Read El día de las hormigas Online

Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (53 page)

BOOK: El día de las hormigas
3.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Feromona
histórica

Salivadora:
24ª

Reina Belo-kiu-kiuni.

No siempre las hormigas han sido las dueñas de la Tierra.

Antaño, ese título fue cuestionado por otras especies que representaban otras formas de pensar.

Así, hace varios millones de años, la Naturaleza apostó por el lagarto. Hasta entonces los lagartos no eran más que animales de un tamaño razonable, peces provistos de patas.

Sin embargo, aquellos saurios no cesaban de batirse en duelo. Por eso su cuerpo fue mutando poco a poco para adaptarse a los combates singulares. Se fueron haciendo más y más grandes, más y más agresivos.

Se produjo una evolución morfológica. Los lagartos se habían transformado en gigantes. No conseguíamos matarlos, ni aunque nos uniésemos veinte, treinta o un centenar. Los lagartos resultaban demasiado fuertes, tan numerosos y tan destructores que se habían convertido en la mayor potencia animal terrestre.

Algunos eran tan altos que su cabeza, sobrepasaba la cima de los árboles. Ya no eran lagartos, eran dinosaurios.

El reinado de esos inmensos monstruos duró mucho tiempo, y mientras tanto nosotras, metidas en nuestros hormigueros, reflexionábamos.

Si habíamos vencido a las terribles termitas, debíamos ser capaces de librarnos de aquellos dinosaurios: eso era lo que se comentaba en todas partes. Sin embargo, todos los comandos mirmeceanos enviados contra los dinosaurios resultaban diezmados.

¿Habíamos encontrado a nuestros amos? En algunos hormigueros ya se resignaban a ceder a los dinosaurios el control de sus territorios de caza. Las hormigas huían bajo sus pasos, vivían en la angustia de sus odiosos duelos durante los cuales el suelo temblaba. Las termitas mismas bajaban sus mandíbulas.

Fue entonces cuando una reina procedente de un nido de hormigas africanas lanzó una consigna: Todas las ciudades deben unirse contra esos monstruos.

El mensaje era sencillo, el impacto fue planetario. Los hormigueros pusieron término a sus guerras intestinas. A partir de ese momento, ninguna hormiga debía matar a otra hormiga, fuera cual fuera su especie o su tamaño. Había nacido la Gran Alianza Planetaria.

Entre las ciudades circularon mensajeras para informar a todas y cada una de las fuerzas y flaquezas de los dinosaurios. Aquellos animales parecían no tener puntos flacos, pero todo animal tiene alguna debilidad. Así lo ha querido la Naturaleza. Debíamos descubrir esa debilidad y la descubrimos. El punto flaco de la coraza de los dinosaurios era su ano.

Bastaba con invadirlos por esa puerta y destruirlos desde dentro. La información circuló muy deprisa. En todas partes, legiones de hormigas se adentraron por esa vía sensible. Caballería, infantería y artillería no se enfrentaban ya a garras, patas y dientes, sino a chorros de jugos digestivos, glóbulos blancos y reflejos musculares.

Hay relatos terroríficos sobre los ejércitos que se aventuraron pasito a pasito por el intestino enemigo. Las soldados giraban y giraban por los recovecos del grueso colon cuando de pronto, desde el extremo del túnel, brotaba una descarga mortal: una cagarruta.

Las guerreras corrían, se refugiaban en los pliegues intestinales. A veces, la roca nauseabunda permanecía bloqueada en un ángulo. Otras veces, rodaba y pulverizaba al ejército.

El principal adversario de las legiones mirmeceanas resultó ser el zurullo. ¡Cuántos miles de hormigas murieron, aplastadas por un alud de pequeños cagajones duros! ¡Cuántas fueron ahogadas bajo una ola de melaza fangosa! ¡Cuántos comandos murieron asfixiados por el gas de un solo pedo!

La mayoría de las legiones mirmeceanas, no obstante, lograban horadar a tiempo los túneles intestinales.

Entonces, bajo los asaltos de las minúsculas hormigas, las montañas de carne se desmoronaron una tras otra. Carnívoros, herbívoros, equipados con colas dentadas, con pinchos, con puntas, con venenos, con escamas blindadas, ninguno conseguía resistir a millones de ínfimas cirujanos decididas. Un simple par de mandíbulas resultaba mucho más eficaz que un cuerno más grande que un árbol.

Las hormigas necesitaron vanos centenares de miles de años para matar a todos los dinosaurios.

Y por fin, una primavera, al despertar, pudo verse que los cielos estaban limpios. Ya no había dinosaurios. Sólo se había tenido compasión de los lagartos de pequeño tamaño.

Chli-pu-ni desprende sus antenas de la feromona y pasea pensativa por la Biblioteca química.

Así pues, la Tierra ha tenido varios inquilinos que han querido convertirse, alternativamente, en sus dueños omnipotentes. Todos han conocido unas horas de gloria antes de que las hormigas les hayan devuelto a la modestia.

Las hormigas son las únicas propietarias verdaderas de la Tierra. Chli-pu-ni está orgullosa de pertenecer a esa especie.

Nosotras, las mínimas, sabemos aplastar a los grandes que se muestran crueles. Nosotras, las mínimas, sabemos pensar y resolver problemas a priori insolubles. Nosotras, las mínimas, no tenemos ninguna lección que aprender de unas montañas vivientes que creen no tener fisuras.

La civilización mirmeceana es la única que ha durado tanto tiempo porque ha sabido desembarazarse de todas sus competidoras.

La soberana lamenta no haber estudiado a los Dedos que viven debajo del hormiguero. Si hubiera hecho caso a 103, observándolos habría encontrado su punto flaco y la cruzada habría obtenido la victoria en lugar de la derrota.

¿Será ya demasiado tarde? ¿Sobrevivirán algunos Dedos bajo la losa de granito? Sabe que las deístas han trabajado mucho para pasarles alimento.

Chli-pu-ni decide bajar a la Dedalera para conversar con aquel «Doctor Livingstone» tan elogiado por las espías.

193. Cáncer

103 se da cuenta de que algo anormal ocurre en el mundo de los Dedos. Arriba se agitan unas sombras. Reina en el aire una especie de olor a muerte. Y pregunta.

Recepción:
¿Hay algo que no marcha?

Emisión:
Arthur se ha desmayado. Está enfermo. Padece un cáncer generalizado. Una enfermedad que nadie sabe curar. Mi madre murió también de cáncer. Ante ese mal carecemos de defensa.

Recepción:
¿Qué es el cáncer?

Emisión:
Una enfermedad en la que las células proliferan de forma anárquica.

Para pensar mejor, la hormiga se lava con cuidado sus tallos sensitivos.

Recepción:
También nosotras conocemos ese fenómeno, pero no es una enfermedad. Vuestro cáncer no es una enfermedad.

Emisión:
Entonces, ¿qué es?

Por primera vez es un humano el que ha emitido el «¿qué es?» que tanto ha repetido 103. Ahora le toca a la hormiga dar explicaciones.

Recepción:
También nosotras, hace mucho tiempo, sufrimos el azote de eso que vosotros llamáis «cáncer». Muchas murieron. Durante varios millones de años, consideramos esa peste como una calamidad incurable y las que resultaban afectadas por ella preferían quitarse inmediatamente la vida parando los latidos de su corazón. Luego…

Los tres humanos escuchaban sorprendidos.

Recepción:
Luego comprendimos que estábamos considerando el problema desde un ángulo erróneo. Había que estudiar y comprender de forma distinta lo que al principio nos había parecido una enfermedad. Y dimos con la solución. Desde hace más de cien mil años en nuestra civilización nadie muere ya de cáncer. ¡Oh!, a veces caemos víctimas de muchas enfermedades, pero del cáncer, eso se acabó.

En medio de su sorpresa, Laetitia empañó la campana con su aliento.

Emisión:
¿Que habéis descubierto el remedio contra el cáncer?

Recepción:
Por supuesto, y voy a decíroslo. Pero antes necesito tomar un poco el aire. Bajo esta campana se ahoga una.

Laetitia depositó cuidadosamente a 103 en una caja de cerillas con el fondo recubierto por un confortable colchón de algodón. Luego la sacó al balcón.

La soldado aspiró el frescor de la brisa. Desde allí percibía incluso los lejanos efluvios del bosque.

—Cuidado, no la pongas encima de la barandilla —exclamó Jacques Méliés—. Y, sobre todo, que no se caiga. Esa hormiga es un verdadero tesoro. Acepta salvar vidas humanas y, además, dice conocer el remedio contra el cáncer. De ser cierto…

Con las manos juntas, formaron una cuna alrededor de la caja. Pronto se les unió la señora Ramírez. Había ayudado a su marido a meterse en la cama. Ahora estaba durmiendo.

—Nuestra hormiga asegura conocer el remedio contra el cáncer —le anunció Méliés.

—Entonces hay que hacerle hablar, ¡y deprisa! a Arthur ya no le queda mucho tiempo.

—Espere unos minutos —dijo Laetitia—. La hormiga ha declarado que quiere respirar un poco. Hay que comprenderla, acaba de pasar varios días encerrada bajo una campana mirando la televisión sin parar. ¡Ningún animal del mundo podría soportarlo!

Pero la mujer perdía la paciencia.

—Ya descansará después. Primero hay que salvar a mi marido. Es urgente.

Juliette Ramírez se precipitó hacia el brazo de Laetitia. La mujer retrocedió para impedir que le arrancara la caja. Por un momento, el esquife de madera permaneció suspendido en el vado. La señora Ramírez agarró la muñeca de Laetitia y eso bastó para que el navío zozobrara.

Cae. Durante un instante, 103 planea sobre su mullida alfombra voladora. Luego cae, cae, no acaba nunca de caer. ¡Qué altos están los nidos de Dedos!

Está a punto de volverse loca cuando choca con el techo metálico de un coche y rebota varias veces. Corre en todas las direcciones. ¿Dónde están ahora los «amables» Dedos y su máquina de comunicar? Corre gritando feromonas pero ya no hay nadie allí para descifrarlas.

¡Laetitia, Juliette, Arthur, Jacques! ¿Dónde estáis? Ya he respirado suficiente. ¡Subidme, para que os cuente todo!

El coche sobre el que ha aterrizado se pone en marcha.

103 se agarra con todas sus patas a una antena de radio. El viento silba a su alrededor. Nunca, ni siquiera cuando volaba sobre «Gran Cuerno», ha ido tan deprisa.

194. Enciclopedia

CHOQUE ENTRE CIVILIZACIONES:
La India es un país que absorbe todas las energías. Todos los jefes militares que han intentado dominarla se han agotado. A medida que se adentraban en el interior del país, la India los contagiaba, perdían su pugnacidad y se enamoraban de los refinamientos de la cultura india. La India es como una esponja que retiene todo. Ellos vinieron, la India los venció.

La primera invasión importante fue cosa de los musulmanes turco-afganos. En 1206, tomaron Delhi. Las cinco dinastías de sultanes que siguieron intentaron apoderarse de la península india en su totalidad. Pero las tropas se diluían a medida que avanzaban hacia el Sur. Los soldados se cansaban de matar, perdían gusto por el combate y se dejaban encantar por las costumbres indias. Los sultanes naufragaron en la decadencia.

La última dinastía, la de los Lodi, fue derrocada por Babur, rey de origen mongol, descendiente de Tamerlán. En 1527 funda el imperio de los mongoles y, apenas llegado al centro de la India, renuncia a las armas y se entusiasma por la pintura, la literatura y la música.

Uno de sus descendientes, Akbar, supo unificar la India. Empleó la dulzura e inventó una religión, cogiendo de aquí y de allá en todas las religiones de su tiempo y reuniendo todo lo que contenían de más pacífico. Algunas decenas de años más tarde, sin embargo, Aurangzeb, otro descendiente de Babur, trató de imponer en la península, por la fuerza, el Islam. La India se rebeló y estalló. Es imposible domar a ese continente por la violencia.

A principios del siglo XIX, los ingleses consiguieron conquistar militarmente todas las sucursales y las grandes ciudades, pero no controlaron la totalidad del país. Se limitaron a crear acantonamientos, «pequeños barrios de civilización inglesa», implantados en un entorno completamente indio.

De la misma forma que el frío protege a Rusia, el mar a Japón y a Gran Bretaña, a la India la protege un muro espiritual que engulle a todos los que penetran en él.

Incluso en nuestros días, cualquier turista que se aventura aunque sólo sea un día en ese país-esponja se ve conminado por los «¿para qué sirve?» y «¿para qué hacerlo?», y siente la tentación de renunciar a cualquier empresa.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

195. Una hormiga por la ciudad

Jacques Méliés se asomó.

—¡Se ha caído!

Todos vieron el choque. Trataron de distinguir algo allá abajo.

—Debe haber muerto…

—Tal vez no, las hormigas saben encajar las grandes caídas.

Juliette Ramírez se animó.

—Buscadla, sólo ella puede salvar a mi marido y a vuestros amigos que están debajo del hormiguero.

Corrieron escaleras abajo y rastrearon el aparcamiento.

—¡Sobre todo, cuidado dónde ponéis los pies!

Laetitia Wells buscó debajo de las ruedas de los coches. Juliette Ramírez rastrilló las pequeñas matas puestas como decoración al pie del edificio. Jacques Méliés llamó en casa de todos los vecinos de la planta baja para comprobar si la hormiga, empujada por alguna borrasca, no había aterrizado en su balcón.

—¿No han visto ustedes una hormiga con un trazo rojo en la frente?

Evidentemente le tomaron por loco, pero, gracias a su carné tricolor, le dejaron husmear por todas partes.

Se pasaron el día buscando.

—¿Qué podemos hacer? ¡Sólo Dios sabe lo que ha sido de 103!

Juliette Ramírez se negaba a darse por vencida.

—Si esa hormiga sabe realmente curar el cáncer, hay que encontrarla a cualquier precio.

Siguieron buscando mucho tiempo todavía. ¡No eran los insectos precisamente lo que por allí faltaba! Pero ni siquiera con la ayuda de la lupa luminosa encontraron por ninguna parte una hormiga roja de los bosques con la frente marcada por una mancha roja.

—¡Si hubiéramos dispuesto de un marcador radiactivo en vez de laca de uñas —se quejó Méliés.

BOOK: El día de las hormigas
3.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Only the Truth by Pat Brown
Summer of Dreams by Elizabeth Camden
The First Affair by Emma McLaughlin
Rosado Felix by MBA System
Black Heart by Christina Henry
Death Dues by Evans, Geraldine
Black Hole by Bucky Sinister
The Goblin Gate by Hilari Bell