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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (9 page)

BOOK: El taller de escritura
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Amy estaba aturdida. Había pasado una noche horrible obsesionada con la carta y la planta, tratando de comprender la conexión entre ambas, si es que de hecho existía alguna, y analizando el extravagante y descabellado efecto que el florecimiento de la planta había tenido sobre ella. Eran casi las cinco de la mañana cuando por fin se le ocurrió que lo más seguro era que la planta fuera un regalo en lugar de una amenaza, que probablemente era cara y que, en ningún caso la persona que se la había regalado, aunque fuera un aficionado a la jardinería, había podido causar aquella horrible cosa dentro su coche. Pero con la carta no había podido llegar a ninguna conclusión.

—Carla —dijo Amy—, no estoy segura de querer saber quién ha escrito esto.

Carla no dijo nada.

—Piénsalo —siguió Amy—. ¿Qué harías si lo descubrieras? ¿Retar al idiota a un duelo al amanecer? ¿Empapelarle el coche con papel higiénico?

Cuando por fin Carla habló, lo hizo en voz baja.

—Supuse que querrías hacer algo al respecto.

Amy suspiró.

—Te devolveré la llamada. Déjame despertarme.

A Amy le llevó la mayor parte de la mañana el figurarse por qué no quería tratar el tema de la carta. Al principio pensó que sus razones eran prácticas aunque cobardes. Si averiguaba quién había sido tendría que actuar, y ¿qué tipo de horrores sociales conllevaba eso? ¿Pedir al culpable que abandonara la clase? La posición de Amy con la gente de la extensión universitaria ya era lo bastante endeble: sus clases apenas se llenaban y no eran rentables, así que probablemente agradecerían tener una excusa para no volver a contar con ella. Lo único que tendría que hacer el alumno expulsado era quejarse. Las quejas de los alumnos eran quejas de clientes, y los clientes siempre tienen la razón.

Pero todo eso iba más allá de la cuestión. Lo que a Amy le asustaba era el mero hecho de lo que, ineludiblemente, parecía ser malevolencia recreativa. El poema había sido escrito por una persona adulta, no por un adolescente con el cerebro a medio terminar. Quienquiera que escribiera el verso «lameculos, aduladora, pelota», tenía la intención de hacer daño y entendía cómo Carla se sentiría, cómo se sentiría cualquier persona al llamarla tales cosas. El verso era pícaro, brusco, y el poema era en sí mismo petulante e imperioso como un gato al estirarse. El autor se estaba divirtiendo. Y Amy se había sentido cómoda en una clase junto a una persona con semejante concepto de la diversión.

Pensó que Carla podía esperar, así que pasó la mitad del día sacando un poco de trabajo sucio. La mayor parte de los ingresos de Amy provenían de la edición
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, en su mayoría trabajos para una enorme editorial de libros de referencia especializada en la recolección e impresión anual de los currículos de famosos, famosillos, y personajes poco conocidos. Lo llamaban
sketch writing
, aunque lo que ella escribía, a un dólar la descripción, eran biografías breves, ingeniosos cameos al estilo de Hirschfeld
[5]
y donde, cientos de veces al día, insertaba información aportando ciertos detalles fascinantes tales como la fecha de nacimiento, año de matrimonio, nombre, principales obras, fecha de defunción, etc.

El nadir de la carrera editorial de Amy había llegado el año anterior cuando, accidentalmente, le había tocado actualizar su propia descripción. La gente para la que trabajaba no tenía la menor idea de que ella estuviera incluida en sus libros, algo que no resultaba ser un problema para Amy.

GALLUP, Amy. B. Augusta, Maine, 30 de junio de 1948. Licenciada en Filosofía, Colby College, Waterville, Maine, 1999. Casada con Max Winston en 1972 (muerto en 1988). Casada con Robert Johansen, 1989 (divorciada en 1992). Autora de:
Mujeres monstruosas
, 1971;
Todo es bonito
, 1975;
El embajador de la pérdida
, 1978;
Un infierno feroz
, 1981.

Desde el año 2006 no había tenido nada que actualizar. Por qué seguían incluyéndola en
Escritores y autores norteamericanos
era un misterio, pero algún día abriría una nueva edición y encontraría que ya no estaba incluida, y eso sería mucho más deprimente que hacer frente a su triste lista de logros.

Amy produjo cien descripciones en dos horas, su mejor marca hasta la fecha, pero cuando recogió toda la pila de papeles y apagó el ordenador, aún no sabía qué decirle a Carla ni qué hacer con la clase. Se sentía bloqueada, paralizada. Era ya por la tarde y ni siquiera había limpiado todavía el coche de toda la tierra que había dejado esa horrible planta.

Tenía que volver al garaje y sacar la planta del asiento del copiloto. Esperaba que fuera más pequeña de lo que recordaba, pero no lo era. No obstante, la flor había languidecido y parecía que estuviera haciendo un triste puchero. Colocó la planta en el césped, al lado del porche delantero, y se detuvo a contemplarla bajo la intensa luz amarilla del atardecer. ¿Cuál era la probabilidad de que la misma persona que había escrito a Carla le hiciera a ella ese regalo? Si lo analizabas racionalmente, ¿qué tenían en común aparte del anonimato? Amy necesitaba una segunda opinión. En contra de casi dos décadas de soledad forzada y cualquier intuición que tuviera, le devolvió la llamada a Carla y la invitó a tomar algo.

Para cuando Carla llegó a la entrada de su casa, el sol ya se había puesto y Amy casi había terminado con la mitad de la botella de vino tinto que había descorchado para la ocasión. Y era una ocasión bien digna de celebración: la primera vez en doce años que Amy admitía en su casa a alguien que no fuera un transportista, un fontanero o un electricista. Carla aparcó un Infiniti plateado, que era sin duda el coche de su madre, y la saludó antes de desabrocharse el cinturón de seguridad y salir del coche haciendo un gran esfuerzo.

—¡Esto es tan guay! —exclamó sonriendo, y Amy estuvo de acuerdo en que sí, lo era.

Carla admiró el número y la variedad de los libros de Amy, y también la ingeniosa pared de estanterías colocadas a dos metros de altura del suelo y separadas del techo únicamente por el grosor del lomo de un libro de bolsillo y que recorría las cinco habitaciones de la casa de Amy.

—Soy incapaz de deshacerme de todos mis libros —dijo Amy—. Me devuelven a mi juventud e incluso a mi niñez, pero tenía que quitarlos de en medio de alguna forma. Así que ahí están, colocados en orden alfabético, fuera de alcance y cubiertos de polvo.

El hecho de haber colocado las estanterías, allá por principios de los años noventa, le hizo estar muy orgullosa. Las estanterías estaban un poco destartaladas y eran de madera sin tratar, por lo que el efecto que daban en general era bastante agradable e improvisado, algo parecido a lo que se puede encontrar en la habitación alquilada de un estudiante de posgrado. Por aquel entonces su segundo matrimonio aún no había terminado y ella estaba, se permitió recordar, trabajando en su quinta novela, que todavía no tenía nombre. Esa casa tan pequeña, esas estanterías, ese matrimonio tan poco apasionado… todo aquello era provisional y algún día no muy lejano volvería a mudarse a Nueva Inglaterra, a una casa grande en Berkshire o quizá en Kennebec Valley, y quizá también daría clases en Orono. Entonces, cuando tenía todo el futuro por delante, todo era posible…

—¿De verdad has leído todos esos libros? —preguntó Carla.

—Todos los de bolsillo y como la mitad de las ediciones de tapa dura. Por ejemplo, todavía no he leído a Proust, pero naturalmente he leído
Los aventureros
.

Carla asintió.

—De Joseph Conrad, ¿verdad?

—De Harold Robbins, ¿lo ves? —Amy señaló justo sobre la cabeza de Carla donde estaban colocados los libros de la R—. También he leído
Los insaciables
y
Donde el amor ha ido
y no puedo desprenderme de ninguno de ellos.

—¡Vaya! Deben de ser realmente buenos.

—¿Por qué quieres escribir?

Carla dejó su copa de vino.

—No lo sé.

—Es una buena respuesta. ¿Te has dado cuenta de que la mitad de mis alumnos simplemente tienen que escribir o están repletos de historias? Es algo que me vuelve loca.

—¿Recuerdas a Gretchen, aquella chica de Atlanta que no podía dormir por las noches a menos que trasladara a un papel todo lo que había hecho durante su día de trabajo?

—¿Acaso no es repugnante?

Carla se aclaró la garganta y rió.

—Tú le dijiste que era un hábito maravilloso.

—Bueno, ¿y qué se supone que debía decirle? ¿Estás loca? ¿Ten una vida?

Carla sonrió y miró fijamente su copa de vino. Hoy llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa blanca de su talla. No iba maquillada y llevaba su brillante cabello de color rojizo peinado hacia atrás y sujeto con una goma de pelo de tela vaquera. Era la primera vez que Amy podía ver la belleza en el rostro regordete y sin arrugas de la mujer joven que era Carla.

—No sé qué más hacer además de escribir —dijo Carla finalmente—. Lo he intentado todo: galerías de arte, inmobiliarias, capital riesgo, arte dramático…

—Ahora en serio, ¿has intentado todo eso?

—Oh, claro. Después de que mi padre se marchara con aquella aspirante a actriz, ¿te lo conté, verdad?, mi madre consiguió un montón de dinero en el acuerdo de divorcio. Además, tenía un montón de tiempo libre a su disposición, así que pensó, ¿por qué no poner a la niña a trabajar?

—Eso es lo que se llama incongruencia —dijo Amy—. Si tenía tanto dinero, ¿por qué no emplearlo en ti?

—Oh, sí que lo hizo. Lo empleó en clases de arte dramático, representantes, sesiones fotográficas… Hice un montón de anuncios, la mayoría de ellos locales, en 1983, cuando aún era mona. Era la Judy Garland de los anuncios de la cadena de lavado de coches Pulgas Carwash, la niña insoportable que corría a través del aparcamiento de Corky Beans y, de hecho, hasta resulté bastante eficiente como víctima de leucemia en algunos anuncios de hospitales.

—¡Jesús!

—También hice de extra en un anuncio nacional que estuvo emitiéndose durante años. Era la niña de blanco de la fila de atrás en el anuncio de Cheezy Chews, aquel gran espectáculo musical en una nave espacial.

—¿Te gustaba hacer esas cosas?

Carla se rió.

—No te puedes imaginar cuánto lo odiaba, pero no conseguía hacérselo entender a mi madre. Ella seguía llevándome y ellos seguían contratándome, hasta que al final tuve que hacer algo para resultar no apta para ese tipo de trabajos. ¿Sabes cuánto tuve que comer para ponerme así de gorda?

Aquello era interesante, incluso intrigante, pero no explicaba la razón por la cual Carla quería ser escritora.

—¿Realmente quieres la verdad? —preguntó Carla—. Antes de asistir a tus clases jamás había escrito una sola línea.

—Pero dijiste… que estabas trabajando en una novela. Lo recuerdo perfectamente, y también que ya llevabas quinientas páginas de la segunda. La trajiste en una bolsa de lona, la sacaste y la mostraste. Fue una de las cosas más aterradoras que jamás había visto. —La más larga de las novelas de Amy apenas sobrepasaba las doscientas páginas.

—Lo que mostré fue la fallida tesis doctoral sobre Jeane Dixon de mi tía Mae, la loca.

—Pero ¿entonces por qué…?

—Porque me dejaste anonadada. Había asistido a millones de cursos del estilo: de escultura, de informática, de sánscrito, y tú fuiste la única que conseguiste hacer que no me aburriera hasta la saciedad. No mentías ni insultabas mi inteligencia.

Amy dejó aparte el cumplido y se centró en Carla, que en ese momento le recordaba por qué ella misma había decidido escribir un día, y por qué había seguido haciéndolo, más o menos. Carla era un ejemplo perfecto de lo que Amy llamaba, a la pretenciosa edad de veinte años, el «misterio de la personalidad». Solo existían estereotipos en el arte, nunca en la naturaleza. No había seres humanos ordinarios. Todo el mundo había nacido con una sorpresa en su interior. Una vez, la gran ambición de Amy había sido crear de la nada una persona tridimensional sacada de su propia imaginación, como el caso del nacimiento de Atenea de la cabeza de su padre. Que ningún escritor hubiera intentando algo semejante, en principio no resultaba un elemento disuasorio y, en última instancia, era algo que tampoco le servía de consuelo. Años después dejó de fingir que escribía, y empezó, ahora se daba cuenta, a tratar con personas de carne y hueso como si fueran insignificantes réplicas ficticias con botones de frío y calor, libros favoritos, frases frecuentes y atuendos típicos.

—Pensemos en esto —dijo vaciando el contenido de la botella en la copa de Carla—. ¿Qué tipo de persona escribe una carta como esa?

—Un cerdo.

—No. Piensa como un escritor, Carla. Piensa desde el punto de vista del autor.

—¿Un escritor anónimo?

—Sí.

Carla parecía pensativa.

—No sé —dijo— si quiero llegar hasta ahí.

—¿Entonces por qué querías saber quién era?

Carla la miró, confusa, como si no pudiera ver que una cosa tuviera que ver con la otra. En realidad, Amy tampoco podía.

—Verás —continuó—, me pagan para que cuide de todos vosotros y me asegure de que adquirís la suficiente experiencia en clase, cosa que ciertamente no incluye ser ofendida por correo. Pero tienes absolutamente toda la razón, es mi responsabilidad ocuparme de esto. Si quieres que el próximo miércoles me dirija a toda la clase para preguntar quién escribió esa cosa, lo haré. De todas formas, también tengo que preguntar por la planta. Me figuro que si nadie admite haberla dejado en mi coche, entonces es probable que se trate de la misma persona que te envió la carta. Aunque no puedo entender la conexión. La planta es una cosa agradable, ¿no es cierto? La persona que me la regaló no tenía por qué saber que yo iba a tener una reacción fóbica.

—¿La tuviste?

Amy le enseñó a Carla el cactus sin darle más detalles.

—De todas formas, ¿cuál es tu idea? —preguntó Amy—. Me refiero a cuando me llamaste esta mañana. Dijiste que tenías un plan.

—Era algo estúpido. Simplemente estuve pensando en que si descomponíamos el poema y prestábamos atención a la redacción, la puntuación, la elección de las palabras y todo lo demás, al final del semestre probablemente sabríamos quién había sido.

—Eso no es en absoluto estúpido.

—De hecho, ya había descartado a Marvy. No tiene capacidad para escribir un verso tipo «pelota, lameculos» y lo que sea, ya sabes… —Carla bajó la mirada al decir esto y apartó la vista de Amy—. No sabe escribir correctamente, ni siquiera deletrear. Además, es un estúpido incompetente.

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