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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (32 page)

BOOK: Panteón
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—¿De qué material está hecha la estructura?

—Hmm. Parece piedra, piedra negra, como todo lo demás.

—El traje, jefe de escuadra —exclamó el oficial, algo nervioso—. Las lecturas del traje.

—Oh… Un momento.

El sarlab se acercó lentamente a la gigantesca estructura. A cada paso que daba, tenía que redoblar su esfuerzo para seguir avanzando.

—Cuesta avanzar… —explicó—, cuanto más cerca, peor es… Pero… Ah, un momento… Ya lo tengo…

Hubo unos segundos de expectación, hasta que el jefe de escuadra volvió a hablar.

—¡Por los Nueve! —exclamó—. Esto sí que es curioso. Por lo que parece, está hecha de alguna variedad de grafeno en un… ochenta por ciento.

El oficial abrió mucho los ojos.

—¿Grafeno? —preguntó—. ¿Está usted seguro?

—Es lo que dicen las lecturas de su traje —soltó el sarlab.

—¿Y el resto? El veinte por ciento restante…

—No se indica —fue la respuesta.

—Grafeno… —musitó Jebediah, pensativo.

Sabía que el grafeno era uno de los materiales más utilizados en todo tipo de sistemas computacionales por su alta conductividad, su resistencia y su flexibilidad. Era también unas doscientas veces más resistente que el acero. Sabía también otra cosa: que era tan denso que ni siquiera el helio podía atravesarlo. Era ideal para preservar la nube… el Mal llamado
Nioolhotoh
del que hablaban los grabados del túnel.

—Es impresionante, de veras —estaba diciendo el sarlab en ese momento—. No sé de qué otra cosa está hecho, pero desde luego no es transparente como el grafeno. La textura es suave… como piedra pulida. Me pregunto… vaya, desde aquí no puedo ver qué mantiene a esta cosa en el aire. La cantidad de gas es tan elevada aquí abajo que no nos atrevemos a lanzar bengalas de iluminación, pero apuesto a que cuelga del techo. Es como… —en ese momento, el jefe de escuadra giraba para dar la vuelta a una de las paredes de la figura geométrica, dejando al descubierto el lateral.

Jebediah se acercó aún más a la imagen, ahora notablemente tenso. Era una visión extraña, habida cuenta de su imponente altura.

—Vale —decía el jefe de escuadra en esos momentos—. Aquí hay algo distinto. Miren, ¿qué les parece? Se diría que…

Tan pronto la imagen mostró de lo que se trataba, Jebediah alargó la mano y cortó la comunicación.

—Buen trabajo —soltó, irguiéndose cuan largo era—. Descienda sobre la zona de inserción y que tengan listo un deslizador para mí.

Maralda detuvo su carrera bruscamente y se quedó inmóvil, escuchando. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Algo iba mal. Creía haber estado corriendo tras el sarlab, controlando la situación; lo vio girar a la derecha y luego le pareció escuchar ruido otra vez a la izquierda. Pero de repente, al doblar un recodo, le sorprendió encontrar un pasillo diáfano donde, a menos que el sarlab supiera algo que ella desconociera, no había manera de ocultarse.

Un escondrijo. Una trampilla… una exclusa de cualquier tipo. Con la tecnología que hay aquí, hasta podría tratarse de una unidad de particalización: en estos momentos podría estar recomponiéndose molecularmente a diez mil millones de kilómetros de aquí
.

Atendiendo un súbito presentimiento, se volvió con tanta rapidez como pudo, pero allí no había nadie ni se escuchaba nada más que el débil zumbido de la maquinaria tras las paredes. La había burlado, eso estaba claro. De una forma o de otra, había conseguido zafarse de ella.

Entonces recordó el panel del traje. Dondequiera que se hubiese escondido, el traje se lo diría; cosas como el ritmo cardíaco y el calor del cuerpo no eran fáciles de esconder para los avanzados sensores de La Colonia. Sin embargo, cuando echó un vistazo, varios pitidos intensos la hicieron ponerse en alerta.

El panel estaba lleno de señales. A cincuenta, a treinta metros… encima de ella, y alrededor. No había un sarlab, sino docenas de ellos.

Estaba intentando asimilar ese hecho cuando un sonido mecánico la hizo dar un respingo. Instintivamente, miró hacia el techo; el sonido venía de allí. Era como una cadena de hierro arrastrando por una pared de metal… el sonido de algo que arañaba.

Apenas acababa de reparar en aquello cuando su mente lanzó un fogonazo de alerta. No podía decir cómo lo había sabido o qué sabía exactamente, fue una especie de percepción, un instinto… pero supo a ciencia cierta que algo se le venía encima. Por la espalda. Sin embargo, apenas si tuvo tiempo de inclinar el cuerpo hacia delante. Algo se movió desplazando el aire a su espalda.

Tarven For falló por poco.

Se había arrastrado en silencio desde su escondite, había juntado ambas manos enlazando los dedos a modo de martillo, y se había preparado para descargar un brutal golpe. Sin embargo, la mujer se había movido en el último momento. Tarven había puesto tanta fuerza en el ataque que ahora estaba perdiendo el equilibrio; giró la cabeza para encontrarse con la mirada furibunda de ella.

Maralda no concedía segundas oportunidades. Lanzó la pierna con fuerza e impactó en la mejilla de su adversario. El sarlab salió despedido hacia un lado, pero con una rápida voltereta sobre sí mismo consiguió ponerse de nuevo en pie. Todo fue tan rápido que para cuando recuperó de nuevo el equilibrio, Maralda apenas había tenido tiempo para desenfundar la pistola.

¡Estúpida!
—se dijo—.
Estúpida, estúpida, estúpida
… Tenía que haber llevado la pistola en la mano, lista para una descarga rápida. ¿En qué estaba pensando? Ahora era demasiado tarde; el sarlab ya estaba lanzándose sobre ella, y su corpulencia era más que evidente. Cayó sobre ella como un depredador salvaje, y cuando recibió su cuerpo, el aire escapó de sus pulmones abruptamente, produciendo un sonoro bufido.

—Perra —bramó él.

Ella peleaba como podía, pero él era mucho más fuerte; enseguida tuvo trabadas las piernas y también las manos. Tarven la estudiaba, burlón, con una mirada torva en sus ojos hundidos, pero Maralda aún tenía cartas que jugar. Tenía la jugada más alta; tenía el maldito póquer de ases. Tenía la Voz de Mando.

—Suéltame —ordenó de pronto, empleando la Entonación Ancestral, tal y como la enseñaban los grandes maestros de La Colonia.

La voz brotó desde las profundidades de su estómago, cuidadosamente modulada por los implantes de su garganta. La orden era inesperada, lanzada en un momento de tensión y estrés, y lo suficientemente corta. Funcionaba mejor en criaturas con poco intelecto, desde luego, pero Tarven no era precisamente brillante en lo que a entendederas se refería. Pestañeó brevemente y, sin que luego pudiera decir por qué, soltó las muñecas de su presa como si fueran un hierro incandescente.

Maralda sabía que sólo tendría un segundo, así que aprovechó ese instante de confusión para lanzarle un puñetazo. El golpe fue tremendo. Tarven cayó de nuevo al suelo, donde su traje de combate produjo un sonido metálico.
¡BUM!

Rápidamente, desenfundó la pistola, apuntó rápidamente y disparó.

El fogonazo fue breve, pero el hombro del sarlab pareció estallar con una pequeña explosión de chispas. Aullando, se retorció sobre sí mismo.

—¡Coño, joder! —aulló, apretando los dientes.

Maralda consideró fugazmente lanzarle algún tipo de advertencia, pero entonces sacudió la cabeza. No tenía por qué… eran aquellos estúpidos hombrecillos los que pecaban de un incomprensible exceso de clemencia. Tal y como ella lo veía, ya había corrido suficientes riesgos, y lo que tenía delante era tan sólo un asqueroso sarlab, de todas maneras.

Por última vez, apuntó con la pistola.

De pronto, Maralda Tardes fue consciente de otra cosa: un rumor.

Oh, era
el rumor
, desde luego, el mismo que había escuchado momentos antes, aquel arrastrar metálico… sólo que con la contienda lo había olvidado. Sin duda había crecido en intensidad en el último medio minuto. Frunció el ceño, intentando concentrarse aún en el disparo, pero un crujido llamó otra vez su atención.

—¡Jodida perra de mierda! —aullaba Tarven.

Maralda pestañeó; giró la cabeza para mirar al techo y comprendió que el crujido había venido de allí. Pero ¿qué era? ¿Otro seísmo? ¿Una réplica de una réplica?

¿Otra cosa?

De repente, los paneles del techo se agrietaron violentamente. Maralda apenas tuvo el tiempo justo de protegerse con un brazo y rodar hacia un lado. El panel venció y se partió en dos como esperaba, sin embargo, no hubo ningún derrumbe. Más bien lo contrario: los trozos de roca, la tierra y el polvo fueron inexplicablemente absorbidos por el agujero que había quedado. Un ruido espeluznante de succión, como el de una aspiradora doméstica pero cien veces más ensordecedor, empezó a oírse a través del hueco.

Maralda miraba, atónita. Una brazo articulado provisto de una cabeza llena de dientes afilados como colmillos de acero asomó por la abertura, rasgando todo a su paso. Detrás éste, un tubo enorme, redondo y amplio como una boca inmunda, succionaba todo lo que el brazo mecánico destrozaba.

Confusa, miró al sarlab. Éste tenía una expresión de asombro tan evidente como la suya propia, pero de pronto, inesperadamente, su rostro cambió. Simplemente, se transformó en una mueca de triunfo. Ese cambio la aterrorizó. El sarlab debía haber visto algo…

Es maquinaria pesada sarlab
—pensó Maralda—.
Demoliciones. Asedios. Eso es
.

Tarven For giró la cabeza hacia ella y le dedicó una mirada preñada de odio.

Maralda no se lo pensó más; ya tenía su detonante. Saltó como un resorte e intentó ponerse en marcha haciendo batir sus piernas a gran velocidad. Sin embargo, apenas pudo recorrer un par de metros. La enorme pala se lanzó hacia ella y la empujó contra una de las paredes con una fuerza demoledora. Gritó brevemente. La pistola escapó de sus manos y fue succionada por el tubo, por donde se perdió con algunos ecos metálicos.

Entonces miró hacia arriba y vio los colmillos de hierro, grandes como los brazos de un hombre corpulento, dispuestos en una hilera espantosa. Ahora los veía bien: se sacudían ligeramente, vibrando como martillos percutores. El ruido de la succión era también tremendo; nada escapaba de la monstruosa boca, que aspiraba desde rocas hasta su propio cabello, que se sacudía salvaje en el aire. En un momento dado, su propia melena la cegó, pero aun así, entre los bucles alcanzó a distinguir cómo los colmillos se abalanzaban contra ella, tan raudos como voraces.

Entonces ahogó un grito.

Luego cerró los ojos, y se desmayó.

19
Traición

Jarvis no podía dejar de rumiar. Se encontraba junto a los amplios ventanales de la Sala de Oficiales de la Imperia, que ofrecían una amplia perspectiva de la bahía principal de carga. Una visión privilegiada, en efecto, diseñada para monitorizar los accesos y salidas. En momentos como aquél, aquellos asientos ofrecían un espectáculo muy cotizado; casi todo el mundo con acceso a aquel lugar buscaba una excusa para sentarse a admirar el bullicioso despliegue de maquinaria, hombres y robots. Sin embargo, la movilización era tan absoluta que, en esa ocasión, Jarvis estaba solo.

Jebediah.

Sentía que era el momento de librarse de él. No de él… de aquella…
cosa
. Ciertamente tenía dificultades para considerarlo una persona; era una especie de monstruo mecánico, un híbrido demasiado extraño y antinatural como para que uno pudiera sentirse cómodo en su presencia. Obviamente, no había forma de actuar con normalidad junto a alguien con el poder y la autoridad suficientes para acabar con uno de un solo zarpazo si le apetecía. No, era algo más. Era que aquella mezcla entre materia orgánica y mecánica resultaba aberrante. La mente lo rechazaba. No era natural.

Lo que sí era natural era el proceso de selección sarlab.

Era muy sencillo, y había funcionado bien durante cientos de años de historia sarlab: el aspirante eliminaba al Gran Bardok y se erigía líder. Al menos, era sencillo hasta que Jebediah se ocupó de cambiar las reglas, sustituyendo al hombre por una máquina invicta.

Jarvis no era particularmente fuerte, ni destacaba especialmente en el campo de batalla. Ni siquiera cuando Jebediah era aún un simple mortal hecho de carne y fluidos vitales como los demás hubiera tenido alguna posibilidad de superarle en combate. Los otros Kardus eran parecidos a él: no excesivamente fuertes, ni brillantes tampoco. Era, suponía, una buena manera de asegurarse de que los competidores estuvieran en desventaja.

Jarvis había logrado ascender en el escalafón por méritos propios. Resultó que era bastante bueno planeando estrategias de combate. Cuando se le daba una escuadra o incluso un grupo de ellas, sus órdenes suponían una gran diferencia en el resultado; el balance de muertes resultaba ampliamente favorable. Destacar en tales cosas, por supuesto, no era demasiado difícil entre los sarlab; la mayoría de los hombres estaban contentos con un ataque frontal directo.

Como los otros Kardus, Jarvis pensaba que toda aquella operación era un fiasco. No entendía que hubieran arriesgado la nave entera; sencillamente, no había ninguna otra cosa más preciada que la Imperia. Era la única base de operaciones que tenían; era más que eso, era su hogar. Era todo lo que los sarlab representaban. Si la perdían, varios cientos de años de historia sarlab desaparecían en el espacio profundo. ¿Cómo podía ponerse en juego algo así? Ahora, volvía a arriesgarlo todo llevando a todo el mundo a la superficie del planeta. No sólo era descabellado, era una temeridad tan grande que casi podía calificarse de suicidio. Los sarlab, como los demás en ese universo de lunáticos, tenían enemigos. Si uno de ellos aparecía de improviso en la órbita del planeta, estarían en serias dificultades. La
Imperia
ni siquiera había sido reparada convenientemente; el blindaje requería atención inmediata, reparaciones urgentes que habían sido desatendidas porque la totalidad del personal especializado había sido convocado en aquella bola de polvo.

A Jarvis no le importaba lo más mínimo que los otros Kardus no vieran los enormes y delirantes riesgos a los que se exponía su líder Jebediah con tanta imprudencia. Él si los veía. Él era el quien ponderaba el peligro cuando se encontraba cerca. Salvaba vidas con sus dotes de visión, lideraba hombres hacia el éxito y sabía cuándo había posibilidades de victoria, y cuando no. Ese talento natural le decía también que si había habido una operación arriesgada en toda la historia de los sarlab, era ésa.

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