Antes de atender a su amigo, echó un vistazo al hombre-máquina. Definitivamente, éste tenía sus propios problemas. Seguía en el suelo, pero daba vueltas sobre el costado mientras movía las piernas como si intentara pedalear. No quería ni imaginar lo que los pulsos electromagnéticos debían estar haciendo sobre sus sistemas computerizados.
Sacudió la cabeza y se concentró en su amigo.
—¡Mal! —susurró—. ¿Estás bien?
Malhereux respiraba con cierto esfuerzo. Con un rápido movimiento, le cogió de la mano y la apretó.
—Estoy bien… colega —dijo.
De pronto se inclinó hacia un lado y tosió fuertemente. Ferdinard también sentía un ligero mareo y un malestar en el estómago, pero no estaba tan lívido como su amigo. Malhereux acababa de soltar un esputo sanguinolento.
—Joder… —exclamó Ferdinard—. Pues no pareces estar bien.
Malhereux respiraba con cierto esfuerzo, y sus inspiraciones producían un ruido sibilante. Ferdinard lo miraba con preocupación. Él asintió suavemente.
—Vale, descansa un poco… —añadió.
Mientras tanto, a unos cuantos metros, el sonido de una serie de explosiones lejanas llegaba a través del arco de la entrada. Éste se había venido abajo creando una importante montaña de escombros, pero desde esa distancia, parecía palpitar al ritmo de las explosiones que se producían al otro lado. Probablemente eran los sarlab intentando entrar.
—Mierda… —masculló.
¿Y la mujer? Levantó la cabeza, y la vio aún tendida en el suelo. Había sido una buena embestida. Aquella armadura que llevaba podía repeler ciertos ataques, sobre todo cosas como los iones o el plasma, pero un cuerpo de doscientos kilos a una velocidad impresionante era otra cosa.
—Fer… —dijo Malhereux.
—¿Sí, tío?
—Te… Tenemos que… irnos…
Ferdinard miró de nuevo hacia donde estuvo la rampa de acceso. Malhereux tenía razón. Tarde o temprano, acabarían pasando. Y si los explosivos que estaban usando no tenían el efecto deseado, alguien acabaría por traer una unidad de calor. Abrirían un agujero en la roca, uno perfectamente redondo, por el que irrumpirían en aquella sala y les llenarían el cuerpo de plasma candente.
—Fer —exclamó Malhereux, ahora como con urgencia.
Ferdinard pestañeó y le miró. Su socio estaba levantando un brazo y señalando hacia algún lugar a su izquierda.
Ferdinard miró.
Era el hombre-máquina. Parecía haberse detenido, y les miraba ahora con la cabeza torcida. Uno de los brazos sobresalía como una abyecta antena, doblado hacia atrás en un ángulo imposible.
Imposible para las articulaciones humanas
—dijo su mente con una inesperada calma—.
De hecho, parece un jodido insecto
.
Aún era peor. El hombre-máquina se movía. Lo hacía de forma errática, y en ocasiones hasta parecía que iba a descoyuntarse, que uno de los brazos saldría despedido o se quebraría con un sonido estridente. Pero en lugar de eso, el extraño y repugnante insecto avanzaba lento pero seguro. Ferdinard se quedó hipnotizado, mirando cómo luchaba por mantener la coordinación.
—¡Fer! —Bramó Malhereux, sacando fuerzas de donde no parecía haberlas.
Ferdinard dio un respingo.
—Sí… —dijo—. Tenemos que irnos. Tenemos que irnos ahora.
Fue entonces cuando el sonido sordo y prolongado de una potente explosión anunció un nuevo derrumbe.
El túnel se estremecía.
Cada disparo hacía saltar las piedras en todas direcciones. Una de ellas golpeó a Tarven For en el hombro, provocándole una laceración dolorosa. Sin embargo, continuó disparando. Se daba cuenta de que era un trabajo bastante absurdo; las explosiones hacían saltar las piedras y abrían cavidades que volvían a cerrarse con lo que caía de las paredes, pero en realidad le daba igual. El maremagno de explosiones, el fragor de los impactos y las ráfagas, les hacían sentir sarlab de nuevo.
En mitad de la refriega, el Kardus Verlo levantó un brazo en el aire y los disparos cesaron paulatinamente.
—Joder —masculló.
Era el techo. Se había socavado tanto que el nivel superior se divisaba a través de unos cuantos metros de roca y tierra.
—Coño, no terminaremos nunca con esta mierda —dijo—. Nos echaremos el jodido lugar encima.
—Jefe Verlo —dijo alguien—, podríamos traer cortadores.
—Cortadores… ¡Ya deberían estar aquí, coño! —chilló, colérico, mientras se daba la vuelta.
Sin embargo, tan pronto lo hubo hecho, un inesperado sonido metálico le hizo volverse de nuevo, casi por instinto. Incluso podría jurar que acababa de ver una sombra moverse furtivamente entre los escombros, de arriba a abajo.
Se quedó quieto, escuchando, con los ojos muy abiertos. El túnel estaba bastante oscuro, y los derrumbes hacían muy complicado distinguir lo que ocurría a nivel del suelo, donde se levantaban varios montículos. La rampa de acceso, ahora anegada por el derrumbe, había quedado también sumida en una oscuridad tibia y procelosa, y la escasa luz provenía, como casi siempre, de una fuente invisible. No había forma, por tanto, de saber qué se había movido entre las sombras.
Sacudió la cabeza; acababa de decidir que no era nada importante y estaba ya volviéndose otra vez. Los haces de los cascos de sus hombres le daban en el rostro, y aunque su visor eliminaba gran parte de los reflejos, resultaba algo molesto.
—Jefe Verlo —estaba diciendo alguien—, ha… ha caído algo de…
De pronto, un sonido hidráulico les hizo encogerse. Comenzó con un clic casi inaudible, y luego se transformó en un sonido arrastrado que fue en lento
crescendo
. Casi todos los presentes lo habían oído antes, una o muchas veces. Algunos, sobre todo, lo habían escuchado en el campo de batalla: era el sonido inequívoco de las unidades robot activando sus servos.
Los hombres intercambiaron miradas; los fusiles se preparaban. Varios soldados avanzaron para flanquear a Verlo y ofrecerle cobertura, y en unos segundos, el jefe de escuadra estaba ya protegido por un grupo armado.
—Pero qué coño… —exclamó Verlo.
—Hay algo allí, jefe —dijo alguien.
Verlo pensaba ahora en los nanobots que les salieron al paso cuando rompieron las impresionantes puertas dobles de la entrada. Al fin y al cabo, también entonces utilizaron explosivos para forzar el acceso. ¿Y si habían despertado otra vez algún tipo de amenaza mecánica? Los robots le ponían nervioso. Los había visto abrumadoramente rápidos, y los había visto implacables, y los había visto con blindajes tan resistentes que sólo los iones habían podido frenarlos.
—¡Iones! —dijo—. Tened listos los malditos ion…
Pero en ese momento, el sonido de una inesperada descarga le interrumpió.
Fue como un fogonazo que hizo que el aire mismo pareciera congregarse alrededor de un punto indeterminado, formando una suerte de esfera translúcida. Después, esa esfera salió despedida en diagonal e impactó en el techo del túnel, por encima de los hombres.
Hubo gritos y ruido de pisadas, y un sonido quejumbroso de rocas y tierra moviéndose. Una catarata de polvo cayó sobre los sarlab que intentaban quitarse de en medio. Alguien disparó su arma, pero los disparos se perdieron en la oscuridad.
Verlo, de pie en medio de una alocada danza de haces de luz, gritaba algo sin ser escuchado. Señalaba con violentos gestos el lugar desde el que habían surgido los fogonazos, entre los montículos.
—¡Allí, joder, disparad allí!
Un segundo fogonazo volvió a impactar en el techo. Esta vez, el daño fue gravísimo: las rocas cayeron, despiadadas, sobre los sarlab. Los hombros se descoyuntaron, los huesos crujieron, los cascos se aplastaron y mataron instantáneamente a sus dueños.
Los sarlab que quedaban reaccionaron rápidamente, redistribuyéndose a lo largo de las paredes. Algunos usaban cañones convencionales para disparar contra los montículos, lo que lanzaba rocas y polvo en todas direcciones. El lugar empezó a llenarse de humo. En mitad de la tormenta de luces y sombras en fuerte contraste, alguien divisó otra vez una sombra achaparrada, moviéndose con extrema rapidez de un lado a otro.
—¡Allí! —bramó.
Sin embargo, no todos lo vieron, y los disparos se cruzaban en el aire, pues los soldados apuntaban en todas las direcciones.
Tarven For no disparaba; no podía. Estaba algo rezagado, con el fusil preparado, y miraba a uno y otro lado esperando ver algo… lo que fuera. Sin embargo, la situación era demasiado caótica. Cuando alcanzaba a ver algo moviéndose con la vista periférica, no podía estar seguro de si eran sus compañeros u otra cosa.
Era obvio que les estaban atacando, pero le preocupaba la naturaleza de ese ataque. ¿Era un robot? ¿Alguna otra criatura no conocida? Intentaba determinar si debía tener preparado su rifle en modo iones o para descargar otro tipo de munición. Su enemigo no se comportaba como un robot. Éstos no solían escabullirse… atacaban de frente, buscando la eficacia del asalto directo.
Al menos
—se dijo—,
los robots construidos por humanos
…
De repente, en alguna parte, alguien lanzó un grito, seguido de un golpe sordo. Tarven dio un respingo. Verlo daba instrucciones, pero los hombres hablaban atropelladamente y nadie parecía reparar en él. Todos parecían confundidos.
De pronto, algo se movió en alguna parte, esquivo como un pequeño roedor. Los disparos se desplazaron de un lugar a otro, concentrándose en algún lugar del extremo opuesto. Tarven For se vio obligado a moverse hacia la derecha para tener de nuevo línea de tiro.
En ese preciso instante, el montículo de escombros en el que estaban subidos algunos de los hombres saltó por los aires. Los gritos y el sonido de los disparos llenaron el túnel, mientras los haces de luz recorrían las paredes y el suelo con rápidos y alocados movimientos. Los sarlab cayeron unos sobre otros. En la penumbra, varios sonidos metálicos irrumpieron hasta imponerse por encima de la confusión.
—¡Me ha cogido! —gritaba alguien.
Después, la voz degeneró en un grito de dolor, demasiado agudo para ser soportable. Una especie de chasquido desgarrador cortó repentinamente ese aullido.
—¡Joder, joder, joder! —decía alguien más.
Uno de los hombres salió despedido contra la pared a una velocidad desorbitada. Se estrelló contra ella con un sonido húmedo.
—¡Está abajo! ¡Aquí abaj…!
Se oyó un crujido espantoso.
Tarven For apartó la vista instintivamente; acababa de ver la cabeza de uno de los hombres salir despedida hacia el techo como si le hubieran propinado una patada a un balón. El último segmento de la espina vertebral se quedó asomando del cuello como un signo de exclamación.
—¡Ahí está! —gritó alguien.
Casi de inmediato, los soldados concentraron el fuego en algún punto del suelo. Tarven se acercó, intentando hacerse oír por encima del tumulto.
—¡Iones! ¡Utilizad los iones, coño!
Pero justo cuando se estaba ya acercando con el fusil a modo de ariete, algo emergió por entre las rocas, elevándose en medio de una nube de polvo. Lo hizo con sorprendente rapidez, lanzando trozos de piedra por el aire. Tarven pensó en una especie de tótem negro y extraño provisto de algún tipo de estructura en horizontal, como un mástil, pero cuando empezó a moverse entre los sarlab, descubrió que era otra cosa: una figura humanoide. Con un único brazo que utilizaba como martillo.
El enemigo era rápido. Se movía de una forma imposible: el torso giraba en todas direcciones y el brazo evolucionaba en el aire golpeando los cuerpos de los sarlab y lanzándolos unos contra otros. De pronto, el haz de uno de los cascos brindó a Tarven una instantánea nítida de a lo que se enfrentaban realmente; apenas un breve segundo, pero suficiente para que el corazón le saltara en el pecho.
El hombre alto saltó de su sillón con un violento gesto. Estaba furioso, más furioso que nunca. No le gustaba perder, y mucho menos, que le arrebataran su juguete favorito en pleno momento de triunfo.
Ah, ¡cómo le habían engañado! Le habían arrastrado a algún tipo de zona de flujos electromagnéticos que había terminado por colapsar todos los subsistemas de su pequeño ingenio mecánico. Había intentado recuperar el control, por supuesto, pero hacerlo de forma remota era en extremo complicado con un nivel de respuesta tan bajo.
Sin embargo, mientras luchaba por hacer reaccionar ese trasto, tuvo un momento de inspiración. Intuyó que lo que realmente funcionaba mal era la señal remota, y no el sistema en sí. Y si eso era cierto… bueno, sólo tenía que soltar los mandos de Jebediah y dejar que la mente original recuperara el control.
Al principio se resistió. Al fin y al cabo, era su momento de gloria… ¡se lo había ganado! Quería dirigir en persona los últimos estadios de la operación hasta que los conectores estuvieran en su poder, y no podía consentir que una cuestión técnica como las interferencias en una señal fueran a privarle de ese placer. Sin embargo, después de unos instantes de duda, el hombre alto… simplemente… desconectó. Estaba rabioso, sí, increíblemente furioso; apretaba tanto los puños que las uñas dejaban marcas blancas en la palma de la mano. Pero dejó que Jebediah tomara el control.
Le daría un tiempo. Jebediah terminaría por sacarle de allí.
Y entonces, volvería a conectar.
El lugar entero vibró con intensidad, pero al final, el temblor se desvaneció sin que hubiera daños que lamentar. Ferdinard miró hacia el arco de la entrada. Estaba claro que allí estaban haciendo volar los escombros con todo tipo de armas, intentando despejar el acceso… pero tras la última vibración, la actividad parecía haber cesado.
Quizá se les ha derrumbado el túnel encima
, pensó, divertido. Pero luego, otro pensamiento le hizo congelarse en el sitio. ¿Y si los seísmos acababan por dañar el cubo de alguna forma? ¿Y si se liberaba La Llama?
—Los… sarlab… —dijo Malhereux de repente, sacándole de sus pensamientos. Un débil reguero de sangre manaba del agujero derecho de la nariz.
—Tranquilo, tío —dijo Ferdinard, pasándole un brazo por detrás de la cabeza para ayudarle a incorporarse.
No, no eran los sarlab lo que más preocupaba a Ferdinard. Al menos, no de momento. Era, naturalmente, el monstruo mecánico. En cuanto consiguiera salir del espectro de influencia del escudo, se lanzaría hacia ellos como accionado por un resorte, ¿y qué posibilidades tendrían entonces de escapar?