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Authors: James Luceno

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Agentes del caos II: Eclipse Jedi (33 page)

BOOK: Agentes del caos II: Eclipse Jedi
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El deslizador se lanzó por carreteras estrechas y polvorientas, muchas de las cuales serpenteaban a través de campos de mijo a la espera de ser recolectado. Altas como árboles, las espigas abarrotadas de grano formaban empalizadas a ambos lados del camino. La nariz de Han le advirtió que se acercaban a las plantas de fertilizante mucho antes de ver un cartel anunciando las instalaciones de mejoras del producto. En otro control le entregaron un traje de paracaidista desechable y un casco con respirador cuya placa facial estaba tintada. Equipado de forma similar, Bow lo condujo hasta un almacén enorme de techo plano, cuya zona de carga estaba atestada de banthas, rontos y otras bestias de carga que esperaban recibir sus paquetes de fertilizante.

Confuso
ya le había explicado que, para complacer la fobia antitecnológica de los invasores, la compañía estaba en pleno proceso de cambio: pasando de producir nutrientes mediante máquinas a producirlos utilizando seres vivientes. Así que Han no se sorprendió tanto como lo hubiera hecho normalmente al ver miles de cangrebuches, wingles y nistábulos modificados genéticamente para ser mudos y sin alas, alimentados a la fuerza en jaulas y perchas alineadas por todo el interior del edificio. Bajo las jaulas se abrían anchas canalizaciones llenas hasta el mismo borde con las abundantes deposiciones de las aves, que transportaban el estiércol hasta las zonas de carga donde era distribuida. En otras zonas del almacén se extendían gigantescos tanques de agua repletos de peces peste y dedoaletas procedentes de los prósperos mares de Ruan. Los peces eran pulverizados por los mazos y terminaban en las canalizaciones para servir de aditivo al fertilizante.

Dado el efecto debilitante que tenía el estiércol en algunos de los gotales, bimm y demás especies que no llevaban respiradores y cuya tarea era reunir con pala los excrementos para depositarlos en las canalizaciones, Han pudo imaginarse el hedor que se desprendía de todo aquello. Pero no podía imaginar las pecados, reales o inventados, que habían cometido los refugiados para ganarse un castigo así. Droma se encontraba entre un grupo sepultado hasta las rodillas en el estiércol de las aves y apoyado contra el asa de madera de su pala.

—Haré unas cuantas pruebas rápidas —dijo Han a Bow a través del respirador. Abrió su maletín e hizo como si extrajera uno de los equipos de pruebas que le habían proporcionado los compañeros androides de
Confuso.
Entonces, se detuvo de repente y señaló a Droma con fingida incredulidad.

—¿Eso… eso es un ryn?

El hombre de Salliche lo miró fijamente y asintió con la cabeza.

—Sí. Es nuevo aquí.

—Nuevo o no —siguió Han, mostrándose más agitado a medida que hablaba—, ¿es que nadie se da cuenta de que los ryn tienen aversión al baño y a otros hábitos higiénicos que la mayoría de los seres inteligentes consideran esenciales para una buena salud?

—¡Pero si está trabajando con estiércol!

—Eso es lo de menos. ¿Sabes que pasaría si se supiera que Salliche Ag tiene ryn trabajando en sus instalaciones?

—Sólo es uno… —empezó a decir Bow.

—Tendrán que retirarlo inmediatamente. Y exijo que le hagan una evaluación médica completa antes de permitirle volver al trabajo…, aunque sea un trabajo de este tipo.

Dejando traslucir su exasperación, Bow sacó un delgado comunicador del bolsillo de la camisa y ladró unas cuantas órdenes tras alzarse la placa facial del casco.

Han se preguntó qué haría Salliche Ag cuando tuviera que reemplazar a los comunicadores y los deslizadores si aparecían los yuuzhan vong.

—Ya está —anunció Bow a Han un segundo después—. Lo llevaremos a las instalaciones médicas del ala este —se volvió furioso hacia Droma—. ¡Ryn, deja la pala y ven aquí!

Droma miró al hombre, dejó su herramienta a un lado y se dirigió hacia ellos, sacudiendo primero una pierna, después la otra y por último la cola, en un esfuerzo por librarse de parte de la suciedad gris que se aferraba tercamente a él.

—Haga lo que haga, no lo toques —advirtió Han a Bow—. O tendrás que someterte a las mismas pruebas que él.

Apestando a estiércol, Droma se detuvo a unos cuantos metros de distancia sin reconocer a Han tras la máscara del respirador.

—¡Riégalo con la manguera! —ordenó Bow a un obrero cercano. Han hizo una mueca cuando el chorro de agua de alta presión barrió a Droma de pies a cabeza.

—Sucias criaturas —dijo lo bastante alto como para que lo oyera el empleado de Salliche—. Siempre andan metiéndose en líos.

—Ya puedes decirlo, ya —corroboró Bow resoplando y asintiendo con la cabeza.

Bow puso unas esposas a un Droma empapado y con un aspecto desesperadamente triste y lo empujó hacia la salida del almacén. Han devolvió su respirador en el puesto de control, dejó el traje de paracaidista en un recidador y se situó en el asiento trasero del deslizador, al lado del ryn. Droma no lo miró hasta que ya estaban en marcha, y ni siquiera entonces reconoció a Han. Cuando lo hizo, sus ojos se abrieron desmesuradamente y su mandíbula le cayó sobre el pecho.

—Deprisa, por favor —gritó Han a Bow antes de que Droma lanzase una exclamación de sorpresa y lo estropease todo—. Es muy desagradable tener que compartir asiento con este… este malhechor.

—El ala este está cerca —anunció Bow por encima del hombro.

Han intercambió una mirada con Droma, pero no la repitió hasta que los tres tomaron un turboascensor y empezaron a descender hasta el Subnivel Uno, donde se encontraba el laboratorio médico. Entonces, tras una mirada de advertencia a Droma, Han sacó una pequeña pistola láser de la funda de durinio que le habían dado los androides y clavó el cañón del arma en la sien de Bow.

—Haz exactamente lo que te diga y saldrás vivo de esto —cuando el hombre asintió en un gesto mezcla de sorpresa y cólera, Han agregó—: Detén el ascensor y quédate en el rincón más lejano de la cabina. Después pásame el control remoto para abrir las esposas.

Miró brevemente a Droma y presionó el botón del ascensor que los llevaría hasta el quinto piso.

—¿Subimos? —preguntó Droma, frotándose las doloridas muñecas.

—Tengo algo que hacer —Han hizo un gesto con su barbilla señalando a Bow—. Tendrás que encargarte de él. Baja al subnivel de mantenimiento, busca cualquier armario y mételo dentro. Si te causa algún problema, dispárale. Después reúnete conmigo en el quinto piso.

Bow rechinó los dientes, pero consiguió no decir nada para que Droma no tuviera que cumplir la amenaza de Han.

Mientras ascendían, Han se quitó el mono verde pálido. Debajo llevaba un caro traje de negocios. La curiosidad de Droma era palpable.

—No hay tiempo para explicaciones —dijo Han. Pasó a Droma el mono y abrió las esposas—. Guárdalas, puede que las necesitemos luego.

Ya en el quinto piso, se colocó un guante en la mano derecha y enfiló un amplio e iluminado pasillo que conducía al cuarto del transmisor. En la mano izquierda llevaba la tarjeta con el virus que le habían dado los androides.

El escáner digital estaba alojado en un nicho junto a la puerta de la sala de control. Cuando Han presionó la mano enguantada sobre el lector, la pantalla del dispositivo lo identificó como Dees Harbright, primo del conde Borert Harbright y vicepresidente de marketing de Salliche Ag, con quien el barbudo y bien vestido Han guardaba cierto parecido. El suficiente como para que, al entrar en la sala, la media docena de técnicos casi se postraran a sus pies.

—Siéntense, por favor, siéntense —dijo en el tono más suave que pudo exhibir—. Sólo quiero echar un vistazo a nuestro sistema de desactivación. ¿Todo funciona según las previsiones?

—Este trimestre hemos desconectado y almacenado mil doscientos cincuenta androides, señor —dijo nerviosamente una mujer delgada—. Durante el mismo periodo, la División de Personal ha logrado reclutar unos tres mil refugiados, que han accedido a quedarse en Ruan como empleados.

—Espléndido, espléndido —la felicitó Han moviéndose por la sala con la tarjeta oculta en la palma de su mano izquierda. Mientras la mujer seguía recitando más estadísticas, Han dio la espalda a una unidad periférica que esperaba que ofreciera menor resistencia e insertó en ella el disco que
Confuso
le había prometido que desaparecería, literalmente, una vez cumplido su cometido.

—Esperamos tener almacenados al menos otros mil quinientos androides para el final del próximo trimestre —decía la mujer alegremente cuando los ordenadores empezaron a soltar una serie de sonidos estridentes que a Han le parecieron el equivalente mecánico a un grito de dolor.

—¡El sistema se colapsa! —gritó otro técnico con incredulidad.

Las luces de todas las estaciones de trabajo empezaron a parpadear, las pantallas se quedaron grises y los técnicos hicieron de todo, salvo tirarse de los pelos, para intentar recuperar el sistema antes de que contagiara su apagón al resto de las instalaciones. Tan desesperados eran sus esfuerzos, que Han sintió una punzada de culpabilidad…, hasta que se recordó a sí mismo que esas máquinas eran las responsable de la desactivación de miles de androides.

Su salida de la sala pasó absolutamente inadvertida gracias al creciente pánico. El pasillo estaba tan tranquilo e iluminado como lo había estado unos segundos antes, en contraste con el caos de la sala de control. Han se ajustó el cuello de la chaqueta y se dirigió al turboascensor, saludando amablemente a todos aquellos con los que se cruzaba. Cuando ya se encontraba cerca del ascensor, Droma surgió tras una columna de plastiacero que obviamente le había servido de escondite, llevaba el mono verde pálido pulcramente doblado sobre uno de sus brazos.

—Intenta no parecer tan culpable —susurró.

Han mantuvo su forzada sonrisa.

—Métete en el ascensor y ponte las esposas —le ordenó sin apenas mover los labios.

No obstante, una vez dentro, su fachada tranquila y cortés se derrumbó. Se volvió a poner rápidamente el traje de inspector, le quitó a Droma la pistola láser de las manos y se aseguró de que estuviera cargada.

—Ni siquiera pienso aventurar una suposición sobre cómo has conseguido todo esto —dijo Droma mientras se volvía a colocar las esposas.

—Vale, pero sería divertido oírla —Han metió la pistola en el bolsillo de su chaqueta—. En cuanto lleguemos al vestíbulo nos dirigiremos a la salida más cercana, ¿de acuerdo? Les haremos creer que te llevo bajo custodia.

Han se colocó frente a las puertas del ascensor. Cuando se abrieron, apenas pudo ver el vestíbulo a causa de los cientos de androides que correteaban por él intercambiando pitidos y silbidos. La mayoría se dirigía a las salidas.

—¿Por qué estaré seguro de que tienes algo que ver con todo esto? —preguntó Droma.

—Indirectamente —Han señaló la salida más cercana que no estaba absolutamente bloqueada por los androides—. Por allí.

Se abrieron paso entre la multitud y ya estaban cerca de las puertas de salida de transpariacero cuando una voz gritó:

—¡Allí están!

Han giró en redondo sin poder evitarlo. Bow estaba señalándolo, rodeado de varios guardias de seguridad de la compañía.

—Te dije que lo encerraras! —gritó Han.

—Y lo hice —se defendió Droma—. Lo dejé en una sala llena de androides desactivados.

—No es momento para sutilezas —Han lanzó una maldición y empuño su pistola.

Disparó unas cuantas veces sin apenas apuntar, obligando a los guardias a buscar refugio. Agachándose, Droma y él pasaron entre los androides y salieron al exterior del edificio. Han buscó el deslizador de Bow y empujó a Droma hacia él, mientras una riada de androides surgía incontenible del ala este y se dispersaba por los aparcamientos y los campos circundantes. Han se situó en el asiento del conductor y sonrió ampliamente.

—Siempre puedes confiar en los granjeros —dijo a Droma, que se había quitado las esposas y sentado en el asiento del pasajero—. Nunca cierran sus vehículos con llave.

Han conectó los repulsores del deslizador. Empuñó el volante con ambas manos y pisó el acelerador, haciendo que el deslizador girase sobre sí mismo y se lanzase hacia la carretera que tenía delante.

—No vale la pena probar la entrada principal —gritó por encima del rugido de los motores triples—. ¡Seguro que a estas alturas está cerrada! Tendremos que usar las carreteras de servicio, ¡alguna llevará hasta los sembrados que pasamos camino del Campo 17!

—Pues elige una, pero hazlo rápido —dijo Droma, mientras consultaba la pequeña pantalla de la consola situada frente al asiento del pasajero—. Tenemos siete, quizás ocho vehículos convergiendo hacia nosotros desde el norte, el este y el oeste.

Haciendo rechinar los dientes, Han estudió los altos tallos de grano que crecían a ambos lados del camino.

—¡Al diablo! ¿Quién necesita carreteras? —dijo finalmente, mientras giraba hacia el sur y se dirigía directamente hacia los campos sembrados.

El satélite que utilizaba la Sección de Seguridad de la sede principal de Salliche Ag proporcionaba una perfecta vista aérea de la persecución del deslizador. Daba la impresión de que las cámaras se encontrasen a cien metros por encima del terreno y no en órbita estacionaria, a medio camino de la luna más cercana de Ruan.

—Están destrozando esos campos de mijo —se quejó el jefe de seguridad a Bow.

El hombre rechoncho se inclinó todavía más sobre la pantalla plana. El deslizador robado trazaba larguísimas rectas, curvas precisas y giros en redondo entre el mar de grano. Ocho deslizadores más lo perseguían negociando sus propias curvas y cambios de dirección, aunque de forma mucho menos precisa.

—Un conductor excelente —comentó el jefe de seguridad mientras realizaba un
slalom
entre una hilera de viejos molinos de viento y aceleraba a través de toda una serie de espantapájaros antes de cambiar de dirección—. Debió de ser un piloto profesional. ¿Ha sido identificado?

—No —bufó Bow—. Pero está confirmado que fue quien anuló el sistema de desactivación de androides del quinto piso.

El jefe, barrigón y con bigote, sonrió ligeramente.

—Dicen que estabas encerrado con algunos androides cuando fueron reactivados.

Bow hizo una mueca.

—Es cierto. Pero te diré algo: ninguno de esos androides abrió las puertas. Alguien con acceso al sistema las abrió en cuanto los androides despertaron.

—¿Qué clase de tipo se toma la molestia de hacerse pasar por inspector de la ACC y vicepresidente corporativo para rescatar a un ryn y liberar a un par de miles de androides?

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