hecho de que pudiera hacerlo con tanta facilidad era bastante sorprendente. Requería una fuerza extraordinaria; se suponía que el metal que recubría el blindado era muy resistente.

Con algunos movimientos rápidos, Bob estuvo otra vez arriba.

—¡Que me vaporicen! —exclamó Ferdinard cuando tuvo la mole metálica ante él.

Apenas pudo decir nada más: el robot lo tomó en brazos y volvió a saltar al suelo. La impresión por el salto fue grande: Ferdinard tuvo la sensación de que el estómago se le había subido a la garganta.

—Sagrada Tierra —exclamó, intentando recuperarse de la impresión.

—Ahí lo tienes —soltó su amigo—. ¡No creo que sus fabricantes recomienden estos métodos!

—Probablemente no tengan ni puñetera idea de que puede hacer algo así —dijo Ferdinard.

—Caramba. ¿Crees que podrá subir por las rocas de la misma manera? Quiero decir, cargando con nosotros.

Ferdinard tuvo un destello de esperanza, pero cuando miró hacia arriba, desechó la idea en el acto. Sólo le separaban cinco, quizá seis metros, de la escotilla de entrada al Mamut, pero desde ahí abajo todo parecía mucho más hostil, oscuro y abrumador. Las paredes de la grieta en la que estaban metidos eran increíblemente verticales. En algunos puntos, picachos de roca asomaban hacia fuera como colmillos gigantes. Clavar los puños y los pies de acero en el Mamut había funcionado, pero aquel suelo de polvo y tierra, tan fina que parecía arena, le decía que Bob jamás podría encontrar sujeción para soportar su peso y el de un humano.

—No lo sé, Mal —dijo al fin—. Vayamos a dar ese paseo y veamos qué encontramos.

La grieta se extendía ante ellos en ambas direcciones, como si un gigantesco arado hubiera practicado un surco en la tierra. Hacia el noroeste, un recodo en el camino les impedía ver hasta dónde llegaba, pero hacia el extremo opuesto se extendía varios kilómetros hasta desaparecer de la vista. La visibilidad no era demasiado buena, de todas formas. Además de la oscuridad, el aire estaba viciado por miríadas de partículas en suspensión.

No tuvieron que andar mucho para descubrir que, a veces, se abrían barrancos que descendían aún más hacia las entrañas de la tierra. No eran demasiado anchos, pero sí terriblemente oscuros, como bocas inmundas que se abrían, hambrientas, en el mismo suelo. Desde el momento en que vieron el primero de ellos, tuvieron mucho cuidado de caminar despacio y con los focos encendidos.

Caminar así, en la oscuridad, no les ayudó mucho; más bien al contrario. En ningún momento pudieron olvidarse de su funesto destino: sentían las piernas más pesadas que nunca, era como avanzar por el Valle de la Muerte.

De pronto, un sonido atronador llegó desde la distancia, tan salvaje y estruendoso que el corazón se les encogió en el pecho. Malhereux apenas tuvo tiempo de volverse: un repentino y espantoso temblor de tierra los arrojó contra el suelo.

La Semex empezó a inclinarse suavemente unos cinco minutos después de que la última nave abandonara el hangar principal. Parecía flotar como un globo lleno de helio que llevara unos días pegado al techo, deslizándose hacia abajo a una velocidad tan imperceptible como inexorable. Después, empezó a ganar velocidad. Giraba ya sobre su costado cuando entró en la atmósfera del planeta, con un ángulo del todo inadecuado. El fuselaje, herido de gravedad por la constante batida de los cañones enemigos, empezó a adquirir un color áureo-rojizo, hasta que la fricción y la cantidad de oxígeno disponible arrancaron llamas alargadas de la panza de la nave.

Muy pronto, la gigantesca estructura se había convertido en una bola de fuego. La Semex se desintegraba, y las estructuras que sobresalían de la forma principal salieron despedidas hacia atrás, envueltas en lenguas ardientes.

Pero ese estadio no duró mucho: el planeta no era demasiado grande, al fin y al cabo, y después de unos instantes, la nave cruzaba ya el cielo, convertida para entonces en una bala anaranjada de un tamaño descomunal. Dejaba tras de sí meteoritos metálicos y una estela de humo negro. Por fin, sobrevoló un valle donde la tierra era negra y humeante y se estrelló contra el suelo.

El impacto fue terrible. Bajo el peso de la nave, la roca se fundía cuando no se vaporizaba, dejando un cráter de varios kilómetros de ancho. La onda de choque descarnaba la tierra. Lanzó al aire una explosión de rocas que volvieron a caer convertidas en una lluvia de tierra y escombros, y generó un seísmo tan fuerte que se expandió a través del suelo durante varios cientos de kilómetros. La superficie del planeta, recubierta de tierra suelta en su mayoría, se estremeció con una violencia desmedida.

Las paredes del barranco se estremecían. Rocas de todas las formas y tamaños comenzaron a desprenderse; las que venían de más arriba golpeaban las paredes en su caída y arrastraban a otras, creando una abrumadora lluvia de proyectiles en pocos segundos. Ferdinard sintió cómo innumerables rocas pequeñas caían sobre el traje.

—¡Mal! —gritó.

En el pecho de Bob, una luz roja empezó a emitir un pulso intermitente.

—¡Qué coño pasa ahora! —gritó Malhereux.

De repente, una roca de un par de metros de diámetro cayó inesperadamente junto a él. El buscador de tesoros lanzó un grito y cayó hacia atrás. Bob iba y venía de un lado a otro, cambiando de dirección con rápidos movimientos. Detectaba el peligro, pero no veía la forma de neutralizarlo.

—¡Al Mamut, Mal, al Mamut! —gritó Ferdinard, pero el temblor del suelo le impedía mantenerse en pie.

Fue entonces cuando reparó en que la tierra estaba resquebrajándose a su lado; las grietas se habían originado en uno de los pozos y se extendían trazando giros tan abruptos como amenazadores. La tierra se escabullía por ellas como si se tratara de un reloj de arena.

Ferdinard iba a decir algo, pero estaban ocurriendo demasiadas cosas a la vez. Malhereux, todavía en el suelo, miraba ahora hacia arriba. Recortadas contra el cielo eternamente diurno, vio rocas picudas con forma de lanza precipitarse hacia él. Rodó por el suelo para quitarse de en medio, rezando para que ninguna de ellas golpeara el casco. Podía sobrevivir con una pierna rota o un hombro dislocado, pero si perdía la protección del traje, se retorcería en el suelo hasta morir, sin oxígeno. Mientras tanto, Ferdinard escuchaba un violento ruido metálico a su izquierda. Giró la cabeza para ver a Bob con una rodilla en el suelo. Conservaba el equilibrio apoyando el puño contra la tierra, pero el otro brazo era un colgajo de cables y engranajes chisporroteantes; una enorme roca le había golpeado en el hombro, desgarrándoselo.

No, no, no, no

Su cabeza daba vueltas. Pensaba, pensaba a toda velocidad. ¿Acaso no era mejor así? Imaginó una piedra de cinco o diez kilos impactando contra su cráneo. La muerte debía ser instantánea. El cerebro enviaría una última señal de
shock
al sistema nervioso, los brazos y las piernas se estremecerían con una repentina sacudida y luego… luego no habría ya nada ahí arriba para procesar el dolor. Sobrevendría el Gran Apagón. Si iban a morir de todas formas, ¿no era mejor cerrar los ojos y dejar que ocurriera?

De pronto, la grieta comenzó a extenderse más deprisa. Al caer por ella, la arena emitía un sonido sibilante. Ferdinard se imaginó siendo absorbido por toda aquella arena y cambió de idea. Quiso gritar, avisar a su amigo para que le ayudara; quiso pedir a Bob que le sacara de allí, pero no pudo arrancar ni una sola sílaba a su garganta. Intentar señalar lo que estaba ocurriendo extendiendo el brazo era también imposible: estaba congelado por el terror.

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