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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (2 page)

BOOK: Panteón
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—Esto parece peligroso —objetó Ferdinard.

—Vamos, Fer, son sitios donde a nadie le interesa ir. Abandonados, ¿entiendes? Vestigios de mierda.

—¿Y si han dejado alguna patrulla? Cosas como… centinelas dormidos. He escuchado historias sobre eso.

Pero Mal estaba decidido.

—La información es buena —decía—. Nos ha costado una fortuna, y vamos a sacarle rendimiento.

El tiempo demostró que Mal tenía razón. Los lugares que visitaban a menudo habían sido saqueados no una, sino varias veces, pero aún había cosas aprovechables. Con el tiempo, se volvieron muy buenos en su trabajo. Había cosas, como valiosos sistemas de comunicaciones, que se escondían tras los paneles de las instalaciones y que los saqueadores, más chapuceros, pasaban por alto. Ese tipo de objetos rendían buenos beneficios.

Los años pasaron rápidamente.

Ahora,
Sally
emergía a la superficie del planeta arrojando un géiser de tierra y rocas. El morro, con sus dos troneras características, se elevó en el aire una decena de metros y cayó pesadamente sobre el suelo despidiendo una vaharada de humo blanco.

—Listo —dijo Malhereux.

—Lanzando señuelo —exclamó Ferdinard.

Tan pronto pulsó un par de opciones en la pantalla,
Sally
escupió un pequeño dispositivo por su parte superior. El dispositivo, en el que brillaba una pequeña luz roja intermitente, se elevó en el aire varios metros y allí empezó a desacelerar hasta detenerse. Luego, se estremeció con un par de sonoros clics. Por último, la luz parpadeó a intervalos irregulares con mayor y menor cadencia, y el dispositivo se retiró rápidamente regresando al agujero por el que había salido.

El señuelo era una parte importante del proceso, una especie de salvavidas que montaron sobre
Sally
después de un par de experiencias desagradables. En ese trabajo, uno descubría una cosa nueva cada vez si se sobrevivía para aprender del error. El señuelo no era más que un pequeño dispositivo que emitía señales en diversas frecuencias. Esas señales atraían cualquier selector de blancos que aún estuviera en funcionamiento. Cosas como los robots y las máquinas de guerra podían ser muy traicioneras una vez averiadas; en apariencia podían haber sido alcanzadas, y también podía fallarles la movilidad y no atender a procesos lógicos en su programación pero, a pesar de ello, en ocasiones, sus funciones primarias de marcar objetivos y disparar continuaban en perfectas condiciones, y eso los convertía en trampas mortales. El señuelo servía para sacarlos de su letargo y atraer sobre sí cualquier señal de ese tipo.

Ferdinard estudió los resultados en pantalla.

—Vale, señuelo limpio.

— ¿Y qué dice
Sally
?

Ferdinard no se había despegado de la consola. Los datos empezaron a inundar el terminal formando listas con cifras de diferentes colores.

—No te va a gustar, Mal. Atmósfera no respirable —dijo—. Además hay trazas de Bachelor F. Qué hijos de puta. Hay algunas señales, pero nada destacable. Todo el mundo está frito.

—Bueno, no está mal —contestó Malhereux, sacudiendo la cabeza—. Lástima lo de la atmósfera. Odio esos trajes.

—Ya. Vaya mierda de planeta, por cierto. Me pregunto por qué pelean aquí. Estuve mirando la composición… hay sedimentos minerales que podrían ser yeso, depositados por agua, pero poca cosa más.

—Quién sabe. Posiciones estratégicas, bases para futuras rutas, comunicaciones… Ni lo sé, ni me importa.

—De acuerdo —concedió Ferdinard, encogiéndose de hombros—. Voy a enviar a Bob y al resto de los chicos mientras nos preparamos.

Sally
permanecía detenida sobre la superficie del campo de batalla, emitiendo vaharadas de humo blanco a intervalos irregulares. A su alrededor había una enorme profusión de restos de máquinas, soldados caídos y vehículos, conformando un confuso manto de metal retorcido. Había de todo, desde pequeños salteadores monoplaza a pesados blindados clase Mamut. El más cercano, con las bandas amarillas distintivas de un vehículo comandante, estaba prácticamente volcado de costado, tocado de muerte por un atroz agujero, perfectamente redondo, de renegridos bordes abrasados. El largo cañón apuntaba hacia el horizonte como un dedo acusador. Columnas de humo se elevaban hacia el cielo anaranjado en mitad de una densa capa de gas tóxico, un evidente vestigio del infame virus Bachelor que tan a menudo se empleaba en la guerra, y que le daba a la escena una distintiva tonalidad verdosa.

De pronto, el costado de
Sally
se abrió con un crujido metálico. El panel se elevó lentamente, acompañado de quejumbrosos sonidos hidráulicos, hasta que quedó completamente horizontal; y entonces se detuvo. Y de ese hueco oscuro y profundo emergió una forma metalizada de aspecto vagamente humanoide.

Bob era en realidad un Centurión, un robot centinela de alta gama. No atendía órdenes verbales, sólo su programación básica de defender la nave y a sus tripulantes, así que ese nombre (elegido por Malhereux) era tan bueno como cualquier otro. Había sido diseñado como mercenario de combate, y los dos socios pagaron una suma escandalosa por él. Sin embargo, era una adquisición largamente aplazada pero imprescindible. Un guardaespaldas, un protector, un arma inteligente que pudiera responder en caso de problemas; había muy pocos robots y casi ningún androide que pudieran hacerle frente como no fuera en clara superioridad numérica.

Diseñado también para la intimidación, todo en su aspecto exterior estaba cuidadosamente concebido para infundir desasosiego, desde el fiero gesto de su máscara facial hasta las redondeces de sus brazos mecánicos, que parecían músculos hiperdesarrollados. La postura ligeramente encorvada y la envergadura de sus anchas espaldas ayudaban a reforzar su apariencia más animal.

Bob abandonó el interior de la nave y avanzó resueltamente por entre los escombros. Su tonelada y media provocaba que muchos de los restos que pisaba sucumbieran bajo sus pies, soltando sonidos metálicos y lluvias de chispas. Una vez hubo recorrido unos metros, se detuvo inesperadamente; entonces, la línea de visores de su cabeza comenzó a girar de uno a otro lado, barriendo el perímetro de la nave. Sólo cuando hubo descrito una vuelta completa se encogió sobre sí mismo, plegando brazos y piernas y cubriendo las partes mecánicas con su blindaje. Ahora ya no recordaba a una forma humana; parecía más bien la unidad de procesos de algún ordenador, un terminal basto y de aspecto algo anticuado.

Por último, una pequeña luz verde intermitente comenzó a refulgir en mitad de su pecho.

En ese momento, un pequeño comité de robots más pequeños salieron diligentemente del hangar. Parecían arañas, con sus múltiples patas flexibles y su cuerpo cilíndrico y alargado. Producían un sonido furtivo, como el de cientos de insectos arrastrándose por el suelo.

Las arañas empezaron a trabajar inmediatamente, explorando la chatarra y arrastrando cualquier cosa de valor que pudieran encontrar. Si se trataba de algo pesado, varias de ellas aunaban fuerzas para arrastrarlo, y cuando cogían algo, cualquiera de sus múltiples patas hacía las veces de brazos. Con el tiempo, Malhereux había mejorado mucho la programación de aquellas unidades; esas cosas se le daban bien. De alguna forma, aquellos cacharros se habían convertido en chatarreros expertos altamente cualificados; sabían qué cosas buscar, cuáles llevar al interior de la nave y cuáles desechar.

Después de un rato, Ferdinard y Malhereux salieron también del hangar, equipados con sus trajes espaciales. Un casco con forma de pecera les cubría la cabeza.

—¡Mira todo esto! —exclamó Mal cuando tuvo delante el escenario de la contienda. A su alrededor, los robots araña se afanaban en sus tareas; uno de ellos estaba utilizando un finísimo láser para perforar el pecho de un robot de asalto, sin duda para extraer algunos componentes vitales de su mecanismo.

—¡Es… Es impresionante! —soltó Ferdinard.

—¡Te lo dije! ¡El soplo era bueno! ¿Ha merecido la pena o no?

Ferdinard no contestó, estaba demasiado abrumado. Pero no hacía ninguna falta. Los dos sabían que se encontraban en un océano de créditos. Donde quiera que mirasen, sus ojos expertos revelaban sofisticadas células de energía, proto-cerebros, costosísimos engranajes, placas de procesos, circuitería variada, transmisores… y en su cabeza, todo se convertía en cifras de tres, cuatro y hasta seis dígitos.

—¡Mira esto, Fer! ¡Mira estas bellezas!

Mientras Malhereux revoloteaba de un lado a otro admirando tanta promesa, Ferdi miró hacia el cielo. Las densas nubes se estremecían con destellos y deslumbrantes relámpagos, pero no eran de tormenta. Allí arriba, cerca del límite de la estratosfera, el combate entre las facciones continuaba a un nuevo nivel: nave contra nave. Ferdinard imaginó chisporreteantes descargas de iones cruzando el espacio para terminar impactando contra los cascos de las naves, acompañados de un abrumador intercambio de ráfagas láser.

Podía ser un escenario aterrador, pero eso les daba tiempo. Mientras estuvieran enfocando todos sus recursos en combatir y subyugar a sus enemigos, no se fijarían en ellos.

De repente, al bajar la vista, Ferdinard vislumbró algo que le llamó la atención.

—Un momento… ¿qué es esto? —dijo.

—¿El qué?

—Esto… mira la mano de este robot. ¡Corre, ven!

Mal se acercó y echó un vistazo. Arqueó una ceja. Allí había una mano que imitaba perfectamente la de un ser humano: tenía cinco dedos, y uno de ellos era un pulgar. Las falanges mostraban pequeños engranajes miniaturizados.

Definitivamente no era el tipo de mano que conocían. Los robots de combate, como casi todos en realidad, solían ser burdos. Sus manos eran apenas apéndices ligeramente articulados, suficientes para operar controles básicos, cosas como puertas o palancas, y sobre todo para sujetar armas. Era una buena manera de mantener los costes bajos.

—Pero ¿qué…? —exclamó Malhereux.

Se agachó para tocar la mano artificial. Los dedos se plegaron como lo harían los suyos cuando cerró el puño a su alrededor.

—Es casi como la de un androide de lujo —dijo a continuación.

Ferdinard miró alrededor. Había una buena cantidad de robots de ese tipo por todas partes. Era como estar admirando un cultivo, uno donde los frutos eran talones de cientos de miles de créditos.

—Fer, ¿sabes cuánto cuesta esto en la calle?

—Sí…

—Fer…

—¡Lo sé, lo sé!

Una mano en buen estado como aquélla podía costar entre trescientos y quinientos mil créditos.

Ferdinard estaba mirando el resto del robot. La cabeza, plana y sin ojos, parecía ser la misma de siempre, pero los mecanismos del cuello eran algo diferentes. También la parte de la cintura parecía más refinada, y los pies tenían ahora tres segmentos, apenas visibles por unas delgadas líneas.

—Han mejorado el modelo… —exclamó.

—Pero… ¿cuándo? ¿Cómo es que no lo sabíamos?

—Qué se yo… un prototipo, un contrato en exclusiva, puede que el fabricante de estos modelos pertenezca a la empresa que estaba interesada por este planeta… Pero mira, es visiblemente distinto.

Mal inspeccionó el resto del robot.

—Tienes razón. Tienes toda la jodida razón. ¡Dios, seguramente usen las nuevas células de energía!

Ferdinard asintió despacio.

—¡Aquí hay una fortuna! —dijo, pero su socio lanzó un brazo hacia él, como queriendo retenerlo.

—Espera. No conocemos estos modelos, Mal. Los antiguos sí, sabemos dónde están sus marcadores y todo lo demás, pero esto podría tener un montón de trampas ocultas.

—¿Qué? ¿No estarás pensando en dejarlos?

Ferdinard se mordió los labios. Era una buena pasta. Diablos, era suficiente para que pudieran retirarse o quizá comprar una nave mejor, una que no amenazara con fallar cada vez que se metían bajo tierra. Sólo con que pudieran coger una treintena más o menos habrían dado el golpe de su vida.

Pero era peligroso. Ninguno de los dos era roboticista, y aunque con el tiempo habían ido aprendiendo bastantes cosas sobre el negocio, distaban mucho de contar con los medios para diseccionar un modelo nuevo de robot. Cualquier aparato minúsculo en su interior, algo quizá embutido en el procesador central integrado, podría estar mandando señales de su paradero en todo momento. ¿Cuánto tardarían sus legítimos propietarios en echárseles encima?

Ni siquiera Bob podría hacer nada contra un asalto de soldados bien entrenados.

Era tentador, pero…

—Yo digo que los dejemos —exclamó al fin.

—¿Qué?

—¡Tenemos muchas otras cosas aquí, tú mismo lo has dicho! ¡Hay dinero por todas partes!

Mal miró a su alrededor. Tres de las arañas estaban introduciendo un delicado núcleo gravitatorio en la nave. Era una buena pieza, una del tipo que les hubiera alegrado el día en cualquier otra jornada de trabajo. Mientras miraba su centro púrpura y chisporroteante, calculó que podrían sacar siete, tal vez nueve mil créditos si encontraban al comprador adecuado, pero al lado de aquellas extremidades, era como conformarse con mirar una imagen de Planeta Paraíso cuando tenían la oportunidad de ir en persona.

—No me hagas esto… —suplicó Malhereux.

—¡No podemos arriesgarnos! ¿Quieres que un Atlas te aborde mientras viajas por el espacio?

Mal se mantuvo en silencio unos instantes, pero luego se alejó con movimientos rápidos. La gravedad era un poco más baja que la establecida como estándar para seres humanos, así que su visible rabieta le confirió un aspecto algo divertido.

Ferdinard suspiró largamente.

Empezó a pasear alrededor de la nave, caminando entre los restos. En el suelo, a escasos metros, localizó la cola de un deslizador Vortex. Algo lo había partido limpiamente por el eje, así que toda la parte del motor estaba intacta. Las arañas trajinaban a su alrededor, ocupadas con cosas menos valiosas, así que sacudió la cabeza, extrajo un pequeño dispositivo del bolsillo del traje y lo acopló a su superficie. El dispositivo se fijó con un sonido hueco, como el de un imán, y comenzó a centellear. Después de unos segundos, se quedó pulsando apaciblemente.

Cuando eso sucedió, dos de las arañas más cercanas dejaron lo que estaban haciendo y se aproximaron al deslizador para transportarlo.

—Casi se os pasa, amigas —murmuró.

Ocurría en ocasiones. Los algoritmos que Malhereux había ideado funcionaban muy bien, pero la supervisión de un humano resultaba casi siempre esencial. Parte del trabajo era deambular por la zona y colocar marcadores en las piezas que debían tener prioridad sobre las otras.

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