—Tenemos todo en regla —dijo Ferdinard—. Puedo enviarle la documentación del robot y de la nave que… Bueno, que teníamos. Ya no existe.
La mujer estudió sus rostros unos instantes, luego apagó la consola y guardó la pistola en su funda.
—De acuerdo, buscadores de tesoros —dijo—. Creo que estáis en un buen lío. ¿Cuántos sarlab habéis visto?
Los hombres bajaron las manos, aliviados. Ferdinard dedicó a su amigo una pequeña sonrisa. De todas las cosas que hubiera esperado ver por allí, lo que menos hubiera imaginado era encontrarse con alguien de La Colonia. No, desde luego, en un planeta tan remoto. Si había alguien capaz de sacarles de allí, de salvarles de los sarlab, eran ellos.
No, no lo esperaba… y sin embargo, ahora se revelaba como si la incógnita de una ecuación tuviera finalmente un valor muy distinto del que él había estado considerando.
¡Por supuesto que se trataba de La Colonia!
Toda aquella tecnología que habían visto… aquellos paneles extraños… De repente se le antojaba papel mojado. Una teoría inconsistente, fruto del delirio, del cansancio, de la desesperación. Ahora se sentía ridículo por haber pensado que aquella instalación pudiera ser una especie de templo ancestral construido por alienígenas. La nave de aspecto cilíndrico que había visto en los primeros paneles debía de ser algún tipo de nave científica de La Colonia. Sí, sin duda. En su cabeza se dibujaban ya los sofisticados navíos de guerra esperando pacientemente en la estratosfera, listos para echar al invasor sarlab. Sus fantásticos sistemas construidos por expertos estarían recorriendo el perímetro, con todos esos maravillosos robots. La vívida imagen de los sarlab sacando sus naves de allí a toda prisa le estaba produciendo un maravilloso cosquilleo en el estómago.
—Hemos visto unos cuantos —dijo al fin, más despacio. De repente, caía en la cuenta de que era una pregunta extraña. La imagen mental de los mercenarios huyendo del planeta se desvaneció—. Están saqueando sus instalaciones, ¿no?
La mujer le miró, pero no dijo nada.
—Son sus instalaciones, ¿no es cierto?
Ella levantó la cabeza como si considerase su respuesta. Luego pareció encogerse de hombros.
—No, no son nuestras.
Ferdinard sonrió, nervioso.
—De acuerdo… Pero sabe… lo sabe, ¿no?
Otra vez, la mujer se quedó callada.
—No sabe nada —dijo el mismo Ferdinand, soltando un pequeño suspiro.
—Eso depende —dijo ella—. ¿Qué es lo que cree que debería saber?
—Está bien… —exclamó, algo confundido. La teoría alienígena volvía a aparecer en escena, tan oscura, enigmática y tenebrosa como antes. Comprendió entonces que había desechado demasiado rápido todo lo que habían deducido hasta el momento. Y comprendió también que La Colonia, probablemente, no tenía naves gigantes aguardando en la estratosfera. Con un escalofrío recorriéndole la espina vertebral, continuó hablando—: Hemos visto unas cuantas cosas aquí abajo. Si quiere, puedo enseñárselas.
Malhereux tironeó de su brazo. Su expresión era desorbitada.
—¡Fer! —exclamó, dejando escapar apenas un susurro entre dientes.
—¿Qué? —preguntó su socio.
La mujer había empezado a acercarse a ellos, pero se había detenido. Casi podía ver la desconfianza en su rostro.
—¡No! —le estaba diciendo Malhereux—. ¡No le cuentes nada de eso! ¡Es nuestro secreto!
—¡Mal! ¡No es momento de…!
—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer, alzando la voz. Otra vez tenía la mano sobre la funda de la pistola.
Nervioso, Ferdinard se sacudió para quitarse de encima el brazo de su socio.
—Disculpe, a veces… —dirigió a su amigo una mirada de reproche—. A veces perdemos la perspectiva de las cosas. Me preguntaba si sabe algo acerca de… este lugar. Si lo sabe, entonces le ruego que nos saque de aquí. Pero si no… entonces tengo unas cuantas cosas que contarle y que enseñarle.
La mujer inclinó suavemente la cabeza. Su expresión de súbito interés era más que evidente. Ferdinard lo captó enseguida.
—No sabe nada —repitió, sintiéndose apesadumbrado y solo de nuevo—. Bien, comencemos por el principio.
Jebediah entendía ahora muchas cosas.
Su mente jugaba con ideas, posibilidades, planes… Ideas fulgurantes que centelleaban en su cerebro con destellos preñados de inconmensurables promesas. Todos sus anhelos, sus perspectivas a largo plazo, podían verse cumplidas de repente. Ahora, el cliente y su encargo resultaban de lo más banales. Le habían ofrecido una cantidad desorbitada de créditos y algunas prerrogativas interesantes, pero aquel lugar estaba resultando ser mucho mejor que todo eso.
Sin embargo, se recordaba a sí mismo que había varias dificultades. Una era La Colonia, por supuesto. No tardarían en asomar sus narices por allí si se quedaban demasiado tiempo. Un planeta tan pequeño… tan apartado de todo… querrían saber qué oscuros intereses movería a una nave del tamaño de la Imperia a un lugar semejante. Quizá no ocurriría en los próximos ciclos, pero acabarían apareciendo.
El otro problema eran los seísmos.
Habían sufrido uno de consideración mientras el técnico le comunicaba sus fascinantes descubrimientos. Una plancha del techo se desprendió y se precipitó hacia él. Jebediah tuvo el tiempo justo para proyectar su brazo hacia delante y desviarla. El técnico se puso lívido e intentó correr para protegerse, pero Jebediah quería saber más, y quería el informe en ese preciso momento; le cogió del brazo y le retuvo. Suponía que había imprimido demasiada fuerza; el sonido de huesos crujiendo se hizo audible por encima del tumulto del terremoto, pero no era nada que la tecnología médica no pudiera arreglar en cosa de unas horas.
—Continúe —ordenó.
El técnico le contó el resto, con la voz rota, balbuceante y una mueca de dolor en el rostro.
El seísmo terminó, sin demasiados daños que lamentar. De los tres túneles que partían de la sala, uno había quedado completamente colapsado, y sospechaba que eso podía haber ocurrido en otras partes de la instalación. Necesitaba averiguar si ocurriría de nuevo, cuándo y a qué escala. El impacto de la Semex podía haber sido demasiado para un planeta tan pequeño y ahora lamentaba su falta de visión.
—Quiero que analicen el estado del planeta desde la nave —ordenó, sin mirar a nadie en concreto. Estaba observando una grieta del suelo y acariciando su barbilla, pensativo.
—¿Gran Bardok? —preguntó el oficial que tenía a su espalda.
—Un informe geológico completo —explicó el líder sarlab—. Seísmos. Quiero saber cuándo, de qué intensidad.
—Sí, Gran Bardok.
—También quiero más incursores: un despliegue completo para una exploración total de esta instalación. Quiero a todos los hombres disponibles aquí abajo.
—¿A… todos, Gran…?
—A todos. Quiero un desembarco masivo. Quiero que instalen sistemas de detección, de análisis, centros de mando y comunicaciones aquí abajo. Quiero que hasta el último sarlab recorra hasta el último rincón de este sitio. Desplieguen también las máquinas de asedio. Desmonten la montaña si hace falta… no quiero emboscadas ni sorpresas. Que sea una invasión completa.
—S-sí, Gran Bardok.
—Y algo más —exclamó, enérgico—. Salga ahí fuera y establezca comunicación con Verlo. Necesito saber cómo van sus pesquisas con el otro equipo, el del blindado evadido.
—Inmediatamente.
—Estamos tardando demasiado —advirtió Jebediah—. No estoy contento. Haga que todo funcione, que funcione bien y que funciona ahora.
El oficial se retiró, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Los seísmos. Los seísmos podían ser un problema; y no por el peligro obvio, sino por esa amenaza cautiva de la que hablaban los grabados. Lo que llamaban, según sus técnicos, el
Nioolhotoh
. No quería siquiera imaginar qué ocurriría si los seísmos la liberaban.
La Imperia estallaba de actividad.
Las alarmas de combate aullaban y los soldados corrían por los pasillos. El hangar vomitaba naves de carga casi al mismo ritmo que venían de vuelta, y el personal técnico acondicionaba los equipos para su transporte.
—Se ha vuelto loco —exclamaba el Kardus Jarvis Kaan en el puente de mando—. Es… es una insensatez.
—Baje ahí y dígaselo usted —respondió su compañero.
Jarvis apretó los labios, cogió del brazo al oficial y lo invitó a acompañarle hasta un rincón de la sala.
—¿Es que no lo entiende? —preguntó, exasperado. El ojo derecho le temblaba visiblemente—. ¡Es más que una imprudencia, es una especie de tentativa de suicidio! Si tuviéramos una visita inesperada en estos momentos, estaríamos en tan clara desventaja que éste podría ser el fin de todo.
Su compañero apartó el brazo con un gesto brusco. Levantó un dedo y le golpeó en el pecho con él.
—Sé adónde quiere ir a parar, pero nadie va a seguirle. Se lo garantizo.
—Vamos… —insistió Jarvis—. Es el momento… Sería tan fácil.
Su compañero lo miró con desprecio.
—Está loco —soltó.
Jarvis miró alrededor con disimulo. Los operarios estaban demasiado ocupados con todas las operaciones de atraque y lanzamiento, y nadie parecía prestarles atención. Acercó su cara a la del Kardus Elsin antes de hablar.
—Elsin… Jebediah ha perdido el juicio. Tú lo sabes.
—¡Kardus Jarvis! —exclamó con asombro. El prescindir del trato de respeto se consideraba una ofensa grave entre oficiales, no sólo entre los sarlab.
—Elsin, escúchame, gilipollas. Va a llevarnos a todos a la destrucción con su maldito plan, sea el que sea. Esto… esto no es lo que era. Es una maldita máquina. Ni siquiera sabemos qué buscamos, exactamente, ¿verdad? Antes sí lo sabíamos, antaño. Míranos ahora. Esa máquina escalofriante hace lo que le da la gana. Hemos perdido muchos efectivos, hemos perdido hombres, equipamiento… y ahora quiere dejar la nave vacía para conseguir su extraño cometido. Elsin, ¿no lo ves?
Elsin estaba estupefacto. Jarvis tenía razón, desde luego; él lo sabía muy bien. Pero la sola idea de enfrentarse a Jebediah estaba muy lejos de sus más alocadas pretensiones. Había visto hombres con brazos y piernas biónicos, pero éstos eran apenas un efectivo sustituto del miembro que reemplazaban con algunas pequeñas mejoras. Lo que habían hecho con Jebediah, sin embargo, escapaba a toda comprensión. Jebediah ya era un formidable adversario cuando era humano, con un nivel de energía sobrenatural embutido en un cuerpo bien adiestrado, pero ahora…
—Es usted el que no lo entiende —respondió Elsin.
—Podemos hacerlo. Tenemos el control. Estamos arriba en la cadena de mando, sólo tenemos que convencer a los otros Kardus. Lo dejaremos en el planeta y nos iremos en la Imperia.
—Está loco.
—Tengo el informe geológico, Elsin. El planeta está condenado. No durará más de una docena de ciclos, a lo sumo. Explotará con él.
—Oh, créame. No esperará tanto. Cogerá una nave y se lanzará a por nosotros como un perro de presa.
—¡Tenemos la Imperia! Está dañada, pero aún tiene toda su capacidad ofensiva. Si se acerca…
Elsin le dedicó una pequeña sonrisa socarrona tocada por una horrible curvatura de labios que le daba a su rostro el aspecto de una máscara de cera.
—Ha pasado demasiado tiempo en este cubículo, Jarvis —contestó—. No tiene ni idea. Yo estuve con él en Tierra Nu, asaltando la fortaleza de los Condenados, y le vi hacer algunas cosas. Era como si intuyera dónde iban a dispararle. Se movía como una exhalación. Y le diré algo más. Su cerebro no es del todo humano. Ya no. Apuesto a que no lo sabía, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jarvis. Su actitud era defensiva, como contrariado, pero sus ojos decían otra cosa: tenía miedo.
—Cuando volvíamos de Tierra Nu en el transbordador, nos retrasamos un poco, ¿se acuerda?
—¡No lo sé! Sí… Da igual, ¿adónde quiere llegar?
—Jebediah tomó una nave más pequeña y partió sin dar explicaciones. Sólo nos ordenó que esperáramos. ¿Sabe adónde fue?
Jarvis pestañeó.
—No.
—¿Qué está junto a Nu?
Jarvis movía los ojos de uno a otro lado mientras trataba de pensar.
—No lo sé…
—La Colonia, Jarvis. Fue allí, y volvió. Lo sé porque lo rastreé personalmente. Curiosidad, ¿sabe? Cuando regresó, pasó un tiempo en la sala con los técnicos. Después, le he visto interactuar con los sistemas de la nave desde el puente de mando sin tocar ni un solo panel. Es su propia llave. Están conectados.
Jarvis negó con la cabeza.
—Eso no es posible.
—Lo es. Se acercará con su nave y nos abordará sin que podamos disparar ni un solo cañón. Entrará aquí y dará con nosotros. Se lo dirán todos: ¡Los Kardus! ¡Los Kardus dieron las órdenes! Y entonces, nos arrancará los huesos de la carne sin que se nos conceda la clemencia de la muerte. Uno por uno.
Jarvis intentó tragar saliva, pero le fue imposible. La vehemencia de la imagen que se había instalado en su mente era demasiado concreta, demasiado real.
—No puede hacer eso —exclamó al cabo, dubitativo—. No puede… La… Las conexiones se pueden cerrar. Cuando atacamos la nave enemiga tuvimos que lanzar pequeñas computadoras para hacer una conexión física.
Elsin sacudió la cabeza.
—Eres un imbécil —dijo, se dio la vuelta y se alejó a dar instrucciones a los técnicos.
Jarvis se quedó junto al panel, con las rodillas temblando como unos juncos en mitad de una ventisca.
—Tuvimos que… —decía para sí mismo, balbuceante, en voz baja—. Las co-conexiones físicas, n-no puede…
Pero su mente fue muy rauda contestando.
Sí que puede
.
Maralda se había dejado caer contra la pared, tratando de digerir la historia que acababa de escuchar.
—Vale… —estaba diciendo—. Eh… Vale.
—Sé que es difícil de digerir —se apresuró a decir Ferdinard.
—Lo has contado muy rápido —opinó Malhereux.
Maralda estaba mirando ahora al sarlab. A juzgar por la expresión de su cara y su silencio respetuoso, él tampoco sabía nada de todo lo que aquellos hombres habían contado. Se mantenía en un prudente segundo plano, escuchando con interés. Maralda conocía bien la psicología de hombres como aquél; si hubiera conocido aunque fuera un pequeño porcentaje de la historia, habría interrumpido con comentarios y aspavientos. Ningún sarlab habría tenido la paciencia de escuchar una historia que ya conocía.