Atendiendo a sus algoritmos de predicción de puntería, Bob cambió automáticamente de rumbo y saltó hacia la derecha. El segundo disparo erró también el tiro. Ahora era una mole de un color blanco roto que se precipitaba ya sobre Tarven. Tres metros. El sonido de sus pies golpeando el suelo eran mazazos metálicos.
BING, BANG
. Su brazo se lanzaba hacia Tarven, con las rudimentarias pinzas que hacían las veces de dedos abriéndose amenazadoramente. El sarlab disparó una última vez. Y dio de lleno en el pecho del robot, provocando una explosión de chispazos acompañada de un sonido chisporreteante. Demasiado cerca; Tarven notó el calor de la explosión e, instintivamente, cerró los ojos. En ese instante, notó que le arrebataban el fusil de la mano, y su mente se inundó con un solo pensamiento: la muerte.
—¡No te muevas! —dijo una voz.
Tarven abrió los ojos.
El robot estaba allí, con su fusil atrapado en su puño de hierro. El disparo había dejado una marca de color oscuro en el pecho, y la sobrecubierta se había fundido dejando goterones candentes que resbalaban lentamente hacia abajo, pero no había afectado a sus sistemas internos. A su lado, con la frente cubierta de sudor, había dos hombres. Uno de ellos tenía el brazo extendido hacia el robot. Tarven sabía perfectamente que estaba usando una pulsera de control.
—Desconecta el traje —dijo uno de los hombres.
Tarven le miró desafiante. Sabía por qué le pedían eso: para que no contactara con el resto de los hombres. A él le daba lo mismo; ya había comprobado que no podía comunicar. Sin embargo, estaba el problema del oxígeno.
—Me asfixiaré —dijo.
—Hay oxígeno —contestó el hombre. Para demostrárselo, se quitó su casco con un movimiento rápido—. Apágalo, vamos.
Tarven obedeció. Luego, se quitó también el casco moviendo los brazos lentamente. Había oxígeno, en efecto, aunque el aire estaba enrarecido, como el de un sótano que ha estado cerrado demasiado tiempo y pide a gritos un poco de ventilación. Si cooperaba, pensaba ahora, tal vez tuviera aún una oportunidad; aquellos dos tipos no tenían aspecto de ser soldados. Ni siquiera parecían saber usar un arma. Sus trajes eran como los trajes espaciales que usan los técnicos de mantenimiento, sin ningún tipo de blindaje.
—Mal, el arma.
Malhereux le dio una orden a Bob, quien le entregó el fusil a Ferdinard con un preciso movimiento del brazo. Fer no había sopesado muchas armas en su vida, pero aquélla era sorprendentemente pesada.
—No te muevas —repitió, apuntándole.
—Vale —masculló Tarven.
Ahora que la adrenalina recorría sus venas, empezaba a sentir una furia ciega por haberse dejado vencer. Se había quedado ensimismado por todo lo que había pasado y por ese maldito sitio. Un fallo de principiante, si tenía en cuenta que estaba en un entorno desconocido. Si hubiera estado más atento, habría podido detener al Centurión con un único disparo.
—¿Cuántos sois? —le preguntó Malhereux.
Tarven torció el gesto, apretando los dientes al sonreír.
—Ni te lo imaginas —dijo secamente.
—¿De qué clan?
Tarven respondió, pronunciando muy bien cada sílaba.
—Los sarlab.
Ferdinard se quedó congelado. ¡Pues claro! El nombre había volado, esquivo, por los márgenes de su memoria, pero ahora había vuelto al primer plano con la contundencia de un mazazo. ¡Los sarlab! Había escuchado historias sobre ellos, como casi todo el mundo. Su barbarie era legendaria. Los pocos testigos que habían sobrevivido a alguna lucha con ellos decían que se movían con una energía inaudita, que usaban androides de combate y todo tipo de equipo, y que todo lo que empleaban en la lucha estaba pintado y ornamentado de modo que adquiría una apariencia enloquecedora. Cuando los sarlab se cruzaban en tu camino, el camino simplemente desaparecía. Pero Ferdinard sabía por qué hacían lo que hacían. Era una manera de ganar la batalla antes de hacer un solo disparo. Cuando las víctimas los veían venir por el horizonte, se rendían anímicamente; el terror los paralizaba. Muchos intentaban huir, incluso en el espacio profundo, lanzándose al exterior por los tubos de emergencia.
—Fer… —dijo Malhereux en voz baja, acercándose a su oído—, un sarlab.
Pero Ferdinard no quería dejarse amilanar, y tampoco quería que aquel asesino viera ni el más mínimo atisbo de temor en sus ojos.
—¿Puedes hacer que Bob lo tenga vigilado? —preguntó.
—Fácil —contestó Malhereux—. Ya está.
—Levántate —dijo Ferdinard.
Tarven se incorporó ágilmente. Su armadura de combate respondía automáticamente, ayudando a los músculos a terminar sus movimientos.
—Vas a ayudarnos a salir de aquí —dijo—. Es todo lo que queremos.
—¿Por qué haría yo algo así? —preguntó Tarven.
—Porque si no lo haces, te mataremos.
—Lo dudo mucho —dijo, con una mueca despectiva.
—Sólo tengo que ordenarle a nuestro robot que lo haga. Puedo hasta cerrar los ojos y no sentirme culpable de reducirte a un montón de carne sanguinolenta.
Tarven entrecerró los ojos.
—Eso me lo creo —dijo—. Pero no podréis salir de aquí.
—¿Por qué no? Habéis debido llegar aquí en una nave.
—No en una nave… —exclamó Tarven, desafiante—. En cientos de naves. No sé qué hacéis aquí ni qué es este lugar, pero una cosa os prometo: nunca… —hizo una pausa antes de continuar—, nunca saldréis de aquí.
Ferdinard levantó el arma por encima de su cabeza.
—Entonces tú tampoco —dijo, y golpeó.
Bob bajó el brazo en cuanto Tarven cayó al suelo, hecho un guiñapo.
—¡Sagrada Tierra, Fer! ¿Lo has matado?
—Tampoco me importaría —contestó su amigo, ceñudo—. Pero no creo. No le he dado tan fuerte.
—Pero ¿no íbamos a usarlo de rehén? —protestó Malhereux.
—Joder, Mal… ¡es un sarlab! ¿Comprendes? ¿Crees que a un sarlab le importa una mierda disparar a otro sarlab? No nos sirve. ¡Joder! ¡Qué mala suerte!
En ese momento, la nota musical del transporte sonó de nuevo.
Malhereux se puso ambas manos encima de la cabeza.
—¡No me lo puedo creer! ¡Vienen más, Fer!
Ferdinard miraba el umbral de la puerta. Malhereux tenía razón: nunca conseguirían salir por ese lado. Era como un flujo constante. ¿Y qué podían hacer ellos? El disparo de aquel mercenario había dañado la placa protectora del pecho de Bob; un segundo disparo afectaría sus sistemas internos, y entonces, ¿qué harían? ¿Jugarían a los disparos con un ejército tan bien entrenado para la guerra?
—Vamos a salir de aquí —dijo Ferdinard.
—¿Cómo, Fer? ¿Cómo vamos a salir de aquí?
Ferdinard había visto algo mientras estaban escondidos al final de la sala, cerca de la zona del derrumbe.
—Si no podemos ir hacia arriba, iremos hacia abajo. Y luego… Luego ya veremos.
—¿Qué?
—¡Ahora corre! ¡Corre Mal, corre!
Y por enésima vez en ese día, Malhereux y su socio echaron a correr, intentando salvar la vida.
—Echad las puertas abajo —ordenó Jebediah mientras caminaba, alejándose de ellas.
Al instante, los sarlab se pusieron al trabajo. Las puertas eran grandes, gruesas y pesadas, pero se organizó una fila de soldados armados con rifles de pulsos. Para entonces, los líderes de escuadra, con sus cascos ceremoniales negros, se habían desplazado a la caverna y aguardaban a Jebediah para comentar la situación.
—¿Cómo van las cosas con los otros equipos? —preguntó Jebediah.
—El Grupo Uno sigue peinando la zona, Gran Bardok, pero aún no ha encontrado el objeto. El Grupo Dos, sin embargo, ha localizado otra instalación subterránea, accidentalmente. No desestimamos la posibilidad de que, en realidad, sea la misma instalación, incluso a esta distancia.
—Ha dicho accidentalmente —dijo Jebediah.
—En efecto. Al intentar desenterrar el vehículo escapado para su registro han localizado un túnel que conducía a la instalación.
—¿Qué han encontrado allí?
Esta vez fue otro de los líderes quien habló. Su voz era grave y cavernosa.
—Aún no lo sabemos, Gran Bardok. Los sistemas de comunicación no funcionan ahí abajo.
Jebediah se cruzó de brazos, pensativo. Cuando lo hacía, los músculos cibernéticos de los brazos parecían hincharse bajo la armadura.
—Quiero que vaya personalmente allí a supervisar la operación, Verlo. No quiero que se cometan errores.
—Iré inmediatamente.
De pronto, escucharon un sonido inconfundible a sus espaldas, seguido de una violenta explosión. Jebediah no se volvió.
—Quiero recalcarles la importancia de esta misión. Es vital para nuestros planes a largo plazo. No duden en utilizar todos los recursos de que disponemos. Puede que no tengamos mucho tiempo antes de que alguien más venga a meter sus narices. Y se lo advierto: ésta es una presa que no soltaré. Lucharemos hasta la extinción, si hace falta. No me importa lo que diga el Consejo Kardus.
—Le apoyamos incondicionalmente, Gran Bardok —se apresuró a decir Verlo.
Jebediah se volvió. La mitad inferior de la puerta había desaparecido tras la explosión, y una de las hojas se desprendía en ese momento, desgarrada y rota por varios sitios. Una estría mortal amenazaba la integridad de la otra, hasta que cedió y se vino abajo envuelta en una nube de polvo. La entrada estaba expedita.
Tan pronto como eso ocurrió, un sonido grave y estruendoso llegó hasta sus oídos, creciendo desde el interior. Los sarlab retrocedieron un paso. Era como el lamento de un animal que se enfrenta a la muerte, pero hombres de otra época habrían tomado el sonido como una sirena que anuncia una catástrofe en el mar. Al terminar, los ecos se repitieron aún durante un tiempo, reverberando por las paredes de la cueva.
Los jefes de escuadra podían ver en sus hombres expresiones atónitas. Cierto temor les nublaba la mirada. Ése era, precisamente, el tipo de cosas que podían impresionar a una panda de ignorantes como la que ellos manejaban. Los sarlab podían no detenerse ante una lluvia de proyectiles, pero una mera marca extraña en el suelo podía ponerles la piel de gallina si sospechaban siquiera que podía atraer algún tipo de desgracias.
Los líderes reaccionaron rápidamente, arengando a sus hombres para que se pusieran en marcha.
Sin embargo, ocurrió algo más.
Empezó como un rumor lejano, similar al del ruido que produce un torrente de agua que corre, furiosa, por un caudal. A cada segundo que pasaba crecía en intensidad, convirtiéndose en un estruendo ensordecedor. Estaba claro que algo se dirigía hacia la entrada, pero qué era, nadie podía verlo: aún había demasiado polvo en el aire. Los sarlab preparaban sus armas, expectantes. Algunos intercambiaban miradas de desconcierto.
Para entonces, el sonido se parecía más al de un enjambre de insectos, pero con tintes metálicos, como el de una sierra atroz. En ocasiones parecía que algo se restregara contra las rocas y las hiciera vibrar de manera estridente. Jebediah se adelantó unos pasos, preparado para el ataque; esperaba algún ingenio mecánico, uno de enormes proporciones, pero lo que surgió de la entrada fue muy diferente.
Era una nube oscura, compacta pero indefinida, siempre cambiante. Entró en la caverna con una rapidez impresionante y allí se dividió en varias columnas, describiendo curvas en el aire. Zumbaba como un moscardón enorme y grotesco.
Los sarlab comenzaron a disparar, pero las ráfagas se perdían en el aire, aparentemente sin impactar con nada en concreto. Muy pronto, la caverna entera se llenó de la nube negra, ocultando a los hombres. La confusión era total. Algunos empezaron a gritar, pero nadie veía realmente lo que ocurría. Los cuerpos comenzaron a caer al suelo: algo había rasgado completamente sus trajes y había arañado y mordido sus cuerpos hasta que el casco se hubo llenado de sangre, velándolo todo.
Jebediah era el único que no usaba un traje espacial: sus filtros de aire hacía tiempo que estaban integrados en sus pulmones mecánicos, pero no se libró de los ataques. La nube le rodeó, como un millar de pequeños puntos negros sacudiéndose histéricamente en el aire. Sin embargo, cuando levantó los brazos ante sí y vio unas diminutas chispas recorriendo sus brazos como latigazos eléctricos, comprendió de qué se trataba.
No era un enjambre. No eran insectos.
Usando sus potentes piernas, Jebediah dio un enorme salto y se alejó del centro de la caverna, aterrizando junto al túnel de entrada. Unos cuantos hombres intentaban llegar hasta el mismo lugar, corriendo por su vida. La nube los envolvía, los atacaba y volvía a separarse de sus cuerpos, una y otra vez. En cada ataque, los trajes quedaban más y más dañados. La sangre manaba entre los jirones.
—¡Iones! —exclamó en voz alta, intentando hacerse oír por encima del jaleo—. ¡Usad cargas de iones!
Pero era inútil. La caverna estaba llena de ecos; los gritos se confundían con el frenético zumbido de la nube y el golpe sordo de los cuerpos al caer. Los que aún estaban vivos seguían disparando alocadamente en todas direcciones. A veces, las ráfagas acertaban a sus propios compañeros y las chispas provocaban deslumbrantes destellos.
Jebediah tenía algunos trucos embutidos en su cuerpo cibernético, pero éste no incluía cargas de iones. La capacidad de sus miembros era suficiente para hacer frente a cualquier máquina, de todas maneras. Así que se agachó, tomó un par de fusiles sarlab y los emplazó en el modo de ataque adecuado. La operación le llevó un tiempo. Sus miembros eran bastante duros como para resistir las mordeduras, pero su rostro no tanto: a veces tenía que girar su cuerpo a gran velocidad para librarse de los ataques.
Cuando tuvo por fin los fusiles preparados, Jebediah empezó a disparar. Sostenía uno con cada brazo. Las descargas emergieron como destellos blanco-azulados, grandes y neblinosos. Incidieron en la nube y la traspasaron, pero dejaron un hueco visible. Los puntos negros chisporroteaban brevemente y caían al suelo produciendo un sonido tintineante, como pequeñas piezas de cristal.
Era como sospechaba. Se trataba de nano-robots de algún tipo funcionando como una sola unidad, que mordían y rasgaban con una especie de diminutas cuchillas. Los iones, diseñados para trastornar los componentes electrónicos de dispositivos mucho mayores, los descomponían completamente. Nunca había visto nada parecido, pero tampoco le importaba; siguió disparando, una y otra vez, en todas direcciones.