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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (30 page)

BOOK: Panteón
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Lo cierto era que Tarven había estado escuchando, sí… pero sobre todo, se había mantenido en silencio por la presencia de aquella mujer. ¡La Colonia!… Esa gente podía parecer los chicos buenos de la galaxia para casi todo el mundo, pero no lo eran. Tarven los había visto actuar y, en el fondo, podían exhibir tan poca humanidad como ellos mismos. A los sarlab les preocupaba una cosa: los créditos. A La Colonia, que el equilibrio se mantuviese. Ambos hacían lo que hubiese que hacer para conseguir su objetivo. Esa mujer no era como los chatarreros; si llegase a decidir que era una molestia, no dudaría en cargárselo y dejarlo allí mismo.

Maralda se daba cuenta de que el sarlab estaba aprendiendo cosas también, y eso, naturalmente, no era bueno. En cuanto a la historia en sí, era bastante increíble, por supuesto, pero había estado mirando a los ojos de aquel chatarrero y sabía una cosa: que él creía estar diciendo la verdad. Naturalmente, todo podía ser una simple interpretación. La historia de los paneles podía ser mil cosas diferentes. Lo de las estalactitas podía ser otro error de percepción, aparte del hecho de que había factores que podían acelerar el crecimiento de una estalactita.

Un panteón antiguo, más antiguo incluso que La Colonia… no lo veía probable. Quizá pudiera aceptar que el lugar fuese muy viejo, pero desde luego alguien había estado implementando tecnología allí recientemente. Tecnología de última generación.

Y en cuanto a los alienígenas… Bueno, La Colonia había explorado mucho más allá de donde la mayoría de la gente pensaba, y jamás habían detectado nada. Eso quedaba totalmente descartado.

—Si quisiera echar un vistazo a los paneles… —dijo—, están en esa dirección, ¿no?

Ferdinard asintió.

—No muy lejos, además —añadió.

—Y allí están todos esos cuerpos, también. Los cuerpos en negativo.

—Sí.

—El seísmo hizo que algunos cayeran al suelo —añadió Malhereux—. Yo lo vi.

—Bien… —dijo Maralda, pensativa—. De cualquier modo, creo que antes de hacer nada más, vamos a salir de aquí. Tengo que informar. —Señaló al sarlab con un movimiento de cabeza—. Por cierto, no podemos llevar a ese hombre con nosotros.

Tarven abrió mucho los ojos.

—¡Eh, un momento! —protestó—. ¡Soy pacífico! ¡Soy un prisionero, tengo derechos!

Maralda desenfundó la pistola.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Ferdinard.

—Será rápido —dijo Maralda, incorporándose.

Ferdinard se puso entre ella y el sarlab.

—No va a dispararle —dijo—. Él tiene razón. Es un prisionero, y no va a matar a un prisionero a sangre fría.

—¡Eso es, tía! —soltó Tarven.

—Es un sarlab —explicó Maralda despacio—. Es un asesino por definición, y uno de los peores. La crueldad que despliegan en sus ataques es tan brutal como innecesaria.

—Eso lo sabemos —dijo Ferdinard—. Pero no vamos a hacer lo mismo que hacen ellos.

—No es lo mismo. Yo estoy perfectamente autorizada para llevar a cabo este tipo de ejecuciones.

—Sí, una autorización que ustedes mismos se han otorgado. ¡Apuesto a que los sarlab también se han autorizado ellos mismos!

Maralda iba a decir algo más, pero de pronto, levantó la mano que sujetaba la pistola, con el brazo extendido, y le encañonó. La oscura abertura quedó a escasos centímetros de su cara.

—¡Hey, hey! —exclamó Malhereux, súbitamente inquieto. Había notado cómo la tensión subía lentamente entre la mujer y su socio, pero no había previsto eso. Levantaba las manos con las palmas extendidas, sin atreverse a tocar a nadie.

—¿Qué va a hacer, dispararme? —preguntó Fer.

Maralda no respondió.

—Eso es muy inteligente —dijo Fer, con calma—. Creía que los miembros de La Colonia tenían otro modo de proceder. Puede dispararme, a mí, a un inocente… Tiene su propia autorización, ¿no? Apuesto a que eso le ayuda con los dilemas morales. Pero le aseguro que a mi robot le va a encantar. Se lanzará a por usted tan rápidamente que va a alucinar en colores. Puede que al final consiga usted quitárselo de encima, o quizá no, pero para entonces nuestro amigo el sarlab habrá salido corriendo. El robot lo soltará, ya sabe… sólo tiene un brazo. El sarlab saldrá corriendo a avisar al resto, y estará en un lío.

Maralda se mantuvo firme durante unos instantes todavía, inmóvil como una estatua. Al cabo, bajó la pistola lentamente. Sabía que el chatarrero tenía razón. Ésa era una situación que podía acabar en desgracia: demasiadas fichas en la mesa, demasiadas posibilidades, demasiados bandos.

—Será mejor que te asegures de que el robot no lo pierde —dijo entonces—, porque huelo los problemas desde lejos, y éste apesta.

—No lo perderá —dijo Malhereux.

—Bien —exclamó entonces Maralda—. Si la historia es tal y como la habéis contado, entrasteis al complejo por el mismo sitio que yo, sólo que yo tomé un túnel y vosotros tomasteis otro diferente.

—La cúpula… —recordó Ferdinard.

—Quién sabe lo que habrá ocurrido allí tras el terremoto —opinó Malhereux.

—De cualquier forma no sólo es la salida más cercana, es la única que conocemos —exclamó Maralda—, y mi nave está justo allí. Vuestro camino podría estar lleno de sarlab, por lo que sabemos… y está todo el tramo ese a través del suelo, con la rampa. Definitivamente, volveremos por donde vine yo.

—De acuerdo…

Maralda se puso en marcha, dándose la vuelta y caminando a buen ritmo. Malhereux la seguía en primer lugar, con su socio prácticamente al lado. Bob caminaba en último lugar, arrastrando al sarlab y obligándole a trotar con esfuerzo. Éste, sin embargo, ya no protestaba. Sabía demasiado bien a lo que se arriesgaba.

Malhereux caminaba lanzando miradas furtivas al trasero de la mujer. Era tan perfecto y redondo que le hacía pensar en todas aquellas mujeres digitales de los sistemas de estimulación cerebral. Generalmente estaban diseñadas para tener formas perfectas, y vaya si aquel trasero las tenía. Lanzó un codazo a su socio y le hizo un gesto con la sonrisa torcida, acompañado de un movimiento de ceja.

—¿Has visto? —preguntó en apenas un susurro.

Ferdinard miró, y comprendió al instante. Como primera reacción, soltó un bufido y negó con la cabeza, pero luego pensó que, en realidad, le tranquilizaba y le gustaba que su socio tuviera la capacidad para pensar todavía en cosas triviales y hasta frívolas como aquélla. Le restaba ansiedad a la situación. Era casi como si aquella mujer… ¿Malda, Maldaba? Maralda… Como si fuese a llevarlos directamente a la rampa de acceso de su aeronave, donde sorberían café caliente mientras les llevaba a casa.

—Sí, parece un corazón —añadió Mal, sacándolo de su ensimismamiento—. Un corazón invertido. Una pasada, ¿no?

Ese comentario hizo estallar un recuerdo en su mente. ¡La copa, la copa invertida! La copa que
Sally
había identificado como una campana y que dejaron oculta en el Mamut, en el fondo de la grieta. Pensar en aquel objeto le produjo una sensación rara, porque tenía la impresión de que era un recuerdo lejano, una vivencia de hacía mucho tiempo. Y sin embargo, estaba seguro de que no habían pasado ni unas horas desde que Bob la arrastrara al interior del blindado. Demasiados descubrimientos, sin duda. Demasiado estrés. No sabía cómo encajaba la campana en toda aquella historia de alienígenas y panteones milenarios, pero empezaba a sospechar que acabaría por descubrirlo antes de que su periplo en aquel planeta sin nombre terminara.

Y así iba a ser; mucho antes de lo que pensaba.

Resultó que Bob era demasiado ancho para el tubo de ingravidez, sobre todo si tenía que cargar con el sarlab.

—¡De acuerdo! —exclamó Ferdinard—. No quiero que Bob lo suelte ni un solo segundo.

—No tiene por qué —exclamó Malhereux—. Puedo hacer que salte con él en brazos hasta el segundo nivel. Por la parte de fuera. Ni siquiera hay barandilla de seguridad. Será muy fácil.

Maralda miró hacia arriba y estuvo de acuerdo con el plan. Cuando empezó a impulsarse por el tubo para ascender, sin embargo, Tarven aprovechó para protestar otra vez.

—Tíos… Esta cosa me está arrancando el brazo.

Malhereux estaba retrocediendo con el puño preparado para instruir al Centurión. Calculaba la distancia; ciertamente era mucha, pero no creía que fuese a haber ningún problema. Maralda, en la parte superior, estaba usando las manos para impulsarse. Se movía de una manera bastante sugerente, flexionando y extendiendo las piernas como si estuviera buceando por una corriente vertical de agua.

—En serio —decía Tarven—. Si salta conmigo esa distancia, me partirá el jodido brazo por la mitad. Os lo juro. Venga, tíos… esa pava me estará apuntando desde arriba. ¿De verdad pensáis que intentaría algo?

—En eso tiene razón —dijo Ferdinard.

Malhereux miró hacia arriba; la mujer se asomaba ya por el borde. Ahora que la veía allí, la percepción de la distancia era diferente. Se la veía muy pequeña, como si el trecho que los separaba fuese mayor de lo que había calculado en un primer momento. Empezaba a dudar que Bob pudiera saltar hasta allí.

Tarven debió ver esa sombra de duda en su mirada.

—¡Eh, tío! —insistió—. Vamos… Tenéis al robot controlado… ella tiene la pistola… ¿Crees que intentaría escapar? No estoy loco, ¿vale? Sólo quiero conservar mi brazo. Sólo eso.

Los socios intercambiaron una mirada, pero Ferdinard, por toda respuesta, se encogió de hombros. Era incapaz de decidirse, así que Mal escogió por él. No le llevó mucho: envió una orden y el robot soltó a su prisionero. Al fin y al cabo, ¿qué había que temer?

—Oh, coño… —exclamó el sarlab, frotándose el brazo. Lo movía de arriba abajo como para desentumecerlo.

Desde su posición elevada, Maralda pareció inquietarse. Con un gesto rápido, apuntó al sarlab con la pistola. La sostenía con ambas manos mientras mantenía las piernas ligeramente flexionadas.

—Cumple tu parte… —dijo Ferdinard—. Métete en el tubo.

Tarven levantó ambas manos, pero le pareció que sonreía de manera arrogante otra vez. Eso despertó una pequeña alarma en el fondo de su mente, una luz roja que se encendía y apagaba a un ritmo cada vez más rápido. El sarlab tenía algo en mente… lo
intuía
… pero ¿qué? Miró alrededor con los ojos muy abiertos, pero fue incapaz de averiguar qué iba mal: Maralda lo apuntaba con su arma, Malhereux controlaba el robot… Todo parecía en orden.

Tarven llegó hasta el tubo y, con cierta prudencia, metió medio cuerpo en él. Bob seguía sus movimientos, haciendo girar los dispositivos ópticos de su cabeza, hasta que el sarlab se sirvió de las manos para impulsarse por el tubo. No fue difícil, lo había visto hacer a Maralda. Avanzó a cierta velocidad y, de repente, ganó impulso.

Para Ferdinard fue como si alguien chascara los dedos delante de sus narices. ¡Ése era el truco! Maralda tampoco lo vio a tiempo: en el interior del tubo, Tarven pasó zumbando a su lado y se alejó hacia arriba, donde desapareció de la vista con inusitada rapidez.

—¡Hijo de mil padres! —soltó Malhereux.

—¡Lo sabía! —aulló su socio.

Malhereux dio a Bob la orden de subir, y el robot obedeció en el acto. Verlo saltar tanta distancia sin aparente esfuerzo resultaba impresionante, pero naturalmente no era suficiente; estaba aún por debajo del nivel donde Maralda esperaba.

En cuanto a ésta, había corrido hacia el tubo y se había lanzado al interior. Ferdinard levantó una mano en el aire, como si con un gesto pudiera detenerla, pero ella se apresuraba ya en persecución del sarlab.

—Mierda —dijo Malhereux—. ¡Qué cabronazo!

—Sabía que se escaparía… —dijo Ferdinard.

—Me pareció buena idea… ¡Joder, parecía que lo teníamos todo bien atado! —Miró hacia arriba y se quedó un rato admirando los tubos, cuyo recorrido continuaba más allá de donde alcanzaba la vista. No se divisaba ningún movimiento.

—Me pregunto si le dará caza… —comentó Ferdinard.

—¿Y si no? Imagínate que vuelve, pero él solo… Imagínatelo volviendo con las manos y toda la boca llena de sangre y la mirada de un sádico…

—¡Mal! —protestó su socio, súbitamente recorrido por un escalofrío.

—Puede ocurrir —observó Malhereux, encogiéndose de hombros. Le miraba con una pequeña sonrisa tenebrosa que a su socio le costó reconocer. Sin embargo, habida cuenta del estrés de la situación, no le pareció fuera de lugar.

—Bien —contestó entonces—. Pues la esperaremos donde subió. ¡Mierda! Al final tenía ella razón… Ese tipo nos va a dar problemas. Está bien. Subiremos nosotros por el tubo y haremos que Bob llegue hasta nosotros saltando de nivel en nivel.

Malhereux asintió.

No tardaron en encontrar los ordenadores, que seguían analizando datos envueltos en un zumbido apagado. Malhereux celebró el hallazgo con grandes aspavientos.

—¡Mira esto, Fer! —decía—. ¡Esto es material de primera clase!

—¿Qué es?

—¡Tío, son biocalcs! Éstos no se encuentran en cualquier lado, son verdaderos monstruos computacionales…

—Parecen ordenadores convencionales —dijo Ferdinard—. Quiero decir, los fabricamos nosotros, ¿no?

Malhereux le miró como si no entendiera.

—¿Qué? ¡Oh! Coño, claro que sí. Nada de tecnología alienígena —soltó una pequeña carcajada—. Mira, esas pantallas son como todas. Pero estas bellezas, Fer… se llaman «biocalcs», se usan para recoger, mover y manejar tremendas cantidades de datos. ¿Sabes quién los fabrica?

Ferdinard negó con la cabeza. Estaba mirando la pantalla que había caído al suelo.

—¡La Colonia! —dijo su socio.

—¿En serio? —preguntó, sorprendido. Se dio la vuelta como si, de repente, temiese encontrar a alguien acechando en una esquina—. ¿Cómo que La Colonia?

—Los biocalc son de La Colonia, tío, eso lo sabe cualquiera que esté un poco al corriente. ¡Son muy, muy valiosos! No son difíciles de distinguir… mira las cajas de soporte, tienen esas….

—¿De qué estás hablando? —interrumpió Ferdinard—. Oye, lo que puedan valer, ya no importa… Ése ya no es nuestro rollo, ¿vale? Ahora nuestro rollo es salir de aquí… sólo eso.

—Lo sé… ¡Lo sé! —exclamó Malhereux, pensativo—. Pero… Dame un segundo, piensa en esto: ella dijo que estas instalaciones no eran suyas, ¿no?

—Sí…

—Vale, entonces, ¿qué narices es todo esto? Porque estas máquinas sí son suyas…

Ferdinard se encogió de hombros, dubitativo.

—Vale, de acuerdo, son ordenadores de La Colonia —dijo—, pero mira esas mesas portátiles… esos cables colgando de esos ganchos rudimentarios. Está claro que lo han montado aquí de forma improvisada…

BOOK: Panteón
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