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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (9 page)

BOOK: Panteón
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La Vernus Imperia era, desde luego, una aberración visual, sobre todo si se comparaba con las líneas uniformes y regulares de su contendiente. Los sarlab eran aficionados a la imaginería tenebrosa; la utilizaban ampliamente en sus trajes de combate (que personalizaban con un estilo zafio y estridente) y la Imperia no era diferente. La Colonia, desde luego, no tenía datos precisos sobre el nivel de personalización al que se la había sometido porque esos mercenarios rara vez utilizaban su nave-hogar en sus ataques. De hecho, apenas recordaba a los diseños originales.

A simple vista parecía una pesadilla flotante de andamios y estructuras metálicas. Unas torres inclinadas, en apariencia sujetas por gruesos cables de acero, coronaban su parte superior, apuntando en direcciones opuestas. Eran estructuras deformes, sin sentido, apenas una maraña de hierros y tubos entrelazados, pero sin duda esa chatarra atroz ayudaba a destruir cualquier sensación de simetría, provocando desasosiego a la vista. A su alrededor, los cables y tubos formaban una suerte de telaraña tan confusa que, en ocasiones, creaban formas sujetas a la interpretación del que las observaba. Desde la distancia, por ejemplo, la Imperia podía parecer una criatura agazapada, o virar unos cuantos grados y asemejarse más a un pecio abandonado. La proa recordaba un escualo iracundo. Había sido rematada con una especie de ariete de desconcertante forma fálica, con la cabeza suavemente redondeada. Se extendía hasta cien metros describiendo una ligerísima curva en su centro. Como tantos otros aderezos, no tenía una función práctica: Simplemente, ayudaba a crear desconcierto y a mantener alta la moral entre los hombres.

En el puente de mando de semejante atrocidad, el líder, Jebediah, el más inclemente hijo del linaje de los Dain y Gran Bardok de los despiadados sarlab, se decía que había llegado el momento.

—Informe actualizado, Gran Bardok —anunció uno de los operadores.

—Muéstremelo —dijo.

El informe pasó a la pantalla principal, y Jebediah entrecerró los ojos mientras repasaba los daños estructurales de la nave enemiga. Las cosas no habían cambiado demasiado desde la última comprobación. El casco presentaba daños importantes, con zonas críticas seriamente afectadas, pero eran efectos colaterales de los ataques infringidos a las zonas que a él le interesaban: las baterías de cañones. No los grandes cañones de pulsos, ni los sistemas eyectores de cargas de iones… la Imperia estaba sobradamente preparada para aguantar ataques así durante mucho más tiempo de lo que el enemigo habría anticipado. No, su objetivo era los otros cañones, más pequeños y rápidos, repartidos por toda la estructura. Ésos tenían la capacidad de apuntar automáticamente a las naves más pequeñas. Una vez los quitara de en medio, podría ejecutar el siguiente paso de su plan de ataque.

Jebediah no quería destruir la nave enemiga; esperaba capturar en su interior el objetivo de su misión. Sin embargo, estaba también razonablemente seguro de que no estaba allí. Si lo estuviera, la nave habría intentado huir. Es lo que él hubiera hecho. Las Imbus Semex eran naves extraordinariamente rápidas a pesar de su tamaño, y podrían haberle hecho pasar aprietos. En última instancia, siempre habrían podido lanzar naves en todas direcciones, y hubiera sido imposible destruirlas todas. Muchas de ellas habrían escapado, y una contendría el codiciado objetivo de la misión. Sin embargo, la Semex permanecía en el sitio, intentando vencer en esa loca batalla de desgaste. No, el objetivo seguía en tierra, donde siempre había estado.

Jebediah, a pesar de la sospecha, no quería arriesgarse. Tomaría la nave y la registraría hasta el último panel. La desmantelaría pieza a pieza si era necesario, y luego se concentraría en el planeta. Lo peinaría con hileras de hombres, lo recorrería en persona subido a un deslizador, tamizaría la arena grano a grano, pero daría con lo que buscaba. Y lo haría porque el pago por ese trabajo era descomunal, mucho mayor que el recibido por ningún otro trabajo en toda su vida. Era tan grande que no le importaba el coste de las reparaciones que serían necesarias en la Imperia, ni la cantidad de recursos que había destinado ya en las contiendas terrestres.

—Están a menos del veinte por ciento, Gran Bardok —dijo con prudencia el oficial.

Jebediah clavó la mirada en él, inclinando ligeramente la cabeza. Mientras lo hacía, el oficial se quedó lívido; había visto esa expresión otras veces, tan enigmática como terrible, y era quizá la peor de todas, porque uno no sabía qué podía esperar. Y sus ojos… bueno, ¿quién podía saber hacia dónde miraba?, ¿quién podía leer la expresión eternamente neutra de su rostro? Trabajar directamente bajo sus órdenes era como caminar al borde de un abismo.

El Bardok era el rango más alto en la jerarquía de los sarlab, y Jebediah llevaba ostentándolo cinco años completos. En ese tiempo, había obrado grandes cambios, sobre todo en cuanto a estrategia de combate y adiestramiento de los mercenarios. Sus constantes y contundentes victorias, cimentadas sobre un halo de terror, le habían hecho merecedor de un respeto innegable entre sus hombres y habían aportado ingresos extraordinarios a las arcas del clan. Eso significaba armas más potentes, robots más capaces y vehículos. Significaba afrontar retos y encargos cada vez más importantes, lo que, a su vez, les procuraba más riqueza.

Los sarlab, incluso antes de la llegada de Jebediah, eran los peores asesinos de la galaxia conocida. Siempre lo habían sido. En las naves que abordaban y las colonias que invadían no quedaba un solo superviviente. Formaba parte de su modo de proceder, estuviera o no especificado en las condiciones del encargo, y se cuidaban mucho de ser fieles a sus métodos. Sus actuaciones dejaban siempre algún vestigio aberrante: cabezas con la espina vertebral colgando, hombres a los que habían arrancado los párpados y la lengua o mujeres empaladas por sus órganos sexuales. Todo eso no era gratuito: servía para que el mito se extendiera. Los pioneros en las lejanas colonias mineras susurraban historias sobre ellos, los niños pequeños se asustaban unos a otros con la palabra «sarlab» y los tripulantes de los cargueros abandonaban la nave tan pronto aparecían en el radar.

Jebediah llevó ese concepto más lejos, o quizá habría que decir que lo llevó más cerca… al seno mismo del clan de los sarlab. Lo aplicó entre ellos. Antes de él, los líderes se sucedían unos a otros con una rapidez desquiciante, porque para erigirse como Bardok, el aspirante sólo tenía que eliminar a su predecesor. Jebediah quería asegurarse de que eso no ocurriese, así que después de unos cuantos trabajos, utilizó buena parte del botín para ejecutar su plan: alterar su cuerpo con implantes biomecánicos. Cambió la débil carne de sus piernas, lo que le hizo ganar seis centímetros de altura, y sustituyó sus brazos por otros de titanio, más resistentes, rápidos y fuertes. También sustituyó sus ojos por unas obras maestras de la ingeniería, diseñadas y concebidas ex profeso para él por unos técnicos de La Colonia. Conseguir que colaborasen no fue difícil; para eso estaban la extorsión y el chantaje.

Esas partes, así como el total de las muchas operaciones a las que se sometió, costaban una verdadera fortuna, pero cuando apareció en la Imperia después de muchos ciclos, nadie osó protestar. Había ordenado que no recubrieran los implantes oculares con inútiles ornamentos estéticos, meros embellecedores que simulaban el iris humano, así que las lentes robóticas centelleaban malignamente con un inquietante brillo pálido.

Jebediah había sido siempre un buen luchador, como casi todos los sarlab. Era enérgico, impetuoso, un magnífico tirador y demoledor en el cuerpo a cuerpo. Pero desde que había reemplazado gran parte de su cuerpo por homónimos mecánicos, sus actuaciones en el campo de batalla dejaban a todos sin aliento. Siempre vestía su armadura de combate, tocada con un casco que cubría la mayor parte de la cabeza, excepto los ojos. Se lanzaba en primera línea desarrollando una velocidad que atendía a un nivel de energía desconocida en los humanos, descargando golpes mortales y disparando con una cadencia abrumadora.

Jebediah sabía que alrededor de su nombre circulaban mitos de toda clase, no sólo en la galaxia, sino entre los de su propio clan. Nadie sabía, en realidad, el alcance de sus modificaciones. Más que ninguna otra cosa, los ojos biónicos al descubierto le habían despojado de su aspecto humano, así que el mito contaba que el líder de los sarlab, Gran Bardok y Quinto de los Dain, había obrado modificaciones extremas en su corteza cerebral, sustituyendo parte de su cerebro por sistemas computacionales. Se decía que podía detectar cualquier tipo de ataque en el mismo microsegundo en que se produjera. Que había cambiado de sitio su corazón para que ningún proyectil o arma pudiera perforarlo, o incluso que ya no tenía corazón, que había prescindido completamente de él.

Y Jebediah, por supuesto, dejaba que todos esos rumores despertaran el asombro y hasta el temor entre sus hombres.

Ahora, el Gran Bardok no miraba al oficial porque quisiera reprenderle. Pensaba para sus adentros. La capacidad de los cañones estaba al veinte por ciento, y ése era el objetivo que se había impuesto. Significaba que un ochenta por ciento de las lanzaderas de asalto podrían tener una oportunidad de pasar a través de las defensas enemigas.

—Mantened el fuego —ordenó entonces— y lanzad la siguiente fase del ataque.

—Sí, Gran Bardok —exclamó el oficial, haciendo una pequeña reverencia.

Se dieron instrucciones, y en toda la nave, los sarlab se movilizaron como si fueran un solo hombre. Los pasillos de las salas de acuartelamiento empezaron a llenarse de luces naranjas parpadeantes, un llamamiento visual que cualquiera podía percibir incluso por encima del estruendo de las explosiones en el exterior. En el hangar principal, las lanzaderas desplegaban las rampas de acceso y los robots se entregaban a la tarea de despejar las rampas de lanzamiento y organizar la línea de saltos. Las rampas tenían capacidad para albergar diez lanzaderas a la vez, así que los saltos subsiguientes debían ejecutarse con tanta rapidez como fuera posible. Cuantas más naves hubiera en el aire, menos posibilidades había de que los cañones enemigos concentraran su fuego en ellas.

Pero el plan tenía un paso previo; uno que, de lograrse, determinaría el éxito del asalto. Era el arma secreta de Jebediah, algo que no se había intentado antes.

En el exterior, una nube de pequeños dispositivos de aspecto cilíndrico abandonó la Imperia por la parte inferior. Desde cierta distancia, parecían un enjambre de insectos, moviéndose erráticamente en el aire, como si sobrevolaran una fruta madura. Inesperadamente, se dirigieron al unísono hacia la nave enemiga, en mitad de una repentina ráfaga de proyectiles. Muchos fueron alcanzados, repelidos casi en el acto en medio de pequeñas explosiones, pero la distancia entre las naves no era demasiada, y los ingenios mecánicos volaban con rapidez. Terminaron por alcanzar el fuselaje, donde recorrieron unos metros, como si buscaran un punto específico; después, se acoplaron con un pequeño ruido metálico. Para entonces, estaban cerca del vientre inferior de la nave.

Allí, lejos del alcance de los cañones más pequeños, los dispositivos desplegaron unos apéndices metálicos y empezaron a moverse con rapidez. Parecían, otra vez, abejas comunes ejecutando sus complicadas danzas de comunicación, describiendo círculos que se superponían unos a otros.

En un momento dado, uno de aquellos artefactos empezó a cortar la gruesa lámina del blindaje con un potente láser. Las otras unidades corrieron a alinearse con ella hasta dibujar un rectángulo, y una vez hecho esto, activaron también sus diminutas cortadoras. Producían un zumbido grave pero intenso a medida que las chispas saltaban y el metal iba adquiriendo un color rojo brillante.

—Ya están en posición… —exclamó el oficial.

—Ahora veremos si tanto esfuerzo ha merecido la pena —exclamó Jebediah. Había cruzado los musculosos brazos de titanio sobre el pecho y miraba los datos en la pantalla, tan impertérrito como siempre.

La plancha era tan gruesa que cuando se separó, era casi tan larga como ancha. Se alejó dando vueltas sobre sí misma, con los bordes aún llameantes, y cuando estuvo a cierta distancia, atrajo la atención de los cañones automatizados. Eso no la dañó lo más mínimo, pero hizo que acelerara su trayectoria, alejándose hacia la superficie del planeta sin nombre hasta desaparecer de la vista.

Para entonces, los pequeños ingenios habían saltado al interior del agujero, avanzando como extrañas arañas metálicas. No habían errado en sus cálculos: allí, a la vista, había una maraña de cables e intrincados circuitos que formaban parte de los sistemas internos de la nave. Éstos eran interfaces que conectaban los diferentes elementos con el ordenador central.

Produciendo ruidos magnéticos, las arañas retiraron diligentemente varias de las conexiones y extendieron pequeños apéndices para conectarse al sistema. Al instante, se quedaron inmóviles como parásitos que han accedido al riego sanguíneo y chupan con avidez.

En el puente de mando de la Imperia, un exultante operador se volvió para mirar a Jebediah.

—Conseguido, Gran Bardok —exclamó—. Tenemos señal.

Jebediah asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Estaba satisfecho, más que satisfecho, pero no lo demostraría delante de sus hombres. Levantó una mano en el aire y la cerró con un gesto inequívoco.

—Saboteadlo todo —exclamó.

Luego se dio la vuelta y abandonó el puente de mando, dando grandes y resueltas zancadas.

En el interior de la Imbus Semex el caos era generalizado. La nave no había sufrido aún daños estructurales graves, pero varios ciclos de acoso constante habían provocado incendios por todas partes. De vez en cuando, una explosión asolaba uno de los pasillos o salas, sacudiendo la nave con tremenda fuerza. Hombres y máquinas corrían constantemente para sofocar esos fuegos y tomar medidas para que las salas más comprometidas dejaran de resultar un problema. A menudo, la única vía era clausurarlas y dejarlas sin oxígeno. Luego, los componentes esenciales que no podían repararse en el acto eran sustituidos, pero incluso eso resultaba ya complicado: empezaban a agotarse.

Sin embargo, Tesla Laertes, uno de los cinco máximos dirigentes, aún confiaba en que podrían ganar la batalla. Tenía un as en la manga, un acuerdo al que había llegado hacía tan sólo treinta horas. Sólo un ciclo más, y recibiría apoyo de la Casa Koide, un afamado grupo de piratas. Era una de las pocas familias que contaban con una aeronave lo suficientemente grande y potente como para resistir la embestida de la Imperia
.
Si aunaban esfuerzos, Tesla estaba seguro de poder ganar.

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