Panteón (39 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
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Pero a esa distancia, la velocidad no jugaba a favor de los sarlab. Malhereux vio venir la silueta blanca avanzando hacia él y saltó en el último momento para escapar. Un segundo más y no lo cuenta: el traje crepitó con un siseo cuando la temperatura del aire ascendió cerca de él.

Pero estaba a salvo.

Ferdinard corría hacia unos contenedores; probablemente los que habían usado para transportar el equipamiento de sondeo que estaban montando. Las ondas de plasma pasaban demasiado cerca, impactando contra el suelo.
FLAP, FLAP
, quebrando las baldosas como si fueran de hielo.

Malhereux sabía que aquellos rifles tenían más de un tipo de munición. Si decidían cambiar a una más rápida, estarían perdidos. Así que se decidió a contraatacar para darle un respiro a su amigo: cogió su arma y empezó a disparar hacia el arco de la puerta con una puntería más que lamentable. Sin embargo, las explosiones hacían que los hombres tuvieran que replegarse para evitar ser alcanzados.

Eso permitió a Ferdinard llegar tras los contenedores.

—¿Está bien? —preguntó una voz a su lado.

Ferdinard dio un respingo. Allí estaba aquella mujer, agazapada junto a él. En la mano llevaba el fusil que le había arrebatado a los sarlab.

—¡Está viva! —exclamó Ferdinard—. ¡Imposible!

—Si salimos de aquí —dijo ella, oteando por encima de los contenedores con infinito cuidado—, haré que le envíen una de estas armaduras tácticas.

Después, empezó a disparar hacia el arco. Sus balas de Alto Explosivo, dirigidas por su mano experta, dieron en las pilastras de piedra provocando el derrumbe del arco. Las rocas cayeron con un estruendo tumultuoso, y los sarlab se retiraron para no morir sepultados.

Malhereux soltó un pequeño grito de triunfo.

—¡Ha sido genial! —chilló entonces, visiblemente entusiasmado.

—Eso les entretendrá, pero no mucho tiempo —dijo Maralda.

—No había muchos sarlab —comentó Ferdinard—. Al menos un par, pero no creo que muchos más.

—Traerán robots, o alguna maquinaria… pero hasta entonces, tenemos un poco de tiempo.

—La sala es enorme —comentó Malhereux—. Podríamos correr hacia el fondo y no nos encontrarían en la vida.

—Se me ocurre algo mejor —dijo Maralda, mirando hacia arriba—. Sé que hemos bajado bastante, pero esta sala tiene una altura imponente. Sospecho que la parte superior no está muy lejos de la superficie.

Ferdinard miró hacia arriba, pensativo.

—Buena idea —dijo—. Pero ¿cómo llegaremos arriba?

De pronto se le ocurrió que aquel fenómeno podría llevar algún tipo de propulsores embutidos en las botas, o quizá en la pequeña protuberancia que tenía su traje en la espalda, diseñada para proteger la columna vertebral de caídas.

—Bueno… a menos que usted… —añadió.

Maralda accionaba los controles de su pulsera.

—Mi nave —exclamó despacio—. Tratará de llegar hasta nosotros, incluso a través del techo, si le es posible —dijo.

Malhereux y Ferdinard intercambiaron una mirada. ¡Una nave! Casi podían imaginarla irrumpiendo a través de la bóveda de aquella imponente cámara y descendiendo suavemente con el fuego de las toberas arrojando una cálida luz. Esa luz, ligeramente dorada, formaría un precioso contraste con las corrientes energéticas que recorrían el cubo.

Sonaba, por fin, a verdadera y genuina esperanza. Habían oído cosas sobre la tecnología de La Colonia, rumores que hablaban de grandes navíos interestelares que cruzaban el espacio a velocidades imposibles, cargueros que desaparecían de repente, y no sólo del radar, sino de la vista directa a través de las cámaras del casco. Ese tipo de cosas les hacían pensar que, si conseguían subir a esa nave, saldrían zumbando de ese planetoide sin que ningún sarlab pudiera detenerlos.

Ferdinard vio esos pensamientos en la media sonrisa de su compañero, pero fue el brillo en sus ojos lo que le emocionó vivamente. Ambas cosas decían:
¡Tronco! ¡Joder! ¡Vamos a vivir otro día más, y luego ya veremos!
Y por un instante deseó que todo hubiera acabado ya, y estar lejos, muy lejos, celebrando la vida con un Ale Pop en algún tugurio de Bata Hurlant. Se habían quedado sin nada, sí, pero si podían seguir juntos y volver a intentarlo de nuevo, creía que hasta estaría bien.

Pero Maralda no parecía muy satisfecha; estaba mirando hacia la entrada con el ceño fruncido. La rampa estaba completamente bloqueada, desde luego, pero aunque sabía que no duraría mucho así, no había peligro inminente por ese lado. Sin embargo… alguna otra cosa estaba fuera de lugar.

Después de su breve instante de emoción, Ferdinard captó su preocupación tan pronto posó la mirada en ella.

—¿Qué ocurre? —preguntó, pero apenas había terminado su pregunta, se dio cuenta de que él también lo percibía.

Algo estaba fuera de lugar, pero… ¿qué?

Fue Malhereux quien aulló primero.

Maralda y Ferdinard se volvieron, sobrecogidos, y cuando vieron al chatarrero levantado varios palmos del suelo con la cara roja por el esfuerzo y una mano sujetándole del cuello, comprendieron qué era lo que estaba mal.

¡La estatua del hombre-máquina! Estaba allí mismo. Debía haber recobrado la movilidad en mitad de la refriega y, de alguna forma, se las había ingeniado para colocarse detrás de ellos sin que nadie lo advirtiese.

—Soltad el arma y lanzadla hacia mí —dijo entonces con su voz grave y profunda.

—Ni lo sueñe —respondió Maralda, hablando con claridad y rapidez—. Le apunto con iones invertidos de alta frecuencia. Mueva uno solo de sus dedos mecánicos y le frío para siempre.

—Oh, por favor —le susurró Ferdinard, con una expresión descompuesta en el rostro—, suelte el arma. Si no lo hace, lo matará.

—Si le entrego el arma, nos matará a los tres —respondió ella despacio.

Hubo un intenso silencio cargado de expectación. Ferdinard notaba los latidos de su propio corazón, palpitando en las sienes. Malhereux apenas se movía, como si un movimiento más de la cuenta pudiera hacer que el hombre-máquina se decidiera a apretarle el cuello.

—Usted… es de La Colonia —dijo el hombre-máquina despacio.

—Como ya sabe.

—Una… controladora.

Maralda recibió esa información como un mazazo. No había absolutamente nada en su traje que la identificara como una controladora. Ni siquiera era una actividad de la que se supiera gran cosa, fuera de La Colonia. Nadie tenía un cargo semejante en ninguna de las otras facciones, y tampoco podían haber extraído esa información de su pulsera personal sin su autorización expresa; no con los sofisticados sistemas de codificación integrados. Pero entonces, ¿cómo lo sabía?

—Creo que no le sigo… —mintió.

—Creo que me sigue usted muy bien, controladora Maralda Tardes.

Maralda dio un respingo. Definitivamente, no había forma de que aquella cosa supiera su nombre y su apellido. Debía tener en cuenta que se trataba de un ser híbrido, cuanto menos. Sus ojos biónicos podían tener identificadores integrados, como los escáneres que llevaban las pulseras personales. Pero aun así, solamente alguien con acceso directo a las bases de datos más privadas de La Colonia podría haber obtenido su nombre, su apellido y su cargo con sólo un escáner corporal.

Las ideas bullían en su cabeza. De pronto, los ordenadores de La Colonia, los robots… todo tenía un nuevo significado.

—De acuerdo ¿qué ocurre aquí? —dijo al fin, dubitativa.

El hombre-máquina aflojó suavemente la tenaza en el cuello de Malhereux, quien cayó al suelo dando grandes bocanadas.

—Creo que estamos en el mismo bando, controladora —dijo suavemente.

Maralda consideró sus palabras unos instantes. Tenía el dedo en el gatillo, preparado para disparar. Con el chatarrero en el suelo, el enigmático hombre-máquina quedaba totalmente expuesto, y ella podía freírlo con un pequeño movimiento en el momento que quisiera. Lo que le hacía dudar era… ¿qué le había hecho cambiar de actitud? Antes de quedarse congelado, se había comportado como un autoritario tirano y la había sometido a un duro interrogatorio. ¿Porqué ahora, de pronto, ese cambio?

¿Qué era diferente?

La respuesta se abrió paso en su cabeza como el agua por el cauce seco de un río. ¿Los sarlab? ¿Era eso? ¿Era algún tipo de… operación de infiltración? ¿Los sarlab estaban liderados por algún tipo de máquina controlada por La Colonia?

Líderes títere. El concepto no era nuevo; sabía que La Colonia los había usado anteriormente, sobre todo de forma experimental en clanes de mercenarios y en planetas colonia que se habían independizado. La técnica funcionaba, pero la fuerza bruta era mucho más rápida y eficaz. Y sin embargo, la posibilidad
existía
… Esa última reflexión la hizo relajarse. Aquella cosa era tecnológicamente asombrosa, tanto, que la única facción que creía capaz de desarrollarla era justamente La Colonia. Eso, unido al hecho de que sabía su nombre, la hacía pensar que podía confiar en sus palabras.

Lentamente, se enderezó y, casi sin pensarlo, bajó sutilmente el brazo con el que sujetaba el fusil de iones. Sólo un poco. Para Jebediah, ese micromovimiento fue suficiente.

Maralda abrió la boca para decir algo, pero el Gran Bardok no perdió ni un segundo: se movió como una exhalación y embistió a Maralda, que no tuvo tiempo ni de pestañear. La percepción del ataque para los dos chatarreros fue apenas un destello, un movimiento fulgurante, como si alguien hubiera eliminado fotogramas de una secuencia a cámara rápida.

Como ocurrió con el plasma blanco, la armadura reaccionó automáticamente a la velocidad del cuerpo de Jebediah. Hubo un potente y sonoro chispazo, y Maralda salió despedida por segunda vez en poco tiempo. Jebediah se detuvo, con su cuerpo congelado en una postura que recordaba a los atletas olímpicos de la antigua Grecia, como si lo hubieran detenido en mitad de una carrera, pero con una particularidad: el fusil que Maralda había sostenido un segundo antes estaba ahora en su mano.

Malhereux soltó un pequeño grito y Ferdinard pareció encogerse sobre sí mismo. Sólo entonces, Jebediah giró la cabeza hacia ellos y, desde la frialdad de sus lentes biónicas, les dedicó una mirada apreciativa.

—Podéis correr, si no os parece demasiado fútil.

Luego, apretó el puño alrededor del rifle y éste crujió amenazadoramente. Por fin, el metal chasqueó con una pequeña explosión interna. Se quebró en dos y cayó al suelo reducido a unos cuantos trozos retorcidos que no tenían ya sentido alguno.

Malhereux echó a correr.

23
El baile de los condenados

Jarvis recibió la noticia con las cejas levantadas: el Kardus Elsin había aparecido asesinado en la Sala de Oficiales.

—Por los Nueve… —exclamó, atónito—. ¡Nuestro Bardok tenía razón!

—¿Qué quiere decir? —preguntó el Kardus Rhan. Heram, que permanecía a su lado, inclinó la cabeza como solía hacer cuando realizaba un esfuerzo especial por comprender. El labio ligeramente leporino no ayudaba a darle una expresión de inteligencia.

Jarvis adelantó un paso para colocarse entre ambos, pasó un brazo por encima de sus hombros y los invitó sutilmente a acompañarle mientras andaba.

—Les explicaré… El Gran Bardok nos advirtió en persona al Kardus Elsin y a mí. No quería alertar al resto.

—¿De qué está hablando? —preguntó Rhan, perplejo.

—Deben saber que hay una especie de conspiración en marcha —soltó Jarvis.

—Una conspiración… —repitió Heram, arrastrando mucho las palabras.

—Un grupo de disidentes. Nagas, en su mayoría. Querían progresar rápidamente en la cadena de mando —dijo Jarvis.

—¿Nagas? —preguntó Rhan—. Eso es absurdo.

—Nagas… ¡Absurdo! —repitió Heram.

—No lo es —respondió Jarvis.

—¿Qué tipo de conspiración podrían idear un puñado de Nagas? No tienen poder, están por debajo de…

—La única forma de hacerlo —explicó— sería eliminar al Consejo Kardus en su totalidad. No es difícil con este caos y con casi todos los mandos relevantes fuera de la Imperia. Jebediah se vería forzado entonces a elegir uno nuevo.

Rhan empezaba a sentirse incómodo por tener a Jarvis colgado del hombro, así que se apartó con tanto disimulo como pudo.

—Espere un momento —pidió—. Vaya, me… ¿me está diciendo que el Gran Bardok habló en privado con usted y Elsin?

—Sí. Así es —contestó.

—Bueno, eso es… —dudó unos instantes y sacudió la cabeza antes de responder—, eso es del todo inusual, Jarvis.

—Lo sé. ¡Lo sé! Y Elsin lo sabía también, pero… Jebediah quería sorprender a los disidentes cuando actuaran, así que decidió no informar a todos los miembros del Consejo. Por… seguridad.

Rhan se separó de Jarvis con un rápido movimiento. Su rostro reflejaba una tensión evidente; sus mejillas estaban enrojecidas y en sus ojos titilaba un destello de rabia.

—¡Seguridad! —bramó, colérico—. ¿Seguridad? ¡Eso es inexcusable! ¡El Consejo…!

—¡Lo sé, Kardus Rhan! —interrumpió Jarvis—. ¡Es lo que le dije a nuestro Bardok!

—¡El Consejo debe estar informado de todos estos asuntos, es vital para la correcta ejecución de nuestro trabajo! —continuó diciendo, como si no le hubiera oído.

—Kardus Rhan, con todos mis respetos… Si Elsin estuviera aún vivo, podría decirle cuánto insistimos a nuestro Bardok para que reconsiderara su decisión.

—Inexcusable —decía Heram, que se limitaba a girar la cabeza para mirar a uno y otro con la boca entreabierta.

—Expondremos este asunto a su regreso —resolvió Rhan, enfurecido. Las puntas de las orejas parecían del color fucsia.

—Sin duda, nuestro Bardok encontrará… interesantes, sus sugerencias.

Rhan abrió mucho los ojos. Hasta Heram reaccionó bajando la vista. Quiso decir algo, pero finalmente no consiguió pronunciar palabra. El Kardus Jarvis tenía razón: Jebediah no se caracterizaba precisamente por escuchar a nadie. Podían protestar hasta desgañitarse, pero Jebediah tenía sus propios planes bien definidos en su cabeza.

—Es precisamente parte del problema —dijo entonces en voz baja. Hablaba suavemente, con una cuidada entonación. Otra vez se había acercado a los dos hombres e invadía ligeramente su espacio vital; no mucho, pero lo suficiente como para captar completamente su atención. Era psicología básica—. Nuestro Bardok no escucha ya al Consejo. Es el Gran Bardok, desde luego, pero antiguamente, las cosas eran diferentes.

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