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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (8 page)

BOOK: Panteón
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—Mal, ¿estás bien?

—¿Qué? —musitó éste, dirigiéndole una mirada perpleja—. ¡No! ¡No lo estoy!

Ferdinard asintió. Él mismo sentía un malestar, una especie de bulto en el labio inferior. Pasó la lengua con suavidad y notó una pequeña inflamación en la parte interior del labio. Luego se miró las manos, volteándolas varias veces antes de soltar un bufido. Las manos estaban bien. Todo parecía estar bien, excepto… Excepto que el arco de la puerta quedaba ahora en lo que había creído que era el techo. Estaban de pie sobre una de las paredes; él, en concreto, creía estar de pie sobre lo que había sido la pantalla principal de comunicación.

—¡Estamos vivos! —exclamó entonces, dándose cuenta de la suerte que habían tenido, por segunda vez en poco tiempo—. Por las estrellas, Mal, ¡hemos tenido una suerte extraordinaria!

—¿Tú crees? —preguntó su amigo, mostrando una palma ensangrentada.

—¿Qué te ha pasado?

—Yo qué sé. Un golpe aquí, en la cabeza. Mira qué desastre.

Rápidamente, Ferdinard miró a Bob, que seguía mostrando una cálida luz verde.

—No es nada. ¡Anda, levántate!

Malhereux obedeció, murmurando en voz baja. Ferdinard no podía oírle, pero sabía que usaba su lengua materna cuando farfullaba de esa forma.

—Qué desastre —dijo al fin—. Ha sido una caída de cojones. Creí que no lo contaba.

—Te oía gritar… —exclamó Ferdinard, y de pronto se echó a reír—. Gritabas como un loco.

—Me hubiera gustado ver tu cara también —protestó su socio.

—¡Sagrada Tierra! —soltó Ferdinard de repente, intentando recomponer el gesto, como si hubiera reparado en algo—. Nos lanzaron algún tipo de misil…

—Ya lo creo. Nos querían fuera de esto, amigo.

—¿Crees que estamos a salvo?

—Diría que no —respondió Malhereux. Ahora estaba examinando las perneras de su traje. Le preocupaba que hubieran sufrido daños, una rasgadura o un corte. Si había una fisura, por pequeña que fuera, tendría un problema cuando se pusiera el casco—. ¡Mierda, Fer! —dijo de repente—. ¡Los cascos!

Ferdinard abrió mucho los ojos y se lanzó a mirar alrededor. El habitáculo era un desastre. Los paneles embellecedores se habían desprendido de las paredes, y los conductos y el cableado habían quedado expuestos. La mayoría de los cables habían saltado de sus guías. Las cajas de componentes electrónicos estaban desparramadas por todas partes, y otro tanto ocurría con el entramado del suelo, donde todo era una confusión de piezas. El terminal principal también se había partido en tres grandes trozos, y había esquirlas por todas partes, y tres de los cuatro sillones de los pilotos se habían separado de sus bases. Mientras buscaban los cascos, no dejaban de pensar en la suerte que habían tenido. Estadísticamente, con la cantidad de elementos que debía de haber volado por los aires, era un auténtico milagro que no hubieran sufrido más que algunas magulladuras.

—Aquí hay uno… —exclamó Ferdinard de repente.

—¿Cómo está? —preguntó Malhereux, aguantando la respiración.

—Creo… creo que está bien. Tiene el foco superior abollado, pero el casco está bien.

—¡Bien, ya tenemos uno! —exclamó Ferdinard—. El otro no debería estar lejos.

—Amigo, quién sabe. Esto es como una coctelera.

Tardaron todavía casi un minuto en encontrar el otro casco, que había ido a parar al otro extremo de la sala. Lo sacaron de entre una masa de cables tan calientes que humeaban ligeramente, pero para alivio de ambos, se encontraba también en buenas condiciones. Cuando se miraron el uno al otro abrazando los cascos contra su pecho como si fueran bebés, se echaron a reír. Ferdinard dejó que su compañero soltara unas buenas carcajadas: iba bien para aliviar tensión. Si los cascos hubieran estado dañados, se habrían quedado encerrados en el Mamut, sin poder salir al exterior, y bien sabía Ferdinard que con los sistemas vitales estropeados, el aire terminaría por acabarse.

Sin embargo, sabía también que la risa ocultaba otra cosa: un nerviosismo velado. Ambos se daban cuenta de que encontrar los cascos sólo había sido un pequeño y tímido primer paso. Estaban en el fondo de una sima en un planeta alejado de cualquier parte y sin ninguna nave que pudiera sacarlos de allí. Y por si fuera poco, podían ser el blanco de un nuevo ataque en cualquier momento.

Ferdinard intentó mantener la sonrisa en su rostro, pero en cuanto esas ideas se instalaron en su mente, sintió una profunda congoja en su corazón. Todavía no había asimilado el hecho de que hubieran perdido todo lo que tenían, pero quizá era hora de afrontar que existía una posibilidad de acabar sus días en aquella bola de polvo. De
morir
. La palabra le golpeó como un mazazo. De repente, parecía tan real como el robot centinela que les observaba con la cabeza ligeramente inclinada. Miró a su compañero, que reía delante de él, golpeando con el puño cerrado el visor del casco. Recordaba perfectamente el día que compraron aquellos trajes, y la audacia de Malhereux regateando con aquella especie de troll de ciento cuarenta kilos de músculos biónicos. Y recordaba un centenar de otras anécdotas, la mayoría buenas, pero algunas también malas. Y eso le llevó a preguntarse… ¿cuánto hacía que se conocían? Desde hacía mucho, desde luego, y desde entonces habían funcionado casi como un matrimonio, siempre juntos. ¿No era natural, y hasta de agradecer, que fuese a terminar sus aventuras con él?

De pronto sintió deseos de abrazarlo, pero con los ojos escociéndole por las lágrimas, bajó la cabeza y disimuló lo mejor que pudo.

—Bueno. Deberíamos salir de aquí y ver qué tenemos fuera —exclamó.

—De acuerdo…

Malhereux miró hacia arriba. El arco de la puerta estaba allí, abriendo el techo a una oscuridad teñida de una luz roja de emergencia. Salir por ese lado, sin embargo, no les costó demasiado esfuerzo. Tanto uno como otro se mantenían más o menos en forma, y tan sólo tuvieron que ordenar a Bob que apilara algunos trastos. La caja de la central de proceso fue especialmente útil, ya que era un arcón de un metro por dos; Bob lo arrancó de su emplazamiento con sorprendente facilidad.

El camino por el interior del Mamut fue algo más complicado. A menudo tenían que servirse de los salientes estructurales en las paredes para trepar, lo que requería cierto esfuerzo. En un momento dado, Malhereux perdió pie y se precipitó por un corredor que lo lanzaba, en caída libre, cinco metros hacia abajo. Bob, que iba en último lugar, lo cogió del brazo en el último momento. Malhereux se quedó columpiando, gritando con una voz tan aguda que Ferdinard rompió a reír de nuevo.

—¡Cuando te pase a ti, reiré yo! —protestó Malhereux.

Después de la escalada pudieron avanzar un trecho caminando por la pared, pero incluso entonces, comprobaron que todo era ridículamente complicado. Se enfrentaban ahora a la entrada de un corredor que se abría a sus pies, y que tenía casi tres metros de ancho. El problema esencial era la oscuridad. La luz roja de emergencia era del todo insuficiente, y no querían gastar la batería del traje en encender los focos de los cascos a menos que fuera imprescindible, ya que la misma batería servía para los filtros de aire.

—Puedo saltarlo, Fer.

—Lo sé, pero…

—La gravedad es algo inferior al estándar —añadió Malhereux.

—¡Vale! Pero escucha, ¿para qué arriesgarnos? Los trajes son pesados. Llevamos los cascos. Podemos dar instrucciones a Bob para que haga de puente, colocándose…

Se interrumpió. Malhereux, inesperadamente, había salido corriendo hacia la entrada del corredor. Saltó por el aire agitando los brazos como si intentase despegar, y aterrizó limpiamente al otro lado. Cuando se volvió, extendió los brazos como si saludara a su público. Ferdinard consideró decir algo, pero decidió en el acto que no merecía la pena; si algo había aprendido en todos aquellos años, era que adoctrinar a su socio no servía de nada.

—Bien, ¿y ahora? —preguntó Malhereux.

—Creo que… es por allí, ¿recuerdas? Me cuesta reconocer los lugares con esta luz.

—Ya. Tampoco ayuda el hecho de que caminemos por la pared.

—Desde luego —admitió Malhereux.

Después de un rato, sin embargo, llegaron al muelle principal de carga. Allí, las unidades con las células de energía se encontraban desparramadas por todas partes, formando montículos que brillaban débilmente con su distintiva luz azulada. La tonalidad confería a la escena un brillo espectral que les hizo enmudecer; era como acceder a la antesala de alguna cámara sagrada llena de misteriosas energías.

—¡La campana! —exclamó Malhereux al cabo de unos instantes.

Ferdinard miró a su alrededor, pero la campana no se veía por ninguna parte.

—Necesitamos más luz —exclamó.

Bob dirigía su haz, pero permanecía tras ellos, iluminando sobre todo el suelo bajo los pies de los hombres. Resueltamente, Ferdinard se colocó el casco y encendió su foco, y las sombras corrieron a esconderse cuando la luz bañó la escena ante ellos.

—Fenomenal. Veamos si podemos encontrarla —dijo Malhereux.

La buscaron durante algunos minutos, encaramándose a las pilas de contenedores y empujándolos hacia uno y otro lado. Mover las cajas era una ardua tarea. No sólo porque pesaban bastante, sino también porque la mayoría estaban trabadas unas con otras. Después de un rato, ambos estaban fatigados y sudorosos.

—Vamos a usar a Bob —dijo Malhereux.

—No, espera. Estamos haciendo una tontería. Dejemos la maldita campana ahí abajo, donde quiera que esté. Nosotros sabemos que está aquí, pero nadie más lo sabe.

—¿Cómo? —preguntó Malhereux, pestañeando con rapidez—. ¿Y qué quieres hacer entonces?

—Pues salir fuera, Mal —explicó su socio—. Veamos con qué nos encontramos. No sé si habrá una posibilidad de volver a la superficie… Debemos de estar en el fondo de la grieta. Creo recordar que caímos durante bastante tiempo hasta que empezamos a golpearnos y todo se volvió demasiado confuso —de pronto carraspeó, incómodo, y adoptó un tono un poco más serio—. Si no podemos volver a la superficie, Mal, ¿para qué queremos llevar la campana a cuestas?

Malhereux consideró sus palabras brevemente, asintiendo despacio.

—Tienes razón —admitió—. Si no vamos a poder llevárnosla, que se pudra aquí dentro. Salgamos fuera…

Llegar a la cámara de la escotilla les llevó todavía unos minutos, aunque esta vez no tuvieron que arriesgarse haciendo cabriolas durante el camino. Cuando se enfrentaron al sistema de apertura manual, sin embargo, se dedicaron una mirada severa en la que ambos entendieron perfectamente qué pensaba el otro. Podían encontrarse en la ladera de la grieta, con el Mamut atascado contra alguna roca picuda, sin que pudieran ir hacia arriba o hacia abajo. O podían estar en el fondo de algún inmundo barrizal subterráneo, sumergidos en varias toneladas de tierra líquida. Si ése era el caso, abrir la escotilla supondría sufrir una muerte tan lenta como angustiosa.

Fue Malhereux quien se lanzó a accionar el resorte que ponía en marcha el mecanismo hidráulico de la puerta. Ferdinard contuvo la respiración mientras las compuertas crujían y se separaban. Por fin, a través de éstas, divisaron el exterior.

Ferdinard dejó escapar un sonoro bufido.

Miraron a través de la apertura, intentando ver algo, pero estaba demasiado oscuro. El foco del casco arrancaba pequeños destellos de las partículas de polvo que flotaban en el aire, deslizándose suavemente por mor de la escasa gravedad.

—Vaya. Está realmente oscuro ahí fuera —dijo Malhereux.

—Salgamos.

Se asomaron por el borde, y después de unos segundos de confusión, descubrieron qué era lo que veían. El Mamut había caído con el frontal por delante y se había incrustado en el suelo, de forma que el fenomenal aparato parecía un signo de exclamación. El suelo estaba a unos buenos cinco, quizá seis metros por debajo: una superficie gris y de aspecto polvoriento aderezada por peñascos irregulares de mil formas y tamaños. Y hacia arriba… casi pierden apoyo cuando se enfrentaron a la enormidad de las laderas que recorrían las paredes del agujero en el que habían caído: un cañón tan profundo que la oscuridad era casi absoluta.

Malhereux no pudo evitar soltar una exclamación.

—Sagrada Tierra, Fer… ¿qué demonios?

Ferdinard estaba tan abrumado, que no consiguió contestar. Miraba las paredes verticales con una sensación de frustración de tal magnitud que la cabeza empezaba a darle vueltas. Éstas describían curvas tan sinuosas que parecían talladas por un caprichoso diseñador: se adentraban en la tierra y volvían a salir, desafiantes, creando oquedades y picos afilados de decenas de aristas lisas.

—Es peor de lo que imaginaba —exclamó.

—Bien —dijo Malhereux—, ¿qué posibilidades tenemos?

—No muchas —soltó su socio—. De haberlo sabido no hubiera abierto la escotilla. Aún teníamos bastante aire dentro del vehículo.

—Demonios, tienes razón. ¿Crees que aún….? —hizo una pausa—. No, espera… el blindado está lleno de células de energía…

Ferdinard le miró con indulgencia.

—No son compatibles con la de los trajes —dijo.

—¿Y qué? Estoy bastante seguro que puedo trabajar en un adaptador. Hay suficiente material en ese vehículo para hacer casi cualquier cosa.

—¿En serio podrías?

—Estoy bastante seguro.

—De todas maneras, Mal… ¿qué sentido tiene? Las células de nuestros trajes durarán todavía cinco ciclos. Algo más si no usamos el foco ni las comunicaciones. No me preocupan. En ese tiempo, ¿qué beberemos?, ¿qué comeremos?

Malhereux le miró con un gesto suplicante.

—Mierda —soltó al fin. Luego frunció el ceño—: Entonces, ¿para qué querías cerrar la puerta del blindado?

Ferdinard soltó un largo suspiro antes de contestar.

—Para pasar nuestros últimos momentos sin los cascos, Mal. Para morir viendo las cosas con nuestros propios ojos, sin un visor de por medio.

Malhereux abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

Detrás de ellos, como si hubiera entendido que no iban a ninguna parte, Bob se plegó sobre sí mismo hasta parecer una caja de un color blanco desvaído, y arriba, en la superficie, el viento del planeta sin nombre empezó a arreciar.

5
Jebediah Dain

La atmósfera crepitaba como si estuviera cargada de electricidad. Los cañones llevaban ciclos enteros descargando acometidas casi sin pausa, descarnando más y más los poderosos blindajes y las estructuras de la nave contraria. De tanto en cuando, una explosión irrumpía por los costados expuestos de las naves, arrojando un torbellino de llamas enfurecidas que se extinguían rápidamente por la escasez de oxígeno. Cuando eso ocurría, los operarios se precipitaban a hacer las reparaciones de emergencia que fuesen necesarias. Era un trabajo suicida; una brecha significaba que el enemigo concentraría el ataque en ese lado.

BOOK: Panteón
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