—Estaba allí cuando llegamos —continuó diciendo el almirante—. No pudimos hacer nada. Enviamos naves, tres transportes Alancor completos, pero la ciudad era un completo caos. No pudimos evacuar a nadie, señor. Perdimos las tres. Esa… entidad… es rápida, y absolutamente letal.
—Entonces —dijo Naguas—, todo era cierto.
—Todo es tal y como se nos describió, señor, y aún peor. Es enorme, para empezar. Ha debido crecer mientras se dirigía hacia Ilusian, o los informes estaban equivocados. Enorme. Y eficiente. Arrasó la ciudad en apenas veinte minutos. Treinta a lo sumo.
—Está… está exagerando —dijo Naguas. Era casi un ruego.
—Lo lamento.
—¿Cuál es la situación en este momento?
—Estamos regresando, supervisor Naguas.
—¿Regresando? —exclamó, perplejo—. ¡Almirante, tenía una misión! Tenía que llegar al planeta objetivo y proceder al rescate de la controladora Tardes. ¡Era su prioridad!
—Insisto en que lo siento, supervisor, pero es del todo imposible.
—¡Explíquese! —exclamó, furioso.
—La entidad, señor, lo ocupa todo. Está enquistada en el espacio. Envuelve al planeta. Si quisiéramos llegar a nuestro objetivo, tendríamos que dar un enorme rodeo, y no estamos seguros de que eso funcionase tampoco. Verá, señor, no he podido atenderle antes porque estaba asegurándome de que el último informe que he recibido fuera correcto.
—Continúe —pidió Naguas, con el ceño fruncido.
—Creo que esa anomalía, señor, nos persigue.
—Qué está usted diciendo…
—Hemos alterado el rumbo sensiblemente desde que empezamos a sospecharlo, y eso parece corroborar que se mantiene pegado a nuestra cola.
Naguas apretó los dientes con fuerza mientras su cabeza barajaba varias ideas a la vez.
—Almirante, dígame que no se dirige a La Colonia…
El almirante carraspeó.
—No, supervisor. La duda ofende. Nos dirigimos hacia el borde exterior. Para llegar a La Colonia, tendríamos que pasar por varias docenas de mundos habitados. Sería una masacre…
Naguas asintió, aliviado.
—Vamos al espacio profundo —continuó diciendo el almirante, ahora como ensimismado—, pero lamento informarle de que sólo les estamos dando un poco de tiempo…
—¿Qué quiere decir?
—Nos movemos a plena potencia, señor, pero no es suficiente. La anomalía nos gana terreno.
Se produjo otro instante de incómodo silencio, mientras Naguas digería la información. Conocía bien las especificaciones del buque
Knossos
, y sabía que su velocidad máxima era abrumadora. No podía siquiera imaginar a qué velocidad avanzaba aquella especie de vampiro espacial.
—¿Está seguro de eso? —preguntó al fin.
—Estamos total y absolutamente seguros, señor. Pero eso no es todo.
—Dígame.
—Esa cosa está creciendo. Es como si… como si lo devorara todo a su paso. No se quedará perdida en el borde exterior. Avanza en todas direcciones, como un agujero negro de pesadilla. Señor, llegará al resto de los planetas habitados en poco tiempo, no le quepa duda.
Por primera vez desde hacía mucho, el supervisor Naguas no supo qué decir.
Nioolhotoh alcanzó a la
Knossos
tres ciclos más tarde. En pocos minutos, la colosal nave se convirtió en un cementerio frío y apagado lleno de cadáveres que eran una copia en negativo de lo que habían sido en vida. El almirante Torin Mai permaneció en su puesto, congelado junto al gigantesco panel de control, con la mirada fija en la oscuridad.
La alarma se propagó como una llama en un reguero de pólvora, y el espacio se llenó de naves espaciales de todas las formas y tamaños. La orden de evacuación centelleaba en todas las consolas y terminales de todos los mundos habitados cercanos a la anomalía. Cualquier aparato capaz de soportar el vuelo espacial se puso en marcha con destino incierto; la directiva era, simplemente, alejarse de los sectores marcados en rojo.
Nioolhotoh, mientras tanto, devoró el exótico mundo de Gundo, convirtiendo sus tres ciudades principales en unas ruinas oscuras y frías, llenas de cadáveres petrificados. Devoró la colonia de Raven Fel y las quince poblaciones del pantanoso mundo de Brumandolia, incluyendo la resplandeciente Palisade, la Ciudad de la Luz. Conservó el nombre, pero no su exótica luminiscencia. Doce mil kilómetros más lejos, en el planeta oceánico de Baltus Mori (lugar donde una mujer desnutrida y demasiado joven había dado a luz a un niño al que puso por nombre Ferdinard mucho tiempo atrás), Nioolhotoh añadió doscientas cuarenta mil almas a su haber. El pánico creció y se extendió por todas partes.
Las naves de guerra de La Colonia llegaron más o menos en aquel momento. El descomunal buque insignia
Stella Maris
entró en el sector acompañado de cinco unidades de apoyo y una pequeña flota de cruceros de combate de menor envergadura. Su sola presencia era imponente, con todas las torres de su estructura superior terminadas en punta.
La flota se alineó a varios cientos de kilómetros de la anomalía y desplegaron toda su capacidad ofensiva. Ésta era del todo inconcebible. Los misiles, ráfagas y ondas viajaron por el espacio y se perdieron dentro de la masa oscura sin que tuviesen ningún efecto visible: simplemente, desaparecieron. Sin embargo, los sensores decían otra cosa. Un operador advirtió de ellos con la voz ronca.
—Su densidad… —exclamó— ha… Se ha multiplicado por cuatro casi inmediatamente.
Hubo un instante de silencio, pero en el suntuoso Gabinete Emperador, el mariscal Edo Mur comprendió lo que ocurría al instante.
—Alto el fuego —exclamó, apesadumbrado. Era demasiado consciente de que acababan de jugar el todo por el todo a una única carta—. Detened el ataque.
—Pero, mariscal, si no disparamos… ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Huir —murmuró.
Para entonces, Nioolhotoh progresaba a buena velocidad. Torbellinos de energía se desataban como pequeñas explosiones en su interior, disparando arcos eléctricos en todas direcciones. Y era enorme, tan inabarcable como el mismísimo Vorensis «el Voraz», el monstruoso sol del sector de Llamas Nundri. Su hambre era aún mayor. A su manera, miraba con codicia en la dirección de los soles enfrentados y rumiaba, anticipándose al momento en el que pudiera consumir también esas inconmensurables fuentes de energía. Llegado el momento, devoraría esos mismos soles que habían sido elegidos por mentes alienígenas, tiempo atrás, para que se erigieran como verdugos absolutos. Esos soles que lo hubieran aniquilado cuando estaba encerrado y era aún pequeño y débil, cumpliendo así con algún extraño concepto de justicia poética.
Ahora todo era diferente; Nioolhotoh era demasiado grande. El ciclo era ya imparable.
Los devoraría. Devoraría esos soles, y todo lo demás.
La Colonia era un hervidero de actividad. La anomalía ya era visible a simple vista en la distancia, feroz y espantosa como una tormenta eléctrica en el cielo nocturno. Todo lo abarcaba, ocultando la luz de las estrellas.
El supervisor Naguas estaba de pie en el Muelle Cinco, admirando la enorme atrocidad por los amplios ventanales. Se mantenía erguido, con las manos a la espalda, mientras todos los oficiales, técnicos y científicos de la nave se apresuraban con el desalojo. Las naves partían de forma ininterrumpida.
Una voz a su espalda le sacó de su ensimismamiento.
—¡Supervisor Naguas!
Se volvió lentamente, con una mirada neutra esculpida en su semblante sereno, y descubrió a un hombre de mediana edad que cargaba una pequeña maleta de viaje.
—Señor, soy el controlador Pekka —dijo éste—. Trabajo con la controladora Tardes en la oficina Dieciséis.
—Ah, sí… —exclamó, sintiendo que un pequeño ramalazo de dolor le espoleaba.
—Señor, ¿no… no se marcha usted?
Reflexionó durante unos segundos.
—No, creo que no. Me quedaré aquí. No sabría adónde ir.
—Señor —dijo Pekka—, ¿no sabe adónde ir, o es que no hay lugar dónde ir?
Naguas recibió el comentario con una expresión de sorpresa. Luego, pestañeó repetidas veces y se las arregló para componer una sonrisa lastimera.
Pekka recibió el gesto como una bofetada. Había estado diciéndose que La Colonia estaría trabajando en el problema, que en alguna parte, alguien cocinaba una solución; pero mientras se dirigía hacia la nave que le habían asignado, había pasado por los bloques de investigación que generalmente funcionaban a plena potencia, y estaban tan vacíos como apagados. Eso le había dado que pensar. ¿Quién trabajaba en el problema, en realidad?
—No hay nada que hacer, ¿verdad? —preguntó, tembloroso.
Naguas se encogió de hombros, aún con una media sonrisa desplegada en su rostro. Sin embargo, la expresión de sus ojos, triste en grado sumo, era del todo reveladora.
Pekka bajó la vista para mirarse la mano, que sujetaba el asa de la maleta. De repente, la dejó caer.
—¿Le apetece un poco de compañía, supervisor? —preguntó.
—Desde luego.
Pekka avanzó hasta colocarse a su lado, y permanecieron en silencio, el uno junto al otro, mirando como Nioolhotoh avanzaba lentamente hacia ellos.
Las sirenas de alarma comenzaron a sonar por todas partes tres ciclos más tarde. Para entonces, la impresionante estructura de La Colonia había sido evacuada en una cifra que rondaba el setenta por ciento. La mayoría de los que aún quedaban esperaba pacientemente el regreso de las naves de evacuación. Otros (muchos, a decir verdad) habían decidido quedarse, conscientes de la realidad a la que se enfrentaban. Casi todos habían hecho cálculos por sí mismos, basados en el ratio de crecimiento de aquella
cosa
en los últimos ciclos. Sencillamente, no le encontraban sentido a pasar los últimos días de su existencia huyendo de una punta a otra de la galaxia.
No, esperarían.
En el Muelle Cinco, un grupo considerable de gente se había unido a Pekka y Naguas. Hablaban en voz baja, se despedían, se abrazaban y consolaban unos a otros. Había miradas dulces y palabras de cariño, y un sentimiento de hermanamiento que incendiaba sus corazones. Varios de ellos, esperaban cogidos de las manos.
Nioolhotoh era ahora una fulgurante sucesión de explosiones a pocos kilómetros de La Colonia. Resultaba un espectáculo tan pavoroso como bello, con todos aquellos relámpagos restallando desde sus aterradoras entrañas. En ocasiones, su forma siempre cambiante parecía más bien unas fauces de proporciones cósmicas. Otras veces, era más bien como una nebulosa en cuyas abyectas curvas Naguas creía ver la famosa sucesión matemática de Fibonacci.
Pekka dejó escapar un suspiro.
—Parece que…
Naguas asintió.
—Sí.
—Yo… Lamento que… quiero decir, si hubiésemos hecho otra cosa cuando detectamos el problema…
Naguas le dedicó una breve mirada.
—Ni se le ocurra culparse por esto. Fui yo quien tomó las decisiones importantes. Yo mandé a Tardes a aquel planetoide.
—Ya, pero…
—No he pensado en otra cosa desde que estamos aquí —interrumpió Naguas—. Quizá debí haber dado más importancia a este caso. O quizá no había indicios para hacerlo, y lo que hice… las decisiones que tomé… fueron las apropiadas. Quizá no merece la pena pensar en ello, porque sencillamente, no podemos saber qué habría pasado si las cosas se hubieran hecho de manera distinta. Creo que, de alguna forma, las cosas ocurrieron como tenían que ocurrir. Como ha sido siempre.
Pekka asintió, tan pensativo como abrumado.
Levantó la vista y miró a través del cristal. Ahora le parecía que la anomalía estaba mucho, mucho más cerca. Casi podía sentir una especie de estática en el aire que le ponía los vellos de los brazos de punta, aunque luego decidió que, probablemente, era
miedo
. Era una sensación desconocida para alguien que se había criado y crecido en La Colonia.
De pronto, una nube de pequeños destellos comenzó a titilar delante mismo de donde ellos estaban. Casi todo el mundo se quedó petrificado, aunque en el aire se dejaron oír algunas exclamaciones de sorpresa, como inhalaciones repentinas y profundas. Algunas mujeres se llevaron una mano al pecho.
¿Ya está?
—se preguntó Pekka—.
¿Es esto? ¿Así es como acaba todo?
Los destellos cimbrearon en el aire, hasta que, de pronto, los contornos de algo enorme, inabarcable, empezaron a dibujarse en el espacio. Algunos retrocedieron un par de pasos; aunque estaban seguros de que se trataba de algún tipo de ataque, estaban sobradamente preparados para el momento final. Pero incluso en aquellos momentos, su innata inquietud científica era más poderosa que el miedo. Sólo querían girar la cabeza para poder apreciar, fascinados, la magnitud de lo que allí se estaba formando. Algo estaba consolidándose, apareciendo en mitad de la nada.
Solamente Naguas supo, gracias a un inesperado chispazo de comprensión, que aquello no tenía nada que ver con la anomalía. Era otra cosa. Abrió mucho los ojos y dejó escapar una exclamación que solamente Pekka pudo oír.
—¡Tardes!
La Colonia era tan grande como un mundo pequeño: Sus cimientos primarios, originarios de la mítica nave
Conocimiento
que partió de la Tierra hacía ya diez mil años, habían ido creciendo con el devenir de los años hasta formar la conocida y descomunal estructura en forma de media estrella, símbolo emblemático y reconocido en todo el universo. Ahora, sin embargo, comparada con lo que acababa de formarse a su lado, resultaba incluso pequeña.
Era, en esencia, un cilindro, pero uno enorme. La superficie estaba recorrida por pequeñas hendiduras, líneas curvas que zigzagueaban por todas partes, formando intrincados diseños. Si Naguas hubiera estado en el panteón alienígena, habría reconocido ese tipo de grabados con los que exhibían la mayoría de paredes y columnas en ese lugar.
—¡Por todas las galaxias! —decían unos.
—Pero qué es lo que….
El supervisor Naguas avanzó un par de pasos, girando la cabeza para admirar la impresionante estructura en toda su extensión. Su color recordaba al marfil, aunque algunos de los segmentos brillaban como el oro viejo. Naguas recordaba la forma cilíndrica del informe verbal de Tardes. ¡Aparecía en los paneles, los que ella le había descrito con ayuda de aquellos dos hombres! De repente, se sentía otra vez eufórico. Aquélla era una auténtica promesa embriagada de esperanza.
Pekka debió percibir algo en su superior.