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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (10 page)

BOOK: Panteón
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Su intercomunicador personal, discretamente ubicado en el lóbulo de su oreja, crepitó un segundo antes de emitir un mensaje.

—Tesla, tenemos una emergencia.

Reconoció la voz al momento; era Laars, el jefe de Sistemas. Se llevó un dedo al oído y presionó suavemente el aparato antes de hablar.

—¿Qué ocurre? —preguntó, ceñudo. En semejante estado de alarma, que algo fuera calificado de
emergencia
hacía pensar en un suceso catastrófico.

—¡Será mejor que vengas! —respondió Laars.

Tesla se puso inmediatamente en marcha. El Área de Gobierno de la nave, emplazada en el corazón de ésta, era una serie de despachos dispuestos alrededor de un amplio corredor en forma de «T», donde un circuito cerrado de transporte rápido permitía trasladarse rápidamente. Le llevó sólo unos segundos llegar a la oficina de Sistemas.

Cuando entró en la diáfana sala, los terminales arrojaban torrentes de datos de manera confusa. Todos los ingenieros estaban volcados en sus consolas, hablando atropelladamente por sus comunicadores. Laars, que se recostaba sobre uno de los sillones con los músculos de la cara contraídos en un rictus de tensión, salió a recibirle.

—¡Mira esto! —le dijo, extendiendo la mano para mostrarle las pantallas.

Tesla reparó en el hecho de que llevaba su pelo, por lo general pulcramente arreglado, algo despeinado, como si hubiera estado pasándose las manos por él.

—¿Qué pasa?, ¿qué es lo que veo? —preguntó Tesla, visiblemente nervioso. Era obvio que algo grave ocurría, pero el área de Sistemas se le escapaba completamente. La información en pantalla era un criptograma a sus ojos.

—Han entrado en nuestros sistemas —admitió Laars, llevándose una mano a la boca. Tenía los ojos saltones por naturaleza, pero ahora estaban tan abiertos que parecían dos huevos duros.

—¿Cómo?

—Todo el sistema está en peligro. ¡Luchamos para detener su control, pero son demasiado rápidos! ¡Tan pronto atajamos una vía de ataque descubrimos otras tres!

Tesla cogió a Laars por los hombros y lo obligó a mirarle.

—¿Qué estás diciendo?, ¿cómo es posible?

Laars apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—¡No lo sé! ¡No lo sé!

Tesla miró unos segundos las pantallas. Las ventanas se abrían y se cerraban, volcados de datos aparecían inesperadamente, inundaban la consola y parpadeaban, amenazantes. Algo iba definitivamente mal: algunos conjuntos de datos excedían el tamaño de sus ventanas, como si el
software
estuviera fallando.

—Alguien dentro de la nave… —susurró, más para sí mismo que para otro.

—¡No hay otra manera! —exclamó Laars—. ¡Tienen que estar conectados directamente al sistema en alguna… maldita parte!

—¿Dónde, Laars? ¡Tienes que averiguarlo!

Laars negó con la cabeza.

—¡No es posible! Es como una señal universal. Han accedido a casi todos los interfaces enviando señales falsas. Eso fue lo primero que detectamos. ¡No sabríamos desde qué punto están agarrados a menos que comprobáramos cada terminal uno a uno!

Hasta Tesla sabía que eso era imposible. Debía de haber millones de puntos así repartidos en toda la nave. Eran como multiplicadores de corriente: allí donde había un servicio computerizado, había un interfaz.

—¿Qué es lo que intentan hacer?

—Yo…

—¡Laars!, ¿qué es lo que están intentando? —gritó Tesla.

Laars asintió.

—Un bloqueo completo. Desde el sistema de soporte vital hasta las puertas. Están accediendo a todos los sistemas a la vez, y… ¡son demasiados! Yo… Nosotros…

Tesla contuvo la respiración, mirando a los operarios. Había un par de hombres por cada puesto, y ni siquiera había sillas suficientes para todos. Era obvio que Laars había movilizado a todo el mundo, a todos los turnos, pero eran del todo insuficientes. Lo veía en sus caras, lo veía en sus ojos despavoridos mientras manipulaban los controles de las consolas con expresiones de manifiesto terror.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó al fin, con suavidad.

—Unos… Unos minutos —dijo Laars, ahora en voz baja.

Tesla cerró los ojos.

Un robot de mantenimiento equipado con una pinza extintora de fuegos se acercaba, traqueteante, a una columna de llamas que surgía por uno de los conductos de aire. El fuego lamía con avidez las paredes y los embellecedores se rendían ante su poder, derritiéndose lenta pero inexorablemente. El plástico vitrificado chorreaba en bolas incandescentes.

Dos operarios intentaban sofocar las llamas con sus mangueras, pero los tubos de químicos a su espalda estaban prácticamente agotados.

—¡Aquí viene la ayuda! —exclamó uno de los dos hombres. Su voz sonaba metalizada a través del casco negro—. ¡Apártate!

—¡Ya era hora!

El robot maniobró con cierta dificultad y comenzó a apuntar a la base de las llamas, pero, de repente, empezó a describir un círculo de trescientos sesenta grados.

—Pero qué…

El robot se detuvo y pareció apagarse. Luego, volvió a la vida con una especie de estertor, y empezó a expulsar su mezcla especial anti-incendios en todas direcciones.

—¡Se ha descompuesto! —exclamó el operario—. ¡Apágalo!

—¡Mierda!

La pinza se sacudía como una serpiente enloquecida, desparramando la espuma química a una altísima presión. En uno de esos movimientos, el chorro lanzó a los operarios contra el suelo, donde cayeron de culo, rodando sin control. Luego, la unidad empezó a moverse sin seguir ningún patrón aparente. En una de las vueltas, acabó deteniéndose sobre el conducto de ventilación, que arrojaba llamas como si de un volcán se tratase.

Uno de los operarios se incorporó, quitándose el casco para poder ver. Era aún joven, de apenas setenta años, pero en su cabello habían empezado a aparecer canas.

—¡El fuego! ¡El fuego!

De pronto, las luces del corredor parpadearon y se apagaron. Las pequeñas luces de emergencia tomaron el relevo encendiéndose automáticamente.

El operario miró hacia arriba.

—Por las estrellas…

Las tres puertas dobles del corredor se cerraron al unísono, casi sin ruido.

—¿Qué pasa? —preguntó el otro operario. En ese momento estaba pasando la mano por el visor del casco para retirar la espuma.

En la penumbra del corredor, el fuego multiplicaba las sombras. La silueta del robot se recortaba, oscura, contra la pared del fondo. De pronto, las ávidas llamas lo envolvieron por completo. El robot chirrió amenazadoramente, se inclinó sobre uno de los lados y, un par de segundos más tarde, explotó como si fuese una bomba. Uno de los trozos de metal voló por el aire y le dio al operario con la cabeza descubierta; cayó hacia atrás, muerto.

El otro operario gritó. Se levantó como pudo, haciendo uso de brazos y piernas, y se lanzó hacia la puerta, preso de un ataque de pánico. Empezó a golpearla con los nudillos a medida que el fuego se propagaba envolviendo las placas del techo. El humo llenaba el corredor.

—¡Abrid, abridme! —dijo entre toses.

Pero nadie le abrió jamás.

Jebediah viajaba hacia el hangar principal cuando su muñequera empezó a brillar emitiendo tonos graves e intermitentes. Se la llevó cerca de la boca antes de responder.

—Jebediah.

—Gran Bardok —dijo una voz—, está hecho. Tenemos el control de los sistemas.

—Excelente —contestó el líder—. Sigan trabajando en eso. Apodérense completamente de la nave y detengan esos cañones.

—Los cañones se operan desde una unidad de proceso diferente, Gran…

—Lo sé —interrumpió Jebediah—. Pero quiero que los paren. Continúen bloqueando todo lo demás y no tardarán mucho en dejar de estar operativos.

—Sí, Gran Bardok.

Jebediah estaba complacido. Además de atacar el funcionamiento interno de la nave, entorpeciendo cualquier tarea de mantenimiento y gestión, el objetivo incluía, naturalmente, las compuertas del hangar de la nave. Esa parte era esencial. Sin esa barrera, las lanzaderas de asalto podrían aterrizar cómodamente en el corazón del enemigo y tomar el control absoluto.

Una vez conquistada la nave, podría concentrarse por fin en su misión.

En el hangar, todo estaba dispuesto. Las lanzaderas de la primera hilera en la cola de saltos iban sin carga. Eran naves señuelo, porque el fuego enemigo se concentraría en ellas y caerían rápidamente. La segunda hilera albergaba una tripulación de robots de combate; ésa sería la primera línea de batalla una vez irrumpieran en la nave, y serían las primeras bajas. Los robots tenían un coste, sí, por no hablar de las modificaciones que sus ingenieros operaban en los modelos estándar; pero buscar, formar y asegurar la lealtad de un adulto humano… Eso era aún más costoso.

La tercera hilera era la primera línea de ataque real, cargada de guerreros de valía probados en innumerables contiendas. En esas primeras lanzaderas, y liderando la ofensiva, iría Jebediah; su presencia no sólo insuflaba moral a sus hombres, también aumentaba el mito de su leyenda como guerrero terrible, como adversario invicto, y eso le garantizaba un respeto que, de otro modo, era imposible conseguir.

Cuando el transporte le dejó cerca de la lanzadera, sus guerreros de élite le esperaban dispuestos en dos columnas, una a cada lado. Jebediah avanzó entre ellos, en medio de un silencio sepulcral. Era parte del ritual. Ni un solo robot se movía, ningún hombre hacía un solo gesto: el impresionante hangar estaba completamente inmóvil para honrar a su líder, el Gran Bardok, que los conduciría a la victoria.

Sólo cuando Jebediah hubo desaparecido en el interior de la nave, los mercenarios se pusieron en marcha arrancando un estremecedor grito de guerra de sus gargantas. Las impresionantes estructuras que organizaban las líneas de saltos comenzaron otra vez a desplazarse por el techo del hangar, las lanzaderas fueron extraídas de sus receptáculos y los hombres, equipados con sus armaduras tácticas de combate, corrían a confinarse en su interior mientras gritaban y chocaban sus pechos unos con otros.

Los sarlab iban a la guerra.

Los cañones vomitaban fuego a intervalos regulares, entregados a un salvaje intercambio que descarnaba poco a poco los fuselajes de ambas naves. De vez en cuando, alguna de ellas escupía ondas de iones de aspecto nebuloso. Se desplazaban con cierta lentitud hasta que terminaban impactando contra la nave enemiga entre chispas y estrías eléctricas, provocando un espectáculo que, paradójicamente, resultaba tan estremecedor como hermoso.

En medio de semejante algarabía, una docena de pequeñas naves irrumpieron en la escena. Provenían de algún lugar de las entrañas de la Imperia, y muy pronto comenzaron a ganar velocidad. Giraban sobre su eje para tomar su rumbo de ataque, hacia la nave enemiga.

Los cañones no tardaron en seleccionarlas como blancos prioritarios, descargando toda su capacidad de ataque contra ellas. Las ráfagas eran tan rápidas como letales, y las cuatro primeras naves explotaron en el aire casi inmediatamente. El resto empezó a realizar maniobras evasivas, alterando su rumbo con giros bruscos para evitar las rutinas de predicción de movimiento que guiaban a los cañones.

Al poco tiempo, una segunda oleada abandonó la Imperia, pero se dispersó rápidamente para que los cañones tuvieran que recalibrarse entre uno y otro objetivo. Éstos giraban en sus emplazamientos tan deprisa como podían, pero los blancos eran demasiados y volaban como gorriones en medio de una nube de insectos. Cuando la tercera oleada estuvo también en camino, el caos era manifiesto. Los señuelos que aún volaban intactos, mientras tanto, hacían temerarias pasadas cerca de las baterías para intentar atraer su atención.

Ya para entonces, las primeras naves empezaban a irrumpir en los hangares. Para su sorpresa, nadie había organizado defensa alguna: los sistemas de comunicaciones y de radar no funcionaban, y casi nadie a bordo de la nave tenía constancia de que estuvieran siendo atacados. La resistencia fue mínima; los robots de combate fueron suficientes para tomar el control de la zona.

Jebediah lideró el asalto hacia el puente de mando. Las puertas de los corredores, la luz y otros servicios se restablecían desde la Imperia a medida que los sarlab avanzaban. El Gran Bardok era brutal con todos los que encontraba. A veces se quedaban tan sorprendidos que le bastaba con extender su mano robótica hacia su rostro y cerrar los dedos, quebrando sus huesos con un crujido húmedo.

En cuanto al ejército a bordo de la Semex, era numeroso, en efecto, pero no llegó a tener ni una sola oportunidad de hacerles frente. Las salas de acuartelamiento albergaban a unos doce mil soldados, pero los ingenieros sarlab se habían ocupado de ellos. El aire dejó de circular a través de los conductos, y las puertas de seguridad, las que se activaban en caso de descompresión, se cerraron. No había forma de abrirlas de manera manual sin el permiso del ordenador central, y éste danzaba al ritmo del enemigo. El aire se acabó definitivamente cuando, tras seis horas, Jebediah conquistó por fin el Área de Gobierno y se enfrentó al Consejo de los Cinco, que para entonces le esperaba en posición de firmes junto a las puertas dobles. Los operadores y oficiales de alto rango estaban detrás, junto a unos pocos soldados.

Jebediah dedicó una mirada apreciativa a los cinco mandatarios antes de acceder a la sala; luego dio unas cuantas zancadas y se plantó a tres metros de ellos. Una guarnición completa de sarlab irrumpió en la estancia y se distribuyeron a ambos lados, apuntando con sus armas a los vencidos.

Los soldados dejaron sus armas en el suelo y se cuadraron.

Los miembros del Consejo intercambiaron algunas miradas cuando vieron a Jebediah frente a ellos. Al presentarse de esa manera se identificaba como portavoz del ejército invasor y con capacidad suficiente para actuar en su representación, pero tenían dudas; su casco de combate le cubría toda la cabeza salvo los ojos, dos espantosos objetos luminosos de un color rojo intenso. Parecía una máquina, algún tipo de robot de combate.

Por fin, Tesla Laertes, con la barbilla ligeramente levantada y tan firme como le era posible, dio un paso al frente.

—En nombre del Consejo de los Cinco, nos declaramos vencidos y nos rendimos —dijo.

Jebediah inclinó ligeramente la cabeza.

—Abran todos los sistemas para que mis ingenieros puedan acceder a ellos —exclamó—. Quiero el control total de la nave.

Tesla giró brevemente la cabeza, hizo una señal con un pequeño gesto, y volvió a ponerse firme. Varios operadores abandonaron el grupo para dirigirse a los despachos, seguidos por sarlab armados.

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