Y entonces, sin decir nada más, avanzó resueltamente hacia la placa de presión y la tocó.
Y fue expulsado.
La
Knossos
era una nave científica de tipo C4, lo que significaba que poseía entre tres y cinco kilómetros de eslora y albergaba una tripulación mínima de dos mil hombres. Entre otras cosas, se ocupaba de estudiar galaxias lejanas, colocándose en los bordes exteriores y lanzando sondas al espacio profundo. Buscaba planetas que resultasen prometedores para la extracción de recursos. Esta flota en particular marcaba, por lo tanto, los futuros senderos por los que se extendería la cultura humana en el espacio.
Fue una afortunada casualidad que esa nave estuviera a menos de cincuenta ciclos del planeta sin nombre. El almirante Torin Mai, un experimentado neerliano que cumpliría ciento veinte años en sólo dos días, fue puesto a las órdenes del supervisor Naguas tan pronto éste activó el protocolo de alarma. Su misión principal sería constatar y analizar el fenómeno, así como ejecutar un programa de búsqueda y rescate de la controladora Tardes, desaparecida en el planetoide. El objetivo secundario sería coordinar la evacuación de Nu Cappa.
Nu Cappa era la única comunidad humana existente en el planeta minero Ilusian. El planeta había sido terraformado unos doscientos años antes, y los trabajadores habían estado llegando a buen ritmo desde entonces. La compañía iba bien, y como Ilusian estaba demasiado alejado de las rutas comerciales como para ser interesante para los piratas, la comunidad crecía a un ritmo más que saludable. Nu Cappa contaba por entonces con unos diez mil habitantes.
—Oiga, ¿de qué estamos hablando exactamente? —preguntó el presidente de la compañía mientras hablaba con el responsable de La Colonia. Los oídos le zumbaban. Le había parecido entender que algún tipo de gas proveniente del espacio avanzaba hacia el planeta.
—Se lo repito. Es una amenaza desconocida, algo que no hemos visto nunca: una especie de gas, una amenaza.
—Eso lo he entendido, ¿vale? —exclamó el presidente, rascándose una deslustrada barba de cuatro días—. Y aunque me cueste creer que pueda existir un gas que viaje por el espacio, lo cierto es que ustedes son de la jodida Colonia, ¡imagino que sabrán de lo que hablan! Lo que no acabo de comprender, con franqueza, ¿eh?, es por qué piensa que nuestros trajes y filtros no servirán. Se supone que son universales.
—Ésta es una amenaza distinta —dijo el interlocutor—. No podemos ser más precisos de momento, pero ningún filtro les ayudará. Se lo digo una vez más: ¡tienen que ser evacuados!
—Oiga, eso puede sonar muy bien con sus… ilimitados recursos, seguro que lo dicen todos los días. ¡Evacúen la zona! Pero joder, la realidad es diferente para el resto de los mortales. No sabe de lo que está hablando. Tenemos un transporte, ¿sabe?, un solo transporte de mierda con una capacidad de mil personas que va una vez a la semana a Tupapau. Eso es todo. Aquí hay trabajadores, mayormente. Algunos altos cargos tenemos naves propias, pero no son grandes. Podríamos quizá meter a veinte hombres en ellas, pero van a parecer salchichas en un bote… ¿se hace cargo?
—Hemos enviado una nave que les ayudará a trasladar a la población. Sólo queremos que empiece a coordinar la operación. Dé la alerta, organice colas de embarque en los muelles de atraque. Asegúrese de que no cunde el pánico. ¿Podrá hacerlo?
El presidente se pasó una mano por la cara, visiblemente abrumado.
—Oiga, ¿habla de pánico? —soltó una pequeña carcajada—. Si suelto ahí fuera que todo el mundo tiene que ser evacuado, esto va a ser peor que la masacre de Bildo Mar. Usted no conoce a esos hombres. Somos una compañía pequeña, no tenemos robots, ni máquinas industriales. Esos hombres excavan la roca con sus manos y sus picos láser. Sus brazos son como troncos, se comen hasta las piedras y mean como los caballos. Si sugiero siquiera que hay que evacuar… construirán una nave con nuestros cuerpos muertos si creen que eso les ayudará a sacar el culo de aquí. ¿Me explico con claridad, señor de La Colonia súper avanzada de los cojones?
El responsable de La Colonia esperó unos segundos antes de responder.
—Entendemos que esté asustado, pero debe mantener la calma. Haga lo que le decimos: no hay tiempo. Nuestro personal le ofrecerá asistencia en el proceso. ¿Hay alguien que pueda hacer de enlace con nosotros?
El presidente soltó un bufido. Ahí estaba ese leve dolor de cabeza que siempre le acosaba cuando tocaba hacer los informes trimestrales, pero el que se pegaba ahora a su cabeza con la lascivia de un amante adolescente empezaba a asustarle de veras.
—Le paso —soltó, y cortó la comunicación.
Iba a ser uno de esos días de mierda.
Nioolhotoh era ahora una mancha informe, imprecisa y furibunda como una tormenta monstruosa que hacía girar las nubes alrededor de un vórtice mortal. Para entonces, ocupaba ya varios cientos de kilómetros.
Se acercaba con un hambre infinita al planeta Ilusian, avanzando cada vez a mayor velocidad. Se alimentaba del secreto zumbido de las estrellas, la música oculta del universo que latía incesante en la profundidad del espacio, y estaba dispuesto a consumir mucho más. Comparado con la masa del planeta, era como un océano de brea, oscuro e impenetrable.
La
Knossos
apareció en escena cuando la primigenia entidad extendía ya sus largos brazos, retorcidos y siempre cambiantes. Las previsiones habían fallado: nadie esperaba realmente que llegara hasta allí tan rápido.
Nu Cappa era ya por entonces un auténtico caos. La noticia de la evacuación se había extendido por todas partes, y la zona de los muelles era, como había pronosticado el presidente de la compañía, una zona de guerra. Muy pocos sabían el motivo real; los rumores hablaban de un terrible seísmo, de la inminente llegada de un ejército de mercenarios y de una pandemia mortal que se había desatado en la ciudad. En cualquier caso, todo el mundo tenía claro que permanecer en el planeta era enfrentarse a una muerte segura.
La comunidad contaba con su propio cuerpo de seguridad, pero resultó del todo insuficiente para controlar a la masa de gente que corrió a reservarse un hueco. Todo el mundo quería asegurarse de partir en primer lugar. Los túneles que conducían a las plataformas de atraque se convirtieron en una trampa mortal, y la gente pasaba por encima de los que caían al suelo, vencidos por la muchedumbre. Había gritos, disparos, sangre y cadáveres.
A pesar de la evidente falta de tiempo, la
Knossos
no desistió. Las naves de transporte partieron de sus dos hangares principales y se dirigieron prontamente hacia los atracaderos. Ninguna pudo aterrizar en los lugares designados: habían sido invadidos por la masa y no quedaba ni un centímetro libre donde realizar el aterrizaje. El espectáculo desde el aire era desolador; las plataformas estaban elevadas, pero las barras de seguridad laterales eran bastante rudimentarias. A cada poco, la gente se precipitaba por ellas, cayendo como muñecos rotos hacia el suelo, varios metros más abajo. Allí se estrellaban y morían en el acto, o se quedaban aullando de dolor con los miembros descoyuntados.
Por los altavoces se llamaba a guardar la calma, pero nadie escuchaba: el ruido infernal de los gritos y los lamentos lo llenaba todo.
Finalmente, los tres transportes de socorro encontraron un lugar conveniente para la toma de tierra: una superficie originalmente destinada al almacenaje de mercancías ubicada unos cuatrocientos metros hacia el este. Aterrizaron en medio de una espesa cortina de humo, produciendo un sonido atroz.
Desde la ventana de la oficina de Control de Vuelo, el presidente de la compañía pudo ver cómo el flujo de la marea de gente cambiaba de dirección. Era como ver una riada, y esa riada derribaba barreras, irrumpía en los edificios que separaban los atracaderos de la zona de almacenaje y corría por sus pasillos y salas buscando una forma de acceder al otro lado. La gente se empujaba y caía por las ventanas, rompiendo los cristales, para estrellarse contra el suelo. Un vez vio a una madre abrazada a su hijo moviendo las piernas de forma alocada mientras caía, como si pedaleara.
—Por todas las galaxias —exclamó, ronco, sintiendo que lágrimas calientes le caían por las mejillas.
Mientras tanto, el cielo empezó a oscurecerse, como si, de repente, estuviera anocheciendo. Casi nadie en la zona de los muelles fue consciente de ello; estaban demasiado ocupados intentando sobrevivir y alcanzar la salvación. Sólo los pocos que decidieron permanecer en sus cubículos pudieron mirar al cielo y sobrecogerse por lo que allí veían. Daba la sensación de que alguien había inoculado el cielo con tinta oscura, y esa tinta estaba gangrenando la bóveda celeste como un cáncer terrible.
Abajo, a nivel del suelo, la tripulación de los transportes de La Colonia tenía sus propios problemas. Los ciudadanos de Nu Cappa llegaron como una tromba imparable, arrollaron al personal de vuelo y accedieron al interior por cada acceso disponible. Eran, sencillamente, demasiados. Alguien intentó cerrar las puertas, pero éstas se quedaron trabadas por una maraña de cuerpos. Se deslizaron hacia abajo, apiñados unos contra otros, mientras el resto pasaba por encima, pisoteándolos. Alguien con el rostro ensangrentado y el ojo colgando como el moco de un insecto gigantesco, murmuró el nombre de su madre sin que nadie le escuchase.
En la cabina, los pilotos oían cómo una plétora de puños golpeaba la puerta de acceso a su compartimento. Los indicadores de peso total mostraban que estaban alcanzando el límite de su capacidad: si seguía entrando gente, no podrían siquiera despegar.
—¡Por todas las galaxias! —exclamó el miembro más joven de la cabina, preso de una explosión de rabia. Se había puesto en pie con un violento movimiento y estaba sacando su pistola reglamentaria de la funda.
Fue entonces cuando uno de ellos, con la voz rota, señaló el cielo a través del frontal.
—Ya está aquí… —exclamó.
—Por las estrellas —dijo el joven, dejando caer la pistola al suelo.
—Mierda… Despegad… ¡Despegad!
Fuera, los propulsores empezaron a vibrar, cogiendo fuerza en apenas unos segundos. El calor y la presión del aire abrasaron casi de inmediato a todos los ciudadanos que estaban debajo, arremolinados alrededor de la nave. La carne se ennegreció y resquebrajó y el aire se impregnó de un olor insoportable a carne quemada. Después, las rampas de acceso comenzaron a cerrarse. Sin embargo, no pudieron acabar de hacerlo; había demasiada gente en medio, así que traquetearon y fallaron con un sonido hidráulico.
La nave despegó, dejando caer a varias personas mientras se ladeaba peligrosamente hacia la derecha. Pero con las rampas de acceso irremediablemente abiertas, la nave estaba ahora prisionera, imposibilitada para salir al espacio exterior.
Nioolhotoh irrumpió en la atmósfera.
No hubo mucho tiempo para nada. Descendió como una sábana oscura sobre Nu Cappa, envuelta en lo que sonaba como una ensordecedora algarabía de gritos y aullidos solapados. Parecía, en realidad, una telaraña abrumadoramente complicada y densa: cada hilo era una promesa de muerte. Atravesaba los edificios de lado a lado, apagando sus luces y dejando versiones invertidas de los seres humanos que había dentro, todo en sólo unos segundos. Uno de sus espeluznantes apéndices traspasó la nave de transporte, que perdió en el acto cualquier forma de energía. Como ocurrió en el planeta sin nombre, la nave empezó a dar vueltas en el aire, girando sobre su eje, pero con una diferencia: con las rampas abiertas, fue lanzando un reguero de seres humanos que parecían aletear como si fueran a salir volando. Muy poco después, se estrellaba contra uno de los edificios, provocando un torrente de llamas. Un segundo más tarde, una trepidante explosión lanzaba trozos de vidrio y fibra en todas direcciones.
Todas esas cosas hicieron que la gente, a nivel de la calle, se quedara petrificada, sobrecogida por lo que veían. De repente, como si alguien hubiera tocado un silbato en alguna parte, el caos se reanudó. Esta vez, las personas corrían en direcciones opuestas y se tropezaban unas con otras constantemente. Nadie sabía hacia dónde huir, porque Nioolhotoh estaba ya por todas partes. Agitando sus brazos, arremetió contra todos los que se arracimaban en las calles. Furiosos relámpagos alcanzaban las estructuras y los grupos de gente, y muchos se tiraron simplemente al suelo, con el corazón encogido, incapaces de dar un paso más o moverse siquiera. El desquiciante sonido de los omnipresentes lamentos y el estruendo de las descargas eléctricas les superaban.
Cuando el antiquísimo vampiro comenzó a beber de la masa, el presidente de la compañía, ahora lívido de terror, pensó que estaba mirando un desquiciante juego de dominó en el que las fichas caían una tras otra, formando una cadena demencial. Cuando lo hacían, parecían esculturas talladas en ébano, y hasta le pareció que producían un sonido parecido aunque, naturalmente, estaba demasiado lejos para oírlo.
CLING. CLONG. CLING
.
Nu Cappa estaba condenada.
—¿Almirante?
El supervisor Naguas llevaba esperando la conexión casi quince minutos. Sabía que la
Knossos
seguía ahí, porque la llamada había sido aceptada y la comunicación no se había cortado, pero al mismo tiempo estaba claro que algo iba mal. Al fin y al cabo, llamaba por dos cosas: para recibir un informe de estado y porque, según su oficina, resultaba imposible conectar con Nu Cappa.
Luego estaba lo otro… ¿qué había dicho la controladora Tardes?
Aquellos cuerpos eran como versiones invertidas de sí mismos conseguidas mediante procedimientos comunes de manipulación de imágenes
.
De pronto, se descubrió imaginando el interior de la
Knossos
lleno de estatuas de personas, congeladas en posturas aberrantes, con el color de piel trocado en una imposible mezcla de tonos negros y blancos.
Una voz brotó de su terminal, haciéndolo volver a la realidad.
—Supervisor…
—Se le saluda, almirante, ¿va todo bien? Empezaba a preocuparme.
—Lo… lo lamento. Ha ocurrido algo…
—Dígame —dijo, inquieto.
—Esa… amenaza… me temo que ha caído sobre Nu Cappa.
Un instante de silencio.
—¿Qué quiere decir exactamente?
—Quiero decir que… la hemos perdido, señor.
Otro silencio.