—Sí —respondió Ferdinard con rapidez—. Vámonos. Vámonos de aquí.
Resultó que el lugar era más grande de lo que parecía. Anduvieron por sus pasillos, abrumados por la cantidad de seres humanos que había allí acumulados. En particular, lo más terrible era la visión de los niños. A una niña la habían congelado en mitad del llanto; era como una escultura de la infelicidad.
Ferdinard contó cientos de tubos en cada hilera, y de éstas había una cantidad similar en los dos ejes. Llevaban andando varios minutos y aún no habían encontrado ninguna pared.
—Tengo la impresión de caminar por una pesadilla —dijo Ferdinard—. No acaba… No acaba nunca.
Pero Ferdinard empezaba a distinguir algo.
—¡Mal, mira! ¡Se acaba allí!
Era cierto. Después de tan sólo unas cuentas hileras, la sala se abría a una nueva ala que se extendía unos cien metros. Era amplia y de techos altos, construida con el mismo estilo faraónico que todo el lugar. El suelo y las paredes, vestidas con grandes y elegantes paneles ribeteados de oro, estaban llenos de detalles arquitectónicos: salientes, relieves de varias formas geométricas y líneas grabadas en la roca hacían las veces de elaborada decoración. Y cristales brillantes como joyas preciosas, esculpidos en forma de pirámides y empotrados en los huecos de las paredes. Los paneles eran quizá lo más interesante. Había representados dibujos y signos, y del techo colgaban lámparas con forma de óvalo que arrojaban una luz dorada sobre sus trazos, haciéndolos parecer tallados con líneas de fuego.
Ninguno de los dos dijo nada. Caminaban por la nueva cámara mirándolo todo con asombro.
Ferdinard se acercó a los paneles. Había algunos dispuestos en línea a lo largo de toda la pared. En su parte superior contenían grabados esquemáticos, apenas unas líneas esculpidas sin color, y en la inferior mostraban una especie de marcas, como caracteres incomprensibles formando un bloque de texto. Era como si narraran una historia.
El primero mostraba un planeta flotando en el espacio, con un pequeño satélite cercano a su órbita. Aunque se veían continentes en él, ni Ferdinard ni Malhereux pudieron encontrar similitud con ninguno de los planetas que conocían. Había también una estructura grande y cilíndrica junto al planeta. Unas líneas indicaban que estaba saliendo de éste.
—¿Qué es esto, Fer? —preguntaba Malhereux.
—Parece que cuenta una historia. Mira…
En el segundo panel se veía el cilindro sobre un planeta diferente; al menos, daba la impresión de ser otro diferente, porque estaba recorrido por líneas sinuosas. El cilindro aparecía justo encima, perfectamente horizontal, y desde él descendían una serie de puntos alargados hacia su superficie.
—¿Qué son estos puntos? —preguntó Malhereux, alargando la mano. Ferdinard lanzó su brazo hacia delante y le agarró por la muñeca antes de que tocara el panel.
—No toques nada —dijo.
—Oh. Claro —carraspeó brevemente, incómodo—. Qué pena no poder leer estos signos —exclamó a continuación—. ¿Los habías visto alguna vez?
—No. Nunca —contestó Ferdinard, concentrado ya en el tercer panel.
Éste mostraba ahora un corte transversal de la superficie del planeta, ligeramente curvada. En el cielo, el cilindro estaba representado con líneas indicando que se alejaba, y sobre el suelo, trazado con montañas y cultivos, había unos hombres y mujeres caminando. Todos los trazos eran terriblemente esquemáticos, apenas insinuados. Los hombres se adivinaban por sus extremidades y la cabeza.
—Hombres, ¿no? —murmuró Malhereux.
—Y mujeres.
—¿Qué significa? ¿Se fueron de un planeta para ir a otro sitio? ¿Como nuestros terraformadores?
—Eso parece.
—¿Y esta historia a qué viene?
—¿Quieres esperar? Mira.
El siguiente panel representaba la misma escena, pero ahora había campos cultivados, niños y unas casas de formas redondeadas.
—Precioso —dijo Malhereux—. ¿No te parece extraño que eligieran una piedra para grabar estas imágenes? Podrían haber usado tantas cosas… Podríamos estar viendo un vídeo.
—Estaba pensando justamente eso. Igual querían que las imágenes perdurasen en el tiempo, a pesar de la tecnología. La tecnología comporta problemas. Por no hablar del suministro eléctrico.
Ferdinard estaba ya mirando el siguiente panel. Era, de nuevo, la misma escena, sólo que en esta ocasión, los hombres utilizaban herramientas y cavaban pozos profundos para extraer agua y minerales.
—La historia del hombre —dijo Malhereux—. ¿Crees que ese planeta puede ser la Tierra?
—Puede ser. Veamos cómo sigue.
Pero al contemplar el siguiente panel, ambos fruncieron el ceño. El centro estaba ocupado por un agujero en la tierra, un agujero profundo. De él emergía una especie de árbol, o quizá fuese una llama, que llegaba hasta el cielo. A su alrededor, hombres, mujeres y niños se representaban corriendo, con sus pequeñas herramientas en el aire para dar sensación de movimiento.
—Ese dibujo…
—Se parece, ¿verdad? —preguntó Ferdinard.
—Tú también has pensado en eso… La escultura de la sala de arriba, ¿no?
—Sí… Pero ¿qué es? ¿Un árbol?
Malhereux no esperó contestación; estaba ya mirando el siguiente panel. En él, la llama flotaba en el aire, con sus extrañas ramificaciones extendiéndose por todas partes. Había hombres corriendo, pero menos. El resto estaban representados con los brazos y las piernas extendidos en posición horizontal, sobre el suelo.
—No lo pillo —dijo Malhereux.
—No es un árbol. Ni una llama. ¿No lo ves? Es una especie de gas. Una nube tóxica.
—Si es un gas, ¿por qué tiene ojos?
—¿Qué…?
Pero Malhereux tenía razón. La nube… el gas… estaba representado con dos pequeñas rayas inclinadas en el centro que parecían unos ojos maliciosos.
—No creo que sean ojos —opinó Ferdinard—. Es sólo algún tipo de gas… sigamos.
En el siguiente panel, la historia se complicaba. Ahora se veía otra vez el planeta, flotando en el espacio pero la nube de gas estaba saltando al espacio y era casi tan grande como el planeta en sí. Las dos marcas que a Malhereux se le antojaban ojos estaban allí.
—Un gas en el espacio —dijo Malhereux.
—Esto no lo entiendo. ¿Ha salido al espacio? Es… ¿Qué es?
Cada vez cambiaban de panel más rápido.
En el siguiente, la forma flotaba en lo que parecía ser el espacio profundo, rodeada de planetas. Sus ramificaciones se extendían hacia unos y otros, rodeándolos como garras espectrales.
—Guau —exclamó Malhereux, rascándose la cabeza.
—Empiezo a pensar que se trata de una representación simbólica. Esa nube… ese gas, o esa llama puede representar tantas cosas… La expansión colonizadora del hombre, por ejemplo. Su codicia, que ha hecho que tantos planetas queden completamente agostados… Algo así.
—¡Ah! —exclamó Malhereux—. Creo que tienes razón.
Sin embargo, el siguiente panel les hizo detenerse de nuevo. Ahora veían el cilindro otra vez. Parecía estar proyectando algún tipo de cubo alrededor de la misteriosa nube de gas, de forma que quedaba confinada en su interior.
—Vale… explícame esto —dijo Malhereux, divertido.
Ferdinard refunfuñó en voz baja y saltó directamente al siguiente panel. Éste era todavía más enigmático. El cubo estaba encerrado en el interior de un círculo, con la llama en el interior. En la parte superior, el cilindro aparecía dispuesto en posición horizontal.
—Tampoco lo entiendo —exclamó Malhereux—. ¿Sabes? Creo que esto es una chorrada y estamos perdiendo el tiempo.
—Sssh —masculló Ferdinard, saltando rápidamente al penúltimo panel.
Éste era todavía más extraño, y al mirarlo, Ferdinard retrocedió un par de pasos, como si la distancia extra pudiera aportarle un poco de perspectiva. Malhereux, ya para entonces, parecía fastidiado y aburrido.
El panel mostraba el mismo círculo, con el cubo y la llama en el interior del círculo a la izquierda. Como en anteriores ocasiones, unas líneas indicaban que se desplazaba hacia la derecha, y allí había representado un sol; al menos parecía ser un sol, con sus picos ligeramente ondulados como lo hubiera dibujado un niño.
Ferdinard estaba más intrigado. En el último panel, se veía una especie de cabeza, pero deforme, con la parte superior extendida en forma de «T». Los ojos (si es que eran ojos, ubicados tan abajo y tan cerca de los bordes) tenían forma de diamante. Debajo de ésta había una lágrima, y por fin, en el límite inferior, una hilera de hombres, mujeres y niños perfectamente alineados. Sus brazos y piernas estaban rectos como cuando los dibujaban muertos, en un panel anterior.
—Fantástico —dijo Malhereux—. ¿Podemos continuar ya?
—Espera un segundo, hombre —pidió Ferdinard. Estaba alejándose para ver la secuencia completa.
—Empiezo a tener hambre, Fer. El lugar está lleno de sarlab, y no tenemos ni idea de qué nos encontraremos a continuación, ¿y tú quieres perder tiempo con esta… esta historieta extraña?
—No es una historieta —dijo Ferdinard—. Es… Tiene que ser algo más.
—No tiene ni pies ni cabeza. Es absurda —protestó su socio, sentándose en el suelo.
—No creas. Sólo tengo que…
Se calló, pensativo. Intentaba poner en orden sus ideas. Cuando miraba la secuencia completa, obtenía sensaciones totalmente nuevas, y en su cabeza, se formaban hipótesis. Había una historia encerrada en esos paneles, que era, además, la clave de todo aquel lugar. Aquella última hilera de hombres y mujeres muertos, todos en fila, y el planeta solitario del primer panel…
De pronto, algo hizo clic en su cabeza.
—Mal —dijo con voz queda—, ¿qué creían en la Tierra original sobre los extraterrestres?
Malhereux hundió la cabeza entre las rodillas y emitió un sonoro y lastimero suspiro.
Sarlab.
Si había una escoria en la galaxia, eran los sarlab.
Como controladora de La Colonia había visto cosas, y estaba segura de que no había visto ni la mitad de todo lo que había que ver. Las ramificaciones del sistema de control llegaban lejos, pero había zonas oscuras, imposibles de supervisar, incluso en las rutas comerciales más activas. Eso por no hablar de los planetas y asteroides más distantes. Allí, las barbaries ocurrían todas las semanas; los sarlab se habían vuelto muy creativos en ese cometido.
Maralda los detestaba. Entendía que los asaltos y otros infortunios semejantes formaban parte del equilibrio de la galaxia, pero no había necesidad de una crueldad tan despiadada. Ahora los tenía delante, emplazados en algún tipo de atrio y hablando animadamente entre sí. Sarlab. Ella se encontraba en lo alto de un promontorio de tierra, bajo la parte superior de una impresionante cúpula. El descubrimiento de una instalación subterránea había sido sorprendente, desde luego, pero no podía evitar concentrarse en aquellos asesinos.
Infinitamente pagados de su supremacía, ni siquiera la habían detectado. Estaban seguros de controlar la situación. Llevaban armaduras de combate de última generación que costaban… cuánto, ¿cientos de miles de créditos cada una, probablemente? Era mucha capacidad de maniobra para un grupo tan detestable. Y sin embargo, a ninguno de ellos le había saltado la alarma por su presencia. Apostaba a que ni siquiera sabían usar las capacidades de sus trajes. Apostaba que, para ellos, era mucho más importante la potencia de sus armas.
Maralda sabía perfectamente cuáles era su misión y su cometido en ese escenario. Mirar, escuchar e informar. Nada de interferir, sólo informar. Sin embargo, no podía apartar la mirada de un par de calaveras que uno de ellos llevaba, a modo de trofeos, clavadas en el cinturón. Imaginaba que, si podía detenerlos, jamás habría una tercera decorando su horrendo traje de combate. Y vaya si podía.
Apretando los dientes, Maralda apuntó con su pistola.
Ella no sabía que los sarlab tenían una antigua tradición: llevaban al combate los cráneos de sus compañeros caídos para que pudieran seguir disfrutando de la lucha. Quizá, de haberlo sabido, habría actuado de forma diferente, pero aquellas cuencas oscuras y desoladas la miraban desde la distancia y la sacaban de sus casillas.
Apretó el gatillo un par de veces con precisión y rapidez, y los disparos, sorprendentemente silenciosos, les dieron en la cabeza, atravesaron los cascos y les perforaron el cráneo, provocando su muerte inmediata. Uno de ellos cayó hacia atrás. El otro se derrumbó sacudido por los espasmos.
Maralda descendió del montículo. Apenas lo hizo, el respirador se retiró automáticamente, plegándose de nuevo en el traje. El hecho de que allí abajo hubiera oxígeno no la sorprendió en absoluto, había luz y no tenía aspecto de abandonado.
Lo que la sorprendía más era el aspecto suntuoso que tenía todo; desprendía, además, una sensación de grandiosidad. Parte de su formación básica en La Colonia había consistido en adquirir nociones de diseño elementales, porque las reglas del diseño podían aplicarse posteriormente a cualquier trabajo que fuera a desempeñar. Y allí había mucho de eso: los ornamentos en las paredes, construidos con algún material similar al oro, se curvaban y fluían dibujando formas que producían sensaciones subconscientes. Los contrafuertes, la luz uniforme y que parecía llegar de todas direcciones, así como la estructura de la cúpula, estaban inteligentemente dispuestos para que la sala pareciera mayor de lo que era en realidad. O mejor dicho, hacían que uno pareciera pequeño.
Esa magnificencia era absolutamente contraria a lo que podía esperar de un grupo de asesinos como los sarlab, así pues, la única explicación que cabía era que aquella instalación fuese del bando contrario.
Maralda repasaba todo lo que había aprendido. Ahora había descubierto aquella instalación subterránea, lo que en sí mismo constituía un hecho sorprendente. Cuándo y cómo la habían construido, no lo sabía, pero sí sabía algo: no había sido durante los siete años que ella llevaba como controladora. Ese tipo de construcciones requerían recursos y un despliegue de medios impresionante, y no había habido actividad en el sector.
Consideró brevemente informar a su superior; sin duda, ese descubrimiento era lo suficiente significativo como para molestarle, pero intuía que querría saber más, ¿y qué tenía en realidad? Nada. Una antesala. Aún desconocía para qué se había construido todo aquello. Sería difícil transmitirle lo que aquel lugar provocaba en el estado de ánimo, incluso aunque le mandara un vídeo o un modelo tridimensional, así que estudió sus opciones.