Panteón (37 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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—Incluso con la vacuna —exclamó de pronto—, tengo una ligera sensación de hormigueo en los dedos.

Malhereux los miraba a ambos con la boca formando un círculo perfecto.

—¡Silencio, coño! —bramó Media Luna. Pero tan pronto hubo terminado de gritar, se miró disimuladamente la punta de los dedos.

El murmullo volvió a arrancar entre los sarlab. Las miradas iban del Gran Bardok petrificado a los prisioneros.

—Es un virus —decían unos.

—Un gas —exclamaban otros.

—Afectó a nuestro Bardok porque iba sin casco…

Maralda continuó agachada, prácticamente caída de costado, para evitar parecer en modo alguno una amenaza.

De pronto, Arpillera se lanzó junto a ella.

—¿Dónde está la vacuna? —ladró. Su gesto era del todo animal, con los brazos agarrotados y las manos trocadas en garras.

—Nos la inyectaron —dijo—. No hay forma de conseguirla por aquí.

—Mientes… —graznó.

—No. Es verdad —contestó ella.

El jefe de escuadra se acercó también, visiblemente excitado.

—¿Qué mierda es eso de la estática? —preguntó.

—Ecstática —corrigió ella.

—¿Qué es? —aulló. La había cogido de los refuerzos que el traje tenía sobre las clavículas y la había levantado en el aire haciendo gala de una fuerza notable. Ella dejó escapar un gemido.

—Es… ¡Es un gas! —dijo—. ¡Una medida defensiva de este lugar!

—¿Qué gas?

—No hay ningún gas —dijo Media Luna—. Los trajes lo habrían detectado.

—¡Mira a tu alrededor! —intervino entonces Ferdinard—. ¡Aquí todo nos supera! ¡Hay tecnología nunca vista por todas partes! ¡Agentes químicos desconocidos! Ningún filtro detectará el ecstática.

Hubo entonces unos instantes de silencio. El jefe de escuadra sarlab miraba a Maralda a los ojos, pero de alguna manera, parecía ausente.

—Eso es verdad… —dijo Media Luna, serio.

El jefe de escuadra dejó caer a Maralda y retrocedió un par de pasos, mirando alrededor. El efecto de distancia ayudaba a crear la sensación de que la sala estaba llena de gas.

De pronto, un sarlab echó a correr hacia la rampa de salida. El jefe de escuadra se dio la vuelta y estuvo a punto de decir algo, pero en ese momento, otro hombre dejó lo que llevaba en las manos y salió corriendo detrás.

Maralda casi no se atrevía a respirar. Era muy consciente del riesgo que implicaba lo que estaba haciendo. Aquel sarlab podía decidir, de repente, que le tocaría bastante los cojones que aquella estúpida zorrita le sobreviviera, y darle un tajo en el cuello con un único y veloz movimiento. Se ahogaría con su propia sangre mientras su visión se oscurecía gradualmente.

Sin embargo, algo llamó la atención del jefe de escuadra: el sonido que producía cierta algarabía a su espalda. Se volvió rápidamente a tiempo para ver como la mayoría de sus hombres abandonaban su puesto y corrían para salir de allí.

—¡Quietos, escoria!

El piloto, Arpillera, Media Luna, incluso Tarven For, todos corrían apresuradamente para ponerse a salvo de lo que creían que era una amenaza en el aire. Sin embargo, tal y como Maralda había previsto, el jefe de escuadra no se movió del sitio. Se mantuvo allí, indeciso pero firme. Sabía muy bien lo que le ocurriría si desertaba, y seguía sin estar seguro de que su líder no pudiera escucharle. Al fin y al cabo, se repetía una y otra vez, era una máquina, y las máquinas escuchan de maneras insospechadas.

Aún quedaban junto a él un par de soldados, con los ojos abiertos como platos y temerosos de emprender la huida. Con la mirada saltando constantemente de él a la rampa de acceso, parecían estar pidiendo permiso para salir corriendo.

Finalmente, uno de ellos no pudo más. Con un movimiento brusco, comenzó a correr a buena velocidad con el cuerpo agazapado. El jefe de escuadra levantó su fusil, pero después lo bajó rápidamente.

—Mierda —masculló.

—Señor —dijo el otro soldado entonces; su voz era débil y temblorosa—, e-el gas… Yo también e-empiezo a sentir un hormigueo en la punta de los dedos…

El jefe de escuadra masculló algo y, de pronto, se volvió para mirar a la controladora. En sus ojos había un destello de súbita comprensión.

Se ha dado cuenta
—pensó Maralda—.
El hormigueo. Lo ha asociado rápidamente a autosugestión, y eso

—Serás…. zorra —soltó, arrastrando mucho las palabras.

El jefe de escuadra, llevado por un arrebato de rabia, se lanzó hacia ella. Era un auténtico toro, un animal con anchas espaldas y unos músculos cuidadosamente esculpidos en unos brazos gruesos como piernas; pero Maralda suplía la falta de fuerza bruta con una técnica altamente depurada. Cuando lo tenía casi encima, la mujer se dobló hacia atrás, proyectó los pies hacia delante y lo recibió haciéndolo volar por encima de ella. El jefe de escuadra, víctima de su propio impulso, salió despedido varios metros hacia atrás.

El otro sarlab perdió un tiempo precioso mirando como su superior se estrellaba contra el suelo. El sonido del casco se confundía con el de los huesos, y era un poderoso reclamo: atrajo su atención de una manera hipnótica. Maralda lo había previsto. Para cuando quiso darse cuenta, ella ya se había acercado adonde estaba el soldado, rodando por el suelo con una rápida y silenciosa pirueta. Llegó hasta él con la pierna extendida como si fuese la lanza de un antiguo caballero en una justa medieval. La pierna del sarlab crujió y cayó derribado casi en el mismo instante. Mientras caía prácticamente encima de Maralda, ella tuvo tiempo de robar la pistola de su cinturón. Aún estaba dándose de bruces contra el suelo que ella ya descargaba un disparo contra su espalda. El sarlab se sacudió brevemente con terribles espasmos y luego se quedó inmóvil.

Maralda remató el movimiento girando y soltando un segundo disparo; esta vez, contra el jefe de escuadra. Éste empezaba a incorporarse, pero el haz atravesó la maquinaria de los filtros y toda su cabeza para acabar saliendo por el frontal del casco y romper el cristal de la pantalla. Estaba muerto antes de que su cuerpo cayera al suelo.

—¡Sagrada Tierra! —soltó Malhereux.

A su lado, Ferdinard se llevaba ambas manos a la cabeza. Estaba visiblemente impresionado.

Pero Maralda no les prestaba atención. Se incorporaba ya con un grácil movimiento y miraba alrededor para asegurarse de que estaban solos. Y así era: únicamente la enigmática figura de aquel hombre-máquina permanecía en su sitio, convertido en una versión petrificada de sí mismo.

Los dos socios se pusieron en pie.

—No puedo creerlo… —decía Malhereux, mirando los cadáveres—. ¡No puedo creerlo!

Maralda estaba cogiendo uno de los fusiles del suelo y lo lanzaba en ese momento a las manos de Ferdinard. En cuanto lo sostuvo, tuvo la impresión de que, sin ser más grande, era más pesado que el otro rifle que perdieran bajo el derrumbe. En un lateral tenía marcas de herrumbre; debía de ser alguna antigualla.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntaba Malhereux.

—El truco más viejo del mundo —exclamaba Ferdinard—. Un poco de psicología, la especialidad de las mujeres.

—Así es —dijo Maralda. Estaba cogiendo el otro fusil y pasándoselo a Malhereux.

—Pero no hay ningún gas… —exclamó éste, inseguro.

Ferdinard soltó una pequeña carcajada.

—¡Claro que no! Es…

—No hay tiempo para cháchara —interrumpió Maralda—. No tardarán en volver. Si esa cosa es… o era… su líder, no estará solo mucho tiempo.

—Por cierto… —exclamó Malhereux, caminando lentamente hacia el hombre-máquina—. ¿Qué… es esto?

—Diría que es su maldito líder —opinó Ferdinard.

—No, tío. Sé un par de cosas de robots. Los programo, ¿vale? Y más o menos estoy al día de todos los avances que se producen. Más o menos. Quiero decir que reconocería una máquina andando en cualquier sitio, y este colega andaba como una máquina. Giraba como una máquina, ¿no te fijaste?

Ferdinard sacudió la cabeza.

—Sí… No… ¡No lo sé! —dijo—. En cualquier caso, nunca he oído decir que una máquina sea líder de nada.

—Quizá… quizá podamos averiguarlo —dijo Maralda de pronto.

—Lo averigüemos o no —dijo Ferdinard—, diría que estamos jodidos de todas maneras. ¿Cuánto tardarán los sarlab en volver a por nosotros?

—No mucho —contestó Maralda, agachándose sobre el cuerpo del jefe de escuadra. Estaba hurgando en los pequeños compartimentos del cinturón de su traje—. Pero al menos tenemos armas, y un par de sorpresas, si consigo encontrar lo que me pertenece.

El hombre alto descargó su puño contra la consola, con tanta fuerza, que la imagen de la pantalla cimbreó ligeramente.

Eso, naturalmente, no cambió las cosas. Un breve mensaje informaba de que seguía siendo imposible establecer la conexión.

Se pasó ambas manos por la cara. ¡Era tan desesperante! Después de tantos intentos infructuosos, cuando por fin había conseguido conectar con Jebediah, sólo había podido mantener la comunicación un segundo. Después, inesperadamente, había vuelto a perderla, como si la señal fuera y viniera por alguna razón que se le escapaba: interferencias, o cualquier otra cosa.

No poder comunicar ya era bastante malo, pero perder el control en mitad de la conexión era aún peor. Tenía la sospecha de que los sistemas de Jebediah se habían quedado «a la escucha». Su cerebro humano, el Jebediah original, había sido aparcado temporalmente. Había sido relegado a una especie de limbo, y sus partes mecánicas estaban completamente paralizadas a la espera de que alguien autorizado tomara las riendas.

Pero esas instrucciones no llegaban. La conexión era defectuosa; probablemente, había demasiadas interferencias y estática, y empezaba a creer que su pequeño y sofisticado juguete debía de haberse quedado congelado como un juguete roto.

El hombre alto suspiró largamente, masculló algo entre dientes y luego volvió a intentarlo.

—Proyecto Jebediah —dijo despacio—. Conectar.

Tarven For no las tenía todas consigo.

Seguía corriendo junto a sus compañeros, pero su cabeza daba vueltas a lo que acaba de pasar.

Una vacuna… La vacuna

¿Qué había dicho la zorrita antes de que cundiera el pánico?

Tranquilos
—había dicho—.
La vacuna que os pusimos os impedirá contraer el ecstática
.

La vacuna que les pusieron… ¿Cuándo?, ¿cuándo exactamente les habían puesto esa vacuna, si acababan de conocerse?

Ese pensamiento le hizo detenerse en seco. De pronto, la mirada de sorpresa de los dos chatarreros encajó como la pieza de un puzle en un tablero largamente olvidado: ¡no tenían ni idea! ¡Todo había sido una patraña!

—Culo roto… —masculló. Se llevó las manos a la boca para llamar a sus compañeros—. ¡Quietos, quietos, joder!

Algunos se volvieron para mirar, pero la mayoría seguía alejándose de la zona como si todo fuese a saltar por los aires de un momento a otro.

Sin embargo, el sarlab del traje de arpillera se paró en seco. Conocía a Tarven desde hacía tiempo y habían luchado juntos codo en codo en más de una campaña.

—¿Qué pasa, Tarven?

—Que esa perra nos ha mentido —soltó—. No hay ningún puto gas.

—¿Cómo que no? Pero….

—¡Que no, coño! ¡Te lo digo yo!

Uno de los sarlab intentó pasar por su lado, pero Tarven le detuvo cogiéndole del brazo. Éste se volvió, mirándole con una expresión furibunda.

—¡Suelta, coño!

—¡No hay gas! —chilló Tarven—. ¡Es una treta!

—¡Que me sueltes, hostia! —gritó el sarlab, dando tirones para librarse.

Tarven iba a decirle algo, pero vio en sus ojos que nada de lo que dijese podría convencerle; el miedo centelleaba en ellos como el fuego en los motores interestelares. Chasqueó la lengua, extendió el brazo y le arrebató el arma de las manos. Luego, lo empujó lejos de él.

El sarlab lo miró, confundido.

—Lárgate… Yo voy luchar, así que me quedo esto.

El sarlab pestañeó, miró al otro soldado y después echó a correr de nuevo sin añadir nada más.

—Tarven, ¿estás seguro? —preguntó Arpillera.

—No —dijo—. Pero ¿qué coño?

Y echó a correr de vuelta hacia la sala del cubo.

Arpillera consideró brevemente sus opciones, pero luego decidió que quizá Tarven tuviera razón. Su trabajo era luchar, y la muerte era parte de la retribución que un sarlab recibía en vida.

Preparó su arma y salió corriendo detrás de su compañero.

22
Eppur si muove

Maralda encontró lo que buscaba en los bolsillos del jefe de escuadra: su pulsera de control, principalmente, pero también las de los dos chatarreros.

—¡Bingo! —dijo, satisfecha—. Aquí tenéis.

—Oh, fantástico… —dijo Malhereux.

—¿Qué es tan fantástico? —preguntó Ferdinard, mirando la pulsera con cierta expresión de angustia en el rostro—. Como si tuviéramos aún algo que controlar. Perdimos a
Sally
, perdimos a Bob…

—Quién sabe —respondió Malhereux en voz baja.

Maralda estaba dándose la vuelta. Ahora se fijaba en el enorme cubo casi por primera vez; el estrés de haber sido hecha prisionera no había ayudado a que reparase en la extravagante enormidad de la sala antes. Hacerlo ahora le arrancó un pequeño suspiro de desfallecimiento. En realidad, experimentó una especie de escalofrío. Había escuchado con cierta incredulidad la historia que aquellos dos basureros le habían relatado. La Llama… el contenedor-planeta y todo lo demás, pero nada de aquello le había parecido remotamente plausible. Había tratado aquella información como muchos de los datos privilegiados que se manejaban en La Colonia, dejándolos aparcados en una esquina de su mente. Ahora, sin embargo, golpeaban el pequeño cajón en el que estaban confinados reclamando salir y, apenas lo hicieron, Maralda comprendió la conexión. ¿Sería aquel cubo enorme, monstruoso, el contenedor de aquel agente nocivo? Era en verdad de un tamaño descabellado, casi tan grande como los portentosos y colosales centros de energía de
Conocimiento
, el auténtico corazón de La Colonia, si alguna vez había tenido uno.

—Sagrada Tierra, Fer —estaba diciendo Malhereux en ese momento—, mira aquello…

Malhereux tenía el brazo extendido, y Ferdinard miró en la dirección que le indicaba. Se trataba del cubo más pequeño. Era en realidad bastante grande, pero comparado con el otro cubo, pasaba completamente desapercibido. Ferdinard miró brevemente los enormes tubos que salían del suelo y las paredes.

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