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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (27 page)

BOOK: Panteón
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Con infinito cuidado, asomó la cabeza por encima de las destartaladas cajas. No pudo evitar que una enorme sonrisa asomara a su rostro cuando vio una roca de gran tamaño junto a la abertura de la pared; los restos de los opresores yacían en el suelo, destartalados, parcialmente aplastados por los enormes peñascos. Unos irreconocibles trozos de metal habían saltado por todas partes.

Maralda se incorporó, aliviada. La tierra cayó de sus hombros y su cabello, formando una nube de polvo a su alrededor. Lo notaba en la nariz y hasta en el hueco de las orejas. El lugar era una ruina, y entonces pensó en el túnel… Había estado recorriéndolo durante largo rato, un pasaje estrecho y cilíndrico que cualquier derrumbe habría vuelto impracticable. ¿Y qué decir de la cúpula? Si los extraños cristales habían cedido, la salida por ese lado se habría complicado enormemente.

Sacudió la cabeza. Eran problemas que no podía considerar ahora. Lentamente, rodeó los peñascos y a los opresores aplastados y echó un vistazo al hueco practicado en la pared. Y al hacerlo, no pudo evitar experimentar una abrumadora inquietud que le pellizcó el estómago de una manera casi dolorosa.

Se trataba de una sala espaciosa llena de consolas y módulos de computación alineados contra las paredes, pero todo tenía un aspecto bastante improvisado, como si alguien hubiera montado todas esas máquinas para trabajar temporalmente. Las consolas eran del tipo desplegable, de las que se usaban en campañas; los cables de alimentación colgaban de las paredes, sujetos por pivotes emplazados sin aparente orden ni concierto.

Lo más impresionante, sin embargo, estaba al fondo de la sala. Ésta se abría a una extensión enorme donde se divisaban varios contenedores cilíndricos de un tamaño descomunal. Al menos, parecían contenedores: alargados, de aspecto macilento y rodeados de tubos que desaparecían en su trayectoria hacia un techo que no alcanzaba a ver desde allí.

Maralda caminó entre las consolas. A esas alturas, no le sorprendió reconocer los sofisticados modelos de La Colonia, cómodamente instalados en sus soportes y zumbando plácidamente, pero decidió apartar de momento eso de su mente; otra cosa le llamaba ahora más la atención, los gigantescos contenedores. Cuando llegó al borde de la sala, sin embargo, ya no estuvo segura de que fueran contenedores: allá abajo, su forma básica se complicaba creando estructuras geométricas cuya función le costaba imaginar. Había cubos recorridos por diseños luminosos de formas abstractas y tubos cilíndricos que sobresalían y apuntaban al techo, como antenas. Un zumbido grave y apenas perceptible parecía impregnar el aire a su alrededor.

Permaneció unos instantes observándolos, intentando comprender lo que veía. Aquello no se parecía a nada que conociese, y eso era significativo teniendo en cuenta que conocía muchas de las revolucionarias invenciones de La Colonia. Esperaba que algo en el fondo de su mente hiciese clic, que su mente captase alguna forma que pudiera asociar con los conceptos de diseño y funcionalidad que La Colonia manejaba, pero estaba en blanco. Miraba y miraba, sin que se le ocurriese qué podía ser todo aquello.

De pronto recordó los ordenadores. Ésos sí los conocía perfectamente y estaba familiarizada con todos sus procesos; si había algún dato almacenado en ellos, cualquier tipo de dato, lo encontraría. Se acercó entonces a las consolas y las examinó brevemente desde la distancia, antes de activar los sistemas. Eran máquinas genéricas; no había manera de conocer su función a simple vista. Uno de los ordenadores había caído al suelo y la pantalla, negra, había quedado inutilizada por el impacto, pero el resto recibía energía y funcionaba.

Se acercó despacio, y cuando pasó la mano por encima de los controles, las pantallas reaccionaron iluminándose al instante. Maralda estudió la explosión de información que acababa de desplegarse en ellas. Era algún tipo de programa en ejecución que parecía recabar datos cada pocos segundos; números y secuencias en apariencia incomprensibles se recogían incansablemente en una matriz. También había celdas iluminadas con siglas que tampoco le decían nada. En otra pantalla, había algún tipo de gráfico volumétrico, pero no podía imaginar qué representaban las líneas; eran demasiado disparatadas. Había datos por todas partes… cifras, caracteres alfanuméricos de algún tipo y crípticos indicadores que no reconocía de ninguna otra parte. La única pantalla que mostraba algo distinto era la central. Allí, se mostraba un cuadrado, representado con líneas simples. Tenía una especie de conectores, dos a cada lado, y uno de ellos parpadeaba en rojo. A Maralda no le sorprendió que algo estuviera fallando: el seísmo había sido tremendo y debía de haber provocado derrumbes por todas partes. De hecho, le sorprendía que aquella sala en concreto tuviera aún tan buen aspecto con el destrozo que se había producido en la cámara anterior.

Pero Maralda no le encontraba utilidad a todo aquello. Parecían sistemas de control rutinarios monitorizados por un programa estándar de análisis. Alguien

La Colonia

quería saber tanto como fuera posible sobre algo que aún se le escapaba. Intentó entonces conectar con la Hipervensis. Esperaba que la réplica hubiera trastornado los sistemas inhibidores, pero no hubo suerte: la señal era tan plana como si la nave se hubiera volatilizado en el aire. Apretó los dientes; con la computadora de a bordo podría haber interceptado y analizado los datos en busca de respuestas.

Frustrada, Maralda retrocedió un par de pasos y agachó la cabeza, pensativa. Cuando intentaba encajar las piezas del puzle, comprendía que no era tan extraño que La Colonia investigara en secreto en planetas remotos, sobre todo para hacer pruebas. Había ocurrido antes, y no una, sino muchas veces. Pero allí había un despliegue de medios que no le cuadraba.

Piensa

La pieza que peor encajaba eran los sarlab. En apariencia estaban asaltando esas instalaciones, eso estaba claro, pero esa teoría perdía todo el sentido si, como ahora parecía, el complejo subterráneo pertenecía a La Colonia. Nunca habrían consentido algo así; hubieran mandado una pequeña flota para rechazar el ataque con contundencia, sobre todo, para salvaguardar su imagen. Si La Colonia consentía que asaltaran un asentamiento científico, abrían la puerta a que el hecho se repitiera. Pero entonces, ¿qué sentido tenía todo?

Pero había más elementos que la desconcertaban. Aquellos ordenadores dispuestos en soportes portátiles, los cables colocados de manera tan improvisada… Era como si hubieran aprovechado una sala cualquiera para instalar aparatos de medición. Una sala que originalmente no había sido diseñada para albergar equipos informáticos.

Abrió los ojos, mientras las ideas revoloteaban por su mente como meteoritos precipitándose contra la atmósfera de un planeta.

La cúpula, con todos aquellos hermosos diseños y ornamentos dorados, el extraño túnel, la maquinaria desconocida… No era una instalación de La Colonia. Era otra cosa, un lugar donde La Colonia estaba haciendo estudios. Unos estudios tan secretos, probablemente, que ni siquiera estaban bien vigilados y protegidos.

Mientras reflexionaba, Maralda jugaba con uno de sus rizos, enredándolo y desenredándolo en el dedo. Estaba claro que allí no iba a averiguar mucho más, así que se acercó otra vez al borde de la sala, donde el abismo se abría ante sus pies. La extraña maquinaria seguía allí, emitiendo una monótona cantinela mecánica que llenaba el aire de un rumor apagado; si prestaba la suficiente atención, casi se podía percibir su vibración.

En el extremo izquierdo divisó un tubo de cristal que parecía una especie de ascensor: recorría toda la pared, desde el techo hasta el suelo, así que se dirigió hacia allí, pistola en mano. Cuando llegó, sin embargo, la decepción se dibujó en su rostro: no había ninguna puerta a la vista, ningún panel… era sólo un tubo de cristal, cuya finalidad se le escapaba.

Maralda se acercó, sólo para comprobar si podía ver algo más; descubrir para qué se usaba. Cuando se acercó a él, sin embargo, el aire se llenó con el sonido de una hermosa nota musical, alta y clara, y la sección del tubo desapareció sin más.

Maralda se quedó quieta, pensando que se había perdido algo. El tubo mostraba ahora una especie de puerta, con la parte superior en forma de arco. Sin embargo, no veía por ninguna parte dónde había ido a parar el trozo de cristal que faltaba.

Retrocedió lentamente unos pasos y esperó unos segundos. Al momento, el cristal volvía a estar entero, como si la abertura nunca hubiera estado ahí. Lo único que creía haber escuchado era un sonido débil, similar al de los cubitos de hielo cuando se vierte agua caliente sobre ellos.

De nuevo, Maralda avanzó despacio, y otra vez la nota musical se elevó, cantarina, a su alrededor. De dónde provenía, no lo sabía, pero la sección del tubo había vuelto a desaparecer.

Para alguien como Maralda, aquél era un dato muy significativo. Estaba acostumbrada a usar tecnología que no estaba disponible en ninguna otra parte que no fuera La Colonia, pero nunca… jamás… había visto algo como aquello.

Intrigada, se acercó a la puerta. Esperaba que una plataforma de algún tipo aparecería en algún momento, descendiendo elegantemente por el tubo, pero después de unos instantes, se convenció de que no ocurriría nada similar. Cuidadosamente, asomó la cabeza y miró a ambos lados. El tubo llegaba desde el suelo hasta el techo, pero en ninguno de los extremos se veía nada excepto una pequeña plataforma de color oscuro, con un único punto luminoso en el centro. Le recordaba vagamente a los sistemas láser que empleaban en casa para eliminar residuos, y eso le hizo fruncir el ceño.

¿Y si no era un ascensor, después de todo?

Resolvió hacer una pequeña prueba. Extrajo una de las baterías de recambio del cinturón de su traje e intentó dejarla caer por el tubo. Sin embargo, cuando abrió la mano, la batería se quedó flotando, ingrávida.

Sorprendida, consultó brevemente su panel y estudió las variables que le informaban del entorno. Se quedó paralizada. Volvió a levantar la vista sólo para asegurarse de que el pequeño dispositivo giraba realmente en el aire, completamente en silencio, sin ruidos, sin distorsiones visuales. ¿Era ingravidez?, ¿ingravidez
real
? La Colonia… el hombre, en realidad, había estado revolviendo alrededor de ese misterio desde tiempos inmemoriales, pero sólo había encontrado sucedáneos. Era ese tipo de trucos los que empleaban los motores y dispositivos de que disponían, como los deslizadores o las mochilas de saltos: campos hipomagnéticos, ondas generadas por campos eléctricos y cosas así. Pero allí no había nada de eso, las lecturas de sus sensores eran inequívocas. Era, en apariencia, auténtica, sencilla y natural ingravidez. La única que respondía a la vieja definición, tan breve como contundente: la ausencia de peso.

Pero ¿cómo era posible? Le costaba pensar que ese avance fuese un desarrollo de La Colonia. Sus aplicaciones eran sencillamente abrumadoras en todo tipo de campos. Algo así no podía ocultarse. ¿O sí?

Mientras pensaba en eso, Maralda deslizó una pierna dentro del tubo. No notó nada. Introdujo la cabeza y los bucles de sus cabellos áureo-rojizos comenzaron a moverse como si tuvieran vida propia. Tuvo una imagen repentina de la vieja Medusa, personaje de una mitología ancestral de culturas primitivas prácticamente olvidada, con sus cabellos en forma de serpiente. Ese pensamiento le divirtió, y se animó a desplazar la otra pierna hacia el interior.

Como había esperado, se quedó flotando en mitad del tubo. La sensación que tenía era exactamente igual a la de situaciones de gravedad cero en el espacio: las mismas mariposas en el estómago, el mismo movimiento casi imperceptible de órganos dentro del cuerpo, oprimiéndole el tórax, la náusea incipiente que pasaba pronto… Enseguida descubrió que podía desplazarse a buena velocidad si se impulsaba con las manos, para lo que se servía de las paredes del tubo. Era…
parecía
… auténtica ingravidez. Resolvió hacer una segunda lectura, pero el traje seguía sin detectar nada. Nada de ondas electromagnéticas. Nada de campos.

Ceñuda, Maralda recuperó la pequeña batería y decidió ir hacia abajo. Ahora más que nunca quería echar un vistazo a aquellos motores. A toda la maldita instalación. Maralda Tardes era buena con los presentimientos, tenía uno entre oreja y oreja, latiéndole como una migraña.

16
Una esperanza, muchas respuestas

El temblor le pilló tan por sorpresa que Malhereux no pudo evitar caer al suelo. El cuchillo salió despedido de su mano y resbaló lejos de él, dando vueltas sobre sí mismo.

Bob se sacudía, pero sus sistemas motores jugaban a su favor. Hacía microcorrecciones con las piernas y balanceaba su cuerpo para mantener el equilibrio; sin embargo, no podía evitar sonar como una vieja tetera. En su único brazo sano, Tarden For se sacudía como un títere.

—¡Mal! —gritó Ferdinard.

Era una réplica, desde luego, similar a la que les había arrastrado a aquel lugar cuando se encontraban en la grieta. Ahora, Ferdinard miraba absorto como las paredes crujían amenazadoramente; el techo protestaba con un sonido ensordecedor y uno de los paneles se vino abajo con un vibrante estrépito, rompiéndose en tres pedazos. Ferdinard no podía creer lo que estaba pasando: aquel lugar llevaba allí… ¿cuánto? ¿Una decena de milenios, quizá? Quizá más. Pero era ahora, precisamente, cuando se venía abajo… justo cuando ellos se encontraban dentro.

Malhereux estaba poniéndose en pie.

—¡D-ddddjjjja…! —exclamaba el sarlab, pero el sonido no terminaba de salir de su garganta: su rostro estaba enrojecido y salía espuma de su boca.

—¡Suéltalo, Mal! —gritó Ferdinard—. ¡Déjalo ir y vámonos de aquí!

—¿¡Qué!? —bramó Malhereux. Un trozo de roca cayó junto a él, se estrelló en el suelo y se resquebrajó lanzando una nube de polvo—. ¡Coño!

—¡Necesito que Bob abra la puerta! —gritaba Fer—. ¡Hazlo, o moriremos todos!

Malhereux miró detrás de su socio. Efectivamente, allí había otra puerta, similar a la que habían encontrado en la cámara de La Llama. Luego giró la cabeza para mirar al otro lado. El derrumbe estaba afectando la sala donde se almacenaban los cuerpos. Algunos de los tubos se habían roto y estaban apagados.

Sabía que su socio tenía razón. No podía acabar con él a sangre fría. Sería tan sencillo… pero a la vez tan… monstruoso, que no se veía capaz. Y tampoco se veía capaz de ordenarle a Bob que, simplemente, cerrara la mano. Una pequeña orden y el robot se encargaría de todo. El viejo Bob hacía fáciles las cosas, pero supo que tampoco eso era una alternativa real en su caso.

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