Sin darse tiempo a terminar la reflexión, Ferdinard giró la cabeza hacia el otro lado, como atendiendo una apremiante intuición. Casi esperaba ver al monstruo a escasos centímetros, con la boca trocada en un espanto de estiletes y cables chisporreteantes. Sin embargo, le sorprendió ver al hombre-máquina tirado en el suelo, como inconsciente. Permaneció mirando unos instantes todavía, como si esperara que fuese a incorporarse de un salto o girar la cabeza hacia él. Nada de eso ocurrió.
Jesús
—se dijo—.
Quizá todavía podamos conseguirlo. Quizá sí
.
—Mal —balbuceó—, el… esa cosa… está…
Malhereux asintió.
—Tengo que ponerme en pie —dijo.
—No hay ninguna prisa, amigo —dijo Ferdinard—. Descansa, ¿vale?
Malhereux captó el deje de desesperación en la voz de su amigo, pero no quiso dar nada por sentado. Aventuró una última pregunta antes de declararse derrotados.
—¿Cómo vamos a salir de aquí?
Ferdinard miró alrededor.
—No lo sé, amigo —susurró—. No lo sé.
Y era verdad. De hecho, ya no pensaba que fuera posible en absoluto.
Cogió la mano de su amigo y la apretó con fuerza. Y después… Después cerró los ojos.
Tarven no podía creerlo.
¡Era ese robot! ¡El puto robot que le había dado por culo desde el principio! ¡El robot de los pirados! Le habían dicho que lo habían frito con una buena descarga de iones, pero estaba allí de nuevo, con su único brazo, aprovechando la oscuridad y la confusión para reducir a sus compañeros.
—¡Hacedme sitio! —gritó, intentando encontrar una manera de hacer blanco.
El puño del robot golpeaba en esos momentos a un sarlab con tanta vehemencia que el cráneo explotaba como un fruto maduro al caer contra el suelo.
Los centinelas como Bob, al menos los modelos más recientes, tenían contramedidas esenciales como un protocolo de emergencia para las descargas de iones. Al fin y al cabo, como anunció el presidente de la compañía el día que presentaron los modelos al público: «Los iones son un truco muy viejo.» Esas descargas polarizaban los circuitos, pero no se sobrecargaban hasta quemarse, como ocurría con otras máquinas. Naturalmente, el sistema necesitaba un tiempo para volverse a reiniciar.
Cuando Bob se reinició, descubrió que su objetivo prioritario estaba lejos, tres o cuatro niveles más abajo y unos cuatrocientos metros hacia el suroeste. Su programación, por supuesto, le apremiaba a moverse hacia él. Había además otro problema, y era que sus sensores detectaban ahora decenas, quizá cientos de puntos hostiles entre su objetivo y él.
De alguna forma, consiguió desplazarse entre los sarlab moviéndose despacio por entre los túneles, escondiéndose en las sombras, y plegándose de manera que parecía sólo un cubo, una forma rectangular, parte del escenario alienígena.
Hasta que el suelo se abrió casi bajo sus pies, a pocos metros de donde estaba, y su computadora trazó una nueva trayectoria, mucho más corta. Había enemigos, desde luego, pero estaban todos juntos, dispuestos en un lugar angosto. Perfecto para sus planes y capacidades.
Mientras Bob se ocupaba de los sarlab, Tarven For descubrió algo que había pasado por alto al principio: había un hueco entre las rocas cerca de la pared más occidental. Era apenas un túnel pequeño, pero suficiente para que un hombre se arrastrara por él. Si no podía ocuparse del robot (que ahora usaba los cañones emplazados en su único brazo para acribillar a un grupo de hombres que llegaban corriendo por la rampa), podría poner tierra de por medio. Al fin y al cabo, se trataba de llegar hasta la perra y los dos pirados y acabar con ellos. Si conseguía eso… bueno, ya verían qué hacer con su líder. Sacarle de su estado podría valerle un ascenso rápido. Era pronto para decirlo, pero en su mente, la palabra «Naga» flotaba prometedoramente.
Tarven For corrió hacia el túnel, rodeado por los gritos y el atronador sonido de explosiones. Las ráfagas pasaron zumbando por encima de su cabeza, desgranando esquirlas y trozos de paneles de las paredes. Cuando le separaba un metro, se lanzó hacia delante con toda la fuerza que pudo para acabar en el túnel. Lo recorrió sirviéndose de los brazos, jadeando, hasta que llegó al otro lado. Y allí, con una sonrisa victoriosa, divisó a los dos pringados.
Jebediah volvió en sí.
Pestañeó, intentando comprender lo que había pasado. ¿Dónde estaban todos? Se encontraba tendido en el suelo, lejos del lugar donde había estado momentos antes, lo cual escapaba totalmente a su comprensión. Para él, no había transcurrido ni un solo instante. Iba a ocuparse de uno de sus hombres y, de repente, estaba en el suelo.
Se incorporó de un salto, pero cayó de nuevo hacia un lado, como si hubiera sufrido un pequeño desvanecimiento. Su cuerpo produjo un sonido metálico al golpear con el suelo.
—Pero qué…
Algo iba mal. Terriblemente mal. Ni siquiera veía bien. La imagen, normalmente nítida incluso en la distancia gracias sus implantes oculares, cimbreaba como si estuviera cargada de estática. Los sistemas que completaban la visión con datos estaban desactivados.
Volvió a incorporarse, esta vez con infinito cuidado, pensando cada pequeño movimiento. Su cuerpo reaccionaba de una forma extraña, pero si se movía despacio, la cosa parecía funcionar mejor.
Entonces vio a los dos prisioneros, aquellos dos misteriosos hombres. Estaban en el suelo, uno en el regazo del otro. ¿Cómo era posible? ¿Qué habían hecho con sus hombres? ¿Cómo lo habían conseguido? Jebediah no lo sabía, pero una honda sensación de odio empezó a abrirse paso en su pecho electrónico, ácida como los canales energéticos de las baterías que lo propulsaban. Cerró los puños y los músculos de su boca se contrajeron en una mueca atroz.
Me está mirando. El hombre me mira
.
Pero no le miraba a él. Sólo mantenía la cabeza fija en esa dirección. Tenía, en cambio, los ojos cerrados.
Jebediah empezó a moverse, tan silenciosamente como pudo. En condiciones normales habría saltado hacia él y le habría arrancado su estúpida cabeza con un único movimiento, pero le habían hecho algo. Lo notaba en cada pequeña articulación. Ni siquiera podía pensar con claridad.
Y sin embargo, avanzaba. Aquejado de pequeños espasmos, sí, pero avanzaba.
Tarven For empezó a andar sin mirar atrás, preparando el fusil. Había buscado a su líder, pero no estaba a la vista: sólo veía a aquellos dos hombres.
¿Qué cojones hacen?
, se dijo. Una sensación de asco le inundó de repente. O mucho se equivocaba, o uno de ellos sujetaba la mano del otro, como si estuviera convaleciente.
¡Tanto mejor!
—pensó—.
Si uno está jodido, será aún más rápido
. A cada paso que daba, su gesto se torcía más y más.
En silencio, preparó el fusil y apuntó a la cabeza del hombre que estaba erguido.
Sin putos fallos esta vez
, pensó.
El dedo acarició brevemente el gatillo.
Ferdinard nunca supo por qué hizo lo que hizo, pero de repente, se volvió como si hubiese sentido una presencia a su espalda.
Y allí encontró un agujero por el que rezumaba la muerte.
Tuvo que ahogar un grito. Era un cañón, apuntándole directamente a la cabeza; un agujero inmenso, inabarcable y tan aciago, que su sola visión le produjo un escalofrío.
Quiso moverse o decir algo, pero descubrió que estaba paralizado. Un único pensamiento le obsesionaba y le impedía hacer cualquier movimiento:
Sagrada Tierra, puede ocurrir en cualquier momento… En cualquier momento estaré muerto. En cualquier momento
.
Apretó la mano de su amigo mientras se perdía en la negra oscuridad del interior del cañón.
Y, de pronto, éste salió despedido por el aire. Tarven For sintió que perdía el equilibrio. Algo le había agarrado de un tobillo y tiraba de él hacia atrás. Cayó de bruces contra el suelo, golpeándose la mandíbula y dejando salir todo el aire que tenía en los pulmones con una sonora espiración.
—¡Coñ…! —bramó, sintiendo que una espiral de violencia nacía en su estómago. Giró el cuerpo para ver lo que había ocurrido y se encontró de cara con la hilera de lentes emplazadas en aquella cabeza blanca, ligeramente alargada.
¡Era el robot! ¡
Ese
jodido robot, el robot de los pirados!
—No… —susurró, con los ojos muy abiertos.
Bob levantó la amenaza en el aire. Ahora estaba desarmada, pero constituía un peligro potencial. Sin dudar un solo instante, hizo girar el brazo como si fuera una rueda de molino y dejó que el cuerpo golpeara brutalmente contra el suelo. El crujido demencial y terrible de los huesos del cráneo restalló en el aire, con tanta intensidad, que Ferdinard tuvo que esconder la cabeza entre los brazos.
—¡Por las estrellas! —soltó, vivamente impresionado.
Tarven, ahora muerto, yacía a un lado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Malhereux.
Ferdinard estaba mirando la vieja y conocida figura de Bob, que avanzaba resuelto hacia ellos.
—Por todos los… —dijo Ferdinard, excitado—. Es… ¡Es Bob!
—¿Bob? —preguntó Malhereux, con apenas un hilo de voz.
—¡Es Bob, tío!
Era Bob, desde luego, con su fea herida en el pecho y sólo un brazo. Ahora tenía abolladuras y arañazos por todas partes, como si hubiera estado arrastrándose entre las mismas rocas. Unas manchas oscuras en las blancas cubiertas indicaban que el viejo centinela había estado moviéndose bajo el fuego enemigo.
—¿B-Bob? —preguntó Malhereux.
Ferdinard se volvió para mirarle. Empezaba a sentir fría la mano que le sostenía.
—¿Mal? —preguntó, temeroso. Su amigo tenía la mirada perdida en un punto indeterminado de la habitación—. ¡Mal!
—Me… —susurró Malhereux, y luego… Luego ya no dijo nada más.
Jebediah empezaba a experimentar una notable mejoría. Cada paso era una victoria. La visión se aclaraba. Estaba saliendo, por fin, de ese maldito campo de interferencias.
Ahora, sin embargo, había un nuevo elemento en escena. Algún tipo de robot avanzaba hacia él a buen paso. Parecía salido del depósito de chatarra más antiguo del universo: destrozado, tullido y con heridas múltiples… parecía al borde del cortocircuito, y andaba como si ya estuviera sufriendo varios en los servos de las piernas. Pero Jebediah no era de los que menospreciaban a sus enemigos, y mucho menos con sus capacidades mermadas.
El robot pasó al lado de los dos hombres y le apuntó con el brazo. Jebediah sabía lo que eso significaba: iba a disparar contra él. Rápidamente, se dio la vuelta para protegerse el rostro, el único punto vulnerable en el que podría sufrir daños. Casi al instante, los proyectiles empezaron a impactar contra su espalda, tan violentos como inútiles. Jebediah continuaba avanzando, caminando de espaldas.
De pronto, como había esperado, los disparos cesaron. Eso también era previsible: un simple cálculo de daños. Los robots sabían hacer esas cosas. El siguiente paso sería un ataque físico, dirigido a…
Se volvió con rapidez, a tiempo para interceptar el puño del robot que se precipitaba contra su cintura. Era, con mucho, la parte más delicada de su constitución, y era algo que un robot como aquél debía haber averiguado a esas alturas. Un simple escáner revelaría algo así.
Los dedos metálicos de Jebediah, fuertes como cinceles de hierro, se hundieron en el metal del puño del robot, arrancando estridentes crujidos. Los servos de las articulaciones protestaron con siseos graves e irregulares, y Bob intentó tirar hacia atrás. Fue imposible; no había forma de escapar de la tenaza de Jebediah. Mientras tanto, el Gran Bardok puso la mano en la placa del hombro del robot enemigo, colocó un pie en su pecho, y tiró hacia atrás con tanta fuerza como pudo. El brazo se desgarró con una pequeña lluvia de chispas.
Tullido de ambos brazos, el robot comenzó a retroceder. Ya no podía presentar batalla, y el instinto de preservar lo que aún quedaba de sí mismo prevalecía. Sin embargo, Jebediah no iba a consentirlo.
Desde su posición, Ferdinard, mortalmente preocupado, continuaba sosteniendo la cabeza de su compañero en coma, mientras observaba a Bob alejándose hacia el fondo de la sala. El brazo del robot colgaba a un lado, sujeto apenas por unas cuantas conexiones. Se bamboleaba como un mal títere. El hombre-máquina iba tras él, caminando sin apresurarse, hasta que de pronto, cuando habían recorrido ya varios metros, Jebediah se cansó del juego. Recuperado ya del efecto de las interferencias emitidas en las proximidades del cubo, dio un salto en el aire y cayó sobre su presa como una sombra terrible.
Ferdinard apartó la vista. Bob podía ser sólo una máquina, pero había vuelto de una aparente destrucción para salvarles una vez más, y lamentó no poder hacer nada por él; el sonido inequívoco de los cortocircuitos, el metal retorcido y la muerte eléctrica llegó hasta sus oídos.
¿Y Malhereux? Tampoco estaba seguro de poder hacer algo por su socio. Apretó los dientes mientras se aferraba desesperadamente al débil rastro de vida en sus ojos. Estaba allí, pero sabía que no duraría mucho. Las ondas electromagnéticas habían
reventado
a su amigo por dentro.
Quizá sea mejor así
, le dijo mentalmente a su compañero, que aún miraba a algún punto indeterminado. Su rostro parecía una máscara de cera, lívida y espantosa.
Quizá sí, ¿sabes? Esa cosa va a sacarnos la espina dorsal por la boca cuando nos pille, pero de esta manera… Bueno, de esta manera no sufrirás, amigo… No sentirás nada
.
Jebediah se incorporó, se dio la vuelta con un suave movimiento de cintura y empezó a caminar hacia ellos.
Y Ferdinard envidió la suerte de su amigo.
Los Kardus Jarvis, Heram y Rhan entraron en el puente de mando con paso resuelto. Jarvis iba el primero. Su expresión era triunfal.
—Kardus en el puente —dijo el oficial Hassat, acercándose. Les saludó brevemente llevándose el puño al pecho.
En sus puestos, los operarios se enderezaron en sus asientos, pero siguieron trabajando.
—Oficial Hassat —exclamó Jarvis—, ¿cuál es el estado de la nave?
—Bien… Lo cierto es que las reparaciones han sido aplazadas temporalmente. Todo el personal especializado ha sido enviado al planetoide.
—¿Y cuál era la situación antes de eso?
—El casco estaba reparado en un setenta y cinco por ciento. Necesitamos conseguir recursos para terminar las reparaciones, particularmente flexisteel, pero eso no será un problema. El segundo motor principal tiene…