—Dices eso todos los malditos turnos, Pekka —exclamó Maralda.
—Sólo porque es verdad —exclamó él, encogiéndose de hombros.
—Bien, ¿qué tal te ha ido sin mí?
—Muy bien. Ha sido un turno tranquilo. ¿Qué tal las vacaciones?
—Aburridas —admitió Maralda—. Estaba deseando regresar. ¿Qué tienes para mí? Enséñame cosas.
Pekka se volvió para mirarla, con ambas cejas levantadas.
—Eres tremenda. Me pregunto si sueñas con datos y señalizadores.
—No, Pekka —respondió ella, severa—. Sueño contigo.
Pekka soltó una carcajada.
—De acuerdo —dijo—. Vamos al trabajo. No resistiría otro asalto como ése.
Maralda se sentó al lado de su asistente, como hacía siempre; un poco más atrás, casi a su espalda, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en una mano. Sí, podía ver el resumen de la jornada, debidamente organizado, desde su propia mesa. Allí podía consultar las incidencias graves por orden de prioridad, y luego podía repasar cada línea, cada insignificante traza, y expandirla desde ahí, pero prefería que su asistente le diera el informe de viva voz. Sin terminales de por medio. Le gustaba escuchar las valoraciones que él hacía sobre lo que había visto. Después de todo, Pekka ascendería algún día y tendría que ocuparse de una estación de control, como hizo ella en su momento. Aquello le permitiría hacerse una idea cuando estuviera preparado.
—Bien —dijo Pekka, accionando los controles—, hemos tenido piratas en… este sector. Dos despejadores con cabezas de alta penetración. El objetivo era un carguero pesado que viajaba rumbo a
Aegis Europe
, sin serie ni modelo, personalizado. Los pobres no tuvieron ninguna oportunidad.
—¿Quiénes?
—La Hermandad otra vez. Es el… cuarto caso en las últimas cuatro mil horas.
—Bueno —contestó ella despacio—. ¿Qué más?
—Bueno, una escaramuza en Bardol VII. Piratas de baja estofa, principiantes. Armaron un buen revuelo con algunas bombas inteligentes de hace quinientos ciclos, pero los derribaron.
Maralda sacudió la cabeza. Estaba mirando la pantalla mientras hablaban, con la lista de incidencias a la derecha. Había una con clasificación Naranja, que indicaba que el asunto aún no se había resuelto. Frunció el ceño.
—¿Y eso? —preguntó.
Pekka torció el gesto.
—Sabía que te gustaría. Pero no es lo que parece. Es una contienda en un planeta estéril, cerca del margen exterior. Algún ajuste de cuentas, probablemente.
—Espera… Espera un momento. Ábrelo.
Pekka pasó sus manos sobre los controles y la información se presentó en la pantalla, abrumadoramente detallada. Había gráficos esquemáticos de más de un centenar de unidades mecanizadas, documentos relativos a sus capacidades, información del planeta, y un largo etcétera.
—¿Dos naves interestelares? —preguntó Maralda.
—Dos preciosidades. Una es una Imbus Semex, clase T. La otra es una de esas nuevas…
—Una Vernus Imperia. Creía que las teníamos controladas.
—Lo averiguaré —dijo Pekka.
—¿Cuánto hace que están así?
—Bueno, empezaron justo cuando te fuiste, hace cinco turnos.
Maralda cambió el gesto. Arrugas de preocupación asomaron en su rostro.
—Espera. ¿Has avisado al supervisor de guardia?
Pekka notó el cambio en su voz y se irguió. Tenían una buena relación, pero nunca olvidaba que ella era su jefa. Era ella quien debía firmar el ascenso que le permitiera tener su propio centro de control.
—Sí, lo hice —dijo con rapidez—. Miró los datos y dijo que le informara si había cambios.
—¿Y no los ha habido?
—Las dos naves siguen lanzándose todo lo que tienen. Ha habido escaramuzas en la superficie, pero es un planeta remoto, no hay forma de saber qué ocurre allí.
Maralda asintió. El nombre del planeta aparecía en el extremo derecho de la enorme pantalla. Era tan sólo una denominación de catálogo, una ristra de números y letras imposibles de recordar.
—Ni siquiera tiene nombre. ¿Qué interés tiene ese planeta?
—Bien. Veo sílice, hierro, aluminio… trazas de titanio. Basalto volcánico en su mayoría. Hidrógeno pesado, etcétera. Nada espectacular.
—Hay cientos de planetas más útiles, mucho más cerca —exclamó Maralda—, ¿por qué luchar durante tanto tiempo?
—Los piratas luchan entre sí… —aventuró Pekka.
—Los mercenarios también. Pero éstos son mercenarios de primera, eso seguro: esas naves son monstruosamente caras y requieren un verdadero ejército para comandarlas. Gente capaz. Ningún mercenario común arriesgaría naves como ésas sin un buen motivo. Un motivo realmente bueno.
Pekka iba a decir algo, pero cambió de idea antes de abrir la boca. Maralda estaba pensando, y ella tenía esa inteligencia profunda que a él le faltaba. Si había alguna conclusión que sacar, sería ella quien lo hiciera.
—No lo sé —admitió su jefa al fin—. Quizá sea como dices. A veces, los hombres hacemos cosas que escapan al razonamiento. A veces.
—¿Entonces?
—¿Cuánto tiempo tardaría una sonda en llegar hasta allí?
Pekka hizo unos cálculos rápidos.
—Si usamos una de las nuevas, podría llegar… cuando empezara el siguiente turno.
—¿Tan rápido? —preguntó ella.
—Sí —exclamó él—. Esas sondas son excepcionales.
—No me acostumbraré nunca a lo rápido que va todo —dijo ella, pensativa—. Aún recuerdo cuando empecé a trabajar aquí. Usábamos las S30. Eran… Bueno, eran unos cacharros inútiles; normalmente, todo había terminado cuando llegaban. Incluso un deslizador hubiera llegado antes.
Pekka asintió con una sonrisa asomando en sus labios.
—Las S30. Madre mía. Eso es historia antigua, jefa.
Ella rió.
—No tanto, listillo. Muy bien, envíala.
Se levantó del asiento y sacudió la cabeza, lo que hizo que los complicados bucles de su pelo rojizo oscilaran. La sonda llegaría en menos de diez horas, lo que estaba bien, pero mientras tanto, iría a hablar con su superior.
Algo en el planeta de nombre imposible de recordar estaba pidiendo a gritos ser investigado.
Den Naguas recibió la llamada de Maralda Tardes una hora después de que la sonda partiera de La Colonia. Cuando aceptó la llamada, el rostro de ella apareció en la superficie de su consola.
—Se la saluda, controladora Tardes —exclamó él, siguiendo el protocolo convencional.
—Se le saluda, supervisor Naguas —respondió ella.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Tenemos una incidencia Naranja. He preparado un paquete para que lo examine, si dispone de tiempo. Hay bastantes cosas sobre esa incidencia que me rechinan.
—¿Puede contarme brevemente de qué se trata? Me ahorraría tiempo. En estos momentos estoy preparándome para una reunión.
En la pantalla, Maralda asintió.
—Con mucho gusto —dijo—. Es un planeta prácticamente estéril en el borde exterior, sector de Llamas Nundri. Tenemos dos bandos hostiles sin identificar empleando naves interestelares de alta gama en conflicto, ubicados en la órbita planetaria, desde hace ciento veinte horas. El conflicto se extiende a escaramuzas en tierra, aunque no hemos podido determinar su extensión.
—Muy bien —dijo el supervisor, despacio—. ¿Qué le preocupa, exactamente?
Maralda se revolvió en su asiento.
—Diría que son naves demasiado costosas para luchar por un planeta tan poco interesante.
—Los conflictos se producen por todas partes, controladora —opinó el supervisor, ceñudo—, incluso en mitad del espacio profundo. ¿No se le ha ocurrido pensar que el hecho de estar cerca de ese… ese planeta, podría ser circunstancial?
—Con todo el respeto, supervisor, el conflicto se extiende también a la superficie de ese planeta. Eso hace pensar que el planeta forma parte del motivo de la batalla.
El supervisor Naguas reflexionó durante unos instantes. Cuando hacía eso, levantaba el labio superior como si estuviera lanzando un beso al aire.
—¿De qué estamos hablando, exactamente? —preguntó al fin—. ¿Qué clase de conflicto terrestre tenemos allí?
Maralda carraspeó un poco antes de contestar.
—Aún no lo hemos determinado, supervisor. Hemos enviado una sonda hace una hora.
—Está bien —dijo Naguas—, ¿por qué no esperamos a ver los resultados de su análisis? Nos permitirá tener algunos datos más sobre lo que ocurre antes de tomar una decisión.
—Me parece bien, supervisor —dijo Maralda—. Es lo que yo pensaba. Quería su confirmación de que era el procedimiento adecuado.
—Esperemos que lo sea, controladora Tardes —exclamó el supervisor—. Si de verdad están combatiendo en la superficie del planeta, sin duda es porque tienen intereses en él. Ya veremos entonces.
—Gracias, supervisor Naguas. Le informaré cuando tengamos los resultados de la sonda.
—Se la saluda, controladora Tardes.
La conexión terminó, y en la pantalla apareció el logotipo de La Colonia. Maralda se recostó en la silla, pensativa, mientras jugueteaba enredando uno de los bucles en su dedo índice.
Pasó el resto del turno poniéndose al día en su trabajo. Normalmente, todo el proceso le parecía interesante, y se sumergía en él disfrutando de cada pequeño rudimento. Ahora, sin embargo, la cabeza se le iba constantemente hacia su incidencia Naranja. Mientras clasificaba los informes y sugería acciones, pensaba en las dos colosales naves, intercambiando descargas de iones y proyectiles pesados, descarnando el fuselaje que envolvía su blindaje, esperando a que su enemigo sucumbiera. Para… ¿para qué?
Los mercenarios eran, sobre todo, hombres de negocios. Las principales facciones preferían las materias primas y los suministros esenciales como los alimentos, que les eran tan imprescindibles para abastecer a la población. Los mercenarios, en cambio, querían créditos. Se podían hacer muchas cosas con los créditos. No en La Colonia, desde luego, y quizá no en
Aegis Europe
, ni en
América
, pero sí en cualquiera de los planetas terraformados. Allí, los créditos se codiciaban, y con un puñado de ellos uno podía obtener de todo, desde mejoras biónicas a naves de combate hasta, por qué no, lujos y placeres que ni un estimulador mental podía proporcionar.
Ningún mercenario sacrificaría una nave tan costosa como la Vernus Imperia por algo que no fuera a reportarle por lo menos un beneficio tres o cuatro veces mayor, y ésa era una cantidad que ella no podía siquiera abarcar con la mente. Y eso era el continente; el contenido era otra cosa. No lo harían, desde luego, por venganza, ni para satisfacer una disputa entre bandos. Los mercenarios hacía tiempo que habían asumido que todo eran negocios: a veces se ganaba y a veces se perdía, pero no se combatía por nada que no diera beneficios.
Pero ¿cuál era el beneficio?
Un planeta estéril, rico en roca basáltica pero, por lo demás, alejado de cualquier ruta comercial o de cualquier otra cosa. Ni siquiera servía como base de operaciones.
El beneficio
.
Estaba dando vueltas a esas preguntas cuando recibió una llamada del supervisor Naguas.
—Por favor, venga a verme a mi oficina —explicó éste cuando atendió la llamada.
—Por supuesto, supervisor —contestó ella de inmediato.
Luego, la llamada simplemente terminó.
Pekka, que había estado sumido en su trabajo, se volvió para mirarla, como si hubiera captado su preocupación.
—¿Va todo bien? —preguntó.
—No lo sé —respondió ella—. El supervisor quiere verme.
—¿Quieres decir… en persona?
Cuando su jefa asintió despacio, él levantó una ceja, visiblemente sorprendido.
—Qué extraño —dijo al fin.
Y, desde luego, lo era. Las reuniones personales eran del todo inusuales en su entorno de trabajo, por varias razones. Los desplazamientos costaban tiempo y las llamadas, de todas formas, permitían no sólo visualizar perfectamente al interlocutor, sino también compartir información, que era de lo que iba todo el asunto. Además, así todo quedaba registrado y podía ser consultado en cualquier momento.
—Nadie se reúne como no sea para presentarte a alguien —dijo a continuación.
O para tratar temas delicados
, pensó Maralda.
Muy delicados
.
Maralda permaneció en silencio, inmóvil, mientras en su cabeza, varios pensamientos daban vueltas como una nebulosa tan difusa como inaprensible.
Al momento se levantó y se puso en marcha.
La gruesa estructura crujió con un estruendo metálico antes de levantarse, lentamente, acompañada de quejidos hidráulicos. La fría luz de un foco cegó momentáneamente a Ferdinard, que volvía a la conciencia tomando ávidamente una bocanada de aire.
Se cubrió los ojos con el antebrazo y empezó a toser.
—Bob… —musitó.
El Centurión se acercó a él, moviéndose con pequeños siseos y barriéndolo con el haz de luz. Una vez estuvo casi encima, una luz verde apareció en su pecho.
—Estoy bien… —dijo, entrecerrando los ojos para evitar la inesperada intensidad de la luz—. ¡Apaga ese maldito foco!
Bob se dio la vuelta y desapareció con rapidez, dejándolo sumido en una penumbra rota tan sólo por una mortecina luz rojiza. ¿Había estado inconsciente? Recordaba precipitarse al vacío mientras el mundo giraba en la pantalla del Mamut. La aceleración y la fuerza centrífuga lo habían hecho zarandearse hasta que sintió un latigazo lacerante en el cuello, y después…
Sí, creía que había estado inconsciente. No tenía ni idea de cómo el interior de la cabina había quedado como lo veía ahora, con la mayor parte de las estructuras de los paneles prácticamente encima de él. De hecho, si no hubiera sido por Bob, estaría sumergido en…
De pronto se acordó de su socio.
—¡Mal!
Intentó moverse, pero aún tenía un montón de porquería encima. Un cable que colgaba de alguna parte en el techo zumbó con un quejido eléctrico.
—¡Mal! —repitió.
El tobillo le lanzó una descarga dolorosa, pero decidió ignorarla. Después de todo, Bob le había pasado su escáner y había salido airoso. Con creciente inquietud, empezó a apartar los despojos para poder levantarse.
De pronto, escuchó la voz de su socio.
—¡Joder!
Ferdinard emergió del hueco que había dejado, con la manga del traje manchada de algo que tal vez fuera grasa, aceite o algún otro fluido vital del blindado. Casi en el acto, divisó a Malhereux, sentado en el suelo junto a la pared del fondo. Tenía ambas manos en la cabeza, como si intentara comprobar que seguía entera. Bob estaba junto a él y en ese momento echaba a un lado el maltrecho asiento en el que su socio había estado sentado.