En el extremo más oriental de la sala no descubrieron, sin embargo, ningún modo de ascender al nivel superior. Tampoco en el extremo opuesto. Aunque tardaron apenas un par de minutos en hacer el recorrido, Ferdinard estaba cada vez más inquieto. Sin saber por qué, lanzaba miradas furtivas hacia el umbral de la puerta, con su hoja rota y vencida.
—Creo que hemos llegado a un
cul de sac
—exclamó Malhereux.
—¿Un qué?
—Un callejón sin salida.
—Bueno, no esperarías encontrar una simple escalera, viendo este lugar. Debe ser algo que se nos ha pasado por alto.
—O quizá el transporte llevaba únicamente a este lugar…
Se quedó pensativo unos instantes.
—Fer, ¿y si es realmente así? ¿Y si el transporte sólo llevaba a este sitio? Estación terminal. El… El Jodido Templo de la Llama, o lo que coño sea.
Ferdinard consideró por unos instantes la idea.
—Eso podría ser un problema —dijo al fin—. Si la cúpula se ha derrumbado… si fue eso lo que oímos, ¿cómo vamos a llegar a otras zonas?
Malhereux estiró la cabeza, dando una repentina bocanada de aire.
—No me jodas —dijo—. Ha sido decir eso, tío, y me ha faltado el aire. Como si…
De pronto, se interrumpió. Un sonido familiar acababa de llegar hasta sus oídos, distante pero claro. Se miraron, con gestos de comprensión: ambos habían reconocido el sonido en el acto. Era el mismo que escucharon en la cúpula cuando el transporte se acercaba; aquella nota musical, intensa como la de un xilófono.
—Fer… —exclamó Malhereux.
—El transporte —soltó éste, mirando el umbral de la puerta con los ojos muy abiertos.
Malhereux asintió. De repente tenía la sensación de que estaba en el lugar equivocado. Se había enfrentado a la resignación de la muerte al menos un par de veces en lo que llevaba de día, pero ahora sentía una repentina angustia que nacía de algún lugar del pecho y se propagaba hasta las piernas, congelándolas en el sitio. Su mente funcionaba a toda velocidad. Algo le decía que corriera a esconderse, pero al mismo tiempo, sólo había sido una nota…
Sólo una nota. Una nota musical. Puede que el transporte esté programado para volver al cabo de un tiempo. Puede que sea un fallo en el sistema. Este sitio es viejo de cojones. Las cosas fallan
…
De repente, Ferdinard retrocedió un paso y le sacó de su indecisión.
—Corre…
Malhereux le miró, sintiendo que la tensión crecía en su interior. Ferdinard giró la cabeza bruscamente.
—¡Corre!
Salieron corriendo hacia el fondo de la sala, con Malhereux a la cabeza. Describía pequeños zigzags porque no sabía qué dirección tomar; no había ningún lugar por el que escabullirse. Con la pared del fondo acercándose rápidamente, a cada paso que daba se sentía más acorralado.
Bob los seguía, acompañado de un molesto ruido.
Ñic-ñac
. La tira de sensores en su cabeza daba vueltas sin parar, como si estuviese detectando algo. Y, de pronto, se detuvo. La luz roja volvió a brillar en su pecho.
—¡Fer! —soltó Malhereux al darse cuenta.
—¡Sigue! —soltó Ferdinard, dándole un empujón en el hombro.
—¡Mierda, Fer! —exclamó Malhereux mientras reanudaba la carrera.
Bob no se había estropeado, y Ferdinard lo sabía: sólo estaba ejecutaba su programación. El hecho de que se parase sólo confirmaba lo que había temido todo el rato, que acababa de detectar una amenaza potencial en alguna parte y estaba preparándose para hacerle frente. Robots de combate en modo hostil, armas o cualquier otra cosa. Eso era un desastre; le hubiera gustado llegar hasta la última columna, desaparecer tras ella y esperar… Esperar ocultos y, simplemente, ver cómo se desarrollaban las cosas, confiando en tener todavía una oportunidad. Ahora no había tiempo para instruir a Bob para que hiciese otra cosa. Casi le parecía oír ruidos en el umbral.
En el último momento, se perdieron tras la columna y apoyaron la espalda contra ella. No estaban en mala forma, pero correr con el traje espacial les había hecho cansarse el doble y ahora jadeaban pesadamente.
Ferdinard luchaba por controlar su respiración mientras intentaba escuchar. Aún existía, pensaba, una posibilidad de que fuera una falsa alarma… Todavía intentaba agarrarse a eso.
Despacio y con mucho cuidado, asomó la cabeza para echar un vistazo. Primero vio a Bob, de espaldas a él, con ambas piernas ligeramente entreabiertas y el brazo extendido, como un pistolero en un duelo. Y tras Bob…
Tras Bob vio algo más.
Su corazón empezó a latir con fuerza.
Jebediah avanzaba veloz por el túnel, recorriendo el espacio central que dejaban sus hombres. Pilotaba un deslizador convencional, con su inequívoca forma de «T» invertida. Como casi todos los vehículos sarlab, habían personalizado la torre central de manera que presentaba el aspecto de un terrible tótem.
En ese momento, su comunicador personal empezaba a emitir el tono de llamada. Jebediah la aceptó con un pequeño gesto.
—Gran Bardok —dijo la voz inmediatamente—, hemos llegado al final del túnel.
—¿Qué tenemos?
—Eh… Es mejor que lo vea usted mismo, Gran…
—Estoy llegando —interrumpió.
—Bien, Gran Bardok.
Tan sólo unos segundos más tarde, el túnel acababa abruptamente desembocando en una especie de caverna natural. En la parte derecha, en mitad de una suave rampa de piedra negra, había una confusa profusión de rocas, como si hubiera habido un derrumbe. Inmediatamente Jebediah tuvo la impresión de que aquélla debía de haber sido una antigua entrada al recinto, porque toda la sala parecía volcarse hacia ella.
Hacia ella y hacia el lugar al que sin duda conducía. Dos columnas redondeadas guardaban unos batientes de gran tamaño, de entre diez y doce metros de alto, con una enorme placa en el centro. En la placa había unos símbolo curvilíneos, altos y delgados, que recordaban unos gusanos de tierra retorciéndose. Todo estaba construido en algún material oscuro, negro y brillante como la brea, iluminado débilmente por unas complicadas estructuras que colgaban de las columnas y que hacían las veces de lámparas: formas geométricas extravagantes cubiertas de algún gel de un color amarillo anaranjado.
Jebediah hizo descender el vehículo en el centro de la caverna, rodeado por sus hombres. Miraba las colosales puertas, pensativo.
—Gran Bardok —saludó el oficial de más alto rango de entre los presentes, acercándose con la cabeza inclinada.
—¿Qué son esos signos, Varsin? —preguntó Jebediah.
—Los signos… —repitió el oficial, como si no supiera de qué estaba hablando—. Ah… No lo sabemos, Gran Bardok.
—No me haga perder tiempo —masculló Jebediah—. Haga un modelo de eso y envíelo al ordenador de a bordo para que lo descifren. Si se trata de algún tipo de clave, quiero saber qué dice.
—Inmediatamente.
Mientras los sarlab trabajaban, Jebediah giró la cabeza de manera casi imperceptible. Había estado tan absorto en la impresionante estructura que tenía delante que no había reparado en algo: el silencio que reinaba en la caverna. El silencio era usual cuando él estaba presente; era un gesto de respeto reconocido por los sarlab, por lo demás demasiado dados a algarabías y bravuconadas. Pero durante las contiendas, cuando se lanzaban a un asalto, se les permitía exaltarse. Los gritos de guerra encendían los ánimos, colmaban de valor los corazones y hacían que se enfrentasen con arrojo a los enemigos. Sin embargo, ahora, todo era diferente.
Jebediah, aunque vagamente, podía percibirlo también. Había allí algún artificio, una sensación que te oprimía el pecho y te infundía un respeto casi reverente. Inclinó la cabeza hacia un lado, molesto; necesitaba a sus hombres tal y como habían sido adiestrados. Necesitaba darles acción.
Se dio la vuelta, poniendo ambas manos detrás de la espalda.
—¿Cómo va la decodificación? —preguntó en voz alta. Su voz arrancó ecos espectrales de las paredes de la cueva.
El oficial dio un respingo.
—Eh… —empezó a decir, balbuceante—. Necesitamos un…
—Le diré lo que yo necesito. Necesito que descifren esos signos antes de que arranquemos esa puerta de sus oxidados goznes, entremos ahí, y cojamos lo que ya es nuestro —exclamó.
El comentario arrancó, por fin, un ligero rumor entre las filas de los hombres.
—Sí, Gran Bardok.
—Dese prisa, Varsin —añadió Jebediah—. Éstas son las puertas de una Nueva Era. Detrás, está nuestro objetivo. Cuando lo tengamos, los sarlab conocerán una época de prosperidad como no han conocido en toda su historia.
Hubo unos instantes de expectación, pero por fin, los puños se levantaron y las voces se alzaron, jubilosas. Alguien, en alguna parte, aullaba como una hiena. Jebediah los dejó hacer, mirándolos impasible, como el pastor que mira como su rebaño se revuelve en su corral.
En ese tiempo, el Varsin había estado hablando por su intercomunicador y miraba ahora a su líder con un expresión funesta en el rostro. Jebediah estuvo observándolo hasta que sus hombres dejaron de lanzar exclamaciones triunfantes.
—G-gran Bardok —dijo al fin. Su voz sonaba débil.
Jebediah no dijo nada.
—L-los expertos dicen que n-no es un mensaje cifrado.
Tampoco esa vez obtuvo respuesta.
—D-dicen que no es una clave, G-gran Bardok. Parecen… eh… fo… fonogramas. En una lengua desconocida. Es lo que me han dicho… Haría falta recabar más símbolos para poder hacer permutaciones y…. conjeturar una… una traducción.
Jebediah levantó la barbilla, pensativo, mientras las palabras «lengua desconocida» bailaban en su cabeza. Dedicó una mirada al derrumbe, ubicado, según sus cálculos, al menos diez metros por debajo del nivel de superficie. Había algo en todo aquello que no encajaba. No le habían dado mucha información sobre la misión, y la que le habían dado no incluía, desde luego, la descripción de ninguna instalación subterránea. Ni de nada que tuviera algunos años de antigüedad.
El Varsin levantó la mano tímidamente, reclamando su atención.
—¿Sí? —preguntó Jebediah.
—Hay otra cosa, Gran Bardok —dijo el Varsin.
—Habla —contestó el líder.
—Es el Equipo Dos… Parece que han encontrado algo en el subsuelo, bajo la grieta.
Jebediah avanzó un par de pasos, repentinamente furioso.
—¿Qué es
algo,
Varsin? ¡Sea más preciso con sus palabras! Está empezando a enfurecerme.
—Gran Bardok —exclamó el Varsin, con las manos recogidas en una maraña de dedos temblorosos sobre el regazo—, le pido perdón… Se trata de otra instalación. Algo enorme, Gran Bardok. Una cúpula y un sistema de transporte interno… Algo, algo nunca visto.
Jebediah no respondió. Se dio la vuelta y miró las imponentes hojas gigantes de la puerta. De algún modo, los extraños símbolos de la placa se le antojaron en extremo enigmáticos, y no sólo porque ocultaran su significado o estuvieran escritos en una «lengua desconocida», sino porque, por algún motivo que no podía precisar, parecían ahora otra cosa.
Una advertencia.
—Pero… qué coño… es esto… —exclamó el sarlab.
Tarven For no lo sabía. No había visto nunca nada parecido, ni siquiera en el lujoso megapuerto de Paralax Dur. No era tanto lo que veía como el efecto que causaba en él tanta majestuosidad y tanto espacio abierto. Le hacía sentirse extraño, pequeño… como si el lugar le despertara un sentimiento de humildad. Había paseado por los impresionantes hangares de la Imperia y había estado en el corazón de los gigantescos sistemas terraformadores de su planeta natal, pero no era nada comparado con aquello. Aquellos lugares eran
enormes
. Éste era, además,
majestuoso
.
Sacudió la cabeza y consultó el comunicador de su traje.
—Control de Misión… —dijo—. Control de Misión, ¿me oyen?
Su compañero le miró.
—¿Nada?
—Nada —dijo molesto.
—Debe de ser este sitio. La profundidad… U otra cosa.
Miraban mientras hablaban, intentando asimilar la vasta profusión de detalles de lo que tenían ante sí. Mientras tanto, el transporte emitió de nuevo la conocida nota musical, y acto seguido, empezó a desplazarse por el surco en el suelo hasta que desapareció por el túnel ganando velocidad.
Tarven miró a su compañero y soltó un bufido; el muy idiota había estado apuntando al transporte desde que se había puesto en marcha. Talon Nog nunca había sido demasiado brillante, a decir verdad, como casi todos los que integraban la gran familia sarlab.
—Lo han llamado —explicó Tarven—. Eso es todo.
—¿Seguro? Joder. Esa cosa me pone los pelos de punta. Nunca había visto nada igual —dijo Nog.
—Bueno, ahora ya lo has visto —exclamó Tarven, adentrándose en la sala. Fue entonces cuando reparó por primera vez en la escultura central, rodeada de cadáveres.
—Espera —dijo, señalando los cuerpos con un gesto de cabeza—. Mira eso.
Nog frunció el ceño. En el acto, accionó los controles de su fusil para prepararlo para ráfagas rápidas. Tarven asintió. Consideró brevemente esperar a sus compañeros (el transporte apenas tenía espacio para dos ocupantes) pero el sitio parecía tan abandonado como podía esperarse de un lugar sepultado bajo toneladas de roca, así que caminaron en silencio hasta llegar al centro de la sala.
Consultó brevemente el panel de su traje y negó con la cabeza.
—Están muertos —dijo.
Bob era un robot centinela, diseñado y construido para la seguridad personal, así que cuando detectaba la presencia de algo que pudiera considerarse hostil (como armas), sus procesos de alarma se disparaban y se emplazaba en modo de escucha. Con sus sensores escrutando el perímetro, vigilaba atento todos los pasos de los dos invasores. No tenía contacto visual directo porque la enorme escultura central estaba en medio, pero conocía perfectamente sus posiciones por el sonido de sus pasos, el suave murmullo de los respiraderos de sus trajes y el latido de sus corazones.
Su único brazo hacía milimétricas correcciones a medida que los dos hombres se movían. El cañón láser, alojado en la palma de la mano, apuntaba con una precisión absoluta.
—¿De qué han muerto? —estaba preguntando Nog.
Tarven negó con la cabeza.
—Mira sus cuerpos —dijo entonces, como sorprendido por una idea repentina.
—No veo ni una maldita herida. Ni gota de sangre.