El discípulo de la Fuerza Oscura (30 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Eh, Lando! —repitió Han.

Echó a correr hacia él, y Lando vio que tenía el rostro enrojecido y que parecía estar muy nervioso. Su oscura cabellera estaba empapada de sudor, y Han avanzó hacia la nave con la imparable decisión de un androide de construcción imperial.

—Cuando decidimos jugar esa partida de sabacc no me dijiste que este montón de chatarra se encontraba en tan mal estado, Han —dijo Lando frunciendo el ceño.

Han ignoró su comentario y subió corriendo por la rampa con un saco lleno de suministros a la espalda y un desintegrador colgando de la cadera. Lando enarcó las cejas.

—Han...

—Necesito el
Halcón
, Lando, y lo necesito ahora.

Pasó junto a Lando, dejó caer su saco sobre las placas de la cubierta y presionó el control de la rampa de entrada. Lando tuvo que retroceder de un salto mientras los cilindros engrasados tiraban de la larga rampa metálica levantándola hacia la entrada.

—Han, ahora esta nave es mía. No puedes venir aquí como si tal cosa y...

Han fue directamente a la cabina y se dejó caer en el asiento de pilotaje. Lando echó a correr detrás de él.

—¿Qué crees estar haciendo?

Han hizo girar el asiento hacia él y le lanzó una mirada que dejó tan paralizado a Lando como si sus pupilas fueran dos cañones de rayos aturdidores.

—En estos momentos el planeta Calamari está siendo atacado por la almirante Daala —dijo—. Leia está atrapada allí. ¿Vas a ayudarme a rescatarla con el
Halcón
, o he de agarrarte por tu sucio pescuezo y echarte a patadas de la nave?

Lando retrocedió y alzó las manos ante él en un gesto de paz.

—¡Calma, Han, calma! ¿Leia está en apuros? Bueno, pues vamos allá... Pero yo pilotaré, ¿entendido? —Movió una mano señalando el asiento del copiloto—. La nave es mía, ¿de acuerdo?

Han se quitó el arnés de seguridad de bastante mala gana y se instaló en el asiento de la derecha, que normalmente estaba reservado para Chewbacca. Lando activó el sistema de comunicaciones.

—Aquí el
Halcón Milenario
solicitando permiso para partida inmediata —dijo.

Después hizo ascender el carguero ligero modificado sobre sus haces repulsores, lo dejó suspendido en el aire durante unos momentos y conectó los motores sublumínicos en cuanto el Control de Coruscant les concedió el permiso para partir. El
Halcón
salió disparado a través de la atmósfera y puso rumbo hacia las estrellas.

Qwi Xux estaba dando un paseo por las operaciones de reconstrucción de la Catedral de los Vientos en el planeta Vórtice. Wedge Antilles, su acompañante, se había unido a las cuadrillas de limpieza de la Nueva República. Los trabajadores llevaban gruesos guantes para protegerse las manos de los bordes afilados como navajas de afeitar de los fragmentos cristalinos que llevaban a las cubetas de reprocesado, donde quedaban disueltos y servían para sintetizar nuevos materiales de construcción.

Los torbellinos de nubes grisáceas que giraban en el cielo indicaban que la estación de las tormentas ya estaba muy próxima. Los vors no tardarían en buscar el refugio de sus bunkers incrustados en el suelo, y no saldrían de ellos hasta que las tempestades huracanadas se hubieran disipado. Las primeras ráfagas de aire frío ya habían empezado a silbar sobre las llanuras cubiertas de hierba. Qwi temía que su etérea silueta pudiera salir despedida en cualquier momento, arrastrada hacia el cielo por un vendaval repentino que la reuniría con los habitantes del planeta, aquellas criaturas de alas tan delicadas como encajes.

Los vors se mantenían bastante alejados de los equipos de la Nueva República, y estaban trabajando en el lugar donde se había alzado la catedral destruida. Habían empezado a reforzar los cimientos y se preparaban para erigir un nuevo complejo de torres musicales huecas. Los alienígenas no parecían estar siguiendo ningún plan concreto, y se habían limitado a responder con el silencio cuando los ingenieros de la Nueva República solicitaron que les permitieran estudiar los diagramas arquitectónicos.

Qwi estaba contemplando toda aquella actividad deseando poder ayudar de alguna manera. Los vors no habían pedido ayuda a la Nueva República, y de hecho apenas habían reaccionado ante ella. Habían aceptado la presencia de los nuevos trabajadores y habían seguido con su proyecto, que avanzaba a una velocidad increíble. Los seres alados parecían estar totalmente desprovistos de emociones, y no sólo no habían amenazado con romper las relaciones diplomáticas sino que ni siquiera habían presentado una protesta formal. Era como si comprendiesen que la Nueva República era su amiga y que sólo deseaba ayudarles, pero la raza parecía sufrir una especie de aturdimiento colectivo y daba la impresión de ser totalmente incapaz de reanudar las actividades normales hasta que su Catedral de los Vientos volviera a cantar.

Mientras caminaba por entre los fragmentos dispersos de las tuberías de cristal, Qwi encontró un delgado tubito que se había desprendido de uno de los conductos de las torres de mayor altura donde se producían las notas más agudas. Qwi se inclinó y lo cogió con sus largos y esbeltos dedos, manipulándolo con mucho cuidado para evitar los afilados bordes.

El viento soplaba a su alrededor, haciendo ondular la tela de su chaqueta y agitando los delicados mechones de color perlino muy parecidos a plumas que cubrían su cabeza. Qwi contempló aquella flauta diminuta. Cuando estaba en la Instalación de las Fauces solía programar sus ordenadores utilizando notas musicales, silbando y canturreando para activar las subrutinas de programación. Llevaba mucho tiempo sin tocar...

Wedge y dos trabajadores tropezaron y dejaron caer al suelo un gran trozo de tubo cristalino que se hizo añicos. Wedge soltó un grito, y todos los miembros de la cuadrilla se apresuraron a apartarse para escapar del diluvio de fragmentos.

Los vors emprendieron el vuelo tan de repente como si fueran una bandada de aves dominada por el pánico, obviamente alarmados por los sonidos de cristales rotos.

Qwi se llevó la flauta a la boca y tragó aire, sintiendo la fría suavidad del cristal en sus labios azulados. Sopló por el extremo que estaba intacto y mantuvo un dedo sobre uno de los agujeros, permitiendo que una vacilante nota de prueba se deslizara a lo largo del tubo. Qwi emitió una segunda nota y una tercera, y fue empezando a hacerse una idea de las canciones que podían llegar a surgir de la flauta de cristal.

Plantó sólidamente los pies entre los fragmentos de cristal medio aplastados que cubrían el suelo para resistir los embates del viento, y empezó a tocar. Necesitó hacer varios intentos para dar la forma que deseaba a las notas, pero no tardó en cerrar sus grandes ojos color índigo y permitió que la música saliese de ella y empezara a fluir.

Los vors aletearon por los aires acercándose a ella y trazaron círculos sobre su cabeza. Algunos se posaron sobre los tallos de hierba color lavanda agitados por el viento muy cerca de ella y volvieron sus rostros angulosos hacia Qwi, moviendo velozmente sus párpados coriáceos sobre aquellos ojos sin pupilas que eran tan negros como la obsidiana. Los vors estaban escuchándola.

Qwi pensó en la destrucción de la Catedral de los Vientos, la pérdida de aquella estructura tan enorme que había sido un monumento colosal y una obra de arte al mismo tiempo, y en las muertes de muchos vors, y la música se fue volviendo más quejumbrosa y melancólica. Qwi también estaba viendo en su mente los paisajes de Omwat, su mundo natal, y empezó a recordar el lejano día de su infancia en que Moff Tarkin la había llevado a un hábitat orbital de adiestramiento para que ella y otros niños de Omwat que tenían un gran talento pudieran ver cómo destruía los complejos parecidos a colmenas en los que vivían sus familias cada vez que alguno de ellos no conseguía superar un examen.

La música brotaba de la flauta, subiendo y bajando de tono en elegantes ondulaciones melódicas. Qwi podía oír el aleteo de las alas de los vors por encima del sonido de las notas y del viento. Parpadeó nerviosamente y alzó la mirada hacia su silencioso auditorio, pero siguió tocando.

Wedge dejó a los trabajadores de la Nueva República a los que había estado ayudando y fue corriendo hacia Qwi para averiguar si necesitaba ayuda. Los otros ingenieros humanos no tardaron en darse cuenta de la atención que había atraído.

Qwi dejó de tocar cuando vio venir a Wedge, que jadeaba y tenía los ojos desorbitados por el asombro. Qwi le miró, hizo una profunda inspiración y bajó la flauta de cristal.

Los vors que la rodeaban permanecieron en silencio. No apartaban la mirada de ella, y movían lentamente sus alas para mantener el equilibrio. Sus rostros estaban cubiertos por una armadura coriácea segmentada que ocultaba todas las expresiones. Qwi abrió la boca, pero no se le ocurrió nada que decir.

Un vor muy corpulento, que estaba claro era alguna especie de líder de clan, fue hacia Qwi y extendió la mano pidiéndole la flauta.

Qwi, que todavía estaba bastante nerviosa, depositó el delicado instrumento sobre la dura piel parecida al cuero de su palma.

El vor cerró la mano con un gesto tan repentino como violento y aplastó la flauta. El delgado cristal quedó hecho añicos, y el vor abrió la mano y dejó que cayeran al suelo. Hilillos de sangre casi imperceptibles empezaron a aparecer en la palma de su mano.

—No más música —dijo.

Todos los vors que la habían estado escuchando desplegaron las alas de repente y se lanzaron a los vientos, alejándose a toda velocidad para volver al lugar en el que estaban construyendo la nueva Catedral de los Vientos.

El líder siguió contemplándola durante unos momentos.

—No hasta que hayamos acabado aquí —dijo, y emprendió el vuelo para reunirse con los otros vors.

Han Solo estaba atrapado en el hiperespacio y no podía hacer nada salvo esperar. No podía hacer que el tiempo transcurriese más deprisa.

Han estaba yendo y viniendo por la sala de reposo, contemplando el maltrecho tablero de juegos holográfico y recordando la primera vez que había visto jugar a Cetrespeó con Chewbacca. Por aquel entonces todavía no conocía a Leia. Luke Skywalker sólo era un joven granjero de humedad que soñaba con vivir grandes aventuras y Obi-Wan Kenobi no era más que un viejo chiflado. Ah, si hubiera sabido cómo iba a cambiar su vida después de aquel día en la cantina de Mos Eisley... Han se preguntó si habría corrido el riesgo de aceptar a aquellos dos pasajeros con sus androides para llevarlos a Alderaan si hubiese sabido lo que iba a ocurrir después.

Pero si se hubiera negado a llevarlos hasta allí nunca habría llegado a conocer a Leia, naturalmente, y nunca se habría casado con ella. No habría tenido tres hijos, y no habría ayudado a derrotar al Imperio. «Oh, sí —pensó—. Lo he pasado bastante mal y me he metido en muchos líos, desde luego, pero aun así volvería a hacer exactamente lo mismo que hice entonces...»

Y Leia estaba corriendo un gran peligro.

Lando salió de la cabina.

—He puesto el piloto automático —dijo. Miró a Han, y vio su expresión abatida y llena de tristeza—. ¿Por qué no descansas un rato, Han? Venga, a ver si conseguimos distraernos durante unos minutos... Eh, ¿qué te parece si jugamos unas cuantas manos de... sabacc? —preguntó de repente como si la idea acabara de surgir en su cabeza, enarcando las cejas y obsequiándole con una de sus típicas sonrisas radiantes.

Han se preguntó si su amigo estaría intentando animarle, y decidió averiguar si realmente hablaba en serio.

—No me apetece jugar al sabacc —dijo—. Y además supongo que no estarías dispuesto a apostar mi nave, ¿verdad? —añadió, sentándose y bajando la voz.

Lando torció el gesto.

—Es mi nave, Han.

Han se inclinó sobre el tablero holográfico.

—No por mucho tiempo, viejo amigo... ¿O es que no te atreves a jugar unas cuantas manos conmigo?

El
Halcón
surcaba velozmente el hiperespacio guiado por el piloto automático, sin saber que se estaba decidiendo a quién pertenecería en el futuro.

Han contempló sus cartas y sintió el cosquilleo de las gotitas de sudor que perlaban su nuca. Lando, que se enorgullecía de su soberbia impasibilidad a la hora de tirarse faroles, estaba mostrando preocupación e inquietud. Han vio cómo se limpiaba la frente con la mano por tercera vez en otros tantos minutos.

El ordenador que iba anotando los tanteos respectivos indicaba que estaban empatados a noventa y cuatro puntos. El tiempo estaba transcurriendo a toda velocidad, y Han se había concentrado hasta tal extremo en el juego que llevaba por lo menos quince segundos sin pensar en la desesperada situación de Leia.

—¿Cómo sé que no has programado alguna clase de truco en las cartas? —preguntó Lando de repente, contemplando las delgadas láminas metálicas al tiempo que mantenía ocultas las imágenes a los ojos de Han.

—Fuiste tú quien sugirió que jugáramos, viejo amigo —replicó Han—. Es mi vieja baraja, desde luego, pero la examinaste antes de empezar. Son cartas limpias, y no hay ningún truco. —Han permitió que una sonrisa se fuera extendiendo lentamente por sus labios—. Y esta vez no habrá ningún cambio de reglas repentino durante la última mano.

Han esperó un segundo más, y después tomó la iniciativa haciendo una mueca de impaciencia.

—Me quedo con tres —dijo.

Dejó dos cartas boca abajo en el centro del campo de aleatoriedad. Después pulsó el botón de barrido para cambiar el valor y el palo de las cartas, y las sacó del campo para averiguar cuáles eran sus nuevas cartas.

Lando extendió dos cartas hacia el campo, pareció pensárselo mejor, se mordió el labio inferior y acabó alargando otra carta más. Han se sintió invadido por el júbilo. La mano de Lando era todavía peor que la suya.

El corazón de Han estaba latiendo a toda velocidad. Tenía una escalera de báculos de valor bajo sin figuras, pero si conseguía vencer a Lando entonces la mano de su oponente le proporcionaría los puntos suficientes para superar el umbral de puntuación fijado. Lando clavó la mirada en sus cartas. Sus labios estaban curvados en una media sonrisa, pero Han tuvo la impresión de que la sonrisa era más bien forzada.

—Adelante —dijo, y fue poniendo sus cartas encima de la plataforma una por una.

—¿Obtengo puntos extra por tener una mano totalmente aleatoria? —preguntó Lando. Después suspiró, apoyó los codos sobre la mesa y frunció el ceño.

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Long Journey Home by Don Coldsmith
The Deadwalk by Bedwell-Grime, Stephanie
Operation Willow Quest by Blakemore-Mowle, Karlene
The Case of the Hooking Bull by John R. Erickson
Links by Nuruddin Farah
Get Real by Betty Hicks