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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (56 page)

BOOK: El día de las hormigas
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—Cogeremos otra y le enseñaremos también lo que es el humor y el arte de los… Dedos.

—No hay ninguna otra como ella. Ha sido culpa mía… —repitió Laetitia.

Mantuvieron fijos los ojos sobre el cuerpo de 103. Sobrevino un largo silencio.

—Le haremos unas exequias dignas de ella —dijo Juliette Ramírez.

—La enterraremos en el cementerio de Montparnasse, al lado de los mayores pensadores del siglo. Será una tumba muy pequeña y encima escribiremos: «Fue la primera.» Sólo nosotros sabremos el sentido de esa inscripción.

—No le pondremos cruz.

—Ni flores ni coronas.

—Nada más que una ramita clavada en el cemento. Porque siempre ha permanecido erguida ante los acontecimientos, incluso cuando tenía miedo.

—Y siempre tenía miedo.

—Volveremos a encontrarnos cada año sobre su tumba.

—Personalmente, no me gusta insistir en mis fracasos.

Juliette Ramírez suspiró.

—¡Qué lástima tan grande!

Con la punta de la uña, golpeteó en las antenas de 103.

—¡Vamos! ¡Despierta ahora! Ya nos has engañado bastante, nos hemos creído que estabas muerta, dinos que estabas bromeando. Que gastas bromas como nosotros, los humanos.

¿Lo ves? ¡Tú has inventado el humor hormiga!

Llevó el cuerpo bajo la linterna halógena.

—Tal vez con un poco de calor…

Los tres contemplaban el cadáver de 103. Méliés no pudo dejar de murmurar una pequeña plegaria: «Dios mío, haz que…»

Pero seguía sin ocurrir nada.

Laetitia Wells contuvo una lágrima que fluyó, se deslizó por la arista de la nariz, contorneó la mejilla, se detuvo un instante en el hoyuelo de la barbilla y luego cayó junto a la hormiga.

Una salpicadura sucia tocó la antena de 103.

Entonces ocurrió algo. Los ojos se abrieron desmesuradamente y los cuerpos se inclinaron.

—¡Se ha movido!

Esta vez los tres habían visto estremecerse la antena.

—¡Se ha movido, todavía está viva!

La antena volvió a estremecerse.

Laetitia cogió una segunda lágrima de la comisura de sus ojos y humedeció con ella la antena.

De nuevo hubo un movimiento imperceptible de retroceso.

—Está viva. Está viva. ¡103 está viva!

Juliette Ramírez se frotó la boca con un Dedo escéptico.

—Aún no está todo ganado.

—Está muy malherida, pero podemos salvarla.

—Necesitamos un veterinario.

—Un veterinario para hormigas, ¡eso no existe! —observó Jacques Méliés.

—Entonces, ¿quién va a poder curar a 103? Sin ayuda, morirá.

—¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

—Sacarla de aquí, y deprisa.

Estaban sobreexcitados y a la vez desconcertados, porque habían deseado con mucha fuerza verla moverse, y ahora que se movía no sabían qué hacer para cuidarla. A Laetitia Wells le habría gustado acariciarla, tranquilizarla, pedirle perdón. Pero se sentía tan torpe, tan patosa para el espacio-tiempo de las hormigas que no haría sino agravar la situación. En ese instante le habría gustado ser hormiga para poder lamerla, darle una buena trofalaxia…

Exclamó.

—Sólo una hormiga podría salvarla, tenemos que llevarla entre las suyas.

—No, está cubierta por olores parásitos. Una hormiga de su propio nido no la reconocería. La mataría. No hay nada que nosotros podamos hacer.

—Se necesitarían bisturís microscópicos, pinzas…

—Si sólo es eso, ¡corramos! —Gritó Juliette Ramírez—. Si llegamos a casa, tal vez no todo esté perdido. ¿Tenéis otra caja de cerillas?

De nuevo Laetitia colocó a 103 con mil precauciones, obligándose a creer que aquel trozo de pañuelo con el que había tapizado el fondo no era un sudario sino una sábana, que transportaba no un ataúd sino una ambulancia.

103 emite débiles llamadas con la punta de la antena, como si se supiera al límite de sus fuerzas y quisiera lanzar un último adiós.

Volvieron a subir a la superficie, corriendo y al mismo tiempo esforzándose por no agitar mucho la caja y a su herida.

Además, de rabia, Laetitia tiró sus zapatos a la cuneta.

Cogieron un taxi, le exhortaron a ir lo más rápido posible evitando los baches.

El chofer reconoció a sus pasajeros. Eran los mismos que, la última vez, le habían exigido que no pasase de 0,1 kilómetro por hora. Siempre da uno con los mismos pesados. ¡O no tienen ninguna prisa o tienen demasiada!

De cualquier modo, corrió hacia el domicilio de los Ramírez.

208. Feromona

Feromona
:
Zoología

Tema:
Los Dedos

Salivadora:
103.683

Fecha año:
100.000.667

CAPARAZÓN:
Los Dedos tienen la piel blanda. Para protegérsela, la recubren, bien con trozos de vegetales tejidos, bien con trozos de metal que llaman «coches».

TRANSACCIÓN:
Los Dedos son ineptos en materia de relaciones comerciales. Son tan ingenuos que intercambian paletadas de alimento por un solo trozo de papel coloreado no comestible.

COLOR:
Si se priva de aire a un humano durante más de tres minutos, cambia de color.

PARADA AMOROSA:
Los Dedos se entregan a una parada amorosa compleja. Para hacerlo, se encuentran la mayoría de las veces en unos lugares especiales llamados «cajas de noche» o «boites». En ellas se menean cara a cara durante horas, representando así el acto copular. Si cada uno queda satisfecho con la actuación del otro, se dirigen a una habitación para reproducirse.

NOMBRES:
Los Dedos se llaman entre sí Humanos. Y a nosotras, las Terrestres, nos llaman Hormigas.

RELACIONES CON EL ENTORNO:
El Dedo sólo se preocupa de su propia persona. Por naturaleza, el Dedo siente unas ganas fortísimas de matar a todos los demás Dedos. Las «leyes», un código social rígido establecido de forma artificial, sirven para moderar sus pulsiones de muerte.

SALIVA:
Los Dedos no saben lavarse con su saliva. Para lavarse necesitan una máquina que se llama «bañera».

COSMOGONÍA:
¡Los Dedos se imaginan que la Tierra es redonda y que gira alrededor del Sol!

ANIMALES:
Los Dedos conocen muy mal la Naturaleza que les rodea. Creen ser los únicos animales inteligentes.

209. Operación última oportunidad

—¡Bisturí!

Cada petición de Arthur era ejecutada inmediatamente.

—Bisturí.

—¡Pinza de depilar número uno!

—Pinza de depilar número uno.

—¡Escalpelo!

—Escalpelo.

—¡Sutura!

—Sutura.

—¡Pinza de depilar número ocho!

—Pinza de depilar número ocho.

Arthur Ramírez operaba. Cuando los otros tres llegaron, trayendo a 103 agonizante, él ya se había despertado y recuperado de su desmayo. Había comprendido inmediatamente lo que de él esperaban sus compañeros y se arremangó. Deseoso de conservar intacta toda la agudeza de sus sentidos para la delicada operación, había rechazado el cóctel de analgésicos que le ofrecía su esposa.

Ahora Jacques Méliés, Laetitia Wells y Juliette Ramírez estaban a su lado inclinados sobre la minúscula mesa de cirugía improvisada por el señor de los duendes a partir de una lámina de microscopio. Este último estaba colocado sobre una cámara de vídeo. Todos podían seguir la operación en un televisor.

Muchas hormigas-robot habían desfilado ya sobre aquella lámina para ser reparadas, pero era la primera vez que una hormiga de quitina y de sangre se hallaba en aquel mal trance.

—¡Sangre!

—Sangre.

—¡Más sangre!

Para salvar a 103 había sido preciso aplastar a cuatro hormigas verdaderas y recoger la sangre precisa para las transfusiones. No habían vacilado. 103 era única y merecía el sacrificio de algunos individuos de su especie.

Para aquellas mini transfusiones, Arthur había afilado una aguja microscópica y la había hundido en la zona blanda de la articulación de la pata posterior izquierda.

El cirujano improvisado ignoraba si la hormiga sufría con sus manipulaciones, pero, dado su estado de fragilidad, había preferido no intentar la anestesia.

Arthur empezó por encajar la pata mediana a la manera de un ensalmador. Igual de fácil resultó su trabajo con la pata anterior izquierda. A fuerza de trabajar con sus hormigas-robot, había adquirido una gran destreza digital.

El tórax estaba aplastado. Con una pinza fina volvió a darle forma, como se haría con una aleta de coche abollada, luego taponó con cola el lugar en que la quitina había sido perforada. Esa misma cola sirvió para volver a soldar el abdomen agujereado, tras haberlo llenado otra vez de sangre con la ayuda de una minúscula pipeta.

—¡Suerte que la cabeza y las antenas están intactas! —exclamó—. La punta de su tacón era tan estrecha que sólo ha aplastado el tórax y el abdomen.

Bajo la luz de la lámpara del microscopio, 103 recupera la energía. Alza un poco la cabeza y chupa lentamente la gota de miel que un Dedo ha dispuesto delante de sus mandíbulas.

Arthur se alzó, enjugó el sudor de su frente y suspiró.

—Creo que saldrá de ésta. Pero necesitará varios días de reposo para recuperarse. Ponedla en una zona oscura, cálida y húmeda.

210. Enciclopedia

¿CUÁL ES EL CAMINO?
Hay que pensar en el hombre del año 100 millones. (Aquel que tiene tanta experiencia como las hormigas actuales.) Ese hombre debe tener una conciencia cien mil veces más desarrollada que la nuestra. Hay que ayudar a ese pequeño, pequeñísimo niño a la potencia 100.000. Para ello hay que trazar el sendero de oro. El camino que permitirá perder el menor tiempo posible en formalismos inútiles. El camino que impedirá las vueltas atrás bajo la presión de todos los reaccionarios, de todos los bárbaros, de todos los tiranos. Tenemos que encontrar el Tao, la vía que lleva a la conciencia más elevada. Esa vía se trazará a partir de la multiplicidad de nuestras experiencias. Para descubrir mejor ese sendero tenemos que cambiar nuestros puntos de vista, no anquilosarnos en una forma de pensar. Sea la que fuere. Ni aunque sea buena. Las hormigas nos muestran un ejercicio espiritual. Ponerse en su lugar. Pero pongámonos también en el lugar de los árboles, en el lugar de los peces, en el lugar de las olas, en el lugar de las nubes, en el lugar de las piedras.

El hombre del año 100 millones deberá saber hablar con las montañas para profundizar en su memoria. En caso contrario, nada habrá servido de nada.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

211. El agujero

Tras tres días de convalecencia, 103 se había repuesto por completo de sus contusiones. Comía de forma casi normal, incluso trozos de carne de saltamontes y caldo de cereales. Movía normalmente sus dos antenas. Se lamía constantemente las heridas para quitarse la cola y así desinfectarlas con su saliva.

Arthur Ramírez hacía caminar a su paciente en una caja de cartón forrada de algodón hidrófilo para evitar cualquier choque. Cada día anotaba los progresos realizados. La pata rota no funcionaba muy bien, pero 103 lo compensaba contoneándose.

—Necesita rehabilitación para recuperar músculo en sus cinco patas —observó Jacques Méliés.

Tenía razón. Arthur depositó a 103 en una mini-cinta deslizadora y alternativamente todos y cada uno la hizo andar para fortalecerle los muslos.

La soldado ya había recuperado fuerzas suficientes para proseguir las discusiones.

Diez días después del accidente, decidieron que había llegado el momento de organizar la expedición para salvar a Jonathan Wells y a sus compañeros.

Jacques Méliés convocó a Émile Cahuzacq y a tres policías subalternos. Laetitia Wells y Juliette Ramírez también formaban parte del grupo. Arthur, demasiado débil por la enfermedad y las preocupaciones de aquellos últimos días, prefirió esperar su regreso confortablemente arrellanado en un sillón.

Iban provistos de picos y palas. 103 estaba con ellos para guiarles. ¡En marcha hacia el bosque de Fontainebleau!

Los Dedos de Laetitia depositaron a la hormiga en la hierba. Para estar segura de no perderla, había anudado un hilo de nailon alrededor de la articulación abdominal de la exploradora. En cierto modo, una correa. .

103 olfatea los efluvios circundantes y señala con la antena la dirección a tomar.

Bel-o-kan es por allí.

Para ir más deprisa, los Dedos la levantaban y la transportaban más adelante. Bastaba con que agitase sus apéndices sensoriales para que comprendiesen que necesitaba nuevos puntos de referencia. Entonces, volvían a colocarla en el suelo y ella señalaba de nuevo el camino.

Al cabo de una hora de marcha, vadearon un riachuelo y luego se adentraron por una zona de matorrales. Se veían obligados a avanzar despacio para que 103 pudiera seguir los rastros olfativos adecuados.

Tres horas más tarde divisaron a lo lejos, delante de ellos, un gran montón de ramitas.

La hormiga indicó que habían llegado.

—¿Esto es Bel-o-kan? —preguntó asombrado Méliés, que, en otras circunstancias, nunca habría reparado en semejante montículo.

Aceleraron el paso.

—¿Y ahora, jefe? —preguntó un policía.

—Ahora, a cavar.

—Pero sin hundir la ciudad, sobre todo sin hundir la ciudad —insistió Laetitia, apuntando con un Dedo amenazador—. No olvidéis que hemos prometido a 103 no estropear su ciudad.

El inspector Cahuzacq meditó sobre el problema.

—Bueno, basta con cavar justo al lado. Si es grande, tendremos que ir a parar forzosamente sobre el subterráneo, y, si no llegamos a él, avanzaremos de través por debajo para rodear el nido.

—¡De acuerdo! —dijo Laetitia.

Cavaron como filibusteros en busca de un tesoro enterrado en una isla. Pronto los policías quedaron cubiertos de tierra y de barro, pero sus palas seguían sin encontrar la roca.

El comisario les animó a proseguir.

Diez metros, doce metros, y nada. Unas hormigas, sin duda soldados de Bel-o-kan, acudieron en busca de noticias, deseosas de saber qué era lo que provocaba aquellas terribles vibraciones en los alrededores de la Ciudad, hasta el punto de poner en peligro sus corredores periféricos.

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