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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (13 page)

BOOK: Panteón
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Por fin, la estría se abrió atrozmente, como unas fauces oscuras y abominables, y la tierra empezó a caer por ella. Al fondo, el Mamut crujía mientras el suelo desaparecía bajo él, y su enorme estructura se tambaleó en el aire.

—¡MAL! —gritó al fin.

Lanzó una mano hacia su amigo, que estaba ya arrastrándose hacia él, pero la tierra cedía bajo su peso. Se arrastraba irremediablemente hacia la oscuridad.

En el último momento, Malhereux le cogió de la muñeca. Fue entonces cuando la tierra se desgajó y los lanzó hacia el remolino de polvo que estaba devorándolo todo a su alrededor.

Mientras se precipitaban hacia el agujero, los dos socios chillaban.

Se revolcaban entre la arena el uno contra el otro. Oscuridad, ruido de fricción. Ferdinard intentaba moverse, pero tenía los brazos impedidos. En el estómago notaba un vaivén vertiginoso, sabía que caía, pero no hacia dónde. Movía los pies como un niño pequeño en un columpio, sin que éstos tocaran nada. De pronto, tuvo un destello de apenas un segundo, en el que pudo ver la cara aterrorizada de su amigo, bañada por la luz del foco de su casco. ¿Era él quien le daba la mano? Creía que sí.

La apretó con fuerza.

La apretó con fuerza y cerró los ojos.

De pronto, estaba cayendo al vacío.

Se sacudió en el aire y, antes de que pudiera darse cuenta, aterrizaba sobre un montón de tierra suelta, tan fina como la arena de una playa de un millón de años.

Con el corazón latiendo como loco en el pecho, Ferdinard se puso en pie tan rápido como fue capaz. Malhereux estaba a su lado, postrado a cuatro patas. Una catarata de polvo caía a su lado, como el chorro que mana de un surtidor. El suelo ya no temblaba.

Ferdinard miró hacia arriba.

—¡Mierda! —exclamó.

Antes de terminar de pronunciar la palabra, se lanzó hacia su amigo y se lo llevó por delante. Rodaron juntos por la pendiente de la montaña de tierra que se había formado, el uno enredado en el otro, hasta que llegaron abajo, donde se toparon con el duro suelo. Él estaba encima de Malhereux, quien le miraba como si se hubiera vuelto loco.

—¡Pero qué…!

Ferdinard se incorporó, y miró hacia lo alto de la montaña de arena. Allí estaba Bob, con el brazo desgarrado colgando fláccido a un lado, sujeto apenas por un trozo de metal enmarañado de cables. Estaba incorporándose; el polvo caía de su abultado corpachón formando una fina cortina.

—Iba a caerte encima… —dijo Ferdinard. Quería añadir algo más, pero acababa de darse cuenta de dónde estaban, y miraba alrededor, describiendo rápidos giros con la cabeza, con la boca abierta.

Malhereux hacía lo mismo.

—Sagrada Tierra, Ferdi… —dijo despacio—. ¿Qué puñetas es esto?

Ferdinard no lo sabía. Se trataba de una cúpula, una cúpula enorme con una altura impresionante, construida con una estructura de celdas que recordaba una colmena. Esas celdas estaban rellenas de algún material ligeramente translúcido de una tonalidad amarillenta. Habían caído desde algún punto cercano a su centro geométrico.

—Es… —empezó a decir—. Es… No lo sé.

La cúpula se cimentaba sobre cuatro pilares hermosamente tallados. Se curvaban elegantemente para sostener toda la estructura, con unos complicados relieves redondeados que recordaban vagamente a un hueso. Entre ellas, había una especie de accesos perfectamente esféricos, bordeados por unas delicadas filigranas del color del oro viejo. Ferdinard daba vueltas sobre sí mismo, intentando captar todos los detalles.

Malhereux, en cambio, estaba mirando el suelo. Había unos caminos marcados, cóncavos como canales de agua, pero no tan profundos. Tenían ribetes dorados y recorrían la sala de un acceso a otro, trazando un sinfín de permutaciones y cruzándose unos con otros, describiendo un complicado diseño.

—Vaya… —soltó Malhereux—. Nunca, en toda mi vida, hubiera imaginado que vería algo como esto.

—Es… es hermoso.

Tanto Ferdinard como Malhereux habían nacido y crecido en una época en que la economía de los materiales imperaba sobre todo lo demás. El diseño se sometía a la funcionalidad y se prescindía completamente de los ornamentos como no fuera en paraísos turísticos a los que jamás tuvieron acceso. Aquella sala, completamente diáfana, destilaba elegancia. Los paneles amarillentos parecían irradiar una suave luminiscencia dorada que teñía la hermosa piedra negra del suelo, las columnas y las paredes.

—Fer, ¿qué hace esto aquí? —preguntó al fin.

—No lo sé, amigo.

—¿Dónde estamos?

Ferdinard negó con la cabeza.

—¿A qué profundidad estamos? —seguía preguntado Malhereux—. Caímos un buen trecho, y luego volvimos a caer. ¿Quién construye algo así a tanta profundidad, Fer?

Ferdinard empezó a caminar para rodear la pequeña montaña de arena; quería tener una vista panorámica.

—Fer… —seguía diciendo su amigo—. ¿Crees que la campana puede venir de aquí? Quiero decir… mira todo esto… parece… No he visto nada así. ¿Quién traería todo este material hasta este planeta? ¿Y cuándo? No tiene sentido. No se puede. Alguien se habría enterado. Habría salido en alguna parte. Sabes cómo funciona
OpenNet
. Es ridículamente… ampuloso.

—Tienes razón —respondió Fer, pensativo.

—¿Es eso oro? Creo que es oro… Podría serlo.

—¿Oro? —preguntó Fer—. No lo creo.

—Tiene todo el aspecto de oro.

—Es absurdo.

El oro no abundaba en la galaxia, pero era clave para la tecnología de las comunicaciones, los componentes vitales y los motores interestelares. Su alta conductividad y su resistencia a la oxidación lo hacían idóneo para fabricar, entre otras cosas, los costosos y complicados engranajes de los robots. La sola idea de emplear un material como ése con fines decorativos resultaba impensable.

Malhereux seguía haciéndose preguntas mientras daban la vuelta a la montaña de arena.

—¿Te das cuenta de los recursos que harían falta para construir una cúpula como ésta a esta profundidad?

—Sí… No le veo el sentido.

De pronto, Ferdinard se detuvo. Se volvió brevemente para mirar a su compañero, con esa expresión seria que adoptaba cuando tenía una idea. Malhereux permaneció expectante.

—¿Te das cuenta? —preguntó.

—¿Qué?

—Escucha… ¿no notas nada?

Malhereux movió los ojos mientras intentaba concentrarse en el sonido ambiente, pero en la sala reinaba un silencio sepulcral. Tan sólo el ruido de la arena discurriendo de vez en cuando por la ladera de la montaña rompía el silencio.

—No…

—Eso mismo. ¡El sonido de los trajes! Los filtros, Mal. ¡Los filtros no están funcionando!

—¿Qué? —exclamó.

Se miraron durante unos instantes, hasta que por fin, Ferdinard se quitó el casco con un movimiento rápido de los brazos. Abrió la boca para respirar una buena bocanada.

—¡Hay oxígeno! —dijo entonces.

Malhereux retiró el casco e inspiró profundamente. Olía a humedad, a polvo y a cerrado, pero el oxígeno entraba indudablemente en sus pulmones y resultaba delicioso.

—Por las estrellas, Fer —susurró Malhereux, visiblemente emocionado—. ¿Te das cuenta? Puede que… Puede que aún tengamos una oportunidad.

Ferdinard asintió, sonriendo. Su amigo olvidaba el hecho de que aún no tenían nada que llevarse a la boca. Y lo más importante, pastillas hidratantes. Se podía sobrevivir cierto tiempo sin comer, pero sin una pastilla, el organismo se iría degradando hasta que sobreviniera la muerte.

Ferdinard se volvió para terminar de rodear la colina de tierra. Cuando llegó al otro extremo, se encontró con algo diferente.

Era una especie de atrio, elevado unos quince o veinte centímetros por encima del nivel del suelo, excavado en la pared. Como ocurría con el resto de la estancia, las paredes estaban bellamente trabajadas, mostrando intrincados diseños de líneas curvas que se entretejían. Los canales tallados en el suelo iban a parar a ese atrio, disponiéndose en hilera; el suelo se acomodaba a los canales con bordes curvos.

—Que me desintegren —exclamó Malhereux.

Ninguno dijo nada mientras caminaban, atentos a todos los detalles. Un total de seis canales estaban dispuestos a lo largo del atrio, como si fueran vías de algún tipo de vehículo.

—Parece una estación —opinó Ferdinard, al darse cuenta de ese detalle.

—Ahora que lo dices, sí —coincidió Malhereux.

De pronto, un ruido metálico a su espalda les hizo dar un respingo. Los dos hombres se volvieron, con ideas extrañas en la cabeza. Sin embargo, allí sólo estaba Bob. Había ido acompañándoles todo el rato con el brazo colgando, inútil, y acababa de terminar de desprenderse. Ahora yacía en el suelo, deforme e inservible.

—Por las estrellas, Bob —rió Malhereux—. Qué susto.

Bob pareció interpretar sus expresiones, porque encendió en su pecho la suave luz verde, como si quisiera indicarles que todo iba bien.

—Vaya, hombre —exclamó Ferdinard, mirando el miembro amputado—. Qué desastre.

—Deberíamos llevarnos el brazo —opinó Malhereux—. No nos costará tanto repararlo cuando salgamos de aquí.

De repente, enmudeció. A veces se le olvidaba la realidad de su situación. Ahora se daba cuenta de que, si salían de allí, tendrían que venderlo todo: el robot, los trajes… y aún les faltarían muchos cientos de miles de créditos para comprar una nueva tuneladora, aunque fuera una tan cochambrosa como la vieja
Sally
. Tendrían que pedir un crédito a algún usurero que les exigiría pagos mensuales o que pasaran algún tiempo en algún otro trabajo. Por si fuera poco, tendría que ser algo ilegal si querían ganar dinero antes de que llegara el otoño de la vida, y no estaba seguro de que Ferdinard aceptara algo así.

—No he dicho nada —soltó al fin.

Ferdinard le puso una mano en la espalda, la mantuvo ahí unos segundos y luego siguió caminando en silencio.

Llegaron al atrio, sin ser capaces de dilucidar aún su función.

—Sigo diciendo que parece algún tipo de estación. Mira estos canales. Parecen raíles… cruzan la sala y desaparecen por esos accesos en las paredes.

—Hay raíles de acceso a acceso, también —añadió Malhereux.

Ferdinard asintió.

—Pero si es una estación, ¿cómo funcionan? —preguntó.

—¿Crees que funcionan?

—No veo por qué no. Hay oxígeno. Eso quiere decir que, en alguna parte, hay máquinas funcionando.

—También hay luz.

Ferdinard miró alrededor.

—Coño, Mal. Ahora que lo dices… ¿de dónde viene toda esta luz?

Malhereux miró alrededor. Su socio tenía razón. La sala entera estaba bañada en una luz omnidireccional, que parecía provenir de todas partes y de ninguna, como si fuese luz natural que proviniese de algún sol en su cenit. No había rastro de sombras, ni focos o lámparas a la vista.

—¿Los paneles de la cúpula? —aventuró Malhereux.

—¡Vaya! —exclamó Fer—. Si fuesen los paneles, esta zona de aquí estaría en penumbras, ¿no crees?

Malhereux miró alrededor, pensativo.

—Puede ser. Bueno, no lo sé. De algún lado ha de venir.

—Puede que…

Ferdinard empezó a recorrer el atrio, caminando entre los canales, que terminaban allí con bordes redondeados, como la mitad de una esfera. Se detuvo delante de uno de ellos, pensativo, cuando los ribetes dorados se iluminaron con una pequeña nota musical, breve pero intensa.

—¡Galaxias! —exclamó Ferdinard.

—¿Qué has hecho? —preguntó su socio.

—No he hecho nada —protestó Fer—. ¡Sólo estaba aquí!

Ferdinard dio un paso atrás, pero los ribetes dorados no se apagaron, siguieron encendidos, emitiendo un brillo cálido.

—Una cosa está clara —continuó diciendo Ferdinard—. Este lugar está operativo.

Pero Malhereux no le escuchaba, estaba mirando el suelo. Mientras su compañero admiraba el suave resplandor de los ribetes encendidos, se colocó frente a otro de los canales y se mantuvo allí, de pie. Al cabo de unos segundos, los bordes relampaguearon con un resplandor azul. La nota musical fue más grave e intensa.

—¿Qué? —preguntó Ferdinard.

Malhereux se encogió de hombros.

—He intentado hacer lo que tú —dijo—. Pero… no parece que éste funcione.

—Mal, no deberías…

Pero de repente se calló. Un rumor apagado empezaba a escucharse en el aire. Malhereux comenzó a oírlo también. Se quedaron inmóviles, percibiendo claramente cómo el sonido iba en aumento. Fer giró la cabeza en ambos sentidos, pero no conseguía determinar de dónde provenía.

—Qué has hecho, Mal… —murmuró Ferdinard.

De pronto tuvo la idea de mirar a Bob. Éste seguía detenido donde se había quedado, junto a ellos, y en su pecho no había ninguna luz de advertencia.

De pronto, una esfera de un brillante color celeste apareció por uno de los accesos, tan rápida como una exhalación. Avanzaba hacia ellos a toda velocidad. Ferdinard se quedó paralizado, viéndola progresar hacia él acompañada de ese rumor intenso que iba en aumento a medida que se acercaba. Casi parecía que iba a aplastarle contra la pared cuando, al llegar al atrio, la esfera se detuvo. Ferdinard soltó un pequeño grito.

—¡Mierda! —gritó, llevándose una mano temblorosa a la frente.

—¡Sagrada Tierra! —exclamó Malhereux.

Estaba mirando la esfera, que parecía flotar a algunos centímetros del raíl. La manera en la que se había detenido desafiaba a todas las leyes de la física: sin desaceleración, sin fricción. Su movimiento le había causado una impresión visual rara, porque su cabeza no terminaba de aceptar lo que acababa de ocurrir—. ¿Has visto eso, Fer?

—¿Que casi me aplasta? ¡Joder que sí!

Malhereux se acercó a la esfera. Estaba recorrida por los mismos diseños que había en la pared. Eran los mismos que estaban en casi todas partes, de hecho. De pronto recordó haberlos observarlos también en la campana, finos como cabellos, y apenas visibles: cuando se esforzaba por mirar uno, desaparecía debido a la luz que emitía el orbe. Sólo parecía ser capaz de captarlos con la visión periférica.

De pronto, la mitad superior de la esfera se abrió con una ausencia total de sonidos, giró sobre un eje y se quedó abierta en un ángulo de noventa grados.

—¡Fer! —exclamó Malhereux.

Pero Ferdinard no contestó. Estaba mirando el punto donde la parte superior de la esfera se unía con su base, intentando entender por qué no veía allí ningún engranaje, ninguna maquinaria, tan sólo una delgada línea negra del grosor de un cable.

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