Los iones eran inocuos para los seres vivos: las descargas traspasaban a sus hombres, librándolos de los ataques. Para muchos ya era tarde: sus trajes habían sido perforados y se retorcían en el suelo o se lanzaban a una carrera sin sentido buscando aire que respirar.
Mientras tanto, los sarlab que estaban en el túnel de entrada, lejos de la nube, comprendieron al instante. Ajustaron rápidamente los fusiles y las descargas de iones empezaron a multiplicarse. Después de unos instantes, en medio del olor a componentes electrónicos quemados, el suelo empezó a llenarse de una alfombra oscura llena de pequeñas piezas de metal. Crepitaban como ascuas encendidas.
Los últimos nano-robots caían ya sobre la espalda de uno de los sarlab con un ruido apagado, como gotas de lluvia. Jebediah bajó los brazos. Abrió las manos y dejó que los fusiles cayeran al suelo. Luego miró a su alrededor.
El espectáculo era pavoroso, aunque a Jebediah no le despertaba ningún tipo de sentimiento lo que veía. Hizo un cálculo rápido de los efectivos perdidos: ochenta hombres, aproximadamente, aunque algunos formaban pilas y yacían unos encima de otros. Los que habían sobrevivido, milagrosamente, se tambaleaban comprobando que el traje no había sufrido daños. El jefe de escuadra Verlo era uno de ellos.
—Gran Bardok —dijo, acercándose a él. Miraba su cara con ojos despavoridos—, está… está usted herido.
Jebediah, que tenía algunas marcas sangrantes por toda la cara, se agachó y tomó un puñado de nano-robots con la mano. Eran sorprendentemente compactos y pequeños, y ni siquiera podía determinar dónde estaban sus sistemas de propulsión. Si no hubiera visto con sus propios ojos cómo se movían por el aire describiendo giros cerrados a buena velocidad, habría dicho que se encontraba mirando algún tipo de procesador informático.
—Verlo —dijo despacio—, quiero que lleve unas cuantas de estas unidades a la nave, para que las examinen —ordenó.
—¿A la nave? —preguntó Verlo, todavía visiblemente conmocionado.
—¡No me fastidie con sus dudas y temblores, Verlo! —explotó Jebediah, levantando la voz. Había cerrado el puño alrededor de los nanorobots, produciendo un sonoro crujido metálico, y ahora los arrojaba al suelo distraídamente—. Asígnese los hombres que aún quedan vivos y organice un frente de asalto. Vamos a entrar ahí de una vez por todas.
—S-sí, Gran Bardok.
Jebediah se llevó una mano a la mejilla. Los cortes empezaban a escocer un poco. Inconvenientes de la débil materia orgánica; algún día solucionaría también eso.
El agujero era más profundo y oscuro de lo que Ferdinard había previsto a simple vista. Y más ancho, también; cabrían perfectamente por él, incluso con Bob detrás.
Por un segundo, imaginó la lenta y persistente acción del agua, cayendo gota a gota durante más tiempo del que se atrevía a imaginar y socavando la piedra gradualmente. Apenas un pequeño agujero el primer año, luego un poco más, y así sucesivamente, hasta penetrar la roca y doblegarla, arrancando la tierra a su alrededor y llevándosela consigo.
Era tan oscuro, de hecho, que se detuvo ante la entrada un instante. Malhereux, en cambio, parecía entusiasmado.
—¡Eres un genio! —exclamó.
Se lanzó por el hueco, con los pies por delante, y se ayudó con los brazos para impulsarse. Mientras esperaba, Ferdinard se volvió, inquieto, pero la columna le impedía ver la entrada. Imaginaba que a esas alturas, los sarlab debían de estar entrando en el recinto. Verían los cadáveres de sus compañeros y entonces, esta vez sí, buscarían a los culpables.
—¡Espera! No has dado la orden a Bob… —dijo Ferdinard, nervioso.
—¡Nos seguirá, Fer! ¡Date prisa!
Finalmente, Ferdinard se decidió, y se sentó en el suelo para empezar el descenso.
Resultaba extraño arrastrarse por aquella superficie. En ocasiones, era tan rasposa que temía desgarrarse el traje. Otras veces, la superficie por la que se movía era pulida y suave; sin duda, roca madre cuidadosamente tratada por lustros de agua discurriendo mansamente.
Los focos ayudaban. Aunque los haces, a tan poca distancia, eran pequeños y demasiado intensos, les permitían ver por dónde se movían y revelaban estrías de un color blancuzco recorriendo la roca oscura. Eran, probablemente, vestigios de antigua vegetación: musgo y cosas así. Eso hizo que la cabeza de Ferdinard diera vueltas, incluso con la tensión y el estrés que sentía; ¿cuántos años tenía aquella construcción
realmente
?
Descendieron y descendieron durante lo que pareció una eternidad. En ocasiones, una catarata de pequeñas rocas caía sobre él. Se trataba de Bob, que se movía con dificultad por aquel lugar angosto, sobre todo, con un brazo menos. Sus movimientos eran torpes y armaba un escándalo enorme a medida que sus piernas mecánicas corregían su posición para evitar caer.
Tan sólo esperaba que no representara un problema cuando quisieran salir otra vez.
—¡Mal! —exclamó entonces—. ¡Ya hemos bajado bastante!
—¿Qué quieres decir? —contestó su compañero a través del intercomunicador.
—¡Apaga el foco, y esperemos! Ya estamos bien escondidos.
—¿Escondidos? Mal, ¡no hemos llegado abajo!
—Espera… —exclamó Ferdinard—, ¿abajo, dónde?
—Joder, ¡pues abajo! No querrás que nos quedemos aquí. Espera… creo que… ¡Creo que veo luz!
Ferdinard abrió mucho los ojos. Había urdido esa treta sólo para esconderse, pero ni en mil años habría imaginado que el túnel llevase a otra cámara. ¡Una cámara subterránea, por debajo del nivel de aquella especie de Templo de la Llama!
—Mal, ¿estás seguro? —preguntó.
La temperatura parecía haber subido unos grados, podía notarlo incluso con el traje puesto.
—¡Sí, sí! —respondió Malhereux, jadeante—. Hay luz ahí abajo. Ya llegamos.
Y entonces, inesperadamente, el sonido de unas rocas deslizándose llegó hasta sus oídos.
En el último tramo, Malhereux perdió apoyo. El suelo se convirtió de pronto en un tobogán, y él, incapaz de soportar su propio peso, se deslizó haciendo grandes aspavientos con los brazos. Intentaba agarrarse a algo, pero la apertura se ensanchaba demasiado. Finalmente, el túnel terminó bajo sus pies. En el último momento, Malhereux pudo girar todo el cuerpo y lanzar su mano hacia una roca picuda.
—¡Mal! ¿Estás bien?
—Joder. ¡No! —protestó Malhereux.
Ferdinard bajaba hacia él, descendiendo con infinito cuidado.
—¡Agárrate a mi pie! —dijo.
—No hace falta… —contestó su socio. Estaba mirando hacia abajo por encima del hombro—. Veo el suelo desde aquí. Voy a dejarme caer.
Cayó sin problemas sobre una superficie de roca agrietada. Parecía que alguna vez hubo baldosas de algún tipo allí, pero ahora se habían convertido en escombros y prácticamente habían desaparecido. Supuso que el agua debió haberse acumulado allí, pero se había filtrado por alguna parte.
Mientras Ferdinard descendía, Malhereux miraba ahora a su alrededor. Se quedó sobrecogido por la impresión. Lo primero que vio fueron los tubos cilíndricos, perfectamente alineados a su alrededor en interminables hileras. Debía de haber cientos, y aún había más dispuestos en hileras paralelas. Su contenido, sin embargo, era lo bastante inquietante como para que todo lo demás pareciera poco importante.
—Sagrada Tierra, Mal —murmuró Ferdinard.
En ese momento, Bob cayó a su lado produciendo un sonoro ruido metálico y los dos hombres dieron un respingo. El robot, como si hubiera captado su inquietud, encendió la luz verde de su pecho. Ésta chisporroteó débilmente y se apagó para siempre; el disparo del sarlab había dañado la pantalla de diodos.
—¿Qué estamos viendo, Fer? —preguntó Malhereux—. Por las estrellas, ¿qué estamos viendo?
Ferdinard se acercó a uno de los tubos. En su interior, había una mujer de mediana edad, desnuda y suspendida en un haz de luz que lo recorría verticalmente. Al menos, parecía una mujer, aunque había algo extraño en su tono de piel.
Era como la versión en negativo de un ser humano. No era sólo por el color, un azul frío, sino por la sensación de irrealidad que desprendía. Las sombras estaban al revés… las zonas más contrastadas como las curvas de la boca o el cuello estaban más iluminadas, mientras que las zonas claras como la frente aparecían oscurecidas. El resultado era una imagen que los ojos se resistían a aceptar. Ferdinard pestañeaba, intentando enfocar lo que veía.
—Fer… —repetía Malhereux.
—No lo sé… ¡No lo sé!
Miró el resto de los tubos, caminando despacio junto a ellos. Giraba la cabeza a uno y otro lado, sobrecogido. Al lado de la mujer había un joven varón de hermosas facciones y más allá un hombre de una edad indefinida con una barba blanca. Al otro lado, una chica joven con pelo corto. Todos desnudos. Había gente de ambos sexos y de todas las edades.
Todos
invertidos
.
—Son humanos… —exclamó Malhereux.
—¿Tú crees? —preguntó Ferdinard, sintiendo un repentino escalofrío—. Mira ese color de piel.
—¿No crees que pueda ser un efecto de la luz?
Ferdinard se deslizó alrededor del tubo y se puso al otro lado, donde levantó una mano. Ahora se veían el uno al otro a través del haz de luz.
—Yo te veo bien —dijo Ferdinard, encogiéndose de hombros—. No es la luz. Es… Son ellos.
—Por las estrellas —exclamó Malhereux, impresionado—. Es como si los hubieran pintado.
—Pintado… Eso es interesante. Podría ser…
—Dan escalofríos, en cualquier caso —dijo Malhereux—. Tal vez… Quiero decir, podría ser una especie de campo de suspensión vital. ¿O crees que están muertos?
—No pienso meter la mano ahí para comprobarlo —dijo Ferdinard—. Pero si este lugar es tan antiguo…
Miró alrededor. Había vetustas marcas en la base de los tubos que demostraban que la sala había estado inundada de agua en otro tiempo: una línea cenagosa de un color marrón oscuro daba prueba de ello. Significaba, cuanto menos, que nadie se había ocupado del mantenimiento de las instalaciones.
¿Era algo así remotamente posible? Si la antigüedad era la que imaginaban, aquella gente debía llevar allí desde…
—Desde los tiempos de la Tierra —dijo en voz alta.
—¿Cómo?
—Estaba pensando en voz alta —explicó Ferdinard—. Si no nos hemos equivocado, Mal… esta gente debe de llevar aquí desde los tiempos de la Tierra original.
Malhereux frunció el entrecejo.
—Eso no puede ser —soltó—. Nos hemos equivocado en algo. Mira este sitio. Hay luz… Todos estos tubos… Necesitan mucha energía… Quiero decir
mucha
energía. Todo necesita mantenimiento. Joder, lo sabes bien. ¿Cuántas veces tenemos… teníamos que poner a punto a
Sally
?
Pero Ferdinard sacudió la cabeza.
—¡Ya, ya! —exclamó—. Es que no lo entiendo. Entiendo lo que dices, pero la teoría de la antigüedad es la única explicación que se me ocurre. No parece que nadie esté trabajando en este lugar desde hace eones… y si esto lleva funcionando de forma autónoma desde hace tanto tiempo, ¿cómo llegaron estos seres humanos aquí? El hombre no tenía capacidad para viajar tan lejos por el espacio por entonces. Y no quiero ni oír hablar de evolución paralela en diferentes planetas. Eso es del todo ridículo. O son humanos, o son facsímiles moldeados a partir de humanos.
—¿Fac… símiles? —preguntó Malhereux, confundido. Había empezado a caminar distraídamente al lado de los tubos, repasando las figuras encerradas en el haz de luz.
—Imitaciones —aclaró Ferdinard—. Algo… alguien nos copió.
—¿Sigues con la teoría extraterrestre?
Ferdinard se encogió de hombros.
—No sé qué pensar…
De pronto, Malhereux se llevó una mano a la boca, ahogando una exclamación de sorpresa. Ferdinard, sobresaltado, miró en la dirección que seguían sus ojos. Se trataba de un hombre, suspendido en el haz de luz como los otros, pero su expresión era distinta. Su boca y sus ojos estaban abiertos, y su gesto retorcido por una expresión de terror.
—Sagrada Tierra… —soltó Malhereux—. Qué…
—Mira —susurró Ferdinard. De repente, le pareció apropiado hablar en voz baja—. Ahí hay otro.
Malhereux miró. Esta vez, se trataba de una mujer. Los ojos, abiertos, eran negros como el carbón, con un único punto de un blanco luminoso en el centro. Tenía la cara desencajada. El pelo blanco y rizado caía alrededor de sus hombros, cubriéndole los pechos pequeños. Sus manos estaban agarrotadas y trocadas en una suerte de garra retorcida. Se diría que la habían congelado mientras chillaba.
—Eso… Eso da mucha grima —exclamó Malhereux.
Ferdinard miraba los ojos de la mujer con el ceño fruncido, pensativo.
—Vale… se me ocurre otra cosa.
—Dime…
—Supón que el sitio es antiguo, ¿vale? Casi tanto como la Tierra. No tengo explicación para eso, pero tampoco importa, es sólo un supuesto.
—Vale —concedió Malhereux, cruzándose de brazos.
—Imagina que alguien, recientemente, encuentra este lugar. No digo ahora… Puede hacer unos años, diez, veinte… cien años. Pero comparado con los diez mil años que hace que la Tierra explotó es una nimiedad. Bien, no sé para qué fue construido, pero imagina que lo habilitan para sus propósitos. Por lo que veo, esto podría ser algún tipo de… laboratorio de investigación. Armas químicas, desarrollo de virus, cibertrónica, desarrollos neuronales, computación orgánica… cualquiera de esas mierdas. ¿Sabes lo que te digo?
—Rollos raros que requieren seres humanos —apuntó Malhereux.
—Exactamente.
—Entiendo… Vale. Sí, es posible. Pero ¿quién? No veo a los sarlab metidos en este tipo de cosas…
Ferdinard sonrió levemente, curvando sólo una de las comisuras.
—Los sarlab no. Ellos están aquí para hacer lo de siempre: saquear. Saquear y destruir. No, ellos no tienen ni idea de qué es este lugar, nos lo dijo ese hombre. Son los otros… La otra facción desconocida.
Malhereux asintió despacio.
—¿Sabes? Eso tiene sentido. Creo que ahí a lo mejor has dado en el clavo. Pero entonces, ¿qué están haciendo con esta pobre gente, por todas las estrellas del universo?
—No lo sé —respondió Ferdinard—. Pero creo que nos hemos metido en un lío de mil pares de narices.
Malhereux asintió.
—Lo que me recuerda que deberíamos alejarnos del agujero. No creo que nadie decida meterse por él, pero nunca se sabe.