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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (34 page)

BOOK: Panteón
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Descendían ahora por una especie de rampa en espiral. El lugar era oscuro; al menos, más oscuro que el resto de las zonas que habían recorrido. Una débil luz roja y azul bañaba sus rostros y las paredes, creando extraños contrastes. Las pisadas producían ecos metálicos mientras caminaban.

De pronto, giraron hacia la izquierda y se quedaron sobrecogidos. Ferdinard se detuvo en seco, sintiendo una súbita sensación de vértigo.

Se trataba de una extensión de espacio vacío tan vasta que los extremos escapaban a la vista. Eso producía un efecto extraño en la percepción visual, como si hubiera niebla en la sala. Los dos chatarreros se encontraron pestañeando, como si necesitasen enfocar mejor.

—Sagrada Tierra… —exclamó Malhereux.

Leran no había estado aún en esa sala, sólo escoltaba a los prisioneros, que eran su responsabilidad. Había visto cosas, sí, algunas sorprendentes, otras curiosas… y había visto salas grandes. Pero ninguna como aquélla. Era mucho más grande que los hangares de las naves más grandes que había conocido. Era incluso más grande que las monumentales instalaciones de los Astilleros Maestros de Dove.

En el centro de la sala había una estructura, un cubo impresionante que parecía flotar a escasos metros del suelo. Sus paredes estaban recorridas por estrías luminosas de un celeste tan brillante que a Malhereux le recordó los iones que habían socarrado los circuitos de Bob.

—¿Qué es…? —empezó a preguntar Malhereux, pero de pronto, una explosión de dolor estalló en su espalda, cortando la frase en su garganta.

Incapaz de mantenerse en pie, cayó al suelo de rodillas con una expresión de intenso dolor esculpida en el rostro. Ferdinard se volvió, sobresaltado, a tiempo para verlo intentando alcanzar con manos temblorosas su propia zona lumbar.

—¡Camina de una jodida vez! —estaba gritando el sarlab que había golpeado a su amigo.

Tenía el arma sujeta de forma que la culata asomaba como un martillo, y esa visión le hizo apretar los dientes. Si le había dado con eso… un buen golpe en una zona tan delicada podía tener nefastas consecuencias.

—¿Son los prisioneros? —dijo alguien a su derecha.

El sarlab (¿Laran, Leran?) contestó algo, pero Ferdinard ya no prestaba atención. Ver a su amigo en el suelo, retorciéndose de dolor, le hizo descender por un tobogán de sensaciones; el estómago se le pegó al pecho y el corazón empezó a bombear con fuerza. Sin embargo, unos fuertes empellones le sacaron de su ensimismamiento. Le empujaban. Trastabilló hacia delante mientras lo conducían hacia el interior de la sala, pero seguía esforzándose por ver si Malhereux se recuperaba. Cuando por fin lo vio incorporarse, aunque no sin esfuerzo, se sintió aliviado.

Cuando se dio la vuelta, sin embargo, descubrió algo en lo que no había reparado al principio: más sarlab. Un gran número de ellos estaban dispuestos en semicírculo alrededor de un par de figuras que, presumiblemente, eran oficiales de más alta gradación. También había operarios trabajando con maquinaria que estaban instalando en esos momentos: sistemas de medición, por lo que sabía. Sin embargo, uno de los sarlab era el mismo que había intentado apuñalarle… les dirigía ahora una mirada torva y aviesa, tocada con una sonrisa burlona.

El que llamaba más la atención, de cualquier modo, era uno que tenía una presencia imponente: era alto, prescindía de casco y sus músculos asomaban por debajo de un vistoso traje de combate. Y había algo más… Aquella mujer, la mujer de La Colonia, ¿Maralda? Estaba con ellos, arrodillada en el suelo y con las manos sobre la cabeza.

—G-gran Bardok —decía el sarlab en un tono de voz apagado y monocorde—, e-éstos son los dos hombres que hemos encontrado.

El hombre más corpulento se volvió hacia ellos, y tanto Ferdinard como Malhereux se sobresaltaron al ver su rostro. Al principio, Ferdinard ni siquiera entendió lo que estaba viendo… ¿Qué le pasaba en la cara? Aquel hombre tenía una herida atroz, aunque no era una herida sangrante. No… Su porte erguido y la serenidad de su rostro indicaban que se trataba, más bien, de algún tipo de cicatriz más que de una herida, y la ausencia de ojos indicaba que se trataba de una cicatriz vieja. Las cuencas se hundían en una zona oscura, como si el tejido de la piel se hubiera necrosado, y allí asomaban unas lentes pequeñas y brillantes de un color rojizo. Lentes biónicas, pero sin globo ocular.

Ha prescindido de todo ornamento
—pensó de repente—.
Ha prescindido de la parte estética y se ha quedado con la funcionalidad
.

Ahora entendía, sin embargo, el repentino cambio de registro en la voz del sarlab. Ya no resultaba arrogante, más bien todo lo contrario. En presencia de aquel hombre, casi parecía un niño amedrentado ante su tutor después de haber infringido una o dos reglas, a sabiendas de que podía sufrir un severo castigo. Aquel hombre monstruoso imponía, imponía de veras.

Mientras pensaba en esas cosas, los dos socios fueron conducidos junto a Maralda y obligados a arrodillarse. Ferdinard protestó sin poder evitarlo: la herida en el omoplato aún le dolía intensamente cuando forzaba los brazos.

—¿De La Colonia? —preguntó el hombre monstruoso.

—Hmm… No lo sabemos, Gran… Gran Bardok. Si lo son, sus… sus placas personales no lo indican —explicó Leran. Empezaba a sudar visiblemente; estaba claro que deseaba estar bien lejos de allí.

—De acuerdo.

Leran saludó con una sentida inclinación de cabeza y se retiró. Ferdinard le vio mirar de reojo mientras se marchaba, espiando el monumental cubo. Era en verdad impresionante y resultaba difícil no mirarlo. Se daba cuenta además que, desde aquella posición, divisaba algo más: un segundo cubo mucho más pequeño, aunque grande como un edificio, estaba emplazado en el margen derecho, tras los hombres. Se apoyaba en el suelo y estaba conectado con el cubo de mayor tamaño mediante tubos de aspecto ceniciento. Como ocurría con éste, unos canales de energía azul celeste recorrían sus paredes verticales. Unos tubos salían del suelo, paredes y techo, y conectaban con la estructura por ambos costados; eran enormes y de un aspecto mate, y se fundían unos con otros.

—Ellos no tienen nada que ver —dijo Maralda de repente.

Ferdinard se volvió para mirarla, y descubrió que tenía una fea herida en la mejilla. Un reguero de sangre había brotado en algún momento de la nariz y se había desparramado hacia la oreja, dejando una mancha oscura y seca. De hecho, parecía tambalearse ligeramente. Si lo que decían sobre el entrenamiento del personal de La Colonia era cierto, ese suave vaivén descontrolado probablemente quería decir que la habían castigado con extrema dureza.

Tragó saliva.

—No lo sabemos —dijo el hombre monstruoso. Su voz tenía una profundidad casi mecánica, pero era al mismo tiempo serena y queda—. No creo ni que usted lo sepa.

Se acercó a Malhereux y lo examinó brevemente.

—¿Qué están haciendo en esta instalación? —preguntó.

—La encontramos por accidente —dijo Ferdinard de repente.

El Hombre Monstruoso giró suavemente la cabeza para mirarlo.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí?

—No sabría decirlo —dijo Ferdinard—. No mucho. Sólo intentábamos irnos cuando todo empezó a liarse, de verdad.

—Sólo queremos irnos —confirmó Malhereux.

—Vosotros viajabais en el blindado clase Mamut que había quedado abandonado cerca de la escena de la batalla del páramo, interceptado cerca de una grieta —soltó el hombre monstruoso de repente—. Allí el vehículo se precipitó al vacío hasta que disteis, presumiblemente por error, con la entrada a este complejo. ¿Es correcto?

Malhereux miró a su compañero. Era sorprendentemente correcto. Ferdinard intentó tragar saliva, sin éxito.

—Es… Es correcto —dijo.

—Excelente —exclamó el hombre monstruoso—. La sinceridad ahorra tiempo, y el tiempo es valioso. Entonces vosotros robasteis el conector.

—Ellos no tienen su conector —dijo Maralda—. ¿Por qué no les ahorra el sufrimiento y los elimina de una vez?

Malhereux giró la cabeza rápidamente, sobresaltado. Parecía sentirse traicionado, pero Ferdinard comprendió que los deseos de la mujer eran sinceros. Con honda tristeza, asumió que lo que les quedaba por pasar era, con toda probabilidad, un sendero de dolor y sufrimiento. Los sarlab les arrancarían la piel antes de arrebatarles la vida; se asegurarían de que no tenían nada que revelar antes de prescindir de ellos.

El conector
.

Naturalmente, se refería a la
campana
, como habían aprendido gracias a los terminales de La Colonia. Si había intuido que eran ellos los que habían huido del Mamut, y sabía que en el Mamut estaba el conector, eso debía querer decir que lo había recuperado… Sus hombres debían haber entrado en el blindado y haberlo localizado bajo las células de energía.

El mismo Jebediah respondió a esa pregunta.

—Naturalmente que no —dijo—. Lo tengo yo. De hecho, debería llegar en cualquier momento.

En ese momento, un deslizador llegó por la rampa emitiendo un sonido forzado, muy alto. El aparato se arrastraba a escasos centímetros del suelo, y el operador tenía una expresión de preocupación en el rostro. Junto a él descansaba un objeto que Ferdinard reconoció de inmediato: ¡la campana! Estaba aún en su embalaje de gel translúcido.

—¿Qué le ocurre a ese deslizador? —preguntó Jebediah.

De inmediato, como si hubieran prendido fuego bajo sus pies, varios sarlab se acercaron corriendo al aparato. Ferdinard lo encontró divertido: aquellos hombres parecían dar brincos alrededor del vehículo sin saber cómo reaccionar, espoleados por la sombra de un castigo severo.

El deslizador avanzó aún medio metro, pero el esfuerzo del motor era más que visible. Perdía altura a ojos vista: cada vez circulaba más y más pegado al suelo, y más despacio también.

—¡Páralo! —ordenó un sarlab por fin. Sin embargo, la orden llegó tarde.

El motor soltó una nube de chispas y el vehículo cayó contra el suelo lanzando un ruido metálico. El silencio se impuso en la sala.

—¡No, no, no! —decía el conductor de forma precipitada mientras descendía del deslizador—. ¡Sólo faltaba un poco más!

—¿De qué estás hablando?

—Esa cosa… ¡es jodidamente pesada! No podremos arrastrarla hasta allí…

Los sarlab intercambiaron miradas, pero después saltaron sobre el deslizador y empezaron a sopesar la campana. No pudieron ni moverla. Ferdinard escudriñaba desde su posición y estaba muy sorprendido. Eran hombres fuertes, pero el conector no se balanceó ni un milímetro. Le resultó extraño… No había tenido oportunidad de comprobar cuánto pesaba, pero Bob lo había manejado como si fuera un objeto liviano, incluso con un solo brazo. Sus brazos eran hidráulicos y fuertes, desde luego, pero aun así no creía que la campana pesase más de… doscientos kilos. Por encima de ese peso, incluso los complicados engranajes de las articulaciones podían empezar a resentirse, así que estaba razonablemente seguro de que Bob habría usado ambos brazos para transportarlo.

Malhereux lo sabría mejor. De los dos, era el experto en sistemas computerizados y robots, pero cuando le dedicó una mirada, no le respondió; estaba absorto mirando a los sarlab.

Está tan sorprendido como yo. La campana pesa ahora un quintal, aunque parece la misma. Hasta tiene todavía el gel de embalaje
.

De pronto, el deslizador empezó a rechinar. Los sarlab se apartaron de la campana, confundidos, mientras Jebediah, ahora visiblemente impaciente, se cruzaba de brazos. Tan sólo el operario que había venido conduciendo el vehículo empezó a mover los brazos sin sentido.

—¡Se lo dije, se lo dije a ese estúpido! —aulló—. ¡Esa cosa no es normal!

El deslizador crujía ahora amenazadoramente, un sonido retorcido y lánguido como un lamento metálico. De pronto, hubo un sonido fuerte y la campana descendió varios centímetros. Varios trozos de metal salieron despedidos al tiempo que una lámina de acero saltó como la cuerda de una guitarra. El deslizador se estremeció en toda su estructura, hasta que con un nuevo crujido final, la campana terminó de descender varios centímetros más.

Los sarlab se quedaron petrificados, mirando el deslizador a sus pies.

—¿Puede alguien decirme qué ocurre allí? —exclamó entonces Jebediah.

Los sarlab se miraron otra vez antes de responder.

—Es esta cosa, Gran Bardok —dijo uno de ellos.

—¿Qué le pasa? —tronó el líder sarlab rápidamente. Su voz estaba cargándose de cólera.

—No… No lo sabemos, Gran Bardok. Ha partido el deslizador en dos. Quiero decir… literalmente.

El operario soltó entonces una carcajada que sonó extraña y aberrante en aquella sala tan diáfana.

—¡Yo lo sabía! —aullaba, histérico y fuera de sí—. ¡Esa cosa lleva ciclos aumentando de peso! ¡Cada vez pesa más, y va a partir el jodido suelo!

Siguió riendo descontroladamente, sin poder parar. Jebediah lo miraba con creciente hostilidad, pero como para subrayar sus palabras, de forma inesperada, el suelo bajo de la campana crujió lastimosamente.

20
Control remoto

El transporte salió del Tubo Diecisiete desacelerando en completo silencio, se desplazó por encima del jardín privado y aterrizó sobre la grava de la entrada, donde se detuvo.

Un hombre de aspecto elegante y bien parecido descendió entonces del vehículo con un movimiento suave pero rápido. Después, como hacía siempre, levantó la cabeza para admirar el falso cielo. Control de Tiempo había programado un hermoso atardecer; nubes rosas y anaranjadas se recortaban sobre un intenso gradiente que nacía de un furioso anaranjado y se trocaba en un azul celestial. Esas secuencias se proyectaban sobre las láminas blancas que revestían las altas bóvedas, mientras una suave y fresca brisa con aroma de flores lo embriagaba todo. Inspiró hondo y disfrutó durante unos breves instantes de la experiencia.

Sólo poder olvidar, aunque fuera por unos instantes, que en realidad flotaba en el espacio profundo a bordo de una monumental nave espacial, hacía que mereciese la pena vivir en ese barrio.
Barrio
era un eufemismo para «residencial exclusivo de alto standing», por supuesto. Tan caro, que sólo los que se movían en los más altos círculos de responsabilidad de La Colonia podían permitírselo.

Después de unos instantes, se dirigió al interior. Las puertas realizaron un rápido chequeo (comprobando cosas como el iris, o las huellas dactilares) y se abrieron automáticamente para recibirle. Las luces del interior se encendieron. Una cálida voz le informó de que tenía tres mensajes, dos de los cuales eran respuestas. Preguntó si deseaba escucharlos en ese momento.

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