Seguro que las tiene
.
—¿Y que es una búsqueda erótica? —preguntó Chuck.
—¡Ahí está! —dijo Frank.
—Por esta razón —continuó Amy—, la crítica de fragmentos, ya sean capítulos de novelas o historias incompletas normalmente se centran en el lenguaje más que en la estructura. El lenguaje es lo único que podemos criticar con total seguridad. Una mala frase puede siempre arreglarse en el último capítulo.
Amy condujo a la clase a través de cada una de las páginas del manuscrito de Surtees. Hizo bastante hincapié en el lenguaje aunque no llegó a tacharlo de inexpresivo, y empleó una gran parte del tiempo tratando de convencer a los alumnos de que los personajes de ficción deberían casi siempre decir o preguntar sus frases en lugar de silbar, gritar, musitar, resoplar o bufar.
—Aquí nos encontramos con demasiados gruñidos —dijo Amy, y cuando Dot y Pete defendieron los gruñidos vívidamente, les bajó los humos con agudeza—. Incluso aunque tuvierais razón en este punto, eso no os ayudaría —les dijo—. Los perros a las puertas de las editoriales, llamados lectores, han sido entrenados para desechar manuscritos no solicitados a la menor oportunidad, y todos usan el mismo criterio, sea justo o no. Una de las maneras más seguras para conseguirlo es hacer que los personajes susurren «buenos días», resoplen «piérdete» u opinen lo que les dé la gana.
Los fans de Surtees reaccionaron con resentimiento ante su discurso, pero Surtees no lo hizo. Él estaba tomando notas.
Amy detestaba ser generosa con alumnos como Surtees, quien tenía muy poca necesidad de su generosidad. Había supuesto, incluso esperado, que la clase iba a ser indulgente con él, para poder ser ella la que descargara sobre
Código negro
. Sin embargo, se veía obligada a hacer de poli bueno, y de hecho se había escuchado a sí misma elogiar, aunque apenas, su atención al detalle en lo físico, la seguridad con que los personajes se movían en el tiempo y el espacio, y el hecho de que cada escena terminara en el justo momento en que debía, estando perfectamente bien conectadas con las escenas previas y posteriores por una cadena consecuente de causa y efecto.
Código negro
poseía lo que los profesores de escritura creativa llamaban «empuje narrativo». Que la historia en sí fuera indigna de ser plasmada en un papel, era algo que Amy no estaba autorizada a decir.
Al final todo lo que podía hacer era darle a Tiffany Zuniga cinco minutos para vilipendiar la obligatoria escena de sexo del doctor en el segundo capítulo. Tiffany detestaba que la mujer, no identificada, tuviera «unas curvas voluptuosas», aullara como un jaguar «en el momento del clímax final» y «se escabullera hacia la puerta con una sonrisa» cuando todo hubo acabado.
—Me refiero a si —dijo Tiffany—, ¿realmente es necesario todo eso?
El doctor Surtees, sentado en la fila de delante directamente enfrente de Tiffany, se sonrió.
—Lo peor de todo —dijo Tiffany—, es que utiliza «cama» como verbo. ¡Lo odio! ¡Odio, odio eso!
—¡Bien por ti! —dijo Amy, sintiéndolo de veras.
Como siempre al final de cada clase, Amy se aseguró de que todas las copias con comentarios y anotaciones eran devueltas a sus autores, y de que todo el mundo recibía las copias de los dos relatos para la próxima semana, en ese caso las de Edna Wentworth y Ricky Buzza. Esperó en su escritorio hasta que la clase estuviera en silencio para alzar la vista, imaginando que Carla aún estaría allí, esperando, pero se había marchado con los demás. Amy echó mano a la carta de Carla que guardaba en el bolsillo, pero pensó que sería mejor no leer su contenido allí, en una clase desierta. La clase de hoy había estado bastante animada y no le apetecía acabarla con una experiencia deprimente. Amy recogió sus copias de los relatos de la semana siguiente y se encaminó hacia el coche.
Como de costumbre, el aparcamiento, que estaba rodeado de eucaliptos, olía como a pastillas para la tos y estaba bañado de color amarillo por la luz de las farolas bajas en sodio del observatorio Palomar. El resto del grupo debía de haberse marchado ya porque su coche estaba solo en aquella sección del aparcamiento. Solo que con algo encima del capó. Una planta. Una planta grande en una maceta de cerámica de boca ancha de un color indeterminado. Aparentemente, un regalo de uno de sus alumnos.
Amy no sabía nada sobre plantas, pero sospechaba que aquella era alguna variedad de cactus, como el cactus de Navidad. Sin embargo, este tenía un largo y luminoso capullo al borde de una rama gruesa, u hoja, o como fuera que se llamara, un chisme de tres lados que parecía extremadamente quebradizo. El único capullo parecía tan frágil que Amy pensó que se rompería en cuanto moviera la planta al asiento del copiloto, pero no lo hizo. Colocó la planta allí, sobresaliendo del salpicadero, y a Amy no le gustó nada. Decidió, que parecía más truculenta que suculenta, como si ya le debiera más de lo que podía pagar. Para Amy, la vida vegetal era vida extraterrestre. Solo esperaba que la planta no volcara durante el trayecto de vuelta a casa, poniéndolo todo perdido y dándole la excusa perfecta para tirarla a la basura. Efectivamente, no había conducido ni la mitad del camino hacia la salida del aparcamiento cuando tropezó con un badén y la maceta se inclinó hacia delante, vertiendo la tierra sobre el asiento. No obstante, la flor seguía intacta. Amy maldijo y detuvo el coche para abrochar a la estúpida planta el cinturón de seguridad.
Amy era una persona fría y peculiar, consciente en todo momento de su frialdad y peculiaridad, pero rara vez eso la molestaba. Se sentía cómoda en su miseria. No obstante, de vez en cuando sucedía algo que la irritaba, y eso era lo que estaba sucediendo ahora.
Vale
, se dijo a sí misma,
eres una mujer gorda de mediana edad, sola en un aparcamiento, luchando contra una planta extraterrestre. Vale, eres tan misántropa que no te importa un carajo quién te la ha regalado. Vale, así que este es solo un acontecimiento de mierda dentro de una corriente sin fin, aunque espantosamente finita, de cagadas encadenadas. ¡Chúpate esa
! Pero había algo aquella noche, en la clase, en la planta… Y la triste verdad de que nadie, ni siquiera Carla, se había quedado a esperarla.
Presintiendo que le sobrevenía un momento existencial, Amy sacó de la guantera una barrita de chocolate Heath, encendió la luz interior, y sacó la misteriosa nota de Carla. Amy comía mucho y probablemente bebía más de lo que debiera, pero su única adicción era la lectura. La tetralogía de Lawrence Durrell, que ni siquiera había disfrutado, le había ayudado a superar la prolongada enfermedad y terrible muerte de Max, y Charles Dickens la había acompañado durante la pérdida de sus padres. Incluso una tarde lluviosa a bordo de un Boeing 727 con los engranajes defectuosos y rumbo a un aterrizaje forzoso en Pensacola, Florida, la lectura hizo que se negara en banda a adoptar la posición de emergencia en caso de accidente, solo por evitar cerrar su copia de
Vía revolucionaria
. Nada era verdaderamente insoportable si se tenía algo que leer.
Echó un vistazo a la planta. Ahora con la luz blanca del interior del coche podía verla con mayor claridad. La maceta, que parecía bastante cara, era de un brillante verde oscuro. Y el capullo era blanco con varillas amarillas, estambres o algo así, visible a través de los pétalos traslúcidos. De alguna manera ahora parecía más bulboso, más protuberante y menos alargado de lo que había estado pocos minutos antes, cuando estaba encima del coche. Había una tarjetita blanca semienterrada entre la tierra sobre la que estaba, escrito a mano, el nombre de la planta aunque no la identidad de quien se la había regalado.
Hylocereus undatus
(Reina de la noche)
En lugar de pensar mucho en eso, Amy desdobló la carta de Carla.
Estaba mecanografiada cuidadosamente en papel corriente, pero naturalmente no estaba mecanografiada sino impresa. Ya nadie mecanografiaba.
Tendremos que pasar por el infiernode los forenses
, pensó Amy, recordando la nota de Leopold y Loeb
[4]
y también cómo todas las máquinas de escribir eran diferentes entre sí, al contrario de las impresoras láser que no lo eran. Pero, en cualquier caso, ¿por qué estaba pensando en forenses? Bueno, porque aquí estaba la carta de Carla.
Introducción a la escritura creativa
La madera debe estar seca
o se terminan las apuestas
La madera mojada está verde y húmeda
la corteza se adhiere a ella como un parásito
(
incondicional, lameculos, aduladora, pelota
)
Fila del fondo
muchacho
un montón de vapor
un montón de nada
y al final
simplemente no permanecerá encendida
Dolerá como si estuvieras en el infierno
Y la quema durará para siempre
*
*
Aunque puedes intentar utilizar astillas para encender el fuego… ¡El papel pautado puede funcionar
!
Amy permaneció sentada durante un rato. Sin duda Carla había querido entregársela a ella. Intentó darle vueltas a la cabeza alrededor de la absoluta crueldad de la parodia y descubrió que no podía imaginarse qué tipo de circunstancias podrían llevar a una persona decente a hacer semejante cosa. Empezó a analizar el lenguaje para ver si podía averiguar quién lo había escrito. Tenía que ser alguien de su edad, o no mucho menor. Nadie tan joven como Tiffany, Pete o Ricky decía «muchacho». Se imaginó a Surtees escribiendo la nota, después a Edna mojando con saliva el sobre, y a Ginger Nicklow echándolo al correo para así cerrar el círculo. Estaba en un lugar oscuro tratando de entrar en una mente oscura cuando simplemente quería irse a casa. Incluso un momento existencial era preferible a eso.
Amy arrancó el coche, metió un cedé de Taj Mahal en la ranura, subió el volumen y condujo a casa por el camino más largo, por la costa a través de Del Mar donde podías imaginar ver al fantasma del surf en la distancia y después ya en el interior pasar por Rancho Santa Fe y el lago escuchando la canción «Ooo Poo Pah Doo» una y otra vez. A Amy le gustaba ese camino, especialmente si lo hacía entrada ya la noche. Le gustaban las curvas largas y seguras de la autopista, la soledad… Si vivías dentro de tu cabeza, este era el trayecto perfecto: suave, sereno, inconexo. Fuera de contexto. El día traía el contexto. Amy estaba harta del contexto.
Estaba a punto de llegar a casa cuando se percató de un aroma a vainilla, un aroma que adoraba, así que bajó la ventanilla e inhaló el aire, pero el aroma se iba. Cuando cerró la ventana observó que el olor regresaba incluso con más intensidad que antes. Era un aroma a vainilla y a algo más, no a gardenia, gracias a dios, sino a una ridícula fragancia afrutada y misteriosa. Aquel magnífico aroma la envolvía, la conquistaba y, cuanto más se acercaba a su casa, más potente se hacía
. ¡Jesús
!, pensó al cerrar el garaje.
Tengo que salir de aquí. Esto es demasiado bueno
. Solo entonces se le ocurrió que, naturalmente, el aroma provenía del interior del coche, de la planta. Se movió en la oscuridad para poder desabrocharle el cinturón de seguridad cuando entonces vio, a través de un pequeño rayo de luz que venía del porche, que su silueta había cambiado por completo. La planta había florecido en el trayecto de vuelta a casa, había resurgido en una especie de explosión de flores del tamaño de la carita de un bebé. Amy salió del garaje y entró en la casa dejando atrás su maletín, la carta de Carla y la maldita reina de la noche.
—Esto es lo que vamos a hacer —dijo Carla.
A primera hora de la mañana, la mañana siguiente a aquel espantoso florecer, Amy, que había conseguido quedarse dormida al amanecer, había tropezado con Alphonse al tratar de contestar al teléfono.
—¿Qué? —Estaba a gatas sobre el suelo del dormitorio sosteniendo contra el hombro el auricular del teléfono inalámbrico mientras Alphonse la miraba con triste desconfianza—. ¿Carla? ¿Qué hora es?
—Son más de las nueve —contestó como si eso la excusara—. Y muchas gracias por haberme quitado de encima esa cosa. Ha sido la primera noche que he conseguido dormir después de cuatro días.
—Carla, ¿dejaste ayer una planta en mi coche?
—Por supuesto que no. Odias las plantas. ¿Por qué iba alguien a darte…?
—¿Cómo sabes que odio las plantas?
—Lo dices todo el tiempo.
Amy no recordaba haberlo dicho nunca. No en clase. Seguramente tampoco habría continuado con sus manías acerca de las mascotas con el fin de atraer la atención de los extraños. ¿O acaso sí? Pero ¿por qué recordaría Carla algo tan aburrido? Alphonse siguió a Amy hasta la cocina para recordarle su almuerzo. Ella siempre tenía que lanzar una rebanada de pan integral al jardín para hacer que el perro saliera de la casa.
—Las plantas no son como nosotros —dijo Carla.
—Sí, eso es exactamente. —Amy no sabía que alguien más pensara como ella.
—Te estoy citando.
¡Dios! ¿Acaso aquella mujer anotaba cada una de las tonterías que Amy decía?
Amy cerró sus ojos somnolientos, se dirigió hacia la nevera y esperó a que la cafetera se encendiera. Realmente no había supuesto que Carla le hubiera regalado la planta, pero ciertamente habría sido un gesto muy amable por su parte si lo hubiese hecho. En ese momento, ella no estaba preocupada por el cactus ni por la carta venenosa. Era por la mañana y por la mañana nada asustaba a Amy, porque sus ganas de vivir nunca se venían abajo hasta después de comer. Mientras Carla seguía charlando sobre lo último que había escrito («No te lo mostraré nunca, es demasiado patético, aunque aquí va el primer párrafo…»), Amy consideró, determinó y descartó la idea para una historia propia, una historia en la que un maniaco homicida se encadenaba a la cama de una mujer a las seis de la mañana y fracasaba en el intento de aterrorizarla. La historia podría haberse titulado
Mátame ahora
.
—Carla —dijo Amy.
—¿Sí?
—¿Por qué me has llamado?
—Lo siento, jefa. Ya sabes cómo me dejo llevar… Bueno, he estado pensando en nuestro próximo movimiento.
—¿Perdona?
—Ya sabes… ¿Cómo deberíamos proceder?
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a descubrir quién escribió esa carta.