—Ésta es la primera vez que no siento frío desde hace una semana —confesó Kalten—. Creo que estoy listo para visitar esa cervecería ahora.
Talen, a quien se le había encomendado llevar la ropa sucia arriba, obedeció con cierto malhumor.
—No pongas mala cara —lo reprendió Kurik—. De todas formas, no te habría dejado ir a esa cervecería. Al menos le debo eso a tu madre. Dile a Sephrenia que ya pueden utilizar el baño. Vuelve a bajar con ella y monta guardia en la puerta para que nadie las interrumpa.
—Pero tengo hambre.
Kurik se llevó amenazadoramente la mano al cinturón.
—De acuerdo, de acuerdo, no os sulfuréis. —El muchacho subió las escaleras a toda prisa.
Había bastante humo en la cervecería y el suelo estaba cubierto de serrín y plateadas escamas de pescado. Los cinco caballeros, ataviados con sencillez, entraron discretamente y tomaron asiento en la mesa de un rincón.
—Tomaremos cerveza —encargó con entusiasmo Kalten a la moza de servicio—, cerveza a discreción.
—No te propases —murmuró Sparhawk—. Pesas mucho y no quiero tener que subirte por las escaleras.
—No te preocupes, amigo mío —replicó alegremente Kalten—. Me pasé diez años enteros en Lamorkand y no me emborraché una sola vez. La cerveza de aquí es floja y aguada.
La camarera era una típica mujer lamorquiana: rubia, de anchas caderas y prominentes pechos, y no demasiado inteligente. Llevaba una blusa de campesina muy escotada y una pesada falda roja. Por la sala resonaba el claqueteo de sus zuecos de madera y sus necias risitas. Les sirvió grandes jarras de madera sujetas con aros de cobre rebosantes de espuma.
—No os vayáis aún, muchacha —le dijo Kalten. Levantó la jarra y dio cuenta de su contenido sin apartarla ni una vez de los labios—. Parece que ésta ya está vacía. Sed buena chica y llenadla. —Le dio una palmadita en el culo y la moza se escabulló con una risita.
—¿Se comporta siempre así? —preguntó Tynian a Sparhawk.
—Siempre que tiene ocasión.
—Como afirmaba antes de entrar aquí —proclamó Kalten en voz tan alta como para que pudieran oírlo en casi todo el local—, apostaría media corona de plata a que la batalla nunca llegó tan al norte.
—Y yo apuesto dos a que sí —replicó Tynian, comprendiendo enseguida el ardid.
Bevier pareció perplejo durante un instante y después sus ojos mostraron un brillo de comprensión.
—No sería difícil averiguarlo —comentó, mirando en derredor—. Estoy seguro de que alguno de los presentes lo sabe.
Ulath echó atrás su banco y se puso en pie. Luego golpeó la mesa con el puño en demanda de atención.
—Caballeros —expuso, alzando la voz para que fuera audible para todos—, estos dos amigos míos se han pasado las últimas cuatro horas discutiendo sobre esto y ya han llegado al punto de apostar dinero. Francamente, estoy un poco harto de oírlos. Tal vez alguno de vosotros pueda esclarecer la cuestión y otorgar un descanso a mis oídos. Aquí se libró una batalla hará quinientos años. Éste —dijo, señalando a Kalten— con la barbilla llena de espuma de cerveza asegura que el combate no llegó tan al norte. El otro de la cara redondeada afirma que sí se prolongó hasta este pueblo. ¿Cuál de los dos está en lo cierto?
Tras un largo silencio, un anciano de mejillas sonrosadas y finos cabellos blancos atravesó la sala arrastrando los pies hasta su mesa. Iba andrajoso y la cabeza se le tambaleaba sobre el flojo soporte del cuello.
—Me parece que puedo zanjar vuestra disputa, buenos señores —dijo con voz chillona—. Mi padre acostumbraba contarme historias sobre la batalla esa de que habláis.
—Traed una jarra a este buen hombre, cariño —pidió familiarmente Kalten a la camarera.
—Kalten —advirtió con disgusto Kurik—, mantened la mano alejada de su trasero.
—Sólo me comportaba de forma amistosa.
—¿Así es como lo llamáis?
La doncella se ruborizó ligeramente y se retiró en busca de la cerveza, guiñando el ojo a Kalten.
—Creo que acabáis de hacer una nueva amistad —señaló secamente Ulath al rubio pandion—, pero no intentéis sacar partido de ello aquí en público. —Dirigió la mirada al viejo de tembloroso cuello—. Tomad asiento, amigo —lo invitó.
—Ah, gracias, buen señor. Me figuro por vuestro aspecto que sois de la lejana Thalesia —dijo, sentándose vacilante en el banco.
—Bien suponéis, anciano —acordó Ulath—. ¿Qué os contó vuestro padre sobre esa antigua batalla?
—Bueno —comenzó el hombrecillo, rascándose una incipiente barba—, según recuerdo, me decía, decía… —Hizo una pausa cuando la camarera de opulento pecho deslizó una jarra de cerveza frente a él—. Vaya, gracias, Nima.
La chica sonrió, acercándose furtivamente a Kalten.
—¿Cómo está la vuestra? —preguntó, inclinándose sobre él.
—Ah… bien, querida —tartamudeó el caballero, con la cara un tanto sonrojada. Curiosamente, el descaro de la mujer pareció desarmarlo.
—Si queréis algo, me lo haréis saber, ¿verdad? —lo alentó la camarera—. Lo que sea. Ya sabéis que estoy aquí para serviros.
—Por el momento no —contestó Kalten—. Quizá más tarde.
Tynian y Ulath intercambiaron una larga mirada y luego sonrieron.
—Los caballeros norteños tenéis una visión del mundo distinta de la nuestra —observó Bevier, evidenciando cierto embarazo.
—¿Queréis recibir alguna lección? —inquirió Ulath.
Bevier se ruborizó súbitamente.
—Es un buen chico —comentó Ulath, esbozando una amplia sonrisa destinada a los otros y dando una palmada en el hombro a Bevier—. Sólo hemos de mantenerlo fuera de Arcium una temporada para tener tiempo de corromperlo. Bevier, os quiero como a un hermano, pero sois terriblemente envarado y formal. Intentad relajaros un poco.
—¿Tan rígido soy? —preguntó Bevier un tanto avergonzado.
—Ya lo arreglaremos —le aseguró Ulath.
Sparhawk se volvió hacia el sonriente y desdentado viejo lamorquiano.
—¿Podéis poner fin a esta estúpida discusión, abuelo? ¿Llegó de veras hasta aquí la batalla?
—Vaya que sí, buen señor —murmuró el anciano—, y hasta más lejos, si he de deciros verdad. Mi padre me contó que hubo peleas y matanzas hasta el norte de Kelosia. Veréis, los thalesianos llegaron a hurtadillas rodeando la parte de arriba del lago y se abalanzaron por sorpresa sobre los zemoquianos. El problema es que había una tremenda cantidad de zemoquianos, muchos más que thalesianos. Bueno, señor, como yo lo veo, la cosa fue que los zemoquianos se recuperaron del ataque y pasaron arrasando todo por aquí, matando casi todo lo que veían. La gente de los contornos se escondió en las bodegas mientras tanto, ésa es la verdad. —Se detuvo para tomar un largo trago—. Sí, señor —continuó—, parecía que la batalla se había acabado, porque los zemoquianos habían ganado y todo eso, pero entonces un buen puñado de guerreros thalesianos, que seguro que habían estado esperando los barcos allá arriba en su país, llegaron a la carga y les hicieron grandes descalabros a los zemoquianos aquí. —Lanzó una ojeada a Ulath—. Vuestro pueblo tiene muy mal genio, si no os molesta que lo diga, amigo.
—Creo que tiene que ver con el clima —convino Ulath.
El anciano miró con tristeza su jarra.
—¿Podríais a lo mejor decidiros a repetir la invitación? —preguntó esperanzadamente.
—Desde luego, abuelo —respondió Sparhawk—. Encárgalo tú, Kalten.
—¿Por qué yo?
—Porque tienes un trato más familiar con la camarera que yo. Seguid con la historia, abuelo.
—Bueno, señor, me contaron que hubo esa terrible batalla más o menos a unas dos leguas de aquí. Los thalesianos estaban muy enfadados con lo que les había pasado a sus amigos y parientes allá abajo al sur del lago y atacaron a los zemoquianos con hachas y cosas así. Hay tumbas allí donde están enterrados cien o más… y no todo son hombres, me han dicho. A los zemoquianos no les importaba mucho qué clase de aliados tomaban. Al menos, eso dice la historia. Aún ahora se pueden ver las tumbas allí en los campos: grandes montones de tierra, todos cubiertos de hierbajos y matas. Los granjeros vienen removiendo con los arados huesos, viejas espadas, lanzas y hierros de hachas desde hace quinientos años.
—¿Os dijo por azar vuestro viejo quién iba al mando de los thalesianos? —preguntó prudentemente Ulath—. Yo tenía un pariente que vino a hacer la guerra y nunca hemos sabido qué fue de él. ¿Creéis posible que quien los capitaneaba fuera el rey de Thalesia?
—Nunca oí decir que sí ni que no —confesó el viejo lamorquiano—. Claro que la gente de por aquí no tenía demasiadas ganas de ir a meterse en medio de esa carnicería. No es asunto del pueblo llano mezclarse en esa clase de cosas.
—No habría sido difícil reconocerlo —apuntó Ulath—. Las viejas leyendas de Thalesia afirman que sobrepasaba los dos metros de altura y que su corona llevaba una gran joya azul en la punta.
—Nunca oí hablar de nadie semejante… porque, como he dicho, el pueblo se mantenía bien apartado de la lucha.
—¿Creéis que pueda haber alguien más por aquí que haya oído otros relatos acerca de la batalla? —inquirió Bevier sin traslucir excesivo entusiasmo.
—Es posible, supongo —respondió el viejo con poca convicción—, pero mi padre era uno de los mejores narradores de los contornos. Lo atropello un carro cuando rondaba los cincuenta y se quebró de mala manera la espalda. Solía sentarse en el porche de esta misma posada, él y sus amigotes. Intercambiaban historias por horas, y así se entretenía. No tenía nada más que hacer, al estar tan tullido… Ya os hacéis cargo. Y él me transmitió todos esos viejos cuentos a mí… Yo era el hijo que más apreciaba, porque yo acostumbraba llevarle su jarra de cerveza desde esta misma cervecería. —Posó la mirada en Ulath—. No, señor —dijo—. Ninguna de las viejas historias cuentan nada sobre ningún rey como el que habéis descrito, pero, como digo, fue una batalla terriblemente grande y las gentes de aquí se quedaron al margen. Podría ser que ese rey vuestro estuviera allí, pero nadie que yo haya conocido lo mencionó.
—¿Y esa batalla tuvo lugar a un par de leguas al norte de aquí, decís? —insistió Sparhawk.
—A poco más de diez kilómetros, así es —repuso el anciano, tomando un largo trago de la nueva jarra que le había traído la muchacha de anchas caderas—. Para seros franco, joven señor, he estado un poco achacoso últimamente, y ya no salgo a caminar tan lejos como antes. —Los observó con ojos entornados—. Si no es pecar de indiscreción, vuestras mercedes parecen muy interesadas por ese rey de Thalesia que vivió hace tan luengo tiempo.
—Es muy simple, abuelo —reaccionó con presteza Ulath—. El rey Sarak de Thalesia fue uno de los héroes nacionales. Si consigo averiguar lo que realmente le acaeció, obtendría un gran prestigio. El rey Wargun podría incluso recompensarme con un condado… en el caso de que llegue a estar lo bastante sobrio para hacerlo.
—He oído hablar de él —dijo riendo el viejo—. ¿Es verdad que empina tanto el codo como dicen?
—Más, probablemente.
—Bueno, ya… ¿Un condado, decís? Hombre, es algo que vale la pena perseguir. Lo que podríais hacer, conde, es ir allá arriba al campo de batalla y hurgar un poco por ahí. No sería raro que toparais con alguna pista. Un hombre de más de dos metros de altura, y más un rey, bueno, debía de llevar alguna impresionante armadura o una cosa así. Conozco a un granjero de allá que se llama Wat. Le gustan los viejos cuentos igual que a mí, y el campo de batalla está, por así decirlo, en el patio trasero de su casa. Si alguna persona ha descubierto algo que pudiera conduciros a lo que buscáis, él lo sabría.
—¿Su nombre es Wat, decís? —preguntó Sparhawk, afectando cierta indolencia.
—No podéis equivocaros, joven señor. Es un tipo bizco que se rasca mucho. Tiene picazón desde hace treinta años. —Agitó la jarra, esperanzado.
—Eh, muchacha —llamó Ulath, sacando varias monedas de la bolsa que llevaba prendida a la cintura—. ¿Por qué no vais sirviendo bebida a vuestro viejo amigo hasta que se caiga debajo de la mesa?
—Vaya, gracias, señor conde. —El anciano sonrió.
—Después de todo, abuelo —rió Ulath—, un condado habría de compartirse, ¿no os parece?
—No sabría decirlo con mejores palabras yo, mi señor.
Abandonaron la sala y se dirigieron a las escaleras.
—Ha funcionado bastante bien, ¿verdad? —comentó Kurik.
—Hemos tenido suerte —convino Kalten—. Pero ¿qué habría ocurrido si ese viejo no hubiera estado aquí esta noche?
—Entonces alguien nos habría acompañado a su casa. A las gentes sencillas les gusta prestar servicios a los que pagan la cerveza.
—Creo que sería bueno recordar la explicación que le ha dado Ulath al anciano —aconsejó Tynian—. Si le decimos a la gente que nuestra intención es retornar los restos del rey a Thalesia, no les extrañará nuestra curiosidad por saber dónde está enterrado.
—¿No sería eso una mentira? —inquirió Berit.
—En realidad, no —lo tranquilizó Ulath—. Nuestra intención es, en efecto, volver a enterrarlo después de conseguir su corona, ¿no es así?
—Desde luego.
—Bueno, pues ya lo veis.
—Iré a ver cómo está la cena —anunció Berit, poco convencido por los argumentos de Ulath—, pero me parece que hay puntos oscuros en vuestro razonamiento, sir Ulath.
—¿De veras? —inquirió éste con afectada sorpresa.
Al día siguiente aún llovía. Por la noche, Kalten se había ausentado de la habitación que compartía con Sparhawk. Éste abrigaba ciertas sospechas al respecto, en las que figuraba como protagonista la amable camarera de opulentas caderas, pero no presionó a su amigo para corroborarlo. Sparhawk era, en fin de cuentas, todo un caballero.
Cabalgaron en dirección norte por espacio de casi dos horas hasta llegar a un gran prado salpicado con túmulos funerarios cubiertos de hierba.
—Me pregunto por cuál debería comenzar —se interrogó Tynian mientras desmontaban.
—Elegid vos —le respondió Sparhawk—. Ese Wat del que nos hablaron podría tal vez proporcionarnos una información más precisa, pero probemos primero con este método. Quizá nos ahorremos tiempo, del cual andamos cada vez más escasos.
—Estáis constantemente preocupado por vuestra reina, ¿no es cierto, Sparhawk? —preguntó Bevier, con mirada perspicaz.
—Por supuesto. Es lo que se espera de mí.
—Creo, amigo mío, que tal vez sea un sentimiento más arraigado. El afecto que profesáis a la reina va más allá de una mera obligación.