—¡Vaya tinglado había aquí! —exclamó—. Habríamos tardado siglos.
—¡Bueno, tanto mejor para mí! —dijo Ferdinard—. Ahora no podremos abrir la puerta y podremos regresar. Es… es brillante, tío.
Pero Malhereux se acercó a la puerta del compartimento y cogió con ambas manos el tirador de apertura. El panel se deslizó simplemente hacia arriba como si nunca hubiera estado cerrado.
—No puedo creerlo… —exclamó Ferdinard.
—Los viejos métodos a veces son los mejores —dijo Malhereux. Iba a decir algo más, pero en ese momento giraba la cabeza hacia el interior y se quedó callado. Su socio se acercó a su lado, lleno de curiosidad.
—Madre mía…
Allí dentro, recubierto por un gel anti-golpes transparente, había un único objeto que no pudieron identificar; el resto del contenedor estaba completamente vacío. Al mirarlo, Ferdinard pensó en algún símbolo religioso, quizá por el color cobrizo y ligeramente brillante con el que estaba hecho. Eran materiales así los que se solían emplear para representar a los diferentes dioses que plagaban las muchas galaxias.
En el techo, justo en el centro, encima del objeto, había una serie de pequeños focos que arrojaban una delirante luz azulada.
—¿Qué es esto, Fer? —preguntó Malhereux.
—No lo sé, amigo —contestó Fer.
—Parece… —inclinó la cabeza para tener una perspectiva nueva del objeto, y por fin encontró la similitud—. Una copa. Una copa invertida.
—Ahora que lo dices, sí…
Sin embargo, la copa tenía algo más: un cilindro terminado en una especie de burbuja, como una gota de metal, que colgaba del centro. La parte inferior de la circunferencia estaba grabada con líneas transversales que formaban intrincados diseños.
Malhereux fue el primero en entrar en el compartimento.
—No creo que esto valga mucho, tío —dijo Malhereux, malhumorado.
—Bueno, aún no sabemos lo que es.
—Parece… algo decorativo, joder.
—Me preocupa esa luz…
Malhereux consideró hacer algún comentario sobre eso, pero estaba empezando a enfadarse de veras y sospechó que su tono podría ser del todo inadecuado, así que se limitó a acercarse al misterioso objeto. Le dio una vuelta completa, pero tenía la misma apariencia por todos lados. Sin muchas esperanzas, apuntó con el puño y, otra vez, envió el modelo a
Sally
.
Esta vez, la respuesta llegó casi de inmediato.
—¡No me jodas! —dijo, al ver los datos en la pantalla de su traje.
—¿Qué pasa? —preguntó Ferdinard.
—¿Sabes lo que es esto? ¡Es una campana!
—¿Una campana? No parece una campana.
—No es una campana como las que conocemos… ¡Ésta dejó de producirse o de usarse hace más de diez mil años! Lo usaban en la Tierra nuestros ancestros, ¡en la Tierra original!
Ferdinard sacudió la cabeza. Todos los seres humanos esparcidos por las galaxias provenían de allí, el Planeta Origen desde el que se inició la diáspora. Era Historia Antigua.
—Escucha —continuó diciendo Malhereux—: «Campana: instrumento metálico en forma de copa invertida que suena al ser golpeado por un badajo o por un martillo exterior.»
—¡Por las estrellas! —exclamó Ferdinard—. ¿Para qué se usaba?
Malhereux estaba leyendo en su terminal con el ceño fruncido.
—Aquí hay un montón de información… todo esto es anterior al Éxodo. Bien, entre otras cosas, se usaba para… para convocar a los fieles, según parece, aunque tenía otros usos: como sistema de alarma, para hacer anuncios…
Ferdinard estudió la campana. El gel de protección la mantenía en el aire, con la lágrima colgando en vertical. Imaginó que ésa era la parte móvil que hacía sonar el metal que la rodeaba.
—Ya veo —dijo.
—Demonios, es una auténtica antigüedad. ¡Quién sabe qué precio puede tener esto! No queda mucho de la Tierra por ahí. Los coleccionistas se vuelven locos con estas cosas.
—Desde luego. ¿Tenemos algún contacto de ese tipo que nos pueda ayudar con la tasación y la venta?
Malhereux negó con la cabeza.
—No. Pero no importa. Daremos con alguno.
—Vale. Pediré a Bob que lo lleve. Tiene pinta de ser bastante pesado.
Bob, a pesar de su aspecto, cargó con la campana con bastante delicadeza. En sus poderosos brazos, el objeto parecía tan liviano como un pan de trigo. Pese a estar en posición horizontal, el badajo continuaba completamente inmóvil debido al gel que lo recubría. Podrían tirarlo desde lo alto de un risco y no sufriría daños: la única forma de retirar el gel era aplicando calor extremo.
Ferdinard observó que uno de los soles se ocultaba ya por detrás de unas montañas lejanas, pero el otro empezaba a asomar por el lado opuesto, arrancando destellos rosáceos a los cúmulos de gases que cubrían la atmósfera. Eran Nardis y Vorensis, los dos soles enfrentados. Aquel planeta tenía además una órbita divertida: ese lado del mundo nunca conocería la noche.
Bob caminaba ajustando su velocidad para avanzar a su lado, pero al contrario que los dos hombres, aplastaba todo cuanto encontraba a su paso. Las cabezas de los androides cedían bajo su peso, y Malhereux sufría al ver aquellos exquisitos circuitos reducidos a chatarra. Era como quemar una montaña de dinero con un lanzallamas.
De pronto, el traje de los dos socios empezó a aullar.
Ferdinard se congeló en el sitio.
—Dios mío… —exclamó.
—¡La alarma! —chilló Malhereux. La voz sonó extremadamente aguda a través del sistema de comunicaciones.
Se trataba de
Sally
. Era el sistema de alarma de cercanía. Sus sensores habían detectado que algo se aproximaba a su posición y avisaba a los dos tripulantes. Rápidamente, los hombres se lanzaron a la carrera, intentando no tropezar a medida que superaban los diferentes obstáculos. Bob comenzó a trotar, levantando nubes de polvo cuando sus pesados pies batían la tierra yerma.
—¡Demasiado lejos! —aulló Ferdinard—. ¡No nos va a dar tiempo!
—¡No! ¡No es demasiado lejos! ¡Corre, Fer, corre!
Pero sí que estaban lejos. Acababan de saltar por encima del cañón doble de uno de los Mamuts y la nave aún se veía pequeña en la distancia. Ésta ya empezaba a calentar motores, y unas columnas de humo blanco ascendían perezosamente hacia el cielo. Los robots araña habían reaccionado también a la señal: todas las unidades habían dejado ya lo que estaban haciendo y se precipitaban al hangar para volver a sus abrazaderas.
Ferdinard estudiaba el cielo mientras corría. Si las naves venían del espacio, verían primero un destello luminoso producido por la fricción de la atmósfera. Eso detendría un poco la entrada de la nave en el espacio terrestre y podría darles un tiempo extra. Después… Después desaparecían bajo tierra y podrían salir a cientos de kilómetros de distancia si fuese preciso.
Pero ningún destello despuntó en el cielo.
Las dos naves pasaron zumbando sobre sus cabezas, salidas de no se sabía dónde. En cuanto hubieron pasado, el sonido de sus motores se hizo audible, seguido del rebufo del aire que les golpeó en la espalda, haciéndoles perder pie. Malhereux lanzó un grito ahogado.
—No… —dijo Ferdinard, sobrecogido.
Eran naves pequeñas, monotripuladas, pero naves de combate sin ninguna duda. Hasta le parecía reconocer el modelo. En ocasiones, esas naves pequeñas no necesitaban un piloto humano, lo que las hacía terribles y precisas. A cada extremo de sus cortas alas, había dos cilindros alargados terminados en una esfera pequeña. Las naves continuaron avanzando varios cientos de metros y luego doblaron bruscamente, virando una sobre la otra como en un tirabuzón. Su nuevo rumbo pasaba por encima de
Sally
.
—¡No! —gritó Malhereux.
Las naves soltaron varias ráfagas de disparos láser sobre su objetivo. Pese a ser tan vieja y tener escudos rudimentarios,
Sally
resistió bien las primeras embestidas; se limitó a sacudirse como si un gigante invisible la estuviera meciendo. Después, una tremenda explosión reventó la parte trasera. El metal salió despedido en mitad de una llamarada fulgurante que arrastró todos los restos de la batalla varios metros más allá. El gas que la rodeaba se tiñó de un intenso color naranja mientras los dos atacantes se alejaban. Después, la parte central se resquebrajó, partida por una reacción en cadena:
Sally
se abría en canal.
En ese momento, la nave explotó con un rugido, intenso y estremecedor. La intensidad de la explosión despidió una honda expansiva que alcanzó a los dos hombres y los tiró al suelo; el plexiglás de sus cascos vibró como un diapasón. Bob tuvo que encorvarse para resistir el envite.
Permanecieron allí, protegiéndose la cabeza con los brazos, mientras el fuego se extendía formando una monstruosidad incandescente recortada contra el cielo. Fragmentos de
Sally
caían pesadamente al suelo, donde rebotaban y volvían a elevarse unos metros, dejando una estela de humo negro.
Malhereux, agazapado en el suelo, sintió que unas lágrimas calientes corrían por sus mejillas. Bob miraba indiferente la columna de fuego, de un furioso rojo intenso.
Ferdinard fue el primero en atreverse a mirar, y las llamas se reflejaron en su casco. La nave era ahora una hoguera, una intensa pira funeraria.
La de ellos.
—Estamos muertos —susurró.
Casi al mismo tiempo que
Sally
dejaba de existir, una luz roja se encendía en los paneles de los trajes de los dos socios, tiñendo sus rostros del mismo tono.
Ferdinard se había puesto en pie, pero tan pronto lo hizo, descubrió que las piernas no podían sostenerle. Se dejó caer, clavando las rodillas en el suelo árido. A su lado, Malhereux había levantado por fin la cabeza. No podía creer lo que estaba viendo… Todo lo que constituía su pasado, y también su futuro, ardía ahora en una espeluznante columna de fuego. Ni siquiera pensaba en el hecho de que, varados como estaban en un planeta alejado de todas las rutas comerciales, sus propias vidas estuviesen seriamente amenazadas. Sólo pensaba en el desorbitado coste de la nave, con todas las modificaciones que le habían hecho a lo largo de los años, la pequeña flota de robots araña y todo el valioso material que ya no podrían llevarse.
Ése era, en su mente, el verdadero final de todo.
Bob, impasible, había inclinado la cabeza hacia ellos y parecía mirarles como si esperase instrucciones. La campana, envuelta en el gel, continuaba aún en sus brazos.
—No puedo creerlo… —dijo Ferdinard.
—Es… es una pesadilla —balbuceó Malhereux. Su rostro compungido se veía fuertemente contrastado por la luz roja de alarma.
—Sagrada Tierra… Mal, ¿qué vamos a hacer ahora?
Malhereux se puso de pie con torpes y rápidos movimientos.
—¿Que qué vamos a hacer? —preguntó, encolerizado—. Te diré lo que vamos a hacer: ¡nada! —Dio una patada contra un trozo de metal arrugado que había quedado sobre el polvo y éste salió despedido unos metros—. ¡No hay nada que podamos hacer! ¡Estamos jodidos!
Ferdinard intentó llevarse una mano a la barbilla. Era un hábito involuntario; solía hacerlo cuando reflexionaba. Pero la mano chocó contra el cristal y tuvo que dejarla caer, inerte, a un lado.
—Espera, tiene que haber alguna solución —dijo entonces.
Malhereux daba vueltas sobre sí mismo, mirando alrededor. La orografía era mortalmente aburrida: una planicie eterna, ligeramente ondulada, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El planeta no era demasiado grande, así que la curvatura del horizonte se insinuaba a simple vista. Únicamente en el extremo más septentrional había algunas tímidas formaciones rocosas.
—¿Solución, dices? ¡Mira esto! ¡Es un montón de tierra flotando en el espacio! ¡Aunque consiguiésemos avisar a alguien, es un planeta en guerra! —giró la cabeza para mirar las nubes centelleando, arriba en el cielo—. ¡En guerra!
—Lo sé, pero…
Malhereux sacudió la cabeza enérgicamente. Estaba furioso.
—¡Nadie podrá pasar! ¡Eso en el supuesto de que podamos contactar con alguien! ¿Cómo íbamos a hacerlo? Dime, ¿tienes una antena metida en el culo?
Ferdinard pestañeó. ¡Antenas! Sin proponérselo, su amigo le había dado una idea. Giró la cabeza para mirar alrededor, lleno de un súbito entusiasmo; allí había vehículos de gran tamaño, incluyendo algunas naves de mando. Todos podían comunicarse con la nave comandante, que solía quedarse en la órbita del planeta. Aunque estaban inutilizados, tal vez sus componentes seguían en condiciones de funcionar, incluyendo sus sistemas de comunicaciones.
Bueno, era una posibilidad.
—Antenas, Mal… —exclamó—. ¡Has dado en la clave!
Malhereux estaba a punto de decir algo cuando su amigo empezó a andar con paso decidido. Bob giró suavemente su hilera de sensores para seguirle con la mirada.
—¿Qué…? —masculló.
Ferdinard continuó andando, levantando un pequeño rastro de polvo. Se dirigía a uno de los monumentales tanques, cuyas bandas plateadas de los laterales parecían brillar como si fueran ríos de mercurio. La parte delantera del cañón había desaparecido y el tubo conductor de los impulsos sónicos había sido limpiamente cortado. Por lo demás, parecía estar en perfecto estado.
Malhereux empezó a andar tras él.
—¿Adónde demonios vas?
Su socio había llegado ahora al pie del vehículo. Ferdinard los había visto en los diferentes medios y había leído sobre sus especificaciones en
OpenNet
, pero nunca había estado tan cerca de uno, y ¡caramba, era enorme! Giró la cabeza para mirar arriba y descubrió que la vista le abrumaba.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Malhereux.
—Este Mamut —explicó Ferdinard— debe de tener sistemas de comunicaciones dentro. Suficiente para mandar una señal al espacio, ¿no crees?
Malhereux no pudo evitar que sus ojos brillaran con un pequeño destello de esperanza.
—¡Pues claro! —exclamó—. ¡Fer! Eres un… ¡Un cabronazo! Pero, ¿cómo vamos a entrar?
—Mira el cañón. Inutilizaron el vehículo destruyendo la única arma con la que está dotado. Apostaría… Apostaría
algo
a que la tripulación abandonó el Mamut cuando quedó inservible.
Malhereux asintió levemente. De repente, su rostro reflejaba cierta pesadumbre. Era por lo que había dicho su socio; cuando Ferdinard estaba seguro de alguna cosa, solía apostar por
Sally
: «Apostaría a
Sally
a que llegamos en menos de veinte minutos.» Apostaría a
Sally
a esto, apostaría a aquello. Pero
Sally
ya no existía. El viejo esperpento había sido bastante más que una nave, fue también un hogar cuando estaban lejos de casa. Verla desaparecer tan rápidamente del vocabulario de su amigo le producía una sensación de tristeza que arrancaba desde alguna parte de su pecho.