—Eran diferentes —repitió Heram con un tono monótono, asintiendo con cierto ímpetu.
—Las operaciones grandes como ésta, se exponían en el Consejo. La última palabra siempre era del Bardok, pero la opinión de los Kardus se valoraba. Eso hace tiempo que no ocurre. No somos sino engranajes obsoletos de una maquinaria en desuso. A nosotros no nos escuchó tampoco cuando le dijimos que el asunto de los disidentes debía ser tratado con el Consejo en pleno. Y Elsin… Elsin me dijo por qué.
—¿Por qué? —preguntó Heram.
Jarvis hizo una estudiada pausa.
—Elsin creía que Jebediah quería erradicar a los Kardus.
—¿Cómo? —preguntó Rhan, lanzando la cabeza hacia atrás como si acabara de recibir una bofetada.
Jarvis miró a uno y otro lado, como si quisiera comprobar que nadie les escuchaba.
—Esa… máquina loca —escupió de repente— cambiando la tradición sarlab querría asegurarse su permanencia como Bardok, pero Elsin lo descubrió todo. Descubrió que Jebediah había sugerido a los Naga que si erradicaban el Consejo de un plumazo, formaría uno nuevo escogiendo a los mejores de entre sus filas. Sólo que cuando el Consejo estuviera erradicado, no piensa formar ninguno más. Lo que pretende es tomar el control de los sarlab como señor supremo. Rey de reyes. Emperador. Los Naga implicados, probablemente, acabarán acusados de alta traición.
—Pero… —empezó a decir Rhan, cada vez más sorprendido y encolerizado, hasta que se dio cuenta de que se había quedado sin preguntas.
Jarvis negó con la cabeza.
—Elsin ha sido asesinado y, naturalmente, el momento no podía haber sido más propicio. Jebediah se ha vuelto completamente loco. Ha enviado casi todos nuestros operativos a ese planeta de mierda.
—Eso es verdad —susurró Heram, con los ojos muy abiertos.
—Si nos hubiera preguntado, ¿habríamos estado de acuerdo en permitir esta operación?
Rhan, cabizbajo, se vio obligado a mostrar su acuerdo negando con la cabeza.
—Claro que no —dijo—. Como no hubiéramos consentido que destruyera la nave enemiga. ¡Era una Semex, por los Nueve!
—Una Semex… —repitió Heram, soñador.
—Elsin y yo lo comentábamos a menudo. Fuimos unos tontos al dejar que una máquina tomara el poder. Jebediah fue un buen líder, como lo fue nuestro anterior Bardok antes que él… pero ahora… Ni siquiera parece humano. Es un robot. Una máquina. ¿Quién sabe lo que puede pensar una máquina?
—Es justo lo que digo yo —dijo Heram, arrugando la nariz para exhibir una mueca de desagrado.
Jarvis se calló unos instantes, dejando que su discurso hiciera efecto en los dos hombres. Heram miraba de reojo a Rhan y parecía decidido a imitarle en todos sus movimientos. Rhan, sin embargo, estaba ensimismado. Paseaba la vista por el suelo, como pensativo. Jarvis vio el momento de asestar el último golpe.
—Elsin y yo —dijo despacio— estuvimos hablando de un plan para acabar con Jebediah de una vez por todas. Sin riesgos. Tan fácil como apretar un botón.
Heram compuso una «O» con los labios; estaba muy quieto. Mientras tanto, Rhan, con una mirada perdida, hizo un casi imperceptible movimiento de cabeza en señal de asentimiento.
Jarvis se acercó aún más y, con un murmullo apenas audible, empezó a hablar.
Ferdinard intentaba gritar, pero estaba tan asustado que la garganta no conseguía formar sonido alguno. Tampoco sabía qué hacer: Maralda estaba tirada en el suelo, probablemente inconsciente, y Malhereux corría como un galgo, intentando alejarse de allí.
El hombre-máquina, sin embargo, trotaba tras él como lo haría un gato que se entretiene con una víctima, una que considera asegurada. No importaba cuán fuerte batiera Malhereux las piernas… el hombre-máquina se mantenía a pocos metros por detrás de él. A ratos, era como si se deslizara; otras veces, estaba bastante claro que eran sus enormes zancadas las que le hacían desplazarse de aquella manera.
Malhereux corría con el fusil en las manos.
¿Por qué no se da la vuelta? ¿Por qué no se da la vuelta y dispara?
Tenía la esperanza de que estuviera ajustando el fusil para realizar un disparo de iones. Su rostro, su voz y su cerebro podían parecer humanos, pero si había algún rastro de mecánica en su cuerpo, los iones lo fundirían como la nieve que cae sobre la chimenea de un volcán.
¡Vamos Mal!
—se decía—.
¡Hazlo ya! ¡Ahora!
Sin embargo, Malhereux hizo algo que le desorientó del todo. Empezó a correr totalmente doblado, como si estuviera quedándose dormido en plena carrera. El arma cayó al suelo, rebotó una única vez y quedó olvidada. Ferdinard ahogó un grito, pero su compañero consiguió enderezarse en el último momento sólo para empezar a desplazarse lateralmente, como si estuviera ebrio.
Era ridículo…
Sin embargo, cuando miró al hombre-máquina, descubrió que esa palabra era mucho más apropiada para él.
Aquella cosa no sólo parecía estar imitando los movimientos de Malhereux, sino exagerándolos. Los brazos se movían como los de un juguete mecánico en mal estado, y la pierna derecha estaba tiesa como un ariete clavado en el suelo. La otra se doblaba hacia delante y atrás a la altura de la rodilla.
Y de pronto, cayó en la cuenta.
¡El cubo! ¡Había salido corriendo hacia el cubo!
Recordó sus palabras, pronunciadas tan sólo unos momentos antes:
Casi me parte en dos, Fer… Tengo una especie de pitido en el oído. Era como si… todo el cuerpo me cimbreara en direcciones opuestas
.
Radiaciones electromagnéticas de algún tipo, eso desde luego. Los seres humanos y su delicado sistema nervioso eran sensibles a ciertas bandas del espectro electromagnético, como las microondas infrarrojas. Éstas tenían la propiedad de interferir con el agua, el componente esencial en cualquier ser humano.
Pero también interfiere toda señal química
—se recordó—,
y las eléctricas
…
Eso explicaba el comportamiento del hombre-máquina.
Está incluso más jodido que Mal
, se dijo.
Ahora había caído de rodillas e intentaba levantarse, pero el cuerpo sólo conseguía balancearse torpemente de un lado a otro. El torso giraba sobre la cintura treinta, noventa, ciento ochenta grados y aún más, hasta dar la vuelta completa. El brazo izquierdo parecía el aspa de un ventilador.
Malhereux, por su parte, se agarraba la cabeza con ambas manos mientras caminaba erráticamente. Parecía alguien quejado de un severo dolor de cabeza, y probablemente así era
como si todo el cuerpo me cimbreara en direcciones opuestas
pero dado que el hombre-máquina parecía estar fuera de juego, ¿por qué no volvía?
Es como un jodido baile. Como si estuvieran bailando
.
—¡Mal! —llamó, moviendo los brazos—. ¡Mal!
En la distancia, su compañero levantó la cabeza, temblorosa, como si fuera un convaleciente que ha pasado demasiado tiempo conviviendo con una enfermedad, encerrado en una habitación; uno que de pronto sale a la luz de una amplia terraza. Sólo que no había luz en su rostro, sino un infinito dolor.
Y de su nariz brotaba sangre.
Tarven For no tenía demasiada paciencia, y la que tenía estaba agotándose rápidamente. Acababa de coger un trozo de roca y lo había lanzado contra uno de los robots. La piedra arrancó un sonido metálico de su corpachón, haciéndole mecerse unos centímetros. Por toda respuesta, el robot giró su cabeza cilíndrica, examinó a Tarven unos instantes y volvió al trabajo.
—¡Más rápido, jodido cabrón! —chillaba éste mientras tanto—. ¡Joder!
Arpillera soltó una pequeña risa entre dientes.
—No le veo la puta gracia —ladró Tarven. Tenía los tendones del cuello tensos como cables.
Eran tres unidades, unos rudimentarios robots de trabajo varias generaciones obsoletos. Sus cuatro brazos trabajaban sin pausa, pero terriblemente despacio, moviendo las palas de forma rítmica. La idea era: seguridad antes que rapidez. Tarven había intentado insuflar algo de dinamismo a la operación, pero el arco de acceso a la enorme sala del cubo había quedado bastante inestable, y cada vez que movían una roca, las paredes y el techo del túnel crujían amenazadoramente. Tras los dos hombres, una escuadra de sarlab esperaba pacientemente a que el camino quedara expedito.
—Si tuviéramos alguna otra cosa… —seguía diciendo Tarven—. ¡Joder! Hasta unas putas palas habrían sido mejores… Diez, veinte hombres trabajando codo con codo. Habríamos terminado hace rato.
—Yo prefiero que los robots trabajen —decía Arpillera, mirando las grietas del techo—. No me fío de ese túnel.
Un ruido conocido les hizo volverse. Era un deslizador monoplaza, pilotado por un hombre con un casco que todos identificaron rápidamente: el casco ceremonial negro de las mil muescas. Los sarlab se apartaban para que pudiera pasar.
El hombre detuvo el deslizador y descendió con un grácil salto. Cuando se quitó el casco, los hombres se cuadraron. Todos pudieron ver que se trataba del jefe de escuadra Verlo. Verlo era una especie de institución entre los sarlab. La leyenda decía que había sido propuesto para el cargo de Naga en varias ocasiones, pero a Verlo le gustaba su puesto; estar en primera línea de batalla. Era un buen guerrero y un buen estratega.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó.
—El… túnel… se derrumbó…
—¿Dónde está el Gran Bardok?
—Al otro lado…
—¿Al otro lado? —preguntó Verlo, extrañado—. ¿Quién está con él?
Arpillera y Tarven se miraron brevemente.
—Creemos que… está solo, jefe Verlo —dijo Tarven.
Verlo permaneció en silencio, completamente inmóvil. Parecía estar digiriendo lo que acababan de decir.
—¿Solo? —preguntó.
—Estaba solo y… Bueno, estaba… tieso —añadió Tarven a continuación.
—¿Qué quiere de…? —se interrumpió y paseó su mirada entre los dos hombres, saltando de uno a otro—. Un momento… ¿Están diciendo que esos rumores son ciertos?
Arpillera cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra.
—Esos rumores sobre un virus… —continuó diciendo, ahora más para sí mismo que para sus hombres.
—¡Eso es una mierda, jefe Verlo! —explotó Tarven—. ¡No había ningún virus! ¡La zorra nos engañó! Sólo se quemó, ¿vale? Se quedó más fundido que una máquina vieja y… y… reventona. ¡Se lo juro, petrificado como una estatua!
—¡Jefe Verlo, daba mucho yuyu! —convino Arpillera.
Verlo echó el brazo hacia atrás y lo descargó contra el estómago de Arpillera. Naturalmente, el traje reducía sensiblemente los impactos como aquél, pero aun así, el derechazo de Verlo era como una máquina de asedio primitiva; Arpillera se dobló sobre sí mismo, soltando de una sola vez todo el aire que tenía en los pulmones. Luego, Verlo pasó entre los dos hombres con una expresión dura en el rostro. Los robots seguían trabajando en primera línea, afanándose por retirar una roca de aspecto redondeado. Emitían sonidos hidráulicos y rechinaban suavemente con cada pequeño movimiento.
Verlo apretó los dientes.
Por fin, se volvió de nuevo. Necesitaba que sus hombres le prestaran toda la atención, así que propinó un violento empujón al robot más cercano. Éste cayó de lado y acabó por estrellarse contra el suelo, produciendo un ruido metálico. Empezó a girar sus brazos armados con palas para ponerse otra vez de pie, lo que le daba una apariencia lastimosa. Mientras tanto, Verlo se ajustaba ya el casco ceremonial. El color negro mate ocultaba del todo su rostro y era un excelente símbolo de autoridad y respeto. Los sarlab harían lo que se les ordenase, aunque eso pusiera en peligro sus vidas.
Empezó a chillar a sus hombres. Alguno dio un respingo.
—¡Echad esto abajo, hijos de puta! —bramó—. ¡Quiero que todo el mundo dispare sus proyectiles aquí! ¡Cañones, cohetes, cualquier cosa que tengáis en esos equipos de mierda! ¡Rápido, rápido, rápido!
El túnel se llenó de pronto con el zumbido de las armas preparándose para disparar, y aunque éste no era diferente al que producen las membranosas alas de un abejorro, en la procelosa oscuridad envolvió de sombras el corazón de los mercenarios.
Ferdinard empezaba a comprender lo que su amigo debía de estar sufriendo: apenas había intentado acercarse a él, y su cabeza ya parecía el Gran Tambor Tribal cuando se toca por trescientas manos en la Festividad de la Luna.
Se dobló hacia delante, con los dientes rechinando contra las encías. Los globos oculares amenazaban con hundirse en las cuencas, como si alguien tirara desde dentro. La piel le quemaba, como si unas manos invisibles frotaran hacia lados opuestos. Y aun así, avanzaba.
¿Cómo había conseguido Malhereux llegar tan lejos?
Por la inercia de la carrera
.
Aunque fuese corriendo, era una buena distancia.
—¡Mal! —gritó entonces, tendiendo una mano hacia su compañero.
No muy lejos, a algunos metros hacia la derecha, el hombre-máquina caía de espaldas al suelo. Su espalda se retorcía como si intentara hacer una complicada pirueta gimnástica mientras levantaba las manos hacia arriba. Sus dedos se abrían y cerraban a una velocidad desquiciante.
Ferdinard avanzó otro paso. Cada pequeño avance era una victoria, como si el efecto de la contaminación por ondas se redoblase a cada momento. El malestar era insoportable.
Mal… Mal… Mal… Mal
…
Otro paso. Malhereux clavó la mirada en él, arrugando el entrecejo como si le costara enfocarlo, y así era, de hecho. La imagen parecía cimbrear arriba y abajo como si estuviese contaminada de estática, pero creía distinguir a su amigo entre las imprecisas formas que se formaban ante él.
—¡Mal, aquí! —gritó Ferdinard.
El sonido ayudaba, desde luego. Malhereux se agarró a él, se lanzó hacia delante y avanzó moviéndose hacia uno y otro lado, como si estuviera aquejado de ataxia. Parecía que la atroz confusión remitía con cada pequeño paso, hasta que finalmente, con un último impulso, Ferdinard lo recibió en sus brazos. Se quedó tendido en ellos como un fardo.
Ferdinard empezó entonces a tirar de él hacia fuera. Las botas se arrastraban por el suelo haciendo un ruido de fricción:
FRRRRU, FRRRUUU
. Pero con cada impulso, el alivio caía sobre él como un bálsamo.
Malhereux cerró los ojos y respiró profundamente.
Por fin, cuando estuvieron alejados de la zona de influencia del cubo, Ferdinard dejó que su amigo descansara. Se arrodilló junto a él, intentando ignorar el dolor punzante de la espalda; la herida del puñal latía ahora como con vida propia.