—¡Tarven! —llamó uno de los hombres—. ¡Apártate de ahí, coño!
Tarven pestañeó, saliendo de sus pensamientos. La nave de transporte, equipada con un rudimentario cañón de pulsos en el morro (que recordaba vagamente la cabeza de un tiburón) flotaba ya en el aire a unos cincuenta metros del mastodóntico Mamut, enterrado en el suelo. Era una misión de mierda, como todo aquel planeta. Lo único interesante que parecía haber por allí era tierra y polvo primigenio. De hecho, toda la campaña estaba siendo una mierda, incluido el asalto a la nave enemiga. Había sido tan fácil que su ocupación podía considerarse un insulto a las capacidades de los sarlab como guerreros. Habían habido comentarios de protesta entre los compañeros. Si en el futuro iban a seguir tomando objetivos empleando extrañas tecnologías en lugar del fuego abrasador de los fusiles, la sangre y el acero, alguien acabaría intentando lo impensable: terminar con el Gran Bardok y restaurar las viejas tradiciones.
A los sarlab les gustaba luchar.
Tarven caminó hasta reunirse con sus compañeros, ubicados a cierta distancia del blindado. El jodido vehículo estaba tan sepultado por las rocas que acceder a él les llevaría mucho tiempo… demasiado. El Gran Bardok estaba más que impaciente por conseguir su objetivo, así que si podían hacer el trabajo rápidamente e impedir que se personase para supervisar la operación, se ahorrarían problemas.
La idea era retirar la tierra junto al vehículo con una explosión del cañón; justo en la zona donde habían calculado que estaría la escotilla de acceso. La descarga dejaría un cráter enorme, pero también cristalizaría toda la polvorienta arena de alrededor, lo que facilitaría aún más las cosas; si fuese necesario, siempre podrían retirar cuidadosamente la arena cristalizada usando los fusiles convencionales.
A Tarven le parecía un buen plan. Sólo quería terminar con aquella pantomima y regresar a la nave. Cuanto antes le asignasen un nuevo objetivo, mejor.
Pero ahora, la nave empezaba a ascender suavemente. Subió apenas medio metro, lo suficiente para hacer los últimos ajustes con el ángulo de tiro, hasta que, de pronto, el cañón de pulsos lanzó una única ráfaga. Hubo un fogonazo blanco y un sonido burbujeante, como el de una bebida gaseosa, y casi en el acto, una gran porción de tierra que lindaba con la nave, simplemente, desapareció. No hubo explosión, ni ningún proceso de combustión. Tan sólo se oyó un tintineo, como cuando se introducen cubitos de hielo en agua tibia, y quedó un cráter espeluznante. Durante unos segundos, refulgió débilmente con luz propia, y después dejó una superficie suave, fundida, con un aspecto nacarado.
Tarven se acercó, acompañado del resto de los hombres. Sacudió la cabeza cuando vio el cráter. Era impresionante, pero todavía no era suficiente: No había ni rastro de la escotilla.
—Esto va a ser una mierda —dijo alguien, colocándose el pesado cañón sobre el hombro.
—Estas cosas deberían hacerlas los robots —exclamó otro.
—Nuestro Osaak quiere asegurarse de que se hace un buen trabajo —exclamó un tercer hombre. La mitad de su casco estaba pintado de negro, salvo una enorme lágrima en el centro, a través de la cual se veía su rostro—. Así que retiraos. Cuanto antes terminemos, mejor para todos.
Se volvió hacia la nave e hizo unos gestos con la mano, luego los hombres se apartaron. Tan pronto estuvieron a una distancia prudencial, la nave lanzó una segunda descarga. Esta vez, sin embargo, las cosas ocurrieron de una forma diferente.
Cuando el fogonazo hubo pasado, la tierra, de forma inesperada, empezó a desplazarse hacia el cráter, como si alguien hubiera quitado el tapón de una bañera. Ocurrió demasiado deprisa: la descarga había practicado un agujero que conducía a algún abismo subterráneo, y las rocas y todo el suelo fueron reclamados por efecto de la gravedad. Tarven y el resto de los sarlab cayeron al suelo, sorprendidos por el movimiento de tierra bajo sus pies. A través del sistema de comunicaciones de los trajes, alguien chilló.
—¡Agarraos! —gritó alguien.
Tarven sintió que su arma se le escapaba de los dedos. Proyectó el brazo hacia delante para intentar asirse a una de las rocas, oscura y retorcida como un diente cariado, pero no la alcanzó; en el último momento, se sintió desplazado hacia el agujero. Vio a alguien resbalar a su lado, sacudiendo los brazos como si quisiera echar a volar. Frunció el ceño. Siempre había estado preparado para la muerte, pero aquélla era una forma bastante estúpida de dejar este mundo.
Miró hacia el agujero. Éste avanzaba hacia él a una velocidad sorprendente; era como si toda la sima estuviera siendo absorbida. El monumental Mamut estaba sumergiéndose también en la tierra, deslizándose hacia abajo. Incluso a través del cristal del casco, pudo escuchar el sonido chirriante del metal al friccionar contra las rocas; una fanfarria estridente y monstruosa que le ponía los pelos de punta. La boca del abismo le recordó a los peligrosos agujeros negros; la muerte negra del espacio profundo despertaba esa fascinación especial que te atraía, te hipnotizaba y te atrapaba.
Por fin, mientras caía, cerró los ojos.
—¿Has oído eso? —preguntó Malhereux.
Ferdinard miró alrededor.
—Sí —respondió suavemente—. Ha sonado como…
—Como si toda la maldita cúpula se hubiera derrumbado —exclamó Malhereux.
—Sí…
Ese hecho no tenía la menor importancia, desde luego: jamás hubieran podido volver por ese camino. Sin embargo, sentía una profunda inquietud.
De repente…
De repente era como si se les acabara el tiempo.
Maralda Tardes tenía, por fin, el planeta sin nombre a la vista. Había hecho el viaje en un tiempo récord; ni siquiera las naves más rápidas disponibles habrían podido recorrer semejante distancia en tan pocos ciclos, pero a ella se le había hecho eterno. Primero porque hacía mucho tiempo que no pilotaba por el espacio (y no había nada más aburrido que viajar en medio de una negrura tan vacua como infinita), y segundo, porque en su cabeza bullían mil pensamientos relacionadas con el caso. Era como si tuviera delante las piezas de un complicado puzle y estuviera a punto de recibir luz verde para empezar a armarlo.
El planeta se localizaba en el sector Llamas Nundri, entre los soles Nardis y Vorensis. Nardis era un sol pequeño, pero Vorensis «el Voraz» era una descomunal bola de fuego, despiadada y ardiente, que poco a poco había consumido todos los planetas que eran, inevitablemente, atraídos hacia su masa. Esa atracción se producía muy lentamente… apenas unos centímetros por año, pero era constatable y conocida. El sector tenía una fecha de caducidad.
Algunos de aquellos planetas tuvieron un pasado hermoso: fueron fértiles y aptos para la colonización, pero a medida que la temperatura ascendía, fueron degenerando. Maralda había estado consultando esos y otros datos en su terminal durante el viaje. Había instruido a su ordenador para que hiciera una simulación, una especie de estimación de evolución de la galaxia con los datos que se conocían, pero hacia atrás en el tiempo. El planeta sin nombre parecía describir una impresionante trayectoria desde las profundidades del espacio, con Vorensis como centro de atracción. La simulación reveló que el planeta sin nombre fue uno de los planetas con un pasado más amable. Eso no era extraño, desde luego, pero sí debía tenerse en cuenta. Los sensores de las estaciones podían registrar la composición de un planeta hasta cierto punto, pero no podían rastrear las entrañas… Si había habido vegetación, era posible que hubiera también alguna forma de hidrocarburos y otros recursos que justificasen el interés en el planeta.
Mirándolo desde la cabina, sin embargo, no parecía gran cosa. Era una bola de un color almendra desvaído, con suaves ondulaciones de color a lo largo de su superficie. Nada que no hubiera visto mil veces antes; definitivamente, había cientos de miles de planetas así al alcance de la mano.
No, allí había algo más. Otra cosa. Y estaba deseando empezar a desentrañar el misterio.
La Hipervensis era un modelo nuevo. Una de las primeras unidades fabricadas y puestas a disposición de los servicios operativos de La Colonia. Usaba un nuevo motor de taquiones, apenas un prototipo, pero ya suficientemente funcional. Éste permitía desarrollar velocidades desconocidas para naves pequeñas, sin capacidad de albergar la maquinaria requerida para el pozo gravitacional que las naves más grandes empleaban para los viajes interestelares.
Lo que las Hipervensis hacían mejor eran mantenerse ocultas, no sólo a los sensores, sino también a la vista. Los modelos anteriores eran notablemente efectivos en esa tarea; al fin y al cabo, era de lo que se trataba, pero este modelo utilizaba procedimientos y tecnologías radicalmente nuevas. Su fuselaje, hecho de un nuevo metamaterial, era capaz de desviar la radiación electromagnética de la luz visible y las microondas, lo que producía un efecto de invisibilidad prácticamente perfecto alrededor de un campo esférico. Por ese motivo, la Hipervensis recordaba vagamente a un huevo achaparrado.
Tan pronto alcanzó el espacio de influencia gravitacional, la nave empezó a girar sobre su eje. Maralda se preparó para la entrada, recostándose sobre su asiento. No importaba cuánto mejorara la tecnología: el proceso de entrada en cualquier planeta siempre era un mal trago. Una vez lo superó, aceleró para alejarse de la zona, describiendo una ruta errática en zigzag; la nave podía ser casi invisible, pero el efecto de luz al irrumpir en la atmósfera era todavía perfectamente visible para cualquier par de ojos atentos.
Una vez se hubo alejado de la zona, consultó su mapa de vuelo. El ordenador ya había ubicado la posición de la nave que quedaba; la otra, la Semex, se había precipitado contra el planeta provocando una explosión de más de cien megatones. Ahora que estaba en la superficie, había llegado el momento de que los avanzados y exclusivos sistemas de la nave hicieran su trabajo.
Operó el panel de control y esperó unos segundos. En el exterior, el fuselaje giraba lentamente mientras la Hipervensis rastreaba el entorno. El ordenador devolvió su informe con una pequeña señal acústica.
Maralda se inclinó sobre el panel, con los ojos muy abiertos. La pantalla estaba mostrando una señal de alarma.
ENTORNO HOSTIL.
AMENAZAS MÚLTIPLES. IDENTIFICACIÓN IMPOSIBLE.
SUGERENCIA: ACCIÓN EVASIVA
Con una repentina sensación de opresión en el pecho, Maralda miró el monitor principal. Sin posibilidad de contacto visual directo, éste contenía una representación panorámica del exterior de la nave. Operó los mandos para ver la escena en su totalidad: miró al suelo, hacia el horizonte, y hacia atrás, pero no vio más que polvo, tierra, cráteres de pequeño tamaño y rocas. Ni siquiera había formaciones montañosas de importancia como no fueran pequeñas colinas. Si alguna vez había habido agua en aquel planeta, no podía saberse a simple vista, pues el regolito y la erosión del viento se habían ocupado de volverlo uniforme.
¿Dónde estaba, pues, la amenaza?
La única explicación posible era en el subsuelo.
Maralda movió las manos sobre la consola para ejecutar algunos comandos más, y el ordenador empezó a trabajar. Quería un examen topográfico completo. El resultado apareció, como antes, después de unos instantes. Entre otros datos, decía :
ANÁLISIS IMPOSIBLE.
CONTRAMEDIDAS DETECTADAS.
Maralda se pasó el pulgar por la frente; un hábito que insistía en regresar cuando se enfrentaba a situaciones que la desconcertaban, lo cual no ocurría a menudo. Sin embargo, una cosa estaba clara: aquel planeta escondía algo más. Le preocupaba el mensaje del ordenador: «Sugerencia: acción evasiva», sobre todo por los protocolos de seguridad de La Colonia. Si el ordenador a bordo de la Hipervensis decidía que el piloto se enfrentaba a una situación en extremo peligrosa, podía llamar a casa en secreto, enviar una señal de alerta. Era, sencillamente, parte del procedimiento estándar, pero eso no era lo que su supervisor desearía. Tenía que mantener su misión lejos de ojos curiosos, pasar desapercibida, al menos, hasta asegurarse de que todo estaba en orden.
Mientras la nave se movía a toda velocidad por la superficie del planeta sin nombre, Maralda se afanaba por configurar los controles del módulo de análisis. Si no podía examinar el subsuelo, al menos quería saber dónde estaba la actividad terrestre. Esta vez, los resultados aparecieron casi en el acto. Había un par de puntos rojos en lo que parecía ser una falla, algún tipo de grieta de un tamaño impresionante, y un grupo de puntos que avanzaban con rapidez en algún otro lugar no demasiado lejano, al noroeste. Parecía una flotilla completa, vehículos de transporte en su mayoría, pero con capacidades ofensivas, del tipo que usaban mercenarios y piratas para sus asaltos espaciales.
Maralda reflexionó unos instantes. No tenía sentido, por el momento, mezclarse con la flota de mayor tamaño. Investigaría primero aquel pequeño punto (el navegador la identificaba como una T-300 convencional, con capacidad para veinte hombres, cañones de pulsos y vuelo espacial) y trataría de descubrir por qué demonios se interesaban por una grieta en mitad de un planeta estéril.
En silencio, la Hipervensis describió un suave giro y empezó a acelerar. Si hubiera habido alguien para ver sus movimientos, se habría visto forzado a pestañear; el campo electromagnético que curvaba la luz a su alrededor se registraba justamente así, como una ilusión óptica. Pero como luego desapareciera prontamente hacia el horizonte, ese alguien se hubiera olvidado rápidamente de que, alguna vez, había visto algo.
—En todo caso —estaba diciendo Ferdinard en ese momento—, deberíamos movernos.
—Vale. ¿Hacia dónde? —preguntó Malhereux.
Bob giró su cabeza cilíndrica con un pequeño movimiento.
—Imagino que tendríamos que subir —opinó Ferdinard—. Estamos muy abajo. Si hay algún tipo de vehículo en alguna parte, supongo que lo habrán dejado lo más cerca posible de la superficie.
—Eso es pensar, amigo —soltó Malhereux—. Veamos cómo se llega a los pisos superiores.
Recorrieron la plaza hasta uno de los extremos, bordeando una de las impresionantes columnas. Bob caminaba haciendo un ruido cada vez más fuerte, una especie de siseo grave, corto pero intenso. Ferdinard pensó que la caída a través de la cúpula, con toda aquella arena, podría haber afectado sus complicados engranajes. Bob era un robot de combate, diseñado para resistir cierto tipo de disparos y más de un golpe, pero sobre todo, estaba construido, principalmente, para atacar, no para protegerse de problemas derivados de un mal funcionamiento por suciedad en los engranajes. Tales cosas podían hacer que, de repente, dejara de caminar, y eso les obligaría a abandonarlo. No era por el coste… ya estaban tan condenados que tanto daba caer en la miseria más absoluta; era que su presencia se le antojaba tranquilizadora.